Año 7 / Número 26 / Junio 2019
Torre alta
Presentamos un cuento de Pablo Natale, que forma parte de su más reciente libro Amarillo sobre amarillo publicado por 17 grises editora. Allí, su protagonista, Wilson Torre Alta, conduce un taxi por la ciudad de Córdoba y se cruzará con una extraña aparición juvenil cada vez que está al borde de la muerte. Ese misterio atraviesa todo el relato con la destreza de este narrador fundamental y contemporáneo.
La radio estaba apagada: la radio siempre estaba apagada. El motor estaba apagado: así debía ser. Tenía una mano en el estómago y respiraba mal. Al costado se veía lo que quedaba de unos árboles y un camino de tierra. Miró por el espejo y creyó que lo veía: ahí llega, caminando, pensó. Viene por mí.
Pero no, no venía.
Tampoco sabía bien dónde estaba: el pueblo anterior quedaba a veinte kilómetros y según había leído en un cartel se llamaba “Villa La Nueva”. No se acordaba el nombre del pueblo anterior a ese. No era bueno con los nombres: pero no hacía falta.
Se acordó de la voz del chico, se acordó de la voz de la mujer, se acordó de la voz del dueño, esas eran todas las voces. Luego, como venía sucediendo hacía años, se desvaneció.
Hombre, dijo un hombre horas después. Hombre, necesito pasar. Corra el auto. Está en medio del camino.
Atrás: esos caballos.
Otro día más, por qué, pensó Wilson, como si no lo pensara, como si alguien le hubiese puesto palabras en la boca y sólo le quedara respirarlas, masticarlas hacia dentro.
A los trece años se había ahogado.
Estaba en el río, cerca del puente, con los compañeros de curso. Había chicas, cerveza, la vida por delante, la arena, el sol contaminado. Entonces vio que uno de sus compañeros señalaba, entusiasmado, una cascada que quedaba más allá: la mayoría salió del agua y fue por la arena, pero él quiso ir nadando.
No, le dijeron, por ahí no, no conocemos el río, es peligroso.
Igual él siguió por el agua, un buen rato a contracorriente, y llegó a la parte más fuerte de la cascada, agitado. Irguió la cabeza y levantó el brazo en alto: como la victoria. Entonces el agua lo hundió. Intentó sacar la cabeza, pero el impulso lo llevaba hacia abajo y hacia los costados. Empezó a patalear, le dio con el pie a una piedra, gritó, tragó agua, tragó agua de nuevo, abrió los brazos buscando de qué agarrarse y entonces, por unos segundos, desapareció.
Unas horas después abrió los ojos.
Sí, escuchó que decían, por un pelo, un peligro, sí.
Wilson Ulises Torre Alta, escuchó que decían. Wilson Ulises Torre Alta. Nadie jamás usaba ese nombre, casi nadie lo conocía: salvo que tuvieran su documento.
Así, con los ojos cerrados, escuchó a un niño.
Todavía no, decía la voz del niño. Falta.
Abrió los ojos y lo vio ahí al lado, tendido en una cama, envuelto en el olor a hospital. Era un niño increíblemente alto; la voz, esa voz: era como si no le perteneciera. Como si estuviese fuera de lugar.
Nunca más volvió a pisar el río.
Wilson Ulises Torre Alta, escuchó años después: para ir al servicio militar, para sostener un arma mirando fijamente a una bandera.
Wilson Ulises Torre Alta, escuchó durante la preparación: tiene asma, está afuera.
Y luego: búsquese un trabajo.
Y luego: hay gente más joven, no lo necesitamos, abaratar costos, entienda.
Y entonces, quince años después, cuando ya era taxista y recorría las calles durante más de la mitad de su día: tiene un tumor. En el páncreas.
Usted está muriendo, lentamente, escuchó.
Una semana, en el taxi 1, había hecho cuarenta y seis viajes. Llenó el tanque nueve veces. Ganó seis mil pesos, que era una cifra aceptable y que para el dueño del auto era algo más que mediocre y algo menos que prometedora. Viajaron tres parejas cuyos integrantes no se hablaban y en la que el chico daba las indicaciones; dos que no se hablaban y donde era la chica la que daba las indicaciones; once personas mayores a él, al menos la mitad interesada en entablar conversación; viajó un chico con la cara llena de granos que tenía las manos transpiradas; siete personas que criticaron al gobierno, tres que lo elogiaron, un policía retirado, una familia con dos críos y un bebé al que vio como le daban la teta. Y viajó un niño con una mochila y un cuaderno. Se subió al taxi a las tres y media de la mañana.
Al Pasaje Fontanelli, dijo el niño. Pasaje Fontanelli doscientos quince.
Wilson apenas si retuvo la dirección: lo importante no era dónde llegar, sino el modo de hacerlo. Veía al niño anotar cosas en el cuaderno, morder la punta de la lapicera, apretarse las muñecas. Lo veía por el espejo retrovisor, lo estudiaba como si comparase esa imagen con algo que tuviese guardado dentro, pero visto al revés.
Qué hace un crío en el taxi, solo a esta hora, pensó. Qué escribe.
Wilson no hablaba, salvo que fuera estrictamente necesario. Ése era él: silencio, timidez, solo una máquina llevando gente a una y otra dirección. Pero tenía que sacarse la duda.
¿Sos vos?, le preguntó. ¿Es hora?
El chico se sobresaltó. Abrió los ojos como dos velas que se apagan y buscó en la mochila. Le mostró el celular.
Me llevás a donde te dije. Ahora mismo, dijo. Papá es abogado, dijo después. Está escuchando, acá, dijo, señalando el celular.
No, no lo era, pensó Wilson. Pasaje Fontanelli, pensó, y se quedó callado.
El chico se bajó sin pagarle, cerrando la puerta sólo como un niño puede hacerlo: fuerte y débilmente a la vez.
Wilson se quedó mirando la fachada de la casa, pensando en cerrar los ojos y dormirse ahí.
Al rato apareció el padre y le dio cien pesos, propina incluida.
La madre acaba de morir, dijo el hombre. Estuvo trece meses internada, estamos muy alterados, usted entienda.
Unas horas después, al entregar el auto, Wilson encontró el cuaderno del chico tendido en la alfombra.
Esa madrugada Wilson se bajó del taxi 1, dejó el porcentaje que le correspondía al dueño del taxi y se metió en el taxi 2, un viejo Opel que había heredado.
Adentro del Opel había: una valija, una radio rota, un mapa, jabón, fósforos, una heladerita, sábanas, una almohada y, ahora, un cuaderno.
Wilson condujo hacia el río. Estacionó al lado del puente, atrancó bien las puertas y se echó a dormir.
Una vez había llevado a un tenista: Franco Laschi, Franco Lemming, Franco Lester, algo parecido. Tuvieron que cruzar medio país desde el aeropuerto hasta unas cabañas en el sur de la provincia.
¿Cuánto me costaría el viaje?, preguntó Franco antes de subir, vestido con una remera rosa y un ridículo pantalón a rayas.
Un número importante, pensó Wilson, y dijo: “caro”.
Perfecto, dijo Franco, vamos.
Yo apenas hablo, le dijo entonces Wilson. Espero que no haya problema.
Ponemos la radio, dijo el tenista.
No puedo escuchar la radio, me hace mal, dijo Wilson. Escuchar radio o hablar me hacen mal. No es su problema, dijo.
Mmmm, respondió el tenista, y pareció inclinarse como para salir del auto. Se quedó estancado en el movimiento. No importa, dijo entonces. Necesito llegar a ese lugar para pasar la navidad con mi familia. Eso es lo único que necesito.
Bien, dijo Wilson.
Durante la primera parte del viaje el tenista pensó que era la peor decisión que había tomado en su vida. Sin radio ni charla estaba hirviendo de aburrimiento y desesperación.
La segunda parte del viaje trató de dormirse, pero el movimiento, la ansiedad, el calor o algo parecido no lo dejaban. Empezó a transpirar de pánico y a pensar que otra vez le estaba pasando, que se le acabaría la carrera, que no tenía el suficiente talento, la suficiente dedicación, la suficiente fe, que ya nunca más pondría una pelota en el lugar que imaginaba: como si su mente fuese perfecta y el mundo, no.
La tercera parte del viaje sólo miró por la ventana y respiró pausadamente. Vio que Wilson lo miraba, a veces, por el retrovisor. Pensó, también, que nunca se habían bajado a mear o cagar. Ya iban nueve horas de viaje.
Usted es un hombre raro, le dijo.
Mhmm, dijo Wilson, minutos después.
La cuarta parte del viaje se sintió pleno, como si le hubiese pasado una ola por encima, como si se hubiera redescubierto, como si pudiese salir ahí mismo, directo a la cancha, a aniquilar rivales, sin excusas, sin piedad.
Luego quiso quedarse dormido, pero sólo pudo cerrar los ojos.
Cuatro mil quinientos pesos: eso fue lo que el tenista pagó por el viaje. Perdió el primer partido del siguiente torneo. Y del otro. Y del otro. Pensó en retirarse. No podía dormir y pensaba solo eso, noche tras noche: retirarse. Una madrugada creyó que la solución estaba en ese hombre, el del taxi, en subirse otra vez ahí. Salió en pijama a frenar taxis en la ruta.
No, decía él apenas frenaban los taxistas y lo miraban sospechosamente.
No, usted no, tampoco, decía el tenista, y pensaba en un nombre, en un detalle, algo que pudiera ayudarlo a traer a aquel taxista de vuelta: nada de eso, sólo había tenido tiempo de recordar pelotas amarillas y líneas de cal sobre arcilla seca.
Vio que un auto de policía se acercaba.
Volvió a casa.
Otra vez Wilson había llevado a una mujer con sobretodo, una mujer que parecía estar actuando en una película y que pidió sentarse adelante.
Lléveme a Fonseca, le dijo.
No sé qué es Fonseca, dijo él.
Ella abrió el sobretodo y le mostró la parte interna: tenía al menos tres armas colgadas de una especie de cinturón.
Ruta veintiocho, entre por la fábrica, siga derecho por la Avenida Fuerza Aérea y al salir hablamos. Ni se le ocurra pasar cerca de los controles, le dijo. Y ni una palabra.
Mhmm, dijo Wilson.
Ella habló por teléfono casi todo el viaje, hablaba con una amiga, o un amigo, alguien que acababa de pelearse con su pareja y que estaba vendiendo cada una de las cosas que habían compartido, una charla de ese tipo.
La heladera no, decía ella, la heladera me la quedo.
Era rubia, tenía labios gruesos y los cachetes sonrosados.
Fonseca queda a doscientos metros de Parque Azul, le dijo apenas llegaron a la fábrica y cruzaron la avenida.
Doble a la derecha, luego a la izquierda. Hay un cartel sin letras. Me deja ahí.
Cuando llegaron ella abrió de nuevo el sobretodo y de un bolsillo interno sacó un fajo de billetes.
Desde ahora usted se calla, no vio nada, le dijo ella.
Haga como un muerto, dijo, y le sonrió: una media sonrisa semiperfecta.
Después se esfumó. Después la esfumaron.
El último lugar donde hubiesen podido encontrarla era en un sanatorio. No veía, no escuchaba, no hablaba. Tenía otra cabeza en la cabeza. Su vida era como un viaje en un taxi que ya no manejaba nadie.
En la mesa de luz tenía un celular. Sonaba una vez al día: llamaban de la empresa de teléfono. Promociones, descuentos: en fin.
Wilson Leandro Torre Alta. Diagnóstico: cáncer de páncreas, le dijeron, y señalaron los estudios.
Tenía treinta y dos años. Había estado cerca de casarse una vez. Había estado cerca de tener un hijo. Había estado cerca de ir a la guerra. Casi muere ahogado. Una vez lo habían asaltado, cuando todavía era joven. Lo patearon en el piso, le rompieron un diente, le quedó el ojo en compota y muchísimo pánico de caminar solo en medio de la gente, un pánico que comenzó a sentir mientras lo pateaban y le sacaban las zapatillas.
Todavía no, todavía tampoco, escuchó esa vez que decía la voz de un niño. Falta. Y lo supo sin abrir los ojos: era ese chico increíblemente alto.
Si operamos y las probabilidades son correctas, vivirá un par de años más. Si no, si no opera, solo unas semanas, dijeron los médicos.
Qué caso hacerles, pensó.
Respuesta: ninguno.
Siguió manejando el taxi 1 las doce horas del día, a veces catorce, a veces quince. Tenía que frenar el taxi para bajarse a vomitar. Tenía que parar en cualquier parte y meter la cabeza entre las piernas, donde había una bolsa. Aprendió a dejar la bolsa en un basurero, con una mano, mientras con la otra conducía. Trataba de pasar una vez al día cerca del hospital: por las dudas, por si se atrevía a internarse.
Pero, ¿cuánto le costaría la internación?; ¿cómo sabría que no le quitarían el trabajo?; ¿qué hacía si se quedaba sin ese trabajo, en esas condiciones, en cualquier condición, qué hacía con el tiempo y la vida que le quedaban?
El estómago se le estrujaba, pero pasaba de largo.
Luego vomitaba. Sentía el asco subirle por la garganta, frenaba de golpe, pateaba la puerta y vomitaba.
Usted no está nada bien, le dijo una vez una pasajera. Si yo estuviera así, en lugar de mandarme al hospital, dinamitaría la central de policía y la casa de gobierno. Mínimo, dijo.
Era una mujer, pelo negro enrulado, boca ridículamente pequeña, pestañas largas. No era linda, ni fea: más bien resultaba desproporcionada.
¿Qué?, dijo él.
Destruiría lo máximo posible en el menor tiempo, dijo ella, impostando la voz.
Mhmm, dijo Wilson minutos después.
No hay nada más hermoso que ver cómo se destruyen las cosas, continúo diciendo la mujer. Eso dice un poeta inglés, le dijo, y luego se quedó callada mirando la misma vereda que podía estar en cualquier ciudad en cualquier año de los últimos cien años civilizados.
Llámeme Norma, dijo ella. Soy bibliotecaria. No puedo curarlo pero puedo ayudarle a que piense en otra cosa. Cuando quiera, búsqueme, dijo; mi oficio es que me encuentren, dijo después, y le pidió que la dejara en una estación de servicio que estaba lejos de donde inicialmente le había pedido ir.
Norma se bajó, se le quedó mirando, luego fue hacia la avenida y cruzó, como si ya estuviera en casa.
Tenía caderas anchas, pero Wilson no recordaría eso, ni el vestido negro, ni la forma en que caía el pulóver, sino que resultaba desproporcionada y no entendía cómo.
Comer apenas si podía: frutas frescas, un poco de carne bien cocida, alguna vez un plato de arroz. Cualquier otra cosa la vomitaba. Cualquier otra cosa le estrujaba el estómago y lo dejaba tendido. Una vez lo encontraron unos policías durmiendo bajo un puente, al lado del taxi, entre dos casuchas del monte. Hacía muchísimo calor. Le pidieron los papeles, le preguntaron qué hacía, lo hicieron ir hasta la comisaría.
Nada, dijo el policía 1. No hay nada.
Mhhj, dijo el policía 2. Debe estar marcado. Que se vaya, dijo.
Fue la segunda vez en su vida que tomó un taxi como pasajero. Fue como si se subiera a la muerte de otro.
Este país está perdido, dijo aquel taxista. Hay que matarlos a todos. Empezaría por esos, dijo, y señaló a unos pibes tirando piedras desde un puente.
Esa semana en el taxi 1 hizo cuatro mil quinientos pesos. Era muy poco, el dueño del auto se enfadaría otra vez. Pero así eran las cosas: en esa nueva década la gente salía menos a las calles, la gente hablaba menos incluso. No era fácil darse cuenta si se habían apagado o si simplemente se habían agotado. ¿Cómo podía ser que el promedio de oraciones por hora fuese de mil cuatrocientas veinte en una época y, diez años después, apenas fuese de doscientas? Llenó el tanque seis veces. Hizo treinta viajes en total. Viajaron dos parejas, dos familias con hijos, nueve grupos de estudiantes, dos niños vestidos uno de blanco y el otro de negro, tres oficinistas, dos ejecutivos, un par de abogados, dos personas que criticaron al gobierno, una monja: pidió que la llevara a un monasterio que quedaba en Monte Hermoso. La monja se apretaba el pecho y abrazaba el crucifijo: en un momento incluso se puso a rezar en voz alta, levantando la cruz.
Qué hace, pensó él.
Dios misericordioso, ten piedad de los hombres que abusan del pecado en la tierra, susurró la monja, mirándolo arriba de los ojos, como si tuviese una cabeza encima.
Wilson apenas si tuvo tiempo de maniobrar: las luces le dieron en la cara, tuvo que girar de golpe, tragarse la banquina, escuchar las ruedas raspar el piso y a la monja gritarle a su dios.
Se quedó en cuclillas fuera del taxi, mirando el cielo estrellado. Sentía la panza como una pluma. Respiró profundamente. Vomitó. La monja se apretujó los brazos y empezó a caminar de un lado a otro pidiendo ayuda a los autos que pasaban.
Wilson se subió al taxi y cerró la puerta trasera inclinándose, soportando las ganas de vomitar, dejando la monja en el medio de la noche. Sólo podía manejar en tercera. Apagó el motor y dejó que el impulso lo llevara a bajar la pendiente.
A un costado de la ruta, junto a dos valijas y un perro, había un niño. Debía tener once años. Era altísimo.
Quizás debía hacerlo, pero no frenó.
Todavía no es hora, escuchó que decía el viento que decía el chico.
Esa madrugada se quedó mirando el cuaderno que se habían olvidado en el taxi alguna vez. Pensó en tirarlo, también pensó en abrirlo: no se animó.
No debo hablar: si hablo el dolor vuelve, la tos vuelve, el pasado vuelve: si hablo se me corta la respiración. Tengo hambre, pensó. Si como, me como el estómago, pensó después.
Esa semana apenas si había hecho cinco mil pesos, lo que en otra época era un montón de plata y en esos años, apenas una décima de un montón. Hizo sólo diez viajes: vio, sobre todo, gente que se subía, lo miraba fijo, negaba enfáticamente y decidía bajarse.
Disculpe, le decían algunos, disculpe, me equivoqué.
Él los miraba por el espejo retrovisor con un pañuelo atado en la boca.
Una vez había subido una senadora. Estaba de traje, sumamente inquieta, viajaba con un joven que le recordaba qué debía hacer, a qué hora, con quiénes se encontrarían, qué era lo mejor y lo peor que podía decirse.
La senadora miraba por la ventanilla como si en realidad no estuviera viendo nada.
Acá los números no encajan, faltan datos, no sé qué hacer, la realidad es una cosa y el diagnóstico es otro, dijo en un momento el joven.
Basta, dejame descansar, dijo ella, hablándole al vidrio; ponga la radio, le dijo a Wilson después.
No anda la radio, dijo Wilson, disculpe.
Entonces ella agarró el celular. Puso uno de esos programas de noticias, suficientemente fuerte como para que el chico se callara.
En un momento en la radio hablaron de unos vecinos que habían formado un grupo secreto que tomaba venganza de los robos. Habían aparecido cinco cuerpos de posibles ladrones ahogados en una pileta llena de agua podrida, con las manos mutiladas.
Qué piensa usted de eso, dijo ella.
Mhhm, hubiera respondido Wilson minutos después.
Dígame qué piensa, dijo ella. Soy senadora, dijo. Hable, hombre.
Yo no hablo, solo manejo, dijo él.
A ella se le puso la cara roja: se inclinó hacia delante poniéndole la mano casi sobre la nuca a Wilson, miró hacia el espejo retrovisor y vio la luz caer sobre el pañuelo que le tapaba la boca. Entonces empezó a reírse a carcajadas.
Unas semanas después la senadora salió en las noticias. Estaba metida en un escándalo. El partido le sugirió que desapareciera del mapa por un par de años. Había que ayudar a olvidar, se decía que le dijeron desde el partido.
Vendió uno de sus autos. Vendió otro. Reclamó un par de favores que le debían. Se quedó o se fue a vivir a otro país: no importa.
El chico que la ayudaba cambió radicalmente de idea: estudió cocina, se hizo chef, encontró un trabajo en un restaurante italiano. Una vez necesitaba que un taxi le trajera del mercado unos ingredientes hipernecesarios que se habían olvidado de pedir. Era una noche importante, una gran cena para empresarios con autos último modelo, suscripciones a clubes de golf y cuentas en el extranjero.
El chico subió las bolsas en la parte trasera del taxi y fue hacia donde estaba el asiento de acompañante: vio el barbijo que le tapaba la boca al conductor. Vio el cuaderno encima de la guantera.
Se estremeció: como una foto, como si le estuviesen sacando una foto, pero muchos años atrás. De espaldas, escapando.
No sabemos qué pasa, le dijo el médico. Bueno, o sea, usted tendría que estar muerto.
Quédese quieto, repose, disfrute lo que queda, esté con su familia, con sus hijos, le dijeron, y le extendieron una lenta y obvia radiografía en la que se le veía una mancha en el estómago.
Después hizo lo que tenía que hacer: se subió al taxi, salió de ahí, manejó y manejó y se fue a dormir al monte, dos horas antes de volver a trabajar.
Una semana después juntó solo dos mil pesos: apenas si le alcanzaba para el gasoil y para comprar frutas. Nadie quería subir a un auto viejo, un Opel verde derruido que no tenía taxímetro.
Es más barato, más conveniente, decía él, tratando de convencer a los pasajeros. ¿Pero cómo iba a hablar si llevaba tiempo guardándose las palabras? Era como si lo que decía se le desprendiera de la boca y no le perteneciera: palabras que no conocía, frases que no había escuchado.
Sentía una vergüenza inmediata, corrosiva, pero debía insistir, ya no podía callarse.
Esperaba. La persona correcta, el lugar adecuado. Lo que fuere, a como diese lugar.
De la terminal lo echaron: porque carecía de credenciales, porque eso no era un taxi.
En el centro era peligroso estar, un auto así de viejo: podían pedirle los papeles en regla, mandarlo a encerrar.
Ya no puedo dejarlo trabajar más, le había dicho el dueño del taxi 1, luego de una relación laboral de casi veinte años. Había regresado con el taxi vomitado varias veces. Había tenido dos accidentes, había dos demandas en camino, sin contar lo de la monja varada en la ruta.
Ya no puedo, disculpe, dijo el dueño, y le extendió la carta de despido, mientras con la otra mano le pedía las llaves.
Tuvo que hacer lugar en el Opel y tirar la heladerita. Tuvo que guardar la ropa en el baúl, tuvo que tirar la valija, la radio, la almohada. Apenas si quedaba lugar para un pasajero en el asiento de acompañante.
Tenía que dormir donde trabajaba.
Tenía que usar lo que ganaba para manejar hacia un lugar donde pudiera dormir en paz, con el menor ruido posible. Tenía que cuidarse de dónde vomitaba.
Pensó en la radio, en la música que sabía que escuchaban los otros. Trató de recordar una melodía, un nombre.
Después amaneció.
Después amaneció de vuelta.
Después amaneció otra vez.
El sol es amarillo. La noche es negra: el mundo es un taxi, pensó.
Tarde o temprano se quedó sin gas, sin nafta: tuvo que salir a tomar un taxi, el tercer taxi de toda su vida.
Conducía un señor con la camisa abierta y anteojos de carey. Supo que tenía voz carrasposa aún antes de que dijera palabra; supo que haría el camino más largo, supo incluso lo que iba a decir, pero no el modo en que iba a decirlo.
Habló: del estado pésimo de las calles, de cómo el gobierno era un desastre, igual que el anterior y que el anterior al anterior. Habló de los valores: que se habían perdido. Dijo que hacían falta balas. Muchas balas. Que si él pudiera agarrar un arma, saldría a educar a uno por uno hasta que todos entendieran. Se está acabando el mundo, dijo, culpa de ellos.
Wilson se durmió mientras le hablaban. Soñó un sueño perfecto: un sueño blanco, un sueño quieto, la vida total.
Obvio que lo despertaron.
Acá es, dijo la voz carrasposa. Me dejó hablando solo, qué falta de respeto.
Mhhm, dijo Wilson. Espere unos minutos por favor.
Bajó y tocó el timbre.
Salió su ex jefe con una nena en brazos y la panza descubierta. Era domingo. Tenía cara de asado.
Qué hacés, Wilson, le dijo.
Necesito plata, le dijo Wilson. El barbijo, el auto, algo no funciona, dijo.
Claro, dijo el ex jefe, claro, y se llevó la mano al bolsillo y le dio tres billetes de quinientos.
Wilson lo miró y miró a la nena y miró al taxi que esperaba detrás de él.
Eso no, le dijo. Mucho. Necesito mucho. Lo que me corresponde, dijo.
No, no puedo, dijo el jefe. Y después le dio diez billetes más. Todo lo que tengo Wilson, le dijo. Disculpame.
Las semanas siguientes apenas si juntó dos mil doscientos pesos. Unos días más y se quedaría sin plata de nuevo. Dos semanas, tres como mucho.
Empezó a preguntarse qué hubiera cambiado de su vida, como si pudiese frenar, hacer marcha atrás, empezar a dejar un pasajero detrás de otro.
Un viernes en plena madrugada subió una mujer cerca de la zona de los moteles. Llovía torrencialmente. Años antes apenas si había taxis cuando llovía así: los dueños de los autos aconsejaban guardarlos para evitar que el agua los destrozara. Como con los años cada vez había lluvias más frecuentes y más intensas, dos empresas se habían especializado en enviar taxis en jornadas lluviosas: sus chóferes iban con rompevientos, botas y un paraguas para ayudar a los pasajeros a no mojarse camino al auto.
La mujer, sin embargo, no se subía a ninguno de esos.
Wilson fue hacia ella y abrió la puerta del lado del conductor: no pudo más que verla subir.
¿Qué diferencia a un animal de una persona?, preguntó la mujer.
No sé, intentó decir Wilson a través del barbijo.
La lluvia seguro que no, dijo la mujer, y se sonrió a sí misma mientras miraba por la ventana.
A Wilson le sonaba conocida de alguna parte.
El viento se levantó en la noche y se llevó todos nuestros planes, dijo la mujer un rato más tarde. Eso es un proverbio chino, dijo.
Después se quedó callada.
O este, este es mejor, le dijo. Escuche: “Sólo la vuelta le puede dar sentido a la ida”. ¿Lindo, no?
La bibliotecaria, dijo Wilson entonces, y la miró por el retrovisor.
La misma, dijo ella, y entonces: paséame tranquilo. Quién sabe si no es la última vez.
Cosas que valían la pena de manejar un taxi: no le hacía falta ocultarse, nadie lo podía mirar directamente, para intentarlo necesitaban un espejo.
Más cosas positivas: estaba el mundo de afuera, con los ruidos y las preocupaciones de afuera: y luego estaba él.
Más cosas positivas: podía dormir y comer en el auto. En un caso extremo, podía hacer que esa fuera su casa. No necesitaría nada más. Estaba a salvo de lo peor que podía pasarle: la intemperie, ninguna parte.
Por aquella época, cuando había comenzado a manejar el taxi, todavía era joven. Seguía estacionando frente a la casa de su ex mujer. Una vez incluso se bajó del auto y empezó a golpearse la cabeza contra el portón. Vio, como si fuese una premonición o el futuro cristalizado, a su ex suegra asomarse, vio todo lo que tendría que ver de haberse quedado: el teléfono, el llanto, los vecinos, los gritos, la policía, un hijo (su hijo imaginario) llorando sin saber por qué: pura inocencia, puro miedo.
Se subió y salió a toda máquina, la frente amoratada como una pasa de uva. Fue hacia uno de los últimos puentes de la ciudad. Era de noche, sabía lo que se encontraría. Subió la vereda, se metió por el pasto y paró al lado de las columnas.
Wilson Ulises Torre Alta, se escuchó decir, mirá bien.
Y encendió las luces: ahí estaban esos hombres semidormidos. Las barbas chamuscadas, las caras curtidas, las zapatillas rotas, la luz sucia en el rostro.
Aquella noche durmió tranquilo. Desde entonces ya no volvió a pisar aquella casa, aquella calle, ni las otras calles en las que había vivido.
Se fue de su pueblo. Agarró el Opel y se fue del pueblo.
Quédese quieto, repose, disfrute lo que queda, esté con su familia, con sus hijos, le dijeron, y le extendieron una lenta y obvia radiografía en la que se le veía una mancha en el estómago.
Después hizo lo que tenía que hacer: se subió al taxi, salió de ahí, manejó y manejó y se fue a dormir al monte, dos horas antes de volver a trabajar.
Una semana después juntó solo dos mil pesos: apenas si le alcanzaba para el gasoil y para comprar frutas. Nadie quería subir a un auto viejo, un Opel verde derruido que no tenía taxímetro.
Es más barato, más conveniente, decía él, tratando de convencer a los pasajeros. ¿Pero cómo iba a hablar si llevaba tiempo guardándose las palabras? Era como si lo que decía se le desprendiera de la boca y no le perteneciera: palabras que no conocía, frases que no había escuchado.
Sentía una vergüenza inmediata, corrosiva, pero debía insistir, ya no podía callarse.
Esperaba. La persona correcta, el lugar adecuado. Lo que fuere, a como diese lugar.
De la terminal lo echaron: porque carecía de credenciales, porque eso no era un taxi.
En el centro era peligroso estar, un auto así de viejo: podían pedirle los papeles en regla, mandarlo a encerrar.
Ya no puedo dejarlo trabajar más, le había dicho el dueño del taxi 1, luego de una relación laboral de casi veinte años. Había regresado con el taxi vomitado varias veces. Había tenido dos accidentes, había dos demandas en camino, sin contar lo de la monja varada en la ruta.
Ya no puedo, disculpe, dijo el dueño, y le extendió la carta de despido, mientras con la otra mano le pedía las llaves.
Tuvo que hacer lugar en el Opel y tirar la heladerita. Tuvo que guardar la ropa en el baúl, tuvo que tirar la valija, la radio, la almohada. Apenas si quedaba lugar para un pasajero en el asiento de acompañante.
Tenía que dormir donde trabajaba.
Tenía que usar lo que ganaba para manejar hacia un lugar donde pudiera dormir en paz, con el menor ruido posible. Tenía que cuidarse de dónde vomitaba.
Pensó en la radio, en la música que sabía que escuchaban los otros. Trató de recordar una melodía, un nombre.
Después amaneció.
Después amaneció de vuelta.
Después amaneció otra vez.
El sol es amarillo. La noche es negra: el mundo es un taxi, pensó.
Tarde o temprano se quedó sin gas, sin nafta: tuvo que salir a tomar un taxi, el tercer taxi de toda su vida.
Conducía un señor con la camisa abierta y anteojos de carey. Supo que tenía voz carrasposa aún antes de que dijera palabra; supo que haría el camino más largo, supo incluso lo que iba a decir, pero no el modo en que iba a decirlo.
Habló: del estado pésimo de las calles, de cómo el gobierno era un desastre, igual que el anterior y que el anterior al anterior. Habló de los valores: que se habían perdido. Dijo que hacían falta balas. Muchas balas. Que si él pudiera agarrar un arma, saldría a educar a uno por uno hasta que todos entendieran. Se está acabando el mundo, dijo, culpa de ellos.
Wilson se durmió mientras le hablaban. Soñó un sueño perfecto: un sueño blanco, un sueño quieto, la vida total.
Obvio que lo despertaron.
Acá es, dijo la voz carrasposa. Me dejó hablando solo, qué falta de respeto.
Mhhm, dijo Wilson. Espere unos minutos por favor.
Bajó y tocó el timbre.
Salió su ex jefe con una nena en brazos y la panza descubierta. Era domingo. Tenía cara de asado.
Qué hacés, Wilson, le dijo.
Necesito plata, le dijo Wilson. El barbijo, el auto, algo no funciona, dijo.
Claro, dijo el ex jefe, claro, y se llevó la mano al bolsillo y le dio tres billetes de quinientos.
Wilson lo miró y miró a la nena y miró al taxi que esperaba detrás de él.
Eso no, le dijo. Mucho. Necesito mucho. Lo que me corresponde, dijo.
No, no puedo, dijo el jefe. Y después le dio diez billetes más. Todo lo que tengo Wilson, le dijo. Disculpame.
Las semanas siguientes apenas si juntó dos mil doscientos pesos. Unos días más y se quedaría sin plata de nuevo. Dos semanas, tres como mucho.
Empezó a preguntarse qué hubiera cambiado de su vida, como si pudiese frenar, hacer marcha atrás, empezar a dejar un pasajero detrás de otro.
Un viernes en plena madrugada subió una mujer cerca de la zona de los moteles. Llovía torrencialmente. Años antes apenas si había taxis cuando llovía así: los dueños de los autos aconsejaban guardarlos para evitar que el agua los destrozara. Como con los años cada vez había lluvias más frecuentes y más intensas, dos empresas se habían especializado en enviar taxis en jornadas lluviosas: sus chóferes iban con rompevientos, botas y un paraguas para ayudar a los pasajeros a no mojarse camino al auto.
La mujer, sin embargo, no se subía a ninguno de esos.
Wilson fue hacia ella y abrió la puerta del lado del conductor: no pudo más que verla subir.
¿Qué diferencia a un animal de una persona?, preguntó la mujer.
No sé, intentó decir Wilson a través del barbijo.
La lluvia seguro que no, dijo la mujer, y se sonrió a sí misma mientras miraba por la ventana.
A Wilson le sonaba conocida de alguna parte.
El viento se levantó en la noche y se llevó todos nuestros planes, dijo la mujer un rato más tarde. Eso es un proverbio chino, dijo.
Después se quedó callada.
O este, este es mejor, le dijo. Escuche: “Sólo la vuelta le puede dar sentido a la ida”. ¿Lindo, no?
La bibliotecaria, dijo Wilson entonces, y la miró por el retrovisor.
La misma, dijo ella, y entonces: paséame tranquilo. Quién sabe si no es la última vez.
Cosas que valían la pena de manejar un taxi: no le hacía falta ocultarse, nadie lo podía mirar directamente, para intentarlo necesitaban un espejo.
Más cosas positivas: estaba el mundo de afuera, con los ruidos y las preocupaciones de afuera: y luego estaba él.
Más cosas positivas: podía dormir y comer en el auto. En un caso extremo, podía hacer que esa fuera su casa. No necesitaría nada más. Estaba a salvo de lo peor que podía pasarle: la intemperie, ninguna parte.
Por aquella época, cuando había comenzado a manejar el taxi, todavía era joven. Seguía estacionando frente a la casa de su ex mujer. Una vez incluso se bajó del auto y empezó a golpearse la cabeza contra el portón. Vio, como si fuese una premonición o el futuro cristalizado, a su ex suegra asomarse, vio todo lo que tendría que ver de haberse quedado: el teléfono, el llanto, los vecinos, los gritos, la policía, un hijo (su hijo imaginario) llorando sin saber por qué: pura inocencia, puro miedo.
Se subió y salió a toda máquina, la frente amoratada como una pasa de uva. Fue hacia uno de los últimos puentes de la ciudad. Era de noche, sabía lo que se encontraría. Subió la vereda, se metió por el pasto y paró al lado de las columnas.
Wilson Ulises Torre Alta, se escuchó decir, mirá bien.
Y encendió las luces: ahí estaban esos hombres semidormidos. Las barbas chamuscadas, las caras curtidas, las zapatillas rotas, la luz sucia en el rostro.
Aquella noche durmió tranquilo. Desde entonces ya no volvió a pisar aquella casa, aquella calle, ni las otras calles en las que había vivido.
Se fue de su pueblo. Agarró el Opel y se fue del pueblo.
Hubo una vez que juntó cinco veces más de lo que esperaba, el quíntuple de lo que le correspondía, cinco veces más del promedio. Estuvo durante nueve horas sin parar ni un segundo. Donde se bajaba uno, subían otros. Al principio era razonable: un viejo de bigote se subió en Tribunales y bajó en el Shopping, donde se subieron dos señoras con bolsas y carrito y fueron hasta el aeropuerto a recibir a la nieta, y de ahí regresaron al Shopping. Entonces se subieron dos adolescentes que mascaban chicle, pidieron pasar a buscar a otra, luego una se bajó en el centro y las dos que quedaban siguieron hasta un bar donde hacían una fiesta los amigos, se bajó una y la que quedó recibió al novio, que la besuqueó en el auto mientras iban hacia su casa, porque los padres se habían ido, pero cuando llegaron el chico bajó del taxi y no apareció más. La chica, en lugar de bajarse indignada esperó cinco minutos y, cuando no hubo respuesta, le pidió a Wilson que volvieran al bar. Le pagó todo lo que habían gastado desde el principio y, mientras le extendía el último billete, le dejó el lugar a un chico con una guitarra y una chica con un violín: estos dos viajaron sin mirarse, sin mirar hacia alguna parte, los ojos vacíos, y entonces el chico dijo algo de estar muertos, de que estar así, sin hablar, se parecía a estar muertos, se parecía, dijo, a una historia vieja, de un taxista, un taxista con remos, que llevaba los muertos desde la tierra hasta el otro mundo.
Un taxista con remos, vaya idea, pensó Wilson, la transpiración en las manos.
Sí, dijo ella, y luego se quedaron callados de nuevo. Uno de los dos repiqueteaba los dedos.
Cuando se bajaron Wilson estuvo andando un par de cuadras solo, hasta que se subió un policía. Iba a la Central. Allí se subieron tres policías más, con armas y cara de alarmados. Los bajó a metros de una fábrica donde había una huelga. Se subieron tres jovenzuelos que venían de la huelga. Pidieron ir hacia la terminal. Hablaban de la muerte del capitalismo, del fin de la explotación, de acabar con las injusticias, de la cuarta guerra mundial. Un par de veces le preguntaron qué opinaba, pero él seguía manejando y ya sabía que cuando los dejara se subirían otros.
Era su cumpleaños. Cumplía treinta y seis. No dejó de subirse gente todo el día. Era el mejor día que recordaría jamás. No fue un día feliz, ni infeliz; fue un día ocupado. Él era la ciudad; él era el mapa; él era cada uno de los que desaparecía por la puerta, él era la puerta, él era la máquina, la velocidad.
Una vez viajó una alemana. Eso era lo primero que dijo al presentarse: “Soy alemana”.
Le pidió ir a la otra punta de la ciudad. Tenía un mapa en su celular último modelo y le decía donde había que doblar, qué recorrido tomar, siempre señalando el celular con su mapa. Había varias calles que eran contramano desde hacía unos meses, varias que estaban cortadas, pero la alemana insistía en que fuera por esas. Wilson no podía hacerlo, tampoco podía explicarle demasiado, agarró atajos, hizo marcha atrás en varias partes, y ella empezó a decirle que lo iba a denunciar mientras filmaba con la cámara. Wilson no tuvo mejor idea que detener el taxi e invitarla a bajar. Eran las tres y cinco de la tarde, estaban cerca del centro, no debería haber habido problema.
No, ir acá, acá, dijo ella. Eres un ladrón, la ruta más larga, ahora, dijo ella.
Bajate, por favor, le dijo él. Sin pagar, le dijo.
No, acá no lugar, falta para viaje, qué haciendo vos, ladrón, dijo la alemana, sentada con los brazos en alto y el celular todavía encendido, filmando sin querer sus piernas, la alfombra, el tapizado, una colilla atrapada en el asiento.
Wilson se quedó esperando con el taxi en marcha; luego lo apagó, luego salió a caminar por la vereda mientras la alemana hablaba por celular. Cada vez que la miraba ella desviaba la vista. Estuvieron así veinte minutos, hasta que ella se bajó y le dio una patada ridícula al taxi. Después se fue.
La tarde siguiente a la alemana le robaron la cámara de fotos.
La semana siguiente se quebró la tibia y el peroné en un partido de fútbol femenino.
Al mes siguiente volvió a casa, a su correcta casa alemana.
Soñó dos veces con él, con Wilson, con ese momento en el taxi en que sentía que la estaban estafando. Pero era ella la que manejaba. Wilson estaba en el asiento trasero, echado, apretujándose como si se le estuviese rompiendo el estómago.
Me echaron una maldición en Sudamérica, explicó días después. El psiquiatra la miró y le recetó antidepresivos y que aumentara las sesiones. Ella quiso decirle algo, pero se le trabaron las palabras en la boca. Sólo pudo hablar en español, un español alemán absolutamente perfecto.
Un domingo Wilson se despertó y olió el humo y el sabor de la carne asada cortando el aire. Tenía dos camperas, un buzo y dos frazadas encima. Se acurrucó y pensó en quedarse así el día entero. El olor le daba asco, le daba hambre y también le daba pánico. Trató de cerrar bien las ventanas pero había dos de ellas que dejaban colar el aire y el olor. Decidió irse a cualquier otro lado, lejos de ese puente, pero entonces puso la llave y trató de arrancar.
Nada.
Volvió a intentarlo: nada.
Se bajó, chequeó el aceite, el agua, le dieron dos arcadas, pero no encontraba la respuesta. Intentó de nuevo y el Opel arrancó.
Domingo no sé cuánto de no sé qué mes, pensó, día soleado, temperatura diez grados, quizás ocho.
El sol le daba en la cara, trató de manejar siempre con el sol dándole en la cara. Estacionó un rato cerca de un estadio en el que había un partido, escuchó los gritos, las bombas de estruendo y después siguió avanzando. Estacionó en una de los montes a la salida de la ciudad. Se alejó unos pasos y se sentó en el pasto. Comió un par de cerezas que había recogido de una casa abandonada mientras unos niños sacudían un árbol sin parar.
Después hizo el camino de regreso. Bien podía irse a cualquier otro lugar, bien podía seguir avanzando hacia el sol, siempre hacia el sol, girando laberínticamente, como un viejo dios griego.
Cuando pasó el peaje frenó para ir al baño y darse una ducha. Dejó el auto estacionado y le pagó al administrador, que lo conocía desde hace tiempo.
Se duchó de pies a cabeza en un agua que estaba hirviendo, pero no le importaba: abrió los brazos y tragó vapor. Levantó el brazo: como la victoria. Y entonces, si, escuchó su nombre. Wilson Ulises Torre Alta.
Wilson. Ulises. Torre. Alta.
Era la voz del niño. Inconfundible, otra vez.
Ya casi es hora, dijo el niño.
Esa noche agarró de vuelta el cuaderno que aquel otro niño se había dejado en el taxi, quién sabía ya cuántos años atrás. Lo agarró temblando, extendió el brazo como para tirarlo y luego lo apoyó debajo de su cabeza y se acomodó en los asientos hasta quedarse dormido.
Unas horas después escuchó los golpes. Escuchó la manija de la puerta, los vidrios que se le caían en la cara, sintió que lo arrastraban fuera y que lo pateaban en el pasto. Se debería haber cubierto la boca, pero empezó a vomitar y a toser.
Se muere, boludo, se muere, escuchó que decía una voz y luego escuchó que corrían y que se subían a una moto.
Se llevaron casi todo: el pantalón, el bolso, la plata que tenía escondida debajo del asiento, el viejo celular donde guardaba mensajes que nunca había enviado, la ropa, una linterna inútil. Sólo habían dejado la radio rota y el cuaderno, tirado entre los papeles de la guantera.
Se quedó sentado, al borde de una montaña cualquiera, las manos y la cabeza apoyadas contra el volante.
Decía que no con la cabeza, y hablaba un lenguaje que ni siquiera él sabía que tenía.
Le ardían las manos, eran como un sol enceguecido.
En un momento escupió sangre y se pasó la mano por la boca. Agarró el cuaderno, se lo puso bajo el pulóver y cerró la puerta con cuidado y con furia.
Bajó hacia la ruta y comenzó a hacer dedo.
Unos camioneros se le rieron en la cara. Las familias lo miraban con espanto. Unos ciclistas le pasaron al lado y lo miraron con piedad veloz y altanera.
Entonces pasó un taxi a toda máquina. Pasó bien cerca de la banquina, le rozó las costillas, le dio un empujón que lo tumbó de rodillas al piso.
Después el taxi hizo marcha atrás.
Era un chico alto, pelo negro, boca gruesa, anteojos. Debía de tener unos diecinueve años, veinte como mucho.
Disculpame, le dijo el chico, por favor, disculpame.
Wilson dijo algo con los ojos, aunque no supo qué.
Nos conocemos, dijo entonces el chico. ¿Te acordás?
¿Qué?, dijo Wilson.
Una vez me llevaste a casa, era muy tarde. Mi madre acababa de morir. Estoy seguro de que eras vos, dijo el chico.
Wilson sintió como si el aire lo empujara hacia atrás, como si el agua se lo tragara, como si un remolino lo moviera hacia los costados y perdiera el conocimiento y luego escupiera agua.
Mhmmm, dijo Wilson, mientras el otro movía las manos y hablaba.
Que me estoy muriendo, dijo el joven taxista casi muerto. Que necesito que me llevés al hospital. ¿Podés manejar?
Por favor, dijo, y se hizo a un lado, mientras Wilson agarraba el volante.
Un rato más tarde los médicos le dijeron que el chico estaba bien, que iban a dejarlo internado pero que se había salvado.
Peritonitis, dijo el médico 1.
Increíble, dijo el médico 2, segundo día de trabajo y directo al hospital.
Wilson esperó con el cuaderno en las manos. Todavía tenía oportunidad de abrirlo, todavía podía ver qué había ahí dentro. Cuando le avisaron que el chico había despertado pidió que lo dejaran pasar y fue a entregarle el cuaderno.
El chico tenía los ojos entrecerrados y dos sondas en el brazo.
Abrió el cuaderno mientras el chico dormía el sueño de la anestesia general. El cuaderno estaba en blanco, sólo había rayas largas e inestables, como si alguien hubiese tratado de dibujar algo, como un ovillo saliendo de un laberinto completamente plano.
Entonces vio que había algo escrito en una de las últimas páginas.
“¿Cómo se hace el viaje más largo del mundo?”.
“¿Cómo puedo irme lo más lejos posible?”, leyó.
No había ninguna otra cosa, solo esas dos preguntas.
Dejó el cuaderno sobre una silla en la sala de espera.
Hizo dedo y volvió hacia donde estaba el Opel. Un sol brillante y mentiroso brillaba en el cielo.
La radio estaba apagada: la radio siempre debía estar apagada.
El motor había estado apagado: ahora, no.
Un taxista con remos, vaya idea, pensó Wilson, la transpiración en las manos.
Sí, dijo ella, y luego se quedaron callados de nuevo. Uno de los dos repiqueteaba los dedos.
Cuando se bajaron Wilson estuvo andando un par de cuadras solo, hasta que se subió un policía. Iba a la Central. Allí se subieron tres policías más, con armas y cara de alarmados. Los bajó a metros de una fábrica donde había una huelga. Se subieron tres jovenzuelos que venían de la huelga. Pidieron ir hacia la terminal. Hablaban de la muerte del capitalismo, del fin de la explotación, de acabar con las injusticias, de la cuarta guerra mundial. Un par de veces le preguntaron qué opinaba, pero él seguía manejando y ya sabía que cuando los dejara se subirían otros.
Era su cumpleaños. Cumplía treinta y seis. No dejó de subirse gente todo el día. Era el mejor día que recordaría jamás. No fue un día feliz, ni infeliz; fue un día ocupado. Él era la ciudad; él era el mapa; él era cada uno de los que desaparecía por la puerta, él era la puerta, él era la máquina, la velocidad.
Una vez viajó una alemana. Eso era lo primero que dijo al presentarse: “Soy alemana”.
Le pidió ir a la otra punta de la ciudad. Tenía un mapa en su celular último modelo y le decía donde había que doblar, qué recorrido tomar, siempre señalando el celular con su mapa. Había varias calles que eran contramano desde hacía unos meses, varias que estaban cortadas, pero la alemana insistía en que fuera por esas. Wilson no podía hacerlo, tampoco podía explicarle demasiado, agarró atajos, hizo marcha atrás en varias partes, y ella empezó a decirle que lo iba a denunciar mientras filmaba con la cámara. Wilson no tuvo mejor idea que detener el taxi e invitarla a bajar. Eran las tres y cinco de la tarde, estaban cerca del centro, no debería haber habido problema.
No, ir acá, acá, dijo ella. Eres un ladrón, la ruta más larga, ahora, dijo ella.
Bajate, por favor, le dijo él. Sin pagar, le dijo.
No, acá no lugar, falta para viaje, qué haciendo vos, ladrón, dijo la alemana, sentada con los brazos en alto y el celular todavía encendido, filmando sin querer sus piernas, la alfombra, el tapizado, una colilla atrapada en el asiento.
Wilson se quedó esperando con el taxi en marcha; luego lo apagó, luego salió a caminar por la vereda mientras la alemana hablaba por celular. Cada vez que la miraba ella desviaba la vista. Estuvieron así veinte minutos, hasta que ella se bajó y le dio una patada ridícula al taxi. Después se fue.
La tarde siguiente a la alemana le robaron la cámara de fotos.
La semana siguiente se quebró la tibia y el peroné en un partido de fútbol femenino.
Al mes siguiente volvió a casa, a su correcta casa alemana.
Soñó dos veces con él, con Wilson, con ese momento en el taxi en que sentía que la estaban estafando. Pero era ella la que manejaba. Wilson estaba en el asiento trasero, echado, apretujándose como si se le estuviese rompiendo el estómago.
Me echaron una maldición en Sudamérica, explicó días después. El psiquiatra la miró y le recetó antidepresivos y que aumentara las sesiones. Ella quiso decirle algo, pero se le trabaron las palabras en la boca. Sólo pudo hablar en español, un español alemán absolutamente perfecto.
Un domingo Wilson se despertó y olió el humo y el sabor de la carne asada cortando el aire. Tenía dos camperas, un buzo y dos frazadas encima. Se acurrucó y pensó en quedarse así el día entero. El olor le daba asco, le daba hambre y también le daba pánico. Trató de cerrar bien las ventanas pero había dos de ellas que dejaban colar el aire y el olor. Decidió irse a cualquier otro lado, lejos de ese puente, pero entonces puso la llave y trató de arrancar.
Nada.
Volvió a intentarlo: nada.
Se bajó, chequeó el aceite, el agua, le dieron dos arcadas, pero no encontraba la respuesta. Intentó de nuevo y el Opel arrancó.
Domingo no sé cuánto de no sé qué mes, pensó, día soleado, temperatura diez grados, quizás ocho.
El sol le daba en la cara, trató de manejar siempre con el sol dándole en la cara. Estacionó un rato cerca de un estadio en el que había un partido, escuchó los gritos, las bombas de estruendo y después siguió avanzando. Estacionó en una de los montes a la salida de la ciudad. Se alejó unos pasos y se sentó en el pasto. Comió un par de cerezas que había recogido de una casa abandonada mientras unos niños sacudían un árbol sin parar.
Después hizo el camino de regreso. Bien podía irse a cualquier otro lugar, bien podía seguir avanzando hacia el sol, siempre hacia el sol, girando laberínticamente, como un viejo dios griego.
Cuando pasó el peaje frenó para ir al baño y darse una ducha. Dejó el auto estacionado y le pagó al administrador, que lo conocía desde hace tiempo.
Se duchó de pies a cabeza en un agua que estaba hirviendo, pero no le importaba: abrió los brazos y tragó vapor. Levantó el brazo: como la victoria. Y entonces, si, escuchó su nombre. Wilson Ulises Torre Alta.
Wilson. Ulises. Torre. Alta.
Era la voz del niño. Inconfundible, otra vez.
Ya casi es hora, dijo el niño.
Esa noche agarró de vuelta el cuaderno que aquel otro niño se había dejado en el taxi, quién sabía ya cuántos años atrás. Lo agarró temblando, extendió el brazo como para tirarlo y luego lo apoyó debajo de su cabeza y se acomodó en los asientos hasta quedarse dormido.
Unas horas después escuchó los golpes. Escuchó la manija de la puerta, los vidrios que se le caían en la cara, sintió que lo arrastraban fuera y que lo pateaban en el pasto. Se debería haber cubierto la boca, pero empezó a vomitar y a toser.
Se muere, boludo, se muere, escuchó que decía una voz y luego escuchó que corrían y que se subían a una moto.
Se llevaron casi todo: el pantalón, el bolso, la plata que tenía escondida debajo del asiento, el viejo celular donde guardaba mensajes que nunca había enviado, la ropa, una linterna inútil. Sólo habían dejado la radio rota y el cuaderno, tirado entre los papeles de la guantera.
Se quedó sentado, al borde de una montaña cualquiera, las manos y la cabeza apoyadas contra el volante.
Decía que no con la cabeza, y hablaba un lenguaje que ni siquiera él sabía que tenía.
Le ardían las manos, eran como un sol enceguecido.
En un momento escupió sangre y se pasó la mano por la boca. Agarró el cuaderno, se lo puso bajo el pulóver y cerró la puerta con cuidado y con furia.
Bajó hacia la ruta y comenzó a hacer dedo.
Unos camioneros se le rieron en la cara. Las familias lo miraban con espanto. Unos ciclistas le pasaron al lado y lo miraron con piedad veloz y altanera.
Entonces pasó un taxi a toda máquina. Pasó bien cerca de la banquina, le rozó las costillas, le dio un empujón que lo tumbó de rodillas al piso.
Después el taxi hizo marcha atrás.
Era un chico alto, pelo negro, boca gruesa, anteojos. Debía de tener unos diecinueve años, veinte como mucho.
Disculpame, le dijo el chico, por favor, disculpame.
Wilson dijo algo con los ojos, aunque no supo qué.
Nos conocemos, dijo entonces el chico. ¿Te acordás?
¿Qué?, dijo Wilson.
Una vez me llevaste a casa, era muy tarde. Mi madre acababa de morir. Estoy seguro de que eras vos, dijo el chico.
Wilson sintió como si el aire lo empujara hacia atrás, como si el agua se lo tragara, como si un remolino lo moviera hacia los costados y perdiera el conocimiento y luego escupiera agua.
Mhmmm, dijo Wilson, mientras el otro movía las manos y hablaba.
Que me estoy muriendo, dijo el joven taxista casi muerto. Que necesito que me llevés al hospital. ¿Podés manejar?
Por favor, dijo, y se hizo a un lado, mientras Wilson agarraba el volante.
Un rato más tarde los médicos le dijeron que el chico estaba bien, que iban a dejarlo internado pero que se había salvado.
Peritonitis, dijo el médico 1.
Increíble, dijo el médico 2, segundo día de trabajo y directo al hospital.
Wilson esperó con el cuaderno en las manos. Todavía tenía oportunidad de abrirlo, todavía podía ver qué había ahí dentro. Cuando le avisaron que el chico había despertado pidió que lo dejaran pasar y fue a entregarle el cuaderno.
El chico tenía los ojos entrecerrados y dos sondas en el brazo.
Abrió el cuaderno mientras el chico dormía el sueño de la anestesia general. El cuaderno estaba en blanco, sólo había rayas largas e inestables, como si alguien hubiese tratado de dibujar algo, como un ovillo saliendo de un laberinto completamente plano.
Entonces vio que había algo escrito en una de las últimas páginas.
“¿Cómo se hace el viaje más largo del mundo?”.
“¿Cómo puedo irme lo más lejos posible?”, leyó.
No había ninguna otra cosa, solo esas dos preguntas.
Dejó el cuaderno sobre una silla en la sala de espera.
Hizo dedo y volvió hacia donde estaba el Opel. Un sol brillante y mentiroso brillaba en el cielo.
La radio estaba apagada: la radio siempre debía estar apagada.
El motor había estado apagado: ahora, no.
* Pablo Natale nació en Rosario en 1980, y reside en Córdoba desde los años noventa.
Publicó los libros de cuentos "Un oso polar" (Recovecos, 2008; Nudista, 2015), "Amarillo sobre amarillo" (17 grises editora, 2018), la nouvelle "Los Centeno" (Nudista, 2013) y los libros de poemas "Viaje al comienzo de la noche" (Vox, 2014) y "Las siete maravillosas antologías contemporáneas" (Nudista, 2017).
Este año publicará dos libros para niños, uno de ellos sobre un gato que cada estación se va un rato y nadie lo encuentra.
Coordinador de talleres de escritura creativa. Columnista de Hoy Dïa Córdoba. Profesor de español para extranjeros. Integrante de la banda Bosques de Groenlandia, que quedó atrapada en un taxi y no se sabe cuándo va a volver.
Publicó los libros de cuentos "Un oso polar" (Recovecos, 2008; Nudista, 2015), "Amarillo sobre amarillo" (17 grises editora, 2018), la nouvelle "Los Centeno" (Nudista, 2013) y los libros de poemas "Viaje al comienzo de la noche" (Vox, 2014) y "Las siete maravillosas antologías contemporáneas" (Nudista, 2017).
Este año publicará dos libros para niños, uno de ellos sobre un gato que cada estación se va un rato y nadie lo encuentra.
Coordinador de talleres de escritura creativa. Columnista de Hoy Dïa Córdoba. Profesor de español para extranjeros. Integrante de la banda Bosques de Groenlandia, que quedó atrapada en un taxi y no se sabe cuándo va a volver.