Año 7 / Número 29 / Diciembre 2020
Buenos Aires apocalíptica
Narrada por la voz de una adolescente un poco peculiar, Soy la peste, de Guillermo Saccomanno, es más que una novela de iniciación; en el recorrido a través de una ciudad devastada por un virus que acabó con casi toda su población, los ojos de este joven ponen al desnudo la fragilidad sobre la que está construido el bienestar capitalista.
Soy la peste
Guillermo Saccomanno
Planeta, 2020
Guillermo Saccomanno
Planeta, 2020
Este 2020 es un año movido para Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948). Tres libros casi superponiéndose muestran la vigencia del hacedor de Cámara Gesell (Planeta, 2012). Primero, El diario Trakl (Editorial Las Cuarenta), un avistaje de las búsquedas del poeta austríaco Georg Trakl, muerto de sobredosis de cocaína en 1914 en pleno comienzo de la Primera Guerra Mundial a la edad de 27 años. Después, Mis citas con Lao (EDUL), que hilvana la correspondencia electrónica con su pareja, la escritora y poeta Fernanda García Lao. Y como cereza del postre, esta Soy la peste (Planeta), tan actual y punzante como la realidad misma.
“El cielo estaba mugriento por el humo. Vi pasar un avión a chorro. Me quedé mirándolo perderse entre las nubes. Me hubiera gustado ser piloto, tirar bombas, destruir ciudades. Pero el mal me había ganado de mano. Las calles estaban desiertas. (…) Nadie sabía como iba a ser la vida después. Tampoco si habría un después”, leemos al comienzo de un texto jalonado por pequeños fragmentos afilados a lo largo de cuarenta y cinco capítulos cortitos y al pie.
Narrada por la voz de una adolescente un poco peculiar –el hijo de una madama y un cafisho–, Soy la peste es más que una novela de iniciación; en el recorrido a través de una ciudad devastada por un virus que acabó con casi toda su población, los ojos de este joven ponen al desnudo la fragilidad sobre la que está construido el bienestar capitalista.
Un minuto a minuto donde se entrelazan dos pandemias, parecería ser. La que asoló a Buenos Aires entre 1918 y 1920 y la que aún atravesamos. Esta particularidad, Saccomanno la conjuga con la procesión de un lenguaje urdido por muchos giros del lunfardo. Esa tensión, esa avalancha sorda de significantes en medio de un marco apocalítpico, le dan al ritmo de Soy la peste un tenor trepidante y de amenaza.
Entre la crudeza y la violencia que exuda tanto desamparo, con un callejeo que le permite conocer personajes variopintos –un enterrador negro, el polaco, una embarazada ninfómana, un cura pedófilo–, el narrador nos proporciona también observaciones sobre distintos oficios bastantes sensatas y hasta paradójicas: “no hay negocio que precise más de un orden y una disciplina que un quilombo”.
En tanto, en este escenario de cadáveres a granel con los que se va cruzando, la sombra de la lucha de clases se hace trizas: “los bienudos no habían imaginado que el mal que se apoderaba hasta de los hacinamientos del pobrerío en la periferia terminaría introduciéndose en un ambiente refinado”.
Esa mirada entre arltiana y dostoievskiana contrasta con una suerte de estigma que podría traducirse en el dicho “en casa de herrero, cuchillo de palo”. Este joven de 18 años es virgen. Sin embargo, la luz en el túnel la proporciona la aparición de una chica muy desenvuelta y poseedora de un auto de alta gama, que despertará en el adolescente un nuevo mundo de sensaciones.
Soy la peste se inscribe en una búsqueda que Saccomanno viene llevando a cabo desde hace un tiempo, en donde pone no sólo en conflicto los fundamentos de la narración realista, sino donde abreva asimismo en el rescate del trabajo de fotógrafos documentalistas como Adriana Lestido y Marcos Zimmermann. En su último libro de cuentos, El sufrimiento de los seres comunes (Planeta, 2019), en varios momentos nos encontramos con el trazo de la realidad casi sin mediaciones. La exposición de la lente a un fogonazo artero del dolor.
En ese punto, Soy la peste está escrita con la urgencia del presente, con la pulsión del confinamiento. Al cierre de la novela, la rúbrica de la temporalidad lo dice todo: “Olivos, abril/junio, 2020”. Saccomanno vuelve a meter los pies en el barro. Y sale ileso. Otra variante de cómo esculpir con paciencia en la piel del oficio.
“El cielo estaba mugriento por el humo. Vi pasar un avión a chorro. Me quedé mirándolo perderse entre las nubes. Me hubiera gustado ser piloto, tirar bombas, destruir ciudades. Pero el mal me había ganado de mano. Las calles estaban desiertas. (…) Nadie sabía como iba a ser la vida después. Tampoco si habría un después”, leemos al comienzo de un texto jalonado por pequeños fragmentos afilados a lo largo de cuarenta y cinco capítulos cortitos y al pie.
Narrada por la voz de una adolescente un poco peculiar –el hijo de una madama y un cafisho–, Soy la peste es más que una novela de iniciación; en el recorrido a través de una ciudad devastada por un virus que acabó con casi toda su población, los ojos de este joven ponen al desnudo la fragilidad sobre la que está construido el bienestar capitalista.
Un minuto a minuto donde se entrelazan dos pandemias, parecería ser. La que asoló a Buenos Aires entre 1918 y 1920 y la que aún atravesamos. Esta particularidad, Saccomanno la conjuga con la procesión de un lenguaje urdido por muchos giros del lunfardo. Esa tensión, esa avalancha sorda de significantes en medio de un marco apocalítpico, le dan al ritmo de Soy la peste un tenor trepidante y de amenaza.
Entre la crudeza y la violencia que exuda tanto desamparo, con un callejeo que le permite conocer personajes variopintos –un enterrador negro, el polaco, una embarazada ninfómana, un cura pedófilo–, el narrador nos proporciona también observaciones sobre distintos oficios bastantes sensatas y hasta paradójicas: “no hay negocio que precise más de un orden y una disciplina que un quilombo”.
En tanto, en este escenario de cadáveres a granel con los que se va cruzando, la sombra de la lucha de clases se hace trizas: “los bienudos no habían imaginado que el mal que se apoderaba hasta de los hacinamientos del pobrerío en la periferia terminaría introduciéndose en un ambiente refinado”.
Esa mirada entre arltiana y dostoievskiana contrasta con una suerte de estigma que podría traducirse en el dicho “en casa de herrero, cuchillo de palo”. Este joven de 18 años es virgen. Sin embargo, la luz en el túnel la proporciona la aparición de una chica muy desenvuelta y poseedora de un auto de alta gama, que despertará en el adolescente un nuevo mundo de sensaciones.
Soy la peste se inscribe en una búsqueda que Saccomanno viene llevando a cabo desde hace un tiempo, en donde pone no sólo en conflicto los fundamentos de la narración realista, sino donde abreva asimismo en el rescate del trabajo de fotógrafos documentalistas como Adriana Lestido y Marcos Zimmermann. En su último libro de cuentos, El sufrimiento de los seres comunes (Planeta, 2019), en varios momentos nos encontramos con el trazo de la realidad casi sin mediaciones. La exposición de la lente a un fogonazo artero del dolor.
En ese punto, Soy la peste está escrita con la urgencia del presente, con la pulsión del confinamiento. Al cierre de la novela, la rúbrica de la temporalidad lo dice todo: “Olivos, abril/junio, 2020”. Saccomanno vuelve a meter los pies en el barro. Y sale ileso. Otra variante de cómo esculpir con paciencia en la piel del oficio.