Año 4 / Número 17 / Julio 2016
La lección del maestro
Stoner, la novela de John Williams publicada en 1965 y recientemente traducida al castellano, narra la historia de un profesor universitario con un estilo preciso y una estructura clásica que recuerda a las novelas del siglo XIX. Esta obra que ahora sale a la luz reúne todos los elementos para transformarse en la "novedad" del año.
Si el género novelesco conserva su vigencia y está en permanente evolución, quizá se deba a que su forma admite la posibilidad de la experimentación dentro de sus reglas nunca definidas claramente. Y así como la lengua evoluciona por el uso individual y arbitrario de sus hablantes, la novela suele renovarse por la libre ejecución de los autores que se animan a dar un paso más allá de los standars conocidos. El cuento, en cambio, es un género mucho más estricto. Su estructura supone la existencia de ciertos elementos ineludibles que, si un narrador intentara prescindir de ellos, estaría prescindiendo también de haber escrito un cuento.
La novela es un género dinámico. Y un lector atento puede reconocer sin mucho esfuerzo que los recursos de la novela clásica del siglo XIX –Balzac, Dostoievski, Stendhal o Goethe–, no son los mismos de los que se nutren los novelistas del siglo XX. Podríamos decir que esa diferencia consiste, entre otras cosas, en que las novelas decimonónicas retratan a su protagonista en un arco temporal que abarca toda su vida, a través de los diferentes ciclos históricos y sociales que moldean su destino. La novela contemporánea es su contracara. Opera por sustracción. Registra un momento en la vida del protagonista dentro de un esquema temporal limitado: un par de años; meses o apenas un día de su vida bastarían para que el autor nos resuma su experiencia y el lector elabore una idea más o menos cerrada del héroe actual.
Y así como en el siglo XVIII Laurence Sterne se adelantaba a su tiempo y a la forma novelesca con Tristram Shandy, ciertos autores del siglo XX respetaron los recursos narrativos del siglo anterior y no por eso dejaron de ser menos eficaces en las obras que produjeron. El caso de Stoner, la novela de John Williams publicada en 1965 y recientemente traducida al castellano por Carlos Gardini para editorial Fiordo, bien podría ubicarse dentro de aquellas obras que logran revitalizar el género no ya por la innovación formal que proponen sino por el respeto de una estructura del pasado en el presente. De ahí que Stoner tenga la saludable particularidad de ser una novela del siglo XIX escrita en el siglo XX.
La novela es un género dinámico. Y un lector atento puede reconocer sin mucho esfuerzo que los recursos de la novela clásica del siglo XIX –Balzac, Dostoievski, Stendhal o Goethe–, no son los mismos de los que se nutren los novelistas del siglo XX. Podríamos decir que esa diferencia consiste, entre otras cosas, en que las novelas decimonónicas retratan a su protagonista en un arco temporal que abarca toda su vida, a través de los diferentes ciclos históricos y sociales que moldean su destino. La novela contemporánea es su contracara. Opera por sustracción. Registra un momento en la vida del protagonista dentro de un esquema temporal limitado: un par de años; meses o apenas un día de su vida bastarían para que el autor nos resuma su experiencia y el lector elabore una idea más o menos cerrada del héroe actual.
Y así como en el siglo XVIII Laurence Sterne se adelantaba a su tiempo y a la forma novelesca con Tristram Shandy, ciertos autores del siglo XX respetaron los recursos narrativos del siglo anterior y no por eso dejaron de ser menos eficaces en las obras que produjeron. El caso de Stoner, la novela de John Williams publicada en 1965 y recientemente traducida al castellano por Carlos Gardini para editorial Fiordo, bien podría ubicarse dentro de aquellas obras que logran revitalizar el género no ya por la innovación formal que proponen sino por el respeto de una estructura del pasado en el presente. De ahí que Stoner tenga la saludable particularidad de ser una novela del siglo XIX escrita en el siglo XX.
¿Qué es entonces lo que John Williams narra en esta novela? Ni más ni menos que la historia completa de un hijo de granjeros que se convierte en profesor universitario: William Stoner, quien abandona su pueblo natal para estudiar Agronomía en la universidad que pagan sus padres con los recursos escasos que deja una parcela de tierra. Pero el joven protagonista cambia de carrera por el magnetismo que le produce su profesor de Literatura Inglesa, Archer Sloane (que le transmite “la epifanía de conocer por medio de las palabras algo que no se podía expresar con palabras”). Logra destacarse entre sus compañeros, y asciende en la carrera académica, se convierte en profesor, compra una casa y forma una familia mientras su país entra en la primera guerra y sus compañeros se alistan en el ejército. El contexto histórico y social es inestable, los cambios se suceden abruptamente: las regiones sureñas son las que más acusan los efectos de la recesión económica, y la Primera Guerra mundial arrasa con una generación de jóvenes pobres. Stoner, nos dice el narrador: Antes había pensado en la muerte como un hecho literario... No había pensado en ella como la explosión de violencia en un campo de batalla, como el chorro de sangre de una garganta desgarrada.
El mundo está por estallar o ya ha estallado. Pero el objetivo y la personalidad de Stoner se mantienen inmutables, fiel a sí mismo. Y una vez inmerso en su historia, es imposible no dejarse llevar por el relato, página tras página, como si se tratara de una bella melodía de fondo. ¿Qué cosas convierten a Stoner en una novela sin fisuras? La destreza en el manejo de los diferentes climas narrativos, la construcción elaborada de la psicología de los personajes, el lenguaje preciso con el que sintetiza grandes ciclos temporales en la vida del protagonista y la tensión dramática que nunca se detiene. Con el dominio de uno solo de estos procedimientos se han escrito millones de novelas. Lo raro es encontrar un narrador que los domine todos.
Cada capítulo de la novela, 17 en total, condensa grandes lapsos temporales del aprendizaje y la evolución del protagonista, donde siempre sucede algo determinante para su vida. Su historia personal es la contracara del caos social. Por eso cuando el mundo se ordena, su núcleo familiar le presenta los mayores desafíos. Como Ulises, William Stoner encarna la épica individual, la moral burguesa del que se sustrae de las causas colectivas pero no puede evitar que los problemas laborales y matrimoniales pongan a prueba su integridad y su destino. Su mayor obstáculo parece ser eso que él mismo construyó o aquello que los otros hicieron de él (sus suegros; el profesor Archer Sloane; o su competidor académico, Lomax, la versión deforme y estereotipada del mal), sin que él lo sospeche. Tal vez por eso el lector sienta una suerte de empatía hacia el protagonista. Su frustración nos afecta del mismo modo que entusiasma su progreso cuando entendemos que este profesor universitario de pocas palabras descubre que la docencia es uno de los pocos recursos que desarrolla para experimentar algo más o menos parecido a la pasión o el enamoramiento. Toda experiencia de aprendizaje verdadero supone una educación sentimental, parece decir el autor.
–Usted va a ser profesor- le dijo Sloane cuando Stoner era su alumno.
–¿Cómo lo sabe?
–Porque siente amor.
Y hacia el final de la novela, le dice su alumna Katherine: Deseo y aprendizaje. En verdad, eso es todo lo que hay, ¿no crees?
Si aceptáramos entonces que toda situación de aprendizaje supone una modesta educación sentimental cuando el deseo de conocer se confunde con el deseo de conocer al otro –y Stoner da cuento de eso–, el efecto de la lectura que implica la relación de un lector con un determinado texto bien podría estimular esa comparación en la que cierto goce primordial, físico, se pone en juego cuando no sólo se aprende sino también se disfruta. En la lectura de esos textos, el placer también se mide por el efecto que produce el descubrimiento o la confirmación de un gusto estético. Es imposible no sentir apenas algo de todo eso en la experiencia de lectura que deja Stoner. Se podrán impugnar las interpretaciones de esta novela, se podrán impugnar los efectos de lectura, pero difícilmente se pueda decir que John Williams escribió una historia menor. Hay que admitir que tampoco es la única gran novela con esta temática. El austríaco Stefan Zweig escribió en 1927 un relato magistral donde cuenta la historia de un profesor universitario –narrada en clave de triángulo amoroso entre un alumno, su docente y la mujer de éste– que se titula casualmente Confusión de sentimientos. Zweig no necesitó más que cien páginas para narrar una historia perfecta, que abarca un breve lapso temporal en la vida del protagonista, acotada ese particular vínculo pedagógico.
El mundo está por estallar o ya ha estallado. Pero el objetivo y la personalidad de Stoner se mantienen inmutables, fiel a sí mismo. Y una vez inmerso en su historia, es imposible no dejarse llevar por el relato, página tras página, como si se tratara de una bella melodía de fondo. ¿Qué cosas convierten a Stoner en una novela sin fisuras? La destreza en el manejo de los diferentes climas narrativos, la construcción elaborada de la psicología de los personajes, el lenguaje preciso con el que sintetiza grandes ciclos temporales en la vida del protagonista y la tensión dramática que nunca se detiene. Con el dominio de uno solo de estos procedimientos se han escrito millones de novelas. Lo raro es encontrar un narrador que los domine todos.
Cada capítulo de la novela, 17 en total, condensa grandes lapsos temporales del aprendizaje y la evolución del protagonista, donde siempre sucede algo determinante para su vida. Su historia personal es la contracara del caos social. Por eso cuando el mundo se ordena, su núcleo familiar le presenta los mayores desafíos. Como Ulises, William Stoner encarna la épica individual, la moral burguesa del que se sustrae de las causas colectivas pero no puede evitar que los problemas laborales y matrimoniales pongan a prueba su integridad y su destino. Su mayor obstáculo parece ser eso que él mismo construyó o aquello que los otros hicieron de él (sus suegros; el profesor Archer Sloane; o su competidor académico, Lomax, la versión deforme y estereotipada del mal), sin que él lo sospeche. Tal vez por eso el lector sienta una suerte de empatía hacia el protagonista. Su frustración nos afecta del mismo modo que entusiasma su progreso cuando entendemos que este profesor universitario de pocas palabras descubre que la docencia es uno de los pocos recursos que desarrolla para experimentar algo más o menos parecido a la pasión o el enamoramiento. Toda experiencia de aprendizaje verdadero supone una educación sentimental, parece decir el autor.
–Usted va a ser profesor- le dijo Sloane cuando Stoner era su alumno.
–¿Cómo lo sabe?
–Porque siente amor.
Y hacia el final de la novela, le dice su alumna Katherine: Deseo y aprendizaje. En verdad, eso es todo lo que hay, ¿no crees?
Si aceptáramos entonces que toda situación de aprendizaje supone una modesta educación sentimental cuando el deseo de conocer se confunde con el deseo de conocer al otro –y Stoner da cuento de eso–, el efecto de la lectura que implica la relación de un lector con un determinado texto bien podría estimular esa comparación en la que cierto goce primordial, físico, se pone en juego cuando no sólo se aprende sino también se disfruta. En la lectura de esos textos, el placer también se mide por el efecto que produce el descubrimiento o la confirmación de un gusto estético. Es imposible no sentir apenas algo de todo eso en la experiencia de lectura que deja Stoner. Se podrán impugnar las interpretaciones de esta novela, se podrán impugnar los efectos de lectura, pero difícilmente se pueda decir que John Williams escribió una historia menor. Hay que admitir que tampoco es la única gran novela con esta temática. El austríaco Stefan Zweig escribió en 1927 un relato magistral donde cuenta la historia de un profesor universitario –narrada en clave de triángulo amoroso entre un alumno, su docente y la mujer de éste– que se titula casualmente Confusión de sentimientos. Zweig no necesitó más que cien páginas para narrar una historia perfecta, que abarca un breve lapso temporal en la vida del protagonista, acotada ese particular vínculo pedagógico.
La novela de Zweig comienza con el homenaje que se le rinde a un profesor universitario consagrado a través de un libro que reúne toda su obra crítica, más la opinión de sus colegas y alumnos. El homenajeado, que es también el narrador de la historia, nos advierte desde el principio que entre todos esos testimonios falta uno esencial. Y lo dice así, de forma impecable y sencilla:
Este libro no dice una sola palabra del secreto de mi iniciación a la vida intelectual: por eso no pude menos que sonreír. Es cierto todo lo que contiene, sólo falta lo esencial. Me describe, pero no me expone. Habla simplemente de mí, pero no revela quién soy. Doscientos nombres abarca ese registro cuidadosamente confeccionado, pero falta uno del que emana todo impulso creador, el nombre del hombre que decidió mi destino y que ahora con redoblada fuerza me obliga a evocar mi juventud. Habla de todos, pero no de aquel que me dio el lenguaje y con cuyo aliento hablo: y de pronto me siento culpable de este silencio cobarde. Durante toda la vida he trazado retratos de hombres, he despertado figuras de siglos anteriores y las he presentado a la sensibilidad actual, y nunca he pensado precisamente en el que está más presente en mí. Por ello, como en tiempos homéricos, quiero darle de beber, a la amada sombra, mi propia sangre, para que me hable de nuevo y para que él, al que la edad se ha llevado hace tiempo, me acompañe, a mí que ya envejezco. Quiero añadir a las publicadas una página pasada en silencio, acompañar el libro erudito con una confesión de los sentimientos y contarme a mí mismo, por amor a él, la verdad de mi juventud.
Esa trama secreta que no registra el homenaje impreso es aquello que la novela de Zweig cuenta con enorme sutileza. A diferencia de la novela de John Williams, la de Stefan Zweig es una novela breve contemporánea. Podríamos decir que cuenta la misma historia de Stoner, pero depurada de los recursos de la novela clásica, por eso a su autor le alcanza con un centenar de páginas para contar una historia perfecta, sin retratar la totalidad de la vida de su protagonista. En Confusión de sentimientos, la clave es la construcción de la intriga en un triángulo afectivo que termina revelando su verdadera naturaleza solo hacia el final del relato. En Stoner, en cambio, la intriga ocupa un lugar menor en la trama, el drama avanza visiblemente, hasta que el lento discurrir de las pasiones del protagonista se va diluyendo, tal como se expresa en el final del soneto de Shakespeare que le recita de memoria el profesor Archer: Esto que ves, y tu amor se fortalece / Amando bien aquello que ya pierdes.