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Año 8 / Número 28 / Mayo 2020
series tv

No es país para los débiles


Tiger King: Murder, Mayhem and Madness es la serie documental que se convirtió en el éxito más reciente de Netflix, centrado en la obsesión por los animales exóticos de un personaje tan pintoresco como opaco que emprende una guerra contra cierta proteccionista no menos oscura, con la escenografía del Sur y el Medio Oeste norteamericanos de fondo, el interior profundo de un país donde todo pareciera ser posible. 


Por Juan Maisonnave
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 Pienso en un tigre

​Borges
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​Zanesville, Ohio. El estanciero Terry Thompson, dueño de un impresionante zoológico privado de animales exóticos, decidió que el 18 de octubre de 2011 sería el último día de cautiverio. Abrió las jaulas de todas sus fieras y, por último, hizo lo propio con la suya:  se disparó en la boca con un revolver Ruger 357. Eran la cinco de la tarde. En poco tiempo iba a oscurecer. Un vecino advirtió un nerviosismo inusual en los caballos. Se arremolinaban dándose empellones y apretándose contra los alambrados en lo que parecía una danza extraña. Llamó al 911. Lo que siguió fue una matanza surreal bajo la luz de las linternas y los reflectores coordinada por el ejército y los “voluntarios” (vecinos armados hasta los dientes). Entre la tarde y la noche se mataron 18 tigres, 8 leonas, 9 leones, 8 osos negros, 2 grises, 2 lobos, 3 leones de montaña, 1 mono macaco. A Thompson lo encontraron en un terraplén, dentro de un charco de sangre, tumbado sobre su espalda. Un tigre blanco despedazaba el cuello de quien fuera su dueño y carcelero. Al cadáver le faltaban porciones de cabeza y algunas extremidades.    

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En Estados Unidos hay más tigres en cautiverio que libres en el resto del mundo.
 
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En el primero de los siete episodios que integran la serie documental de Netflix Tiger King: Murder, Mayhem and Madness, el caso Zanesville es mencionado al pasar. Después, una periodista pone en palabras las sensaciones que el espectador empieza a experimentar cuando aparece en escena Joe “Exotic”: “Era como un tren a toda velocidad que va a estrellarse contra otro y no podés dejar de mirarlo”.

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La acción de Tiger King transcurre en Wynnewood, Oklahoma. Su protagonista indiscutido, Joe “Exotic”, nació en Kansas como Joseph Allen Schreibvogel, apellido que cambió a Maldonado-Passage porque, dice, resultaba difícil de pronunciar. Joe Exotic puede afirmar, con Walt Whitman, que su persona contiene multitudes: el motoquero gay, el cazador afiliado a la NRA, el apasionado de los animales hasta la obsesión enfermiza, el encantador de serpientes, y un poco de Elvis y de peleador de lucha libre y de empresario capaz de todo con tal de conseguir algo parecido al Sueño Americano. Como se ve, la palabra “redneck” le queda muy chica.

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Un cowboy de voz nasal y rostro curtido fuma un Marlboro tras otro y cuenta su experiencia con Joe. “Hay algo muy adictivo en la sensación de poder que genera estar entre estos animales”, dice. El hombre que fuma tiene un parecido al Billy Bob Thorton de El hombre que nunca estuvo. Pero él estuvo casi siempre. Fue productor televisivo de Joe Exotic. Lo sacó de un canal de Internet que veían 80 personas y lo convirtió en showman. Grabó horas y horas de material, pero mucho de eso se perdió en un incendio que, sospecha el hombre que fuma, fue provocado por el mismo conductor del programa.
 
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Joe Exotic
Joe Exotic compró un rancho para caballos y terminó fundando su propio imperio selvático: el Garold Wayne Exotic Animal Memorial Park (en memoria de su hermano muerto Garold, a quien lleva tatuado en un brazo), después renombrado G.W. Zoo. Transformó sus hectáreas en un parque para animales de la jungla. Se volvió adicto a los tigres, a los jóvenes huérfanos y musculosos, y a la metanfetamina (en ese estricto orden). Como Terry Thompson, el estanciero suicidado de Zanesville, cumplió el sueño de coleccionar mascotas exóticas. Pero él llevó las cosas mucho más lejos.

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Horas y horas de grabación. Joe Exotic detonando dinamita, Joe Exotic candidato a presidente sobre un jeep con un collar de foquitos de colores alrededor del cuello, Joe Exotic vestido con camisa de lentejuelas cargando dos cachorros de tigre, Joe Exotic besando a un león inmenso, Joe Exotic sentado a un trono con una roja capa de rey sobre los hombros, Joe Exotic casándose con sus dos maridos, los tres en trajes rosas; Joe Exotic con muletas, ojos delineados, brazos tatuados, gorra y peluca rubia adheridas al cráneo; Joe Exotic en un estudio de televisión improvisado disparando su arma contra una muñeco que representa a quien la serie revelará como su némesis, la rescatista de especies en peligro Carole Baskin, otro personaje de los hermanos Coen en una trama por momentos inverosímil hasta para ellos.
 
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La proteccionista de grandes felinos, Carol Baskin
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Carol Baskin se presenta ante las cámaras con una guirnalda de flores en la cabeza y un vestido colorido, liviano, toda ella una evocación involuntaria de Woodstock. Los ojos, de un celeste acuoso, no transmiten emociones. Esta mujer madura y rubia sabe hablar con calma, concentrada. Pocas veces se le quiebra la voz. De joven su belleza arrebató varios corazones. Como el de Don Lewis, su ex marido, un millonario que la levantó al costado de la ruta y abandonó a su familia para casarse con ella. Carol se reveló manipuladora, ambiciosa, terca. Años después, su marido desapareció del mundo sin dejar rastros. Ella heredó la fortuna y fundó Big Cat Rescue, organización que protege a los felinos en cautiverio encerrándolos en su propia reserva para que los visitantes los contemplen en un hábitat natural. Carol tiene nuevo esposo, Howard. A lo largo del documental, Howard demuestra ser un socio clave. Su rostro posee una expresión triste, alicaída. Parece alguien que nunca fue tocado por emociones fuertes. Besa a Carol con piquitos pudorosos. Pero Howard reemplaza su falta de vigor y de virilidad con un equipo de abogados capaz de comerle el hígado a cualquiera. Y van por Joe.

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Doc Antle, sus mujeres y sus tigres
En el Estado de Florida, Bhagavan “Doc” Antle es el orgulloso propietario de 15 hectáreas de tierra y de varias mujeres con las que está juntado en una poligamia más o menos consentida. Doc Antle se viste como si la vida fuera un safari perpetuo. Robusto, rubio y de ojos claros, mantiene una frondosa cabellera canosa que Joe, su competidor de Oklahoma, envidia. “Nada es más sexy, cool y relevante para el mundo en el que vivimos que un tigre”, afirma Doc echado sobre almohadones, acompañado por una de sus mujeres y cinco preciosos cachorros de tigres. “Todo el mundo ama los tigres. El que te dice que no, es inseguro o está fallado”. Mucho más sofisticado e inteligente que Joe, nunca tuvo problemas con la ley, aunque todos saben que cuando los tigres de bengala envejecen y pierden su nevado encanto, él recurre a la eutanasia. Posa para la cámara sin pudores, acaricia a los tigrecitos con fruición, no mira a la mujer ni una sola vez. En un momento, arroja una reflexión borgeana: “Los tigres tienen una caligrafía primitiva en la piel que envía un mensaje apenas los ves pasear su estampa”.

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Joe Exotic llegó a ser dueño de 227 tigres. Alimentarlos le costaba 750 mil dólares al año. En el mercado negro, vendía cachorros a 2 mil dólares cada uno. Él y Doc Antler y el resto de los propietarios de animales salvajes, una fauna humana compuesta por seres mesiánicos, ex traficantes de droga y rednecks que prefieren la compañía de un chimpancé a la de una mujer, cobran al público por fotografiarse junto a cachorritos de seis semanas o gráciles leopardos adultos. Las fotografías de los visitantes suelen ir directo a sus perfiles de Tinder o de OK Cupid.

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Sentado frente a Joe Exotic, un periodista de la CBS cita a un legislador que afirmó que su zoológico era una bomba de tiempo como Zanesville. “Va a ser una bomba de tiempo si alguien viene a sacarme mis animales. Va a ser un pequeño Waco”, responde el hombre de peluca rubia, gorrita y ojos delineados.
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Un empleado del Zoo de Joe Exotic
​Puertas adentro, el GW Zoo funciona como una granja de rehabilitación. Los empleados son leales a Joe porque temen una recaída en las drogas o la delincuencia. Él los mantiene ocupados con salarios de miseria (confiesan haber almorzado comida vencida que Walmart donaba para los animales) y los encandila con su energía contagiosa. Pero el verdadero vínculo que une a los operarios con esa jungla en medio de Oklahoma es el que entablan con los tigres y leones y osos y panteras. Juegan con ellos en sus jaulas, los refrescan con agua, para ellos despostan reses a mano limpia. Las cabezas de ganado provienen de feedlots de la zona, que dan aviso a Joe cuando una vaca muere en circunstancias confusas. Entre los empleados hay un sujeto pelilargo que, en cámara, oculta sus ojos detrás de lentes para sol. También participa del documental el manager de la reserva, un tipo escuálido y alto con piernas ortopédicas que no superó bien su divorcio. Y después está Saff.

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La cámara captura el momento posterior a que un tigre le arranca el brazo a Kalci “Saff” Saffery, una joven de rasgos indios que vemos acostada en el suelo. Ingresa una ambulancia al recinto. A viva voz, Joe Exotic anuncia a los clientes: “Señoras y señores, antes de que lo escuchen por los medios vengo a decirles que hubo un accidente con un tigre. Una de mis empleadas perdió el brazo. Puedo devolverles el dinero o darles un ticket para que vuelvan otro día”. Al rato, solo y fumando un cigarrillo, Joe dice “Nunca me voy a recuperar financieramente de esto”. Durante el documental, Saff ofrece su testimonio sentada en una silla de plástico, rodeada de chatarra, como si la parte delantera de su casa fuese un gran desarmadero. Su medio brazo izquierdo termina en muñón rugoso. Para que las organizaciones proteccionistas no se metieran con los animales de Joe y se los quitaran, Saff volvió a trabajar al GW Zoo a los cinco días de la amputación de su brazo. Sin rencores, sin quejas. Feliz de que ahora tenía algo en común con el manager, el hombre sin piernas.  
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El escritor francés Victor Hugo dijo que Dios había inventado a los gatos para que el hombre sintiera el placer de acariciar a un tigre. Algo de eso percibimos en Joe Exotic cuando se pasea entre la voluptuosidad de los tigres de su zoológico privado como un rey de las fieras, mucho más cerca de Dios que de los hombres. Soberano de su tierra, declara: “Este es mi pueblo. Acá soy el alcalde, el sheriff, el juez y el verdugo”.

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Los testimonios de quienes trabajaron para él o lo trataron definen a Joe como paranoide, bipolar, peligroso, excéntrico, divertido. Cuando enfrenta la cámara, Joe se activa. Habla con una graciosa dicción sureña, nunca titubea, sus párpados se aprietan en un tic nervioso, a veces masca chicle, siempre está en control de la situación (excepto cuando un tigre lo arrastra de una pierna y él saca su arma y dispara). Para los documentalistas, un personaje así es oro puro. Con un carisma y un amor propio a prueba de todo, encarna un destino de tragedia en varios actos y, sin medir la correlación de fuerzas con su enemiga, Carol Baskin, la mujer que lo tiene en la mira desde hace años y que le hace la vida imposible, va a la guerra.
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Howard Baskin y Carol
Los directores de la serie, Eric Goode y Rebecca Chaiklin, le preguntan a Joe: “¿Por qué llevás un arma?”. Respuesta: “Para las personas, no para los tigres. Te dispararía a vos antes que a uno de mis tigres”. En otra escena, Doc Antle recorre las instalaciones de su zoo a bordo de un carrito de golf y su voz en off dice: “Duermo con una AK-47 bajo el colchón. Cargada, lista para disparar”.

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Primero, Carole y Howard Baskin intentaron enloquecer a Joe. Enviaban espías a su reserva y alentaban a defensores del medio ambiente a inundarle la casilla de mail con correos de repudio. Después lo llevaron a juicio por un millón de dólares. Carol y Howard impulsaron el Big Cat Safety Act, que prohibe la posesión privada de felinos. Denunciaron a Joe Exotic ante la Fish and Wildlife Service, la agencia estatal norteamericana encargada de la conservación y protección de la vida silvestre. En el complejo que Carol Baskin posee en Tampa, Florida, además de animales salvajes hay pasantes. Todos son pasantes. Nadie recibe un centavo por su trabajo. Las apariciones de Carol en cámara la muestran como una mujer dulce, desenvuelta, un poco rellenita, de mirada ambigua. Desde sus programas de TV, Joe Exotic le dedica extensas y venenosas editoriales con el objetivo de sembrar sospechas sobre su persona. Una vez Carol abrió su correo, esa casita para cartas tan típica de los suburbios norteamericanos, y encontró adentro una maraña rabiosa de serpientes. La pelea escala. Las cosas se ponen feas. Joe habla de más (siempre habla de más), sufre derrotas legales. No tiene sentido spoilear nada. Desde el comienzo uno intuye que esto no puede terminar bien.

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Del esposo millonario desaparecido de Carole Baskin nunca más se supo nada. “Fue como si se lo hubieran tragados los Pantanos de la Florida”, comenta alguien.
 
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Eric Goode y Rebecca Chaiklin capturan a sus entrevistados sin cariño ni ternura. Como en algunas películas de los Coen, los documentalistas se engolosinan con las peripecias de personajes estrafalarios, impredecibles, dañados, hombres y mujeres a quienes los directores exprimen toda su pulpa white trash. Es un documental con pocos momentos emocionantes, y con poca humanidad. Aunque un par de veces Joe Exotic llora en cámara. Y ama de verdad. Es buen novio de sus novios, esos jovencitos a quienes también trata con el cariño de un padre, la rectitud de un empleador, la fidelidad de un amigo y las atenciones de un dealer generoso. Quizá el momento más conmovedor de la serie sea el del hombre que nunca muestras los ojos. Por primera vez sin los anteojos oscuros, cuenta que tuvo que ejecutar unos tigres a pedido de Joe. “Esos tigres confiaban en mí… Me miraron a los ojos cuando murieron”, dice envuelto en una nube de dolor y de Prozac. Derrotado, se acuesta sobre su cama. La cámara no se pierde de registrar un peluche enorme con forma de tigre.
 
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Doc Antle cabalga sobre su elefanta Bubbles. Atraviesan una calle de asfalto en Florida. Un vecino los ve pasar, “Hey, Doc, how you doing?”. Como un emperador benévolo, Doc alza el brazo y continúa su camino, que desemboca en un lago al que va a bañarse junto con la elefanta. 
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Tiger King no trata acerca del mundo de los traficantes de animales, ni es la historia de unos dementes que alimentan sus egos coleccionando especies en extinción o la trama policial protagonizada por un sicario oligofrénico a quien, sin que él se entere, usan de infiltrado. Menos que menos es una serie que toma partido en favor de los derechos de los animales (¿alguien donaría dinero para Carole Baskin?). Como ocurría en Wild Wild Country, o en algunos documentales de Errol Morris (Tabloid, Gates of Heaven), lo que hace especial a Tiger King es el retrato que ofrece del interior profundo de un país aparte: el Sur y el Medio Oeste norteamericanos.

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El paraíso de Joe estaba en Oklahoma, al Sur Oeste, pero él provenía de la franja central del país, Kansas, también ocupada por Estados como Dakota del Norte, Ohio o Indiana, de donde es oriundo Mike Pence, el actual vicepresidente de Trump, “radioevangelista militante, homofóbico fanático, antiguo ahijado político y favorito de Ronald Reagan”, según lo define Alfredo Grieco y Bavio. Con la Segunda Enmienda en la mano (libertad de portar armas), un poco de audacia y mucho carácter, con una buena armería amiga y algo de imaginación, el Sur y el Midwest se presentan, para los ciudadanos con sed de aventuras, como la verdadera tierra de las oportunidades. Tiger King demuestra que ahí todo es posible. Y confirma algo que ya sabíamos: el cinturón industrial y las planicies rurales de los grandes maizales, el extraño y estimulante corazón geográfico de los Estados Unidos no es país para los débiles.

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