Año 4 / Número 19 / Diciembre 2016
Un vórtice llamado Krefeld
La mítica banda alemana Kraftwerk se presentó en el Luna Park para brindar uno de los recitales del año. Nuestro cronista participó de la ceremonia 3D de los de Düsseldorf y en esta nota actualiza el vínculo personal que lo une a los Hombres Máquina, responsables de la educación musical electrónica de varias generaciones.
No sé bien cómo llegué a Kraftwerk pero el flechazo es de lo más parecido al amor que yo haya conocido. Un amor de una autoridad categórica que, para explicarse, requiere que me apoye en un ejemplo perfumado.
Un día, hace no tanto, a punto de cumplir 41 años, me di un regalo grande: un teclado Yamaha. Ni bien lo compré se me ocurrió que mejor habría sido un sintetizador Korg. Tenía una fantasía: tocar Computer Love. También tenía la plata, mi deseo, y una vaga sensación de culpa, que se materializó en la voz de mi madre en el teléfono. Se enojó mucho. Dijo cosas como ¿sabés todo lo que podríamos haber comprado con esa plata? Y por qué, tres veces por qué. Cómo le explico.
Dicen de los escritores que la gran mayoría no tiene más de tres o cuatro temas a los que vuelve una y otra vez. A Kraftwerk también le pasa: invoca un futuro que ya llegó, el hombre hermanado con la máquina y, bien que de un modo oblicuo, el movimiento, el viaje: en bicicleta, en tren, en una nave espacial o a través de una autopista. Una vida, ahora lo sé, también es un viaje.
* * *
Un día, hace no tanto, a punto de cumplir 41 años, me di un regalo grande: un teclado Yamaha. Ni bien lo compré se me ocurrió que mejor habría sido un sintetizador Korg. Tenía una fantasía: tocar Computer Love. También tenía la plata, mi deseo, y una vaga sensación de culpa, que se materializó en la voz de mi madre en el teléfono. Se enojó mucho. Dijo cosas como ¿sabés todo lo que podríamos haber comprado con esa plata? Y por qué, tres veces por qué. Cómo le explico.
Dicen de los escritores que la gran mayoría no tiene más de tres o cuatro temas a los que vuelve una y otra vez. A Kraftwerk también le pasa: invoca un futuro que ya llegó, el hombre hermanado con la máquina y, bien que de un modo oblicuo, el movimiento, el viaje: en bicicleta, en tren, en una nave espacial o a través de una autopista. Una vida, ahora lo sé, también es un viaje.
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El Luna Park es una esquina legendaria de Buenos Aires. La vi por primera vez al otro lado de la ventanilla de un colectivo de Costera Criolla. Tenía 11 años, una misteriosa enfermedad que se resistía a cualquier diagnóstico y una madre impávida ante la emoción de su hijo: mamá mirá, el Luna Park. En aquel entonces, Buenos Aires era para mí como un gigantesco hospital, hombres y mujeres de ambo que me observaban con gesto escrutador. Y, desde ese momento, Buenos Aires también fue el Luna Park, un edificio construido en torno a un ring de boxeo.
Soy nuevo en esto y todo me resulta raro. Me imaginaba, por ejemplo, un cacheo, cosas así, pero Kraftwerk llegó y está entre nosotros. Entonces los controles son electrónicos. Un scanner lee el ticket que atesoré entre mis pertenencias como un trofeo de guerra. Otro scanner, sospecho, habrá constatado que no llevo conmigo más objetos metálicos que las llaves y la hebilla del cinturón y ningún estupefaciente. Una acomodadora me acerca hasta mi ubicación, que es altísima.
No la elegí, alguien lo hizo por mí y con la mejor de las intenciones. Yo sólo quería un boleto de los más caros. Me imaginaba, no sé, que podría estar tan cerca de Ralf y sus muchachos y verlos pestañear pero en vez de eso vine a la superpullman, fila 14, la anteúltima, lo que me da una vista privilegiada de todo el recinto, la comodidad de estar sentado, el sentido de pertenencia a la casta de las ubicaciones numeradas. Me falta poco para enterarme por qué esa no fue una decisión del todo feliz.
Tengo a mi lado un par de señores del tamaño de un pilar de rugby. Los miro buscando complicidad pero no hay caso, no me registran. Uno de ellos se jacta de haber ido a los tres shows que Kraftwerk dio en Buenos Aires. Pero hoy hay más gente que nunca, dice. El problema de este lugar es el techo, dice el otro. Está hecho mierda, estropea la acústica. Repararlo cuesta seis millones de dólares. Lo dice con esa solvencia tan porteña: seis millones de dólares, ni uno menos.
Soy nuevo en esto y todo me resulta raro. Me imaginaba, por ejemplo, un cacheo, cosas así, pero Kraftwerk llegó y está entre nosotros. Entonces los controles son electrónicos. Un scanner lee el ticket que atesoré entre mis pertenencias como un trofeo de guerra. Otro scanner, sospecho, habrá constatado que no llevo conmigo más objetos metálicos que las llaves y la hebilla del cinturón y ningún estupefaciente. Una acomodadora me acerca hasta mi ubicación, que es altísima.
No la elegí, alguien lo hizo por mí y con la mejor de las intenciones. Yo sólo quería un boleto de los más caros. Me imaginaba, no sé, que podría estar tan cerca de Ralf y sus muchachos y verlos pestañear pero en vez de eso vine a la superpullman, fila 14, la anteúltima, lo que me da una vista privilegiada de todo el recinto, la comodidad de estar sentado, el sentido de pertenencia a la casta de las ubicaciones numeradas. Me falta poco para enterarme por qué esa no fue una decisión del todo feliz.
Tengo a mi lado un par de señores del tamaño de un pilar de rugby. Los miro buscando complicidad pero no hay caso, no me registran. Uno de ellos se jacta de haber ido a los tres shows que Kraftwerk dio en Buenos Aires. Pero hoy hay más gente que nunca, dice. El problema de este lugar es el techo, dice el otro. Está hecho mierda, estropea la acústica. Repararlo cuesta seis millones de dólares. Lo dice con esa solvencia tan porteña: seis millones de dólares, ni uno menos.
¿Estás nervioso?, me pregunta una piba linda en el teléfono. No, le digo, este es el momento más feliz de mi vida, cómo voy a estar nervioso. Yo sí, boludo, dice ella y no entiendo si me está cortejando o qué porque no tardan en apagarse las luces y Die Mensch-Machine nos dan las buenas noches. El show empieza con lo que yo llamo la suite Computer, que dispara en fila Numbers, Computer World, Home Computer y Computer Love. ¿Me habrá cortejado? I need a rendez-vous, rendez-vous. El público luce exultante. Pretende intercalar cánticos futboleros pero no pasa del olé olé Kraftwerk, Kraftwerk.
Del otro lado tengo a un padre que vino con su hijo. El padre carece del menor entusiasmo. Se lo nota fastidioso y cambia todo el tiempo de ubicación. El pibe, en cambio, está en el mejor de los mundos. Sabe tantos detalles de Kraftwerk que me siento interpelado. Conversaría con él, le preguntaría cuántos años tiene, de dónde sacó tal fanatismo. Sospecho que es holgadamente el más joven entre toda la concurrencia. ¡Papá! ¡Machine! Grita, levanta los brazos en V, como si Ralf desde allá abajo pudiera verlo.
En efecto, The Man Machine, que no se cuenta entre mis canciones favoritas, es el primer gran golpe de la noche. No puedo creerlo. Atesoro una colección voluminosa de grabaciones de conciertos de Kraftwerk pero esto que me pasa no tiene nombre. Cada vez que la lluvia me encuentra lejos de mi pueblo tengo la sensación de que yo no conozco la lluvia; la mía no moja, no pide paraguas, se desvanece antes de tocar el suelo. Lo pienso al cabo de cruzar de una sola carrera Libertador bajo un diluvio. Yo no conozco la lluvia, yo nunca escuché a Kraftwerk en realidad.
Ahora sí: Spacelab, The Model, Neon Lights y Autobahn, una detrás de otra, una carga de artillería que nos pone en la cornisa dramática del orgasmo. Con Spacelab cobran verdadero sentido los anteojitos 3D. Damos un paseo en una nave espacial que llega hasta el Luna Park. La multitud lo celebra prácticamente a la altura del gran hit de la banda, The Model. Entre tanta palma y tarareo de la melodía se impone la pregunta repetida: ¿cómo se escucha Kraftwerk? ¿como si fuera una ópera, con prudente distancia de la ejecución?, ¿o así, a grito pelado, entre aullidos, con el corazón a flor de piel?
¿Estás nervioso?, me pregunta una piba linda en el teléfono. No, le digo, este es el momento más feliz de mi vida, cómo voy a estar nervioso. Yo sí, boludo, dice ella y no entiendo si me está cortejando o qué porque no tardan en apagarse las luces y Die Mensch-Machine nos dan las buenas noches. El show empieza con lo que yo llamo la suite Computer, que dispara en fila Numbers, Computer World, Home Computer y Computer Love. ¿Me habrá cortejado? I need a rendez-vous, rendez-vous. El público luce exultante. Pretende intercalar cánticos futboleros pero no pasa del olé olé Kraftwerk, Kraftwerk.
Del otro lado tengo a un padre que vino con su hijo. El padre carece del menor entusiasmo. Se lo nota fastidioso y cambia todo el tiempo de ubicación. El pibe, en cambio, está en el mejor de los mundos. Sabe tantos detalles de Kraftwerk que me siento interpelado. Conversaría con él, le preguntaría cuántos años tiene, de dónde sacó tal fanatismo. Sospecho que es holgadamente el más joven entre toda la concurrencia. ¡Papá! ¡Machine! Grita, levanta los brazos en V, como si Ralf desde allá abajo pudiera verlo.
En efecto, The Man Machine, que no se cuenta entre mis canciones favoritas, es el primer gran golpe de la noche. No puedo creerlo. Atesoro una colección voluminosa de grabaciones de conciertos de Kraftwerk pero esto que me pasa no tiene nombre. Cada vez que la lluvia me encuentra lejos de mi pueblo tengo la sensación de que yo no conozco la lluvia; la mía no moja, no pide paraguas, se desvanece antes de tocar el suelo. Lo pienso al cabo de cruzar de una sola carrera Libertador bajo un diluvio. Yo no conozco la lluvia, yo nunca escuché a Kraftwerk en realidad.
Ahora sí: Spacelab, The Model, Neon Lights y Autobahn, una detrás de otra, una carga de artillería que nos pone en la cornisa dramática del orgasmo. Con Spacelab cobran verdadero sentido los anteojitos 3D. Damos un paseo en una nave espacial que llega hasta el Luna Park. La multitud lo celebra prácticamente a la altura del gran hit de la banda, The Model. Entre tanta palma y tarareo de la melodía se impone la pregunta repetida: ¿cómo se escucha Kraftwerk? ¿como si fuera una ópera, con prudente distancia de la ejecución?, ¿o así, a grito pelado, entre aullidos, con el corazón a flor de piel?
Parece mentira pero en casi medio siglo de carrera a Kraftwerk nunca le ocurrió lo que en Buenos Aires: una determinación administrativa suspendió el concierto bajo el pretexto de que se trataba de una “fiesta electrónica”. La trama alcanza absurdos de niveles kafkianos. Un juez determinó la prohibición de eventos con “situación de baile” y música electrónica, entendida ella como la que “se realiza con sintetizadores y samplers como instrumentos principales” y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, por reflejo, tomó el camino más corto: prohibir. Un disparate desde lo jurídico y un bochorno político cultural, que empujó a Buenos Aires a la sorna de los titulares de la prensa mundial. ¿Cuándo fue que la reina del Plata se convirtió en Pyongyang? Tranquilo, pibe. Si el juez no concede el recurso de amparo el show se hace igual pero al otro lado de la General Paz.
Pero ¿qué es Kraftwerk? Kraftwerk fue a mediados de la década del 70 una banda revolucionaria, que comenzó valiéndose de instrumentos convencionales y los remplazó con sintetizadores analógicos, que una década después mudó toda su equipación y repertorio hacia lo digital y que entró al siglo xxi haciendo música con computadoras de pantalla táctil. Dejaron tres o cuatro discos que se cuentan entre los mejores de la historia del rock and pop y abrieron el camino a bandas que van desde Depeche Mode y New Order hasta Chemical Brothers y Daft Punk. Desde 2012 Kraftwerkencaró un período que podríamos llamar de museificación: tocó en el MoMA de New York y emprendió una suerte de curaduría de su obra clásica, remasterizó los viejos discos y los paseó por buena parte del mundo. "Der Katalog" es una serie de ocho shows, a razón de un disco completo por noche. ¿Podríamos haberlos tenido en el Teatro Colón? La sola idea me eriza la piel.
Cuando llega el tiempo de la suite Tour de France estoy completamente embotado. Cincuenta pesos la botellita de agua. No los pagué y me lo reprocho. Ahora entiendo lo que decía el pilar. El sonido rebota en el techo y acá se escucha algo distinto. Llega el momento del fatídico chac, el cuello que cede, la cabeza que gira bruscamente. ¿Tengo sueño? ¿Cómo podría tener sueño en la mejor noche de mi vida? Me bajó la presión, no es sueño, me estoy por desmayar. No hay escapatoria. "Tour de France" es el más nuevo de los discos, fue concebido con esta formación y este equipamiento. Sin embargo suena viejo, distante, y yo me hamaco al filo de la pérdida del sentido.
Vuelvo a la vida con la suite ferroviaria: Trans Europe Express, Abzug, Metal on metal. Alguna vez, hace mucho ya, año 77, eran Karl Bartos y Wolfgang Flür los que aporreaban la batería electrónica durante esos diez minutos de magia. Por cierto, Hütter y Schneider tienen a su nombre la patente de invención de la batería electrónica. Tal vez su mayor fuente de ingresos sean las royalties de una invención tecnológica y no está mal. Hoy no sabemos cómo es el laboratorio detrás de la música pero hay la fundada sospecha de que siguen sintetizando el sonido que salía de aquellos viejos instrumentos y eso es lo que le da a Kraftwerk su rúbrica inimitable, el sello de los reyes. Lo creo así: Bartos y Flür, como Charlie parker, lo están tocando mañana.
Para el final queda la suite Music Non Stop. Me saco los anteojitos para llorar con comodidad. Bailo con tristeza. Golpeo contra la rodilla muda en cada cambio de ritmo. Cierro los ojos y los abro ante la ovación unánime de la despedida ritual. Se va Grieffenhagen, el que controla las pantallas; se va Hilpert, el petiso, que se queda sobre el escenario un segundo y medio más de la cuenta, acaso conmovido; se va Schmitz, el pelado, la continuidad de Florian por otros medios, y pide una reverencia para Hütter.
Las despedidas de Ralf suelen ser austeras: buenas noches, hasta la próxima, en alemán, en inglés, en japonés; nunca una palabra de más, como si cualquier añadidura pudiera estropear la perfecta metronomía de Music Non Stop. Pero esta vez trae una carta en la manga: dice bandoneón, tango Buenos Aires. No puedo armar la frase completa pero sé que él nació ni más ni menos que en Krefeld, el pueblo donde se inventó el bandoneón. Saluda con dos reverencias, se lleva la mano al corazón, flota en el aire la sensación de que ya no habrá próxima vez.
Si bien se mira, el bandoneón fue la solución tecnológica a un problema práctico: las misiones jesuitas necesitaban de algo que supliera al órgano, algo portátil para musicalizar la palabra de su dios. Un milagro cualquiera, incluso ese que llamamos Kraftwerk, no es otra cosa que la solución para un problema técnico. Así, es posible que Buenos Aires sea para Hütter una especie de vórtice, de puerta cuántica hacia otra dimensión.
Se encienden las luces. Me quedaría un rato con la cabeza entre las piernas, llorando, pero estorbo el tránsito y no me gusta hacerlo. Me paro y busco la salida. Son todas iguales. Entre remeras de The Cure y de New Order y de Ramones, tanteo de nuevo el teléfono. ¿Habrá sido un cortejo aquello? ¿Será fácil encontrarse con alguien a la salida de un evento de estas dimensiones? Lloré, pienso, mejor no intentarlo, que nadie vea en mi cara la huella que dejan las lágrimas cuando se secan.
Afuera la noche se te abre de gambas, Jorgito, solía decir un viejo amigo. Bouchard es una peatonal infestada de viudas de Kraftwerk. Queremos cerveza. 50 pesitos la Schneider, amigo. Una a la salud de Florian y otra a la salud de Ralf. Camino con rumbo norte buscando Santa Fe. Es hermosa la Buenos Aires indiferente de medianoche.
Cada tanto vuelven a mí los tres porqués de mi madre y es precisamente ahora que doy con la iluminación. Me compré a los 41 el pianito que me habría cambiado la vida a los 14. Ahora es tarde, no sé tocar, tengo dificultades para aprender y mi mano derecha ya no responde como antes. Pero también soy ese pibito sentado a mi lado en el Luna. Tal vez tiene 14 años y está cumpliendo un sueño, lo mismo que yo, que estoy un poco grande para la alharaca, un poco cansado para dar con la palabra exacta que se ajuste a la sensación de reunir este cóncavo y aquél convexo, los extremos de un viaje, las dos piezas rebeldes del rompecabezas de mi puta vida.