Año 8 / Número 28 / Mayo 2020
A mover el Cuco
El estreno reciente de The outsider tiene la particularidad de combinar el estilo de dos talentos disímiles. La novela del maestro del suspenso, Stephen King, encuentra en la adaptación de Richard Price, guionista de The Wire, la dosis justa del género policial en donde la búsqueda de un asesino mezcla elementos sobrenaturales, con drama y suspenso bien equilibrados.
El síndrome Megan Draper. Sí, podríamos llamarlo así. La joven secretaria de Mad Men revela un don innato para la publicidad y sin embargo insiste con ser actriz, profesión en la cual, por más de sus esforzados intentos, nunca termina de despegar. El síndrome Megan Draper lo padecen aquellas personas que tienen un talento natural para una tarea determinada y, en lugar de explotar ese talento, se empecinan en dedicarse a otra cosa que les apasiona pero que por desgracia no les sale tan bien o directamente ni siquiera les sale. Algo de eso hay cuando Richard Price -guionista de joyas como Clockers, The Wire o The deuce- en las entrevistas se molesta en aclarar que en realidad escribe guiones para ganar dinero (y sobre todo tiempo) para poder dedicarse a lo que verdaderamente le gusta: escribir novelas. Sus libros, lejos de ser malos, no destacan demasiado en el panorama literario. Podría decirse que Price es un escritor menor. No es por ejemplo un James Ellroy pero en materia de guiones está considerado el mejor dialoguista de Hollywood. Cualquiera que haya prestado atención a sus líneas sabe que el elogio no es del todo desmesurado. Bueno, de un tiempo a esta parte, Price pasó a ser showrunner de algunas miniseries de HBO. Primero fue el turno The night of y ahora le toca a The outsider, adaptación de un libro de Stephen King que terminó de emitirse poco antes que se declarara la cuarentena y de repente todos nos convirtiésemos en outsiders de nuestras propias vidas.
The outsider retoma y lleva al paroxismo el viejo tema del doble. Terry Maitland (Jason Bateman), un entrenador de béisbol y padre de familia ejemplar es acusado de asesinar y mutilar a un niño de 11 años. Aunque hay pruebas contundentes en su contra -lo vieron levantar a la víctima en una camioneta, también merodear todo ensangrentado por la escena del crimen, su sospechoso periplo luego del asesinato aparece registrado en las cámaras de seguridad de la ciudad)- tiene la coartada perfecta: el mismo día, a la misma hora que se llevó a cabo el delito, estaba de viaje, dato que la policía no tarda mucho en corroborar. De ahí el enigma. ¿Es posible estar en dos lugares al mismo tiempo? ¿Se puede ser culpable e inocente a la vez? ¿Quién es capaz de creer que hay algo más allá de lo establecido?
Cuando las explicaciones racionales se agotan pronto se abre paso al siempre inestable mundo de lo sobrenatural. Es ahí que el universo propio de Stephen King empieza a desplegarse a sus anchas. En cambio, el universo de Price es el del policial crudo y duro. No el de la pornografía de balas, piñas y sangre, el de plots sorprendentes y grandes golpes de efecto, sino el de seres humanos comunes debatiéndose frente al aparato del Estado. A Price le interesan los policías puertas adentro, aburridos, lidiando con expedientes, con órdenes judiciales, con la desidia de sus jefes, hermanándose con la gente que investigan, soportando el peso de sus propias vidas ordinarias. No es casual que uno de los cambios más evidentes que hace con respecto a la novela de King sea que el hijo de Ralph Anderson, el detective encargado del caso, interpretado por el soberbio Ben Mendelsohn (el hermano díscolo de Bloodline), en lugar de estar en un campamento haya muerto de cáncer poco antes de que empiece la historia. Ese niño asesinado, en el mundo según Price, no es más que el reflejo deforme del hijo muerto del detective. Mientras a lo largo de la serie muchos de los personajes sufren pesadillas perturbadoras con un hombre encapuchado que dejan rastros al despertar, Anderson tiene un sueño plácido y luminoso con su hijo rogándole que por favor lo deje ir. The outsider (la serie) podría leerse simplemente como el diario de un duelo. El duelo de un padre por la muerte de su hijo. También como el arduo viaje de un escéptico hacia la aceptación de que puede existir algo más allá que escapa a su comprensión racional.
The outsider retoma y lleva al paroxismo el viejo tema del doble. Terry Maitland (Jason Bateman), un entrenador de béisbol y padre de familia ejemplar es acusado de asesinar y mutilar a un niño de 11 años. Aunque hay pruebas contundentes en su contra -lo vieron levantar a la víctima en una camioneta, también merodear todo ensangrentado por la escena del crimen, su sospechoso periplo luego del asesinato aparece registrado en las cámaras de seguridad de la ciudad)- tiene la coartada perfecta: el mismo día, a la misma hora que se llevó a cabo el delito, estaba de viaje, dato que la policía no tarda mucho en corroborar. De ahí el enigma. ¿Es posible estar en dos lugares al mismo tiempo? ¿Se puede ser culpable e inocente a la vez? ¿Quién es capaz de creer que hay algo más allá de lo establecido?
Cuando las explicaciones racionales se agotan pronto se abre paso al siempre inestable mundo de lo sobrenatural. Es ahí que el universo propio de Stephen King empieza a desplegarse a sus anchas. En cambio, el universo de Price es el del policial crudo y duro. No el de la pornografía de balas, piñas y sangre, el de plots sorprendentes y grandes golpes de efecto, sino el de seres humanos comunes debatiéndose frente al aparato del Estado. A Price le interesan los policías puertas adentro, aburridos, lidiando con expedientes, con órdenes judiciales, con la desidia de sus jefes, hermanándose con la gente que investigan, soportando el peso de sus propias vidas ordinarias. No es casual que uno de los cambios más evidentes que hace con respecto a la novela de King sea que el hijo de Ralph Anderson, el detective encargado del caso, interpretado por el soberbio Ben Mendelsohn (el hermano díscolo de Bloodline), en lugar de estar en un campamento haya muerto de cáncer poco antes de que empiece la historia. Ese niño asesinado, en el mundo según Price, no es más que el reflejo deforme del hijo muerto del detective. Mientras a lo largo de la serie muchos de los personajes sufren pesadillas perturbadoras con un hombre encapuchado que dejan rastros al despertar, Anderson tiene un sueño plácido y luminoso con su hijo rogándole que por favor lo deje ir. The outsider (la serie) podría leerse simplemente como el diario de un duelo. El duelo de un padre por la muerte de su hijo. También como el arduo viaje de un escéptico hacia la aceptación de que puede existir algo más allá que escapa a su comprensión racional.
A priori, el combo King-Price resulta prometedor. Pero no es en los puntos de contacto de la dupla donde la serie adquiere mayor espesura sino más bien en sus interferencias. ¿Cómo conjugar la virtuosa pirotecnia fantástica de King con el moroso realismo humanista, casi sociológico, de Price? Este parece ser el verdadero tema de la serie, además del debate entre la razón y lo sobrenatural que se desprende de la trama. Que esa tensión genérica no se resuelva y esté puesta en escena, conviviendo en el interior del programa, es uno de los grandes hallazgos de The outsider. Al igual que su argumento, The outsider es también una serie-doppelganger. Doble de sí misma, esconde un outsider que la va parasitando conforme avanza.
El primer episodio es Price en estado puro: la mera presentación de los hechos y de los personajes. Maestro de la coralidad, Price se vale de microescenas que parecen no tener una función específica pero que en pocos segundos pueden pintar un ambiente o a un personaje de cuerpo entero. Es notable cómo los personajes están lejos de cualquier estereotipo de belleza o hasta incluso de fealdad. Todos tienen panza, ojeras, arrugas, granos, manchas; en fin, marcas de vida que se traducen a los cuerpos. Cuando Anderson visita al fiscal del caso y le expone las contradicciones en las pruebas contra Terry Maitland, éste asegura que no se puede estar en dos lugares a la vez. Luego, al darse cuenta que esas pruebas que absuelven al sospechoso pueden ser utilizadas por la defensa, éste hace una pausa teatral, abre la heladera y le dice a Anderson: “En los noventa había un jugador de fútbol colombiano que hizo un gol en contra en la Copa del Mundo y debido a eso su selección fue eliminada. Me recuerdas a él”. Ahí está, ahí lo tienen, al mejor dialoguista de Hollywood. Pero además este episodio en particular es un prodigio formal, absolutamente novedoso y poco complaciente: al comienzo la temporalidad está rota, la secuencia de eventos desordenada al extremo según los vapuleos dramáticos que precisa la trama. Ese principio constructivo, que quedaría impugnado en cualquier clase de guion, lamentablemente no vuelve a repetirse en el devenir de la serie que se estanca en una linealidad tranquilizante. La realidad es fragmentaria y caótica, parece decirnos Price, y solo es capaz de ordenarse a medida que se contrasta con un caos mayor, con eso incomprensible, con lo sobrenatural que va aflorando y ganando espacio.
El primer episodio es Price en estado puro: la mera presentación de los hechos y de los personajes. Maestro de la coralidad, Price se vale de microescenas que parecen no tener una función específica pero que en pocos segundos pueden pintar un ambiente o a un personaje de cuerpo entero. Es notable cómo los personajes están lejos de cualquier estereotipo de belleza o hasta incluso de fealdad. Todos tienen panza, ojeras, arrugas, granos, manchas; en fin, marcas de vida que se traducen a los cuerpos. Cuando Anderson visita al fiscal del caso y le expone las contradicciones en las pruebas contra Terry Maitland, éste asegura que no se puede estar en dos lugares a la vez. Luego, al darse cuenta que esas pruebas que absuelven al sospechoso pueden ser utilizadas por la defensa, éste hace una pausa teatral, abre la heladera y le dice a Anderson: “En los noventa había un jugador de fútbol colombiano que hizo un gol en contra en la Copa del Mundo y debido a eso su selección fue eliminada. Me recuerdas a él”. Ahí está, ahí lo tienen, al mejor dialoguista de Hollywood. Pero además este episodio en particular es un prodigio formal, absolutamente novedoso y poco complaciente: al comienzo la temporalidad está rota, la secuencia de eventos desordenada al extremo según los vapuleos dramáticos que precisa la trama. Ese principio constructivo, que quedaría impugnado en cualquier clase de guion, lamentablemente no vuelve a repetirse en el devenir de la serie que se estanca en una linealidad tranquilizante. La realidad es fragmentaria y caótica, parece decirnos Price, y solo es capaz de ordenarse a medida que se contrasta con un caos mayor, con eso incomprensible, con lo sobrenatural que va aflorando y ganando espacio.
Lo que sigue es el show de King: hombres encapuchados que ocultan rostros deformes y que irrumpen en sueños vívidos, tan reales como los de Freddy Kruger; un policía fuerte de cuerpo y débil de espíritu tomado por una entidad maligna que lo tortura y lo utiliza a su capricho como una marioneta; ferias, caretas, graneros, cavernas, lugares que fueron escenarios de antiguas masacres; niños en peligro menos temerosos que los adultos y sobre todo la entrañable Holly Gibney, medium y detective privada con síndrome de Asperger que también aparece en otros libros de King. Price, al igual que el outsider de la historia, utiliza todo esto como excusa para contar lo que de verdad le interesa: los afectos, los vínculos humanos en medio de la telaraña burocrática de las instituciones.
Price sabe bien que una premisa tan genial como la de un acusado imposible, culpable e inocente a la vez, solo puede tener un final decepcionante. Por eso, promediando la mitad de la serie, nos revela quien es el asesino. Al igual que el Covid 19, el de The outsider también es un enemigo invisible que se transmite a través del tacto, en este caso por medio de leves rasguños. Ese enemigo es nada más y nada menos que “El Cuco”. Sí, esa entelequia a la que los adultos solían recurrir para infligirle miedo a los niños desobedientes. Tanto Price como King se valen de lo irrisorio de este desenlace y lo transfieren a la trama. ¿Quién es capaz de creer en el Cuco? Pero el Cuco al fin y al cabo no es más que el miedo que habita en nosotros y que se alimenta del dolor que encuentra a su alrededor. Por eso el último episodio, el otro que, junto con el primero, esconde una novedad en su estructura, resulta casi una declaración de principios. Se invierte lo que se espera que sea el final clásico de un thriller con tintes de terror: en vez de reservar el clímax para lo último, Price se lo saca de encima para, luego de despachar rápido la secuencia de acción, poder reconectar con el tono y el conflicto del primer episodio. Una vez aceptado lo imposible, el problema es cómo limpiar el nombre de Terry Maitland para el mundo, cómo demostrar su inocencia ante la justicia, el vecindario, la policía cuando el verdadero culpable de todo es el Cuco. La disyuntiva de los personajes es también una disyuntiva formal. La justicia, el vecindario, la policía también son los espectadores de la serie. Sobre el final, Holly Gibney le confiesa al detective Anderson: “Cuando estaba en la caverna, el Cuco me preguntó por qué me era tan fácil creer en su existencia (...) Si hubiese tenido tiempo y ganas de contestar habría dicho: ‘un outsider reconoce a otro outsider’”. En realidad eso se lo está diciendo Price a Stephen King.
Price sabe bien que una premisa tan genial como la de un acusado imposible, culpable e inocente a la vez, solo puede tener un final decepcionante. Por eso, promediando la mitad de la serie, nos revela quien es el asesino. Al igual que el Covid 19, el de The outsider también es un enemigo invisible que se transmite a través del tacto, en este caso por medio de leves rasguños. Ese enemigo es nada más y nada menos que “El Cuco”. Sí, esa entelequia a la que los adultos solían recurrir para infligirle miedo a los niños desobedientes. Tanto Price como King se valen de lo irrisorio de este desenlace y lo transfieren a la trama. ¿Quién es capaz de creer en el Cuco? Pero el Cuco al fin y al cabo no es más que el miedo que habita en nosotros y que se alimenta del dolor que encuentra a su alrededor. Por eso el último episodio, el otro que, junto con el primero, esconde una novedad en su estructura, resulta casi una declaración de principios. Se invierte lo que se espera que sea el final clásico de un thriller con tintes de terror: en vez de reservar el clímax para lo último, Price se lo saca de encima para, luego de despachar rápido la secuencia de acción, poder reconectar con el tono y el conflicto del primer episodio. Una vez aceptado lo imposible, el problema es cómo limpiar el nombre de Terry Maitland para el mundo, cómo demostrar su inocencia ante la justicia, el vecindario, la policía cuando el verdadero culpable de todo es el Cuco. La disyuntiva de los personajes es también una disyuntiva formal. La justicia, el vecindario, la policía también son los espectadores de la serie. Sobre el final, Holly Gibney le confiesa al detective Anderson: “Cuando estaba en la caverna, el Cuco me preguntó por qué me era tan fácil creer en su existencia (...) Si hubiese tenido tiempo y ganas de contestar habría dicho: ‘un outsider reconoce a otro outsider’”. En realidad eso se lo está diciendo Price a Stephen King.