Revista Invisibles
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Año 5 / Número 22 / Diciembre 2017
serie tv

Un gallo para Esculapio, de Bruno Stagnaro


La nueva serie de Bruno Stagnaro cruza la historia de la banda de Chelo Esculapio con la llegada a la ciudad de Nelson, un misionero que ha venido en busca de su hermano. Como ya sucedía con Ricardo en Okupas, el desarrollo de Nelson sigue el curso de una anti-novela de educación. El final de la serie evoca a un tiempo el cierre de Okupas con el entierro del Chiqui y la muerte de Córdoba en Pizza, birra, faso, mientras su mujer embarazada cruza hacia Uruguay. 


Por Román setton
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La nueva serie de Bruno Stagnaro puede ser dividida con gran claridad en dos partes: los capítulos que van del primero al quinto inclusive, y aquellos del sexto al noveno. Entre la primera y la segunda parte hay una elipsis muy visible. Ha pasado tiempo y Nelson (Peter Lanzani), que en los capítulos anteriores era un muchacho llegado de Misiones haciendo sus primeros pasos en el crimen, ya es un integrante más de la banda de Chelo Esculapio (Luis Brandoni), un criminal solvente, eficaz, con ansias de progresar en el mundo del hampa. La serie cruza dos historias: la de Chelo Esculapio y su banda y la de Nelson, que ha venido a la capital a buscar a su hermano y traerle un gallo. La primera parte de la serie, capítulos 1-5, está centrada en el desarrollo de Nelson en el nuevo ámbito, su adaptación, su educación, la formación de nuevos vínculos, amorosos, familiares, de amistad. La segunda parte, 6-9, coloca el foco en la historia de los hermanos que se reencuentran. La primera parte es, según este modesto espectador, excelente, inmejorable, acaso lo mejor de ficción que se ha hecho hasta aquí en la televisión argentina. La segunda es, misteriosamente, bastante mala. Hay quienes explican este fenómeno diciendo que a las series argentinas no les da la nafta, que terminan rápidamente decayendo. No comparto la idea, pero tampoco tengo una explicación: encuentro la distancia entre las dos partes tan inmensa que casi me resulta imposible suponerles el mismo director.
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El comienzo de la serie parece ser una declaración de principios: en un primer plano sonoro escuchamos la sirena de la policía y vemos dentro de un auto una figura humana, de la que no logramos discernir siquiera un rasgo, que bien podría ser una mujer o un hombre. Es Chelo Esculapio, como nos enteramos pocos minutos después. En el plano siguiente, un taxista habla por teléfono y su conversación se mezcla con la sirena policial. Los tres elementos principales de esta presentación –la policía, la sociedad civil y el mundo criminal en las sombras– determinan en gran medida el universo narrativo de la primera parte de la serie. El espectador atento ya sabe que se trata de una producción que dialoga con el género negro.
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Chelo Esculapio (Luis Brandoni) junto a Nelson, en una destacable interpretación de Peter Lanzani
El regreso a la ficción de Bruno Stagnaro, codirector de Pizza, birra, faso (1997) y director de Okupas (2000), fue por mucho tiempo un profundo anhelo de aquellos que seguimos y disfrutamos –a veces más, a veces menos– las ficciones audiovisuales nacionales. En sintonía con la tradición del film noir, las primeras obras de Stagnaro colocaban el foco de la narración en el mundo criminal, y las fuerzas policiales solamente aparecían de manera marginal: en el desalojo de la casa en Okupas, en el enfrentamiento final de Pizza, birra, faso. Pero la policía era un elemento en principio ajeno al universo criminal. En Un gallo para Esculapio, por el contrario, la policía está en todas partes: su sirena se deja oír con gran asiduidad y nuestros protagonistas se cruzan reiteradamente con esta fuerza. En el Oeste cinematográfico y televisivo del conurbano bonaerense, tan elegido por los cineastas del Nuevo Cine Argentino como locación del género negro –Un oso rojo, Carancho, etc.–, la presencia policial ha ido aumentando a lo largo de los años. Las promesas de campaña electoral del 2015 se han cumplido. Las fotos de los candidatos rodeados de nuevas hornadas de policías han dejado de ser meras fotos. Y la serie refleja este crecimiento geométrico de las fuerzas de seguridad promovido por los candidatos electorales y profundizado por un partido que, en la Ciudad Autónoma, había creado en 2008 una flamante fuerza metropolitana. Tal como vemos en Un gallo para Esculapio, estas fuerzas represivas –instituciones degradadas, corruptas, violentas– no son garantes de la paz social ni de ningún paraíso pequeñoburgués libre de delito.
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​Chelo Esculapio, el don o la fuerza de la abstención
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Cuando Robert Warshow describe la figura del gangster cinematográfico, afirma que su poder radica en que siempre está a punto de perder el control. Su lema es “golpea primero y sigue golpeando” [Do it first and keep on doing it]. En esto, sostiene Warshow, se diferencia del héroe del western, el cowboy, que siempre mantiene el dominio de la situación, y cuyo lema es nunca golpear o disparar primero. Chelo Esculapio es el jefe de una banda criminal, pero su comportamiento está más cerca del de un cowboy, o del de Vito Corleone (Marlon Brando) en El padrino, que del de un gangster clásico. Su poder se mide precisamente en esta capacidad de abstención, en la posibilidad de no ejercer daño o ejercer sólo el daño necesario en los casos en que otro tipo de criminal –un gangster como Scarface o Little Caesar– optaría por el daño máximo, el asesinato. Esto lo vemos, por ejemplo, en el primer capítulo, cuando Chelo deja ir apenas con una mínima advertencia al camionero que tenía el celular y había realizado una llamada a la hija. Chelo evalúa la situación y decide no hacer nada. No hacer, nos enseña la escena, es también un modo de hacer –y sobre todo, tener poder implica no tener la necesidad de actualizarlo en cada ocasión–. 
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El poder de Chelo se mide por su fuerza de abstención
Hay en esto una idea de justicia no estatal, privada, familiar, mafiosa. Esta administración de la justicia aparece también en la solución de Chelo al robo de las garrafas a Orlando y cuando ayuda a Nelson a recuperar su gallo. Los dos episodios recuerdan sugestivamente a Vito Corleone. Nelson pide ayuda al Chelo Esculapio, no en la publicidad de la fiesta de la riña, sino detrás de bambalinas, en esa especie de oficina oculta y poco accesible, tal como Amerigo Bonasera (Salvatore Corsitto) pide al Padrino –también presentado con el rostro invisible– en el trasfondo de la boda de su hija Connie (Talia Shire). Y ambos dispensan su justicia particular, la de un padre protector al que se puede acudir cuando uno está en problemas. Esta justicia de Esculapio es muy antigua, ejecutada por un jefe que establece con sus seguidores vínculos de reciprocidad como los existentes en las sociedades tradicionales (don y contra don). Hay así una oposición entre una justicia personalista, visible y la justicia del Estado, abstracta, invisible y que nunca llega. Tanto Vito como Esculapio toman el pedido como una falta de respeto –el primero por la desmesura del castigo pretendido y el segundo por los modos de Nelson–, pero interpretan el pedido en sus términos, colocan al solicitante en su lugar y lo incorporan de ese modo a la familia criminal. Esta justicia, este control, esta mesura es probablemente la diferencia fundamental entre Chelo y sus subordinados, el Tano (Pablo Cerri), Varela (Cristian Salguero), el Nelson de los últimos capítulos, Loquillo (Ariel Staltari), Yiyo (Luis Luque), que están siempre a punto de descontrolarse. Pero esta es a la vez la característica de los otros criminales de la serie, por ejemplo los mellizos.
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Yiyo (Luis Luque), un integrante clave de la banda de Chelo
Nelson, una anti-novela de educación


Nelson llega desde Misiones a la capital a traerle a su hermano un gallo –es Vandán, no Bandana–. En un peregrinaje que parece ser infinito, por tierra y también por aire, con Vandán como inseparable compañero, busca con tesón a su hermano y desgraciadamente –para el espectador– lo encuentra. En esta búsqueda, su historia se cruza con la de Chelo, un gran aficionado a las riñas.

Las asociaciones proteccionistas de animales, más sencillas y predecibles que la tabla del 1, repudiaron la serie con reflejo tan veloz como torpe. Más allá de la placa aclaratoria (desde el tercer capítulo) que advierte que las riñas no son reales y que en el rodaje no se maltrató a ningún animal, las filmaciones de las riñas en plano y contraplano dejan ver que el director tuvo en cuenta estas presiones actuales de los fanáticos amantes de los animales.
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Mientras busca a su hermano, Nelson hace pelear varias veces a Vandán para ganar un poco de dinero, tiene una pequeña historia erótica con Vanesa (Andrea Rincón), y una historia amorosa mayor con Estela (Eleonora Wexler) –a la vez, va desarrollando un vínculo con su sobrino Joaquín (Balthazar Murillo), el hijo de Estela–. En esta deformación va pasando por diferentes etapas, y en el quinto capítulo, antes de la elipsis de la serie, sale a poner el pecho para robarle el documento a un perejil. Mientras Nelson escapa de su robo, escuchamos la voz de una mujer del equipo de apoyo a familiares de criminales: “delincuente se hace, no se nace”, afirma, y luego previene a las presentes sobre las malas compañías y las insta a defender la noche familiar para evitar la resbaladiza pendiente del crimen 

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Nelson hace pelear a su gallo Vandan por dinero
Acá ya se ha terminado de consumar la caída de Nelson. Ahora se muda al lavadero de Chelo y se recibe de criminal. La idea de “curso meritocrático” está presente con mucha claridad: los “cebollitas” –como los llama Loquillo– son los novatos que están en formación y el mapa hecho a mano para saber cómo moverse por el Oeste es el “título”. Cuando Loquillo ve que Nelsón tiene el mapa, le dice “te recibiste”. Y le explica que el mapa va pasando “de cebollita en cebollita”. No se trata de los célebres Gradus ad Parnassum; aquí, por el contrario, los peldaños descienden por el camino del crimen. Un alto sentido del honor y del propio valor está presente en Nelson desde el comienzo, tal como lo vemos en su pelea cuando le roban el gallo y en su mirada desafiante al Viejo (Ricardo Merkin) en el primer capítulo. Pero en sus comienzos en la capital, prefiere mantener un perfil bajo, representando un poco al provinciano inocentón, de buenos modales, respetuoso. Con la graduación, se termina esta faceta y Nelson se ha convertido en un “canchero”, un “poronga”, y hasta termina por tomarle el gusto a su apodo de “Berenjena”, que antes rechazaba. Rápidamente empieza a romper todos los vínculos afectivos ajenos al mundo criminal: se pelea con Ismael (Diego Echegoyen), con Vanesa, con Estela. Este devenir canchero es lo que lo arrastra hacia su caída. Cuando Vanesa está un poco picada porque él ha comenzado a salir con Estela, Nelson le dice, después de pedirle un auto para irse a coger con Estela, “Tranqui, Vane, algún día de estos vamos a buscar el ocote por ahí”. Enojada por esta actitud, Vanesa le responde “A ver si todavía te pensás que me garchaste muy bien, gil” y acto seguido le dice a otro miembro de la banda que él es hermano de Piñón Fijo (Diego Cremonesi), y así lo enemista con Loquillo.
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Después del ejemplo reciente, me creo librado de decir que los diálogos son muy refinados. Los ejemplos pueden multiplicarse. La efectividad de esos diálogos sutiles y punzantes requiere de actuaciones muy ajustadas, muy medidas, muy perfectas, pues si se resaltaran mucho esas frases –tal como sucede últimamente en el cine y la televisión argentinos–, todas las virtudes se convertirían rápidamente en defectos. La corrupción de lo óptimo es lo peor. Y sí, las actuaciones son excelentes. Peter Lanzani, Luis Brandoni, Andrea Rincón están realmente insuperables. Elenora Wexler es directamente Gardel: cada día canta mejor. Y lo mismo puede decirse de la mayor parte de los personajes secundarios, excelentes –por momentos pueden cansar apenas algunas desmesuras de Luque o Staltari–.
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Loquillo Esculapio (Ariel Staltari), que interpreta al hijo de Chelo, arriba de la moto
La serie transcurre casi enteramente en exteriores, con paisajes baldíos, grandes encuadres, persecuciones y peleas filmadas de manera maravillosa. La fotografía, el arte y el montaje concurren de manera increíblemente feliz –la propia secuencia de presentación de la serie es, a mi entender, la mejor de una serie argentina–. También la construcción del sonido ambiente y la música son en estos cinco primeros episodios exquisitas. La música, ostensiblemente variada, es sutil y a la vez anti-intuitiva: por momentos empática, en algunos casos irónica, no suele optar por la solución más previsible. Esto cambia por completo en los capítulos finales. En el entierro final de Vandán, por ejemplo, que recuerda al entierro del Chiqui en Okupas –imposible de empardar–, la música se torna grosera, machacona, publicitaria.
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Los capítulos finales, que se parecen mucho a cualquier serie argentina maleta, retoman la historia de los hermanos, con flashbacks y evocaciones dialogadas a pasajes de la infancia compartida –que no ahorran al espectador el descubrimiento de una relación de abuso sexual entre los hermanos en el capítulo final–. Todas las reseñas periodísticas que describen el final de la serie, la inmensa mayoría sorpresivamente elogiosas, nos informan de la muerte de Chelo Esculapio. El cierre repite con felicidad el de Pizza, birra, faso: Nancy (Julieta Ortega), la mujer de Chelo, cruza a Uruguay con el hijo de ambos, mientras el hombre muere dentro de ese mundo masculino del crimen.
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Se ha anunciado que la serie tendrá una segunda temporada. Agradezco la muerte del otro hermano, que evitará desgracias al espectador. No estoy seguro, en cambio, de que Brandoni-Esculapio no vaya a estar presente. Su “muerte” ha sido construida de manera intencionalmente ambigua, y en el plano final en que lo vemos caído y “muerto”, su rostro no presenta las huellas del disparo que presuntamente ha recibido. El capítulo octavo de la serie lleva por título Il Morto che Parla.

No me extrañaría que el primero de la segunda temporada se titulara “La aventura de la casa vacía”, el relato en que regresa un Holmes al que se presumía muerto. Intuyo el regreso de un Brandoni-Esculapio disminuido, como Vito en El Padrino II, aconsejando a Nelson, el nuevo jefe. Ojalá no me equivoque. Por último, quiero subrayar una vez más algo que ya señalé: a pesar de los últimos cuatro capítulos, bastante flojos, Un gallo para Esculapio es –junto con Bolivia, Un oso rojo y El otro hermano; junto con Pizza, birra, faso, con Okupas y Tumberos– lo mejor que ha hecho el audiovisual argentino dentro del género negro.


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