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Año 6 / Número 23 / Septiembre 2018
cuento

Vírgenes infinitas


A diferencia de como suele ser el recorrido habitual de los jóvenes narradores en su ingreso a la literatura, el escritor tucumano Diego Puig (1982) tomó el camino inverso: primero publicó su breve y prometedora novela, Nadar sin luz (Milena Caserola, 2013), en la que narraba la oscura genealogía familiar, y este año dio a conocer su primer libro de cuentos, Vírgenes infinitas (Colección Mulita, 2018). En su más reciente libro, confirma su capacidad de observación para narrar con humor y sutileza la transición de la adolescencia en medio de la obtusa vida de pueblo, (el lento declive de las familias aristocráticas del interior, las estrategias de una chica para llevar adelante su condición de madre soltera, o un chico para asumir la homosexualidad ante sus parientes más longevos en un almuerzo familiar), así como el retrato de la vida en Buenos Aires o en ciudades europeas de jóvenes que comparten un grupo de pertenencia con hábitos comunes. Con una prosa vertiginosa y una cuidada elaboración de tramas y personajes, Diego Puig nos convierte en espectadores privilegiados de la vida errante, tortuosa, adictiva, sentimental y laboral de nuestra juventud, unida y contemporánea. El libro traza el descubrimiento del mundo: un aprendizaje que nunca parece completarse, aunque las diez historias que nos cuenta cierren perfectamente.

                                                                                                                          
Germán Lerzo


De Diego Puig*
Imagen
Diego Puig
Vírgenes infinitas
Colección mulita, 2018

Vírgenes infinitas

    I.

   En el baile del Rotary Kids del 87, May habló con Gustavo Kleim toda la noche antes de que él se besara con Catherine Rougier. Al año siguiente May usó un vestido corto de mangas largas con paillets y se emborrachó. Recuerda vagamente las luces y el humo de la fiesta. Esa noche tampoco hubo besos para ella, pero sabe que la pasó bien por la foto publicada en el diario local al día siguiente. Ese año sus tres mejores amigas se pusieron de novias.
    Durante varias semanas, el comentario, la comidilla de madres y amigas, fue cómo podía ser que May no tuviera novio y María Luisa Bignones, María Esther Yrigoyen y Delfina Combs, sí. La pregunta se la hicieron a May varios conocidos, pero ella no quiso responder, por educación y por lealtad. A May le había gustado el novio de María Luisa cuando tenía catorce años, pero por esa misma época, en una fiesta de primavera, había escuchado que Marcos Gordillo golpeaba a sus novias, y nunca más lo volvió a mirar. Por las dudas, May llevó a María Luisa a comprar gas pimienta.
    Carlos Luis Álvarez Menéndez, el novio de Delfina, era el más lindo de todos; castaño oscuro, ojos verdes, barba adulta, pequeñas patas de gallo cuando reía, pero hablaba de sus exnovias con poco tacto. Incluso había dicho que May era una puta retardada, cuando en la casa de los Foster ella no había querido acompañarlo a prender un cigarrillo en el garaje. Nunca quedó claro cuál fue el adjetivo y cuál el sustantivo, y a May no se le ocurrió aclararlo. Se habían besado muchas veces, de niños, en cumpleaños y boliches, pero a ella ya no le gustaban sus labios duros y finitos, y menos su aliento poco fresco.
     El novio de María Esther era alumno de un colegio técnico.
  May terminó ese año la secundaria llevándose cuatro materias: Inglés, Contabilidad, Educación Física y Mecanografía. Decidió no rendirlas en el verano para irse de vacaciones con su familia a esquiar a Norteamérica. No tenía ningún apuro en llegar a la facultad al año siguiente. No quería recibirse de nada en particular: maestra diferencial, diseñadora de interiores, le daba igual. Se tomaría su tiempo para estudiar, conseguir los libros, preparar los exámenes, levantarse de la cama, ir a los bailes del Rotary. Pero en ese año sabático su invitación llegó más tarde que de costumbre, una semana antes del baile, y dos más tarde que la de sus hermanas y amigas. Aquella noche, May bailó con todas ellas y con el muchacho del técnico; Delfina y María Luisa ya se habían peleado de sus novios, e incluso Delf estaba saliendo con un chico nuevo que había conocido en la universidad. May pasaba los días leyendo en su cuarto y charlando en la cocina con las empleadas: aprendió a cocinar carnes, a amasar, leyó las novelas histórico-románticas de su madre. Poco más de un año después de su último baile del Rotary, con solo Mecanografía aprobada, May comunicó que no iría nunca a la facultad, y que estaba embarazada de dos meses. 
                                                    ​
    II.

   Los domingos, la familia de May comía en La Marseille. A veces invitaban a amigos de los hijos, a primos o a celebridades de la ciudad. A May nunca le gustó cómo la miraban cuando cruzaba el salón, minado de mesas más pequeñas que la del fondo, reservada para su familia. La gente la miraba como si supieran lo que estaba pensando. Por eso, raras veces saludaba, a diferencia de los demás. A principios del 91 les cambiaron el mozo. Julio, que la había visto crecer, llorar en todos los Días del Niño porque los regalos le daban miedo, llegar con resaca y con el maquillaje corrido en la adolescencia, se jubiló. En su lugar, los atendía Rogelio, un hombre de unos cuarenta años, que se dirigía a ellos como “familia”. “¿Cómo están, familia?”, “¿Qué van a tomar, familia?”, “¿Esperamos a alguien más, familia?”.
    La primera vez que Rogelio sirvió a May ya sabía, o adivinó, qué gaseosa tomaba; bromeó sobre tragos favoritos cuando uno sale a bailar; le preguntó cómo iba su año sabático, y dónde estaban los novios de una señorita tan linda como ella. May no respondió a nada, solo tomó un grisín y lo mordisqueó mirando a los demás con fingida expresión de miedo y de tener en la boca una pedazo de pan viejo. Todos se rieron. En ningún momento ese domingo, se preguntó cómo el mozo nuevo sabía tanto sobre ella; pero sí se preguntaría, a medida que pasaron los domingos, qué imagen tenía él de ella con toda esa información que él creía manejar. Cómo se imaginaba sus días, su cuarto, su resumen de la tarjeta, las conversaciones con sus amigas; cómo era como alumna, como hija, como mujer. Y disfrutó saber que Rogelio, “Roger” para entonces, no se imaginaba que dentro de ella, debajo de su polera a rayas y de su bufanda, un niño pateaba.  
     A los pocos meses, cuando empezó a notarse su panza, se burló de la cara de desconcierto de Roger. Pero él no hizo preguntas sobre un posible novio o sobre el padre del niño. Tampoco las habían hecho en casa. Tan solo el día catastrófico en el que May había mostrado a todos la primera ecografía y había admitido que el niño no tendría padre, porque era todo de ella. La madre de May había interrogado al servicio doméstico, había reconstruido íntegramente la segunda quincena de agosto de su hija en busca de un nombre, de un hombre. Ni el cura de la parroquia, ni las amigas de May, ni las hermanas, nadie supo jamás quién había ayudado a concebir al bebé. Y después de un tiempo dejó de importar.
     Mayor aún fue la sorpresa de Roger cuando, semanas más tarde, vio encinta a una muy sonriente María Esther, sin que hubiese escuchado jamás del casamiento de la señorita Yrigoyen. May estaba a punto de dar a luz a Genaro cuando brindaron con Delfina por la notica del tercer embarazo del grupo. Genaro llegó a La Marseille el segundo domingo de mayo, envuelto en mantas blancas y celestes, y el restorán se paralizó un buen rato hasta que todos lo tocaron y él se puso a llorar. Para entonces, una María Luisa Álvarez Menéndez, ya divorciada desde el segundo mes de su embarazo, se acariciaba la panza de dieciséis semanas y contestaba preguntas a conocidos y desconocidos sobre su casamiento, su divorcio, su embarazo y sus planes como madre. No dentro de mucho, las vírgenes infinitas —esas madres jóvenes que nunca se casaron, con la excepción confirmatoria de María Luisa— celebrarían el Día del Niño todas juntas con sus pequeños, en la mesa que el padre de May, feliz con su primer nieto, les había cedido.   
                                                    
     III.

​     El año antes de dar a luz a Genaro no llegó ninguna invitación para el baile del Rotary. May tenía veinte años, no cursaba ninguna carrera y ya era considerada muy vieja para nunca haber tenido novio. Hubo abrazos de su madre y caricias en su cabeza de pequeña ninfa. El consuelo fue mutuo, porque el fracaso era compartido. Sus hermanas fueron al baile y cumplieron con el deber social; sus amigas también. May se consoló diciendo que, probablemente no hubiese ido de ninguna manera: a esa altura, con todas en pareja, no hubiera tenido con quién bailar. Entendió que su vida sentimental no iba a florecer allí, como su madre le había prometido.
     En la vida de May nunca había habido un novio, en el sentido real y concreto de novio. Y cada vez le parecía más divertido vivir el amor a través de la tele y del cine que en la realidad. Nunca se lo había confesado a nadie, pero incluso mucho antes de que lo pensara, los chicos ya no querían nada con ella. En cambio, zorras colosales de buena estirpe, y otras menos consagradas, recibían atención masculina, eran redimidas y conocían el amor.
    Los días de May podían ser bastante aburridos y monótonos “sin una vela prendida”, como se decía en la cocina. Los bailes del Rotary, que habían sido su razón de vivir en la adolescencia, le demostraron que no estaba hecha para una propuesta de amor. Se sabía que algunas particularidades de May no eran bien vistas; aunque todos coincidieran con ella en que tomarse un año sabático, o que las anécdotas del Rotary Kids que involucraban su ropa interior, no comprometían en absoluto sus aptitudes como novia o esposa. Ahora el futuro era una masa indefinida y aburrida. Sin nada que hacer, sin ningún lugar adonde ir, nadie a quien ver. Entonces May había concebido a su primer hijo.
    Su única preocupación fue no engordar más de diez kilos. La seguridad, la confianza que demostraba, se le ocurría, dependían de su combinación justa de belleza y elegancia. No podía ser una mujer bien, sin belleza, pero quizá fuese posible, si uno no miraba demasiado a los costados, ser una mujer bien y madre soltera. Para May, su apariencia le garantizaba autonomía e inmunidad, pero nunca había aprovechado esa condición para que su nombre fuese dicho y repetido en las mesas de las familias correctas. Tampoco sabía preocuparse por el dinero, así que en su pequeño abanico de proyectos de vida, la opción precapitalista de ser madre le pareció la más adecuada.  
     Concibió a Genaro a las tres de la tarde, en un hotel por hora. Besó al sujeto por superstición, para aportar al relato que su hijo era producto del amor. Fue casi un trámite, y terminó contenta y tuvo ganas verdaderas de besar al tipo un poco más, entonces sí agradecida y enamorada, mientras su óvulo era fecundado en una siesta de mucho calor, en pleno invierno. No quiso lavarse en el hotel y se subió el pantalón con las secreciones todavía húmedas. La mancha fue menos visible de lo que se le cruzó por la cabeza cuando se estaba por abrochar el pantalón. Desde hacía años que May no usaba ropa interior. Volvió a su casa con las bandas del morral acariciándole los pechos y se pasó treinta y dos días sonriendo, hasta que tiró el test de embarazo a la basura y entonces empezó a cantar. 
​                                                     
      IV.

 ​  Hubo mucha especulación sobre el embarazo. Se barajaron nombres, los mismos nombres de siempre: Marcos Gordillo, Carlos Luis Álvarez Menéndez y Gustavo Kleim. Hubo discusiones sobre las motivaciones para tener al chiquito. “No sabe cómo llamar la atención. Pobre chico, lo que le espera”, “Siempre fue una reventadita”, “Claro, terminó la secundaria, no tiene novio, está aburrida”, “¿Qué otra cosa se puede esperar si pasa todo el día en la cocina con las empleadas?”, “Pero tener un hijo no es divertido, es agotador”, “Es que ya no recibe más invitaciones. Algo tenía que hacer con su vida”, “Hay una diferencia entre querer un hijo y querer a un hijo, y ya la va a descubrir, no te quepan dudas…”, “A esa edad les atraen las tragedias y las extravagancias”.
   El padre de May desairó cualquier información o detalle especulativo y la acompañó en todo momento, con cálida reserva y amoroso pragmatismo, visiblemente satisfecho consigo mismo. May pidió en su casa y a sus amigas, que no le contaran lo que se decía de ella y de su hijo. Ni siquiera las palabras dulces y alentadoras de Marcos y Carlos Luis. 
   —Me molesta que hablen de mi embarazo. Pero no me va a molestar en absoluto que me cuenten lo que digan de mí como madre.
   May se convirtió en un modelo de madre que no había sido visto hasta entonces. Era una mamá alegre y cariñosa, que subía y bajaba las avenidas de la ciudad haciendo compras con su bebé en el coche. Genaro regalaba sonrisas curiosas y May parecía únicamente atenta a él, en una relación que no incluía terceros. Nunca nada fue un problema, y muy pronto se sumaron sus amigas con sus propios chiquitos. Las vírgenes infinitas estaban en confiterías, shoppings y guardias médicas, siempre juntas, alborotando apenas los espacios públicos. La gente se paraba a mirarlas, a ellas y a su séquito de cochecitos. 
     May fue la primera virgen infinita de esa generación, que llegó a contar entre sus filas a otras quince madres; quizá dieciséis. Y fue siempre el ejemplo. Para la celebración anual de la Revolución Francesa en casa de los Tourneville, le sacó a Genaro el traje de tres piezas y moñito que le había regalado la abuela y lo vistió con el mismo saquito de lana que usaba los días muy fríos. Pero aún más radical fue verla reírse despreocupada en ese regreso al circuito social, sosteniendo a su bebé mientras charlaba con sus amigas, inconsciente de las miradas, primero inquisitivas y más tarde respetuosas. May se sintió igual que cuando había bailado sobre los bafles en la fiesta del Rotary Kids y su foto había recorrido toda la ciudad. Y también se sintió plena y feliz, capaz de cumplir con el deseo y el mandato de su madre, de aceptar su rol en la vida, exhausta a veces, pero sin maldad ni violencia. Iba a amar a su hijo como nunca amaría a otro hombre, mientras Genaro fuese bueno; porque de él tampoco se animaba a decir que nunca sería de otra manera.
    —Me pareció que vos y yo íbamos a estar mejor sin un papá —fue lo único que le dijo May a Genaro, al oído, un Día del Padre, comiendo todos en La Marseille. ​                                                     
     V.

   Lo que más disfruta Roger de atender a May es que a ella nunca parece molestarle que él la observe. Lo hace con disimulo, educadamente, mientras espera que ella ordene un plato, o cuando hablan entre familia y él espera una respuesta. Está seguro de que mientras está ahí parado, ella continúa con su vida sin que la presencia de él cambie nada. Por eso cree conocerla tal cual es. Sabe cosas de la señorita de la foto del diario subida a un parlante. Sueña con que su hija tenga la elegancia misteriosa de May, y que le sirva para llevar sobre la piel los comentarios despiadados de la gente.
     Ha visto a las amigas de May llorar en su hombro, y cómo las consuela, acomodándoles mechones de pelo, con paciencia y dignidad. Ha presenciado los silencios de la señorita cuando se mencionan los nombres de los novios de sus amigas, de los padres de esos chicos. Nunca ha escuchado a May hablar del hijo de Gordillo ni del otro chico con dos nombres, pero la ha visto saludarlos si se acercan a su mesa, o a la distancia.
     Los Kleim es otra familia habitué de La Marseille y, casi con rigor astronómico, Gustavo se acerca a la mesa de May a saludar. Una vez jugaba con Genaro en sus rodillas, al lado de May, cuando Roger levantaba las órdenes de la familia. A Roger le cae bien Gustavo, que es más sencillo y predispuesto a las bromas que otros hombres en su misma posición. May mordía su grisín, atenta y en silencio, a las conversaciones de la mesa. Ni una sola vez miró a su hijo, y cuando Gustavo se lo devolvió, ella lo miró con ojos pétreos y vacíos, y le dijo:
       —¿Vos bien, Gustavo?
       —Aquí andamos, May.
        A Roger le pareció que lo dijo con hombría y humildad.
        —¿Cómo van los planes del casamiento?
        —Está casi todo listo, creo. Igual a mí solo me toca aparecer.
       May ni siquiera sonrió. Y cuando Gustavo apoyó su mano sobre el hombro de ella, a modo de despedida, May ya estaba hablando con su hermana del té canasta que organizaba esa tarde María Luisa en el Hotel Crillón, a beneficio del Hospital Zonal, y nunca más volteó. Los domingos por la tarde, mientras su hija hace los deberes, Roger la distrae describiéndole a May. La manera en que agarra la platería y come desde el borde derecho hacia el centro del plato, el tono anémico con el que habla, cómo le entrega la propina generosa envolviéndole la mano con las dos suyas; la manera en que carga con firmeza, pero sin apretar jamás, a Genaro. El hecho de que May nunca parezca hacerse cargo de las miradas y de las opiniones de los hombres. Entonces su esposa se enoja y su hija le pregunta, llorando, si se parece a May.                                                                                                        
     VI.
​
     Mientras esperaba en la puerta de la fiesta del 87 a que Gustavo Kleim saliera sin Catherine, May preparó una larga lista de insultos: hijo de usureros, todos saben que en tu casa se come a la noche lo mismo que al mediodía; y lo de tu hermano y tus amigos después de la clase de educación física: seguro te gusta mirar, enfermo. Adentro, la conversación entre ambos había sido buena. Se habían divertido.
        —Te pusiste ropa interior esta vez, me imagino.
        —Qué te importa, si seguro la tenés enmarcada.
      —Acá —había tocado el cierre de su pantalón—, acá tengo tu foto. Y me hace feliz todas las mañanas.
     May se sintió halagada. Le hubiese gustado que Gustavo la besara ahí mismo, sin bombacha pero con su característico aire imperturbable y sus excesos de amor propio y autosuficiencia. Hubiese querido casarse también.
         —Yo no guardaría nada tuyo. Mirá si me agarra una peste.
         —Solo la peste del amor te agarraría.
      Después él había besado a Catherine en la puerta del baño; todas las amigas de May reportando a sus oídos lo que pasaba en una de las cabinas. Tuvo ganas de cortarle la cara con una botella rota, de clavarle un taco en el ojo; le hubiese gustado perder el control.
      Vio a Gustavo salir a la calle con su grupo de amigos. Estaba Marcos Gordillo también. Se imaginó saliendo con Marcos, se imaginó golpeada por su novio y luego pagando a una travesti para que lo violara y le contagiara HIV. Tuvo ganas de matar a latigazos, de romperle el cráneo a pedradas a Carlos Luis. Quemarlos a todos en una hoguera en el jardín de la casa familiar, ver cómo se les derretían la ropa y la piel, cómo les ardía el pelo. ¿Qué pasaba con los ojos? ¿Explotaban con el fuego? Nunca le habían caído bien del todo, pero entonces estuvo segura de que los despreciaba y de que ellos la despreciaban desde mucho antes, y de que esa era la forma más efectiva de protegerlos. Porque solo una tragedia podría haber resultado de la improbable unión de May con uno de esos caballeros. De que alguno de ellos hiciera su mujer a una virgen infinita. 

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Imagen
*Diego Puig nació en Tucumán en 1982. Es licenciado en Ciencia Política y Filosofía. Estudió en Noruega y Estados Unidos. Su primera novela, Nadar sin luz, fue publicada en 2013. El cuento que presentamos pertenece a su segundo libro, Vírgenes infinitas (Colección Mulita, 2018). Agradecemos al autor y a la editorial que nos hayan autorizado esta publicación.
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