Revista Invisibles
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Año 2 / Número 8 / Diciembre 2014
crónica

Vapores ancestrales


 En la segunda entrega de su paso por Europa del Este, el autor de esta crónica fue a los Baños Rudas, uno de los baños turcos más famosos del mundo. Ofrecemos aquí los secretos y delicias del spa homosocial.

por Juan maisonnave
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En un momento ocurre esto: un delicado rayo de luz roja impacta de lleno en la cara de un húngaro cualquiera, y él permite, cerrando los ojos cere-moniosamente, que ese resplandor cenital encienda sus rasgos en medio de la piscina, con aguas termales hasta la cintura y aspecto de haber sido tocado por el mismísimo Alá. Es una visión reconfortante, como si el líquido de más de 36° de este Hamam (“el lugar que calienta”) nos uniera en una sopa sagrada. El techo del baño turco más antiguo de Budapest simula el domo de una mezquita y en él hay pequeñas estrellas hexagonales de distintos colores por las que atraviesa el sol; las vigas, las gruesas paredes, el artesonado de estos baños termales a orillas del Danubio son del siglo XVI, cuando los turcos pasaron una larga temporada ocupando la capital de Hungría. Algunos descendientes de esos invasores expertos (es día exclusivo de hombres) se pasean ahora de piscina en piscina con el pestemal de rigor, cortísimo delantal tipo cocinero atado a la cintura que apenas cubre el desnudo frontal.

Uno puede ir de lo tibio a lo más caliente, intentar sumergirse en temperaturas extremas (un agua de 42°), usar como baño de inmersión cualquiera de las piscinas laterales con escalones de piedra, especies de jacuzzis gigantes que rodean a la más importante, de forma octogonal y provista, al igual que las demás, de un surtidor por el que brota un chorro constante y bajo el cual uno puede sentarse a ser mojado en incómodos asientos de metal encastrados a la piedra. Me muevo con la discreción y el pudor del turista (no llevo pestemal), voy ganando confianza, pruebo confundirme con los locales y los pocos extranjeros en el caldo que sea, me distraigo con las luces de colores flotando en el agua como un cubo Rubik (invento húngaro) desintegrado, líquido; me sobresalta un joven muy activo que se quita el delantal a cada rato, enrostrándonos su soberbia, impactante virilidad. 

Mucho mármol, ladrillo y granito, el olor dulce de la madera caliente, efluvios de vestuario muy concurrido y, detrás, un dejo aromático indescriptible, perfumado: es como estar en una pileta climatizada de lujo pero sin una gota de cloro y sin otro finalidad que el más puro ocio acuático. Uno, por ejemplo, lee el diario (increíblemente seco) mientras camina en círculos, otro elonga, da unos saltos cortos y gira sobre sí; algunos, en decúbito dorsal sobre los escalones, ojos cerrados, éxtasis calmo, pareciera que rezaran; otro espía a ver qué hace el de al lado, más allá dos conversan o discuten, y uno puede imaginar fácilmente que acá se tomaron decisiones políticas importantes o se cerraron negocios de cualquier calibre bajo los efectos reparadores del sauna. En su mayoría son señores de edad avanzada, que peinan canas pero se mueven entre piletas con agilidad, ingresan a los extenuantes baños de vapor (no aguanté más que unos pocos minutos en uno, y segundos en el otro: la temperatura alcanza los 50°), o se echan una tinaja de agua fría en la cabeza: cada tanto resuena el eco de un splash rotundo, una manera de recomenzar la gira por las piscinas. Para los más osados, afuera, un extra: una hoya helada, como agua de deshielo. 

En el extremo opuesto veo a un tipo de anteojos parecido a Murakami: pienso que no es tan inverosímil que el escritor haya elegido Budapest, y en especial los Baños Rudas, para estar de incógnito. Hay un tullido con un brazo de bebé que me detecta, le dice algo a un amigo obeso que lo acompaña y ríen sin maldad; hay varios húngaros de entre sesenta largos y setentas que se me confunden –bigotes tupidos, frente amplia, ojos claros-, porque están en rotación permanente de piscinas y se meten despacio al agua para mantenerse después por varios minutos en una especie de nirvana amniótico.

En un cruce a las duchas –“pasá vos, no vos”-, a las que iba a zamparme la tinaja para aguantar un poco más el calor, Murakami me permite pasar gentilmente y después me acaricia el brazo, una invitación a la que declino pero que hace sospechar: ¿será lugar de levante? Es posible. Más tarde, un joven que nació en Jakarta pero pasó la mayor parte de su vida en Roma, me comenta que es la segunda vez que viene a esta ciudad por los baños y la vida nocturna y que está acá desde las 10 de la mañana (me lo dice a las dos menos veinte de la tarde). Después, al saber que soy argentino, ensaya un mal español entre risas y me pregunta con quién vine. 

En eso, ingresa al recinto un anciano –diría, venerable- con bastón, completamente desnudo: por debajo de su cintura, como es habitual a esa edad, se destaca mucho más el escroto, cuya piel ha ido estirándose hasta adoptar una magnitud embolsada monstruosa, yendo en contra de la anatomía paupérrima del miembro; oculto, prácticamente inhallable. Avanza con una dificultad pavorosa, pero nadie atina a ofrecerle ayuda, como si lo conocieran, como si fuera don Tito que viene todos los lunes al mediodía a curarse los huesos al vapor. Tras una caminata lastimosa a las duchas, reaparece y va a ser la única persona a la que veo zambullirse de cabeza, un estruendo que sacude a todos los hombres en su reposo de lagartos.  
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Pruebo una vez más el sauna: “señor cliente, usted entra aquí bajo su responsabilidad”, reza el cartel pegado a la puerta: primero se atraviesa una antesala y después, en las profundidades de un pasillo brumoso de azulejos, hay un sitio más amplio donde cuesta ver y el ambiente es un horno al que los hombres van a sentarse silenciosos sobre la gradas. Desisto de internarme allí y me quedo en el nivel de la antesala. Las maderas respiran un calor hirviente que me cocinan los muslos y los glúteos como una vaporera, siento las vías respiratorias limpiándose de todo, calcinándose el sarro de mis tubos, y descubro que estoy en compañía  de un señor de abdomen combado y bigotes que se acomoda con desparpajo el bulto o se toca: sea lo que sea que hace, no me saca la vista de encima. 
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A esta altura, leve paranoia y la presión por el piso. Murakami habla con alguien en la de refrescantes 28 grados, quizás tenga suerte. En la piscina central, debajo de la cúpula estrellada en la que se entrecruzan débiles luces de colores, un viejo afásico flota boca arriba, y otro, más viejo aún, está apostado sobre el mármol de un surtidor, inmóvil y con cara sufriente, como componiendo una pietà imposible: da la impresión de ser un húngaro que conoce el secreto para tirar algunos añitos más pero no lo está disfrutando demasiado. Con el bóxer infame y azul que me marca como turista poco avezado y principiante en estos ritos, relajado y sobre todo limpísimo, enfilo hacia la salida. 

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