Revista Invisibles
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Año 8 / Número 20 / Diciembre 2020
libros

Un Dostoievski lisérgico


Solenoide (Impedimenta, 2017), del rumano Mircea Cărtărescu, invitado al Filba de este año, es una novela deforme, alucinada y mística que se presenta como una utopía negra con final luminoso.

por Juan Maisonnave
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Solenoide
Mircea Cărtărescu 
Impedimenta, 2017

​¿Y si todo hubiera fallado? ¿Si la apuesta personal a todo o nada por la literatura también hubiera fracasado, como lo hicieron la Unión Soviética, el comunismo agrícola del dictador rumano Nicolae Ceaușescu, los ideales revolucionarios de ese fantasma que recorrió y agitó Europa del Este hasta la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989?

En Solenoide, Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) responde a esa pregunta con una especie de ucronía personal que parte del punto de vista de un profesor de literatura rumana que, como él, decide dedicarse a escribir pero, a diferencia de él, fracasa escandalosamente en la primera lectura de poesía a la que asiste en el Cenáculo de la Luna, en 1977. ¿Qué hubiera pasado si fracasaba? Las 786 páginas de su novela intentan imaginar esa otra vida, sin reseñas en los suplementos ni agentes, la vida de una persona sencilla, mucho más interesante que la del escritor.

Libro ensimismado, omnívoro, a veces cruel, otras onírico, Solenide tiene dos personajes principales: la mente del narrador, al punto de que el texto se presenta como un informe sobre sus “anomalías”, y Bucarest, una ciudad fatigada como una máquina arcaica repleta de portales, recovecos y solenoides (bobinas de algunos aparatos eléctricos que crean campos magnéticos) ocultos bajo ciertas casas y edificios. A pesar de que se la describe como la capital más triste del mundo, Bucarest pareciera obtener toda su vitalidad y su interés del abandono y la melancolía. El narrador la necesita y ella lo necesita a él. La capital de Rumania tiene la ventaja de representar mejor que ninguna otra ciudad el espíritu torturado del personaje cartaresquiano, porque anticipa su futuro inevitable: la ruina, el final y la descomposición de todas las cosas. 

Como ocurre en la narrativa de uno de sus autores favoritos, el norteamericano Thomas Pynchon, Cărtărescu trae a su novela elementos muy disímiles que integra siguiendo la intuición de su voracidad escritora, que se alimenta tanto de digresiones como de experiencias. En sus páginas entra de todo: desde teorías físicas a la poesía de Dylan Thomas, de episodios de una escuela primaria con su deprimente y de a ratos hilarante Sala de profesores, a pesquisas detrás de incunables o tours por edificios tenebrosos. O las andanzas de una secta que milita contra la muerte y el dolor del mundo. También hay poemas, entradas de diario, un recorrido por la vida del inventor del cubo Rubik, un ensayo sobre el manuscrito Voynich, la biografía ficcionalizada de Nicolae Vaschide, psicólogo rumano que tenía la capacidad de absorber los sueños de las mujeres con las que se acostaba “como si hubiera aspirado por la nariz, a través de billetes enrollados, rayas de cocaína”.
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Pero lo que más extraordinario en la escritura de este rumano, candidato fijo al Nobel todos los años, es el modo en que lo fantástico (en su formato onírico, lisérgico o de iluminación cósmica, digamos), ingresa al relato. Cărtărescu se desliza con suavidad hacia el territorio de las alucinaciones. Ningún personaje toma drogas; ni siquiera fuman marihuana. Sucede que la torre de una casa-barco, los fondos de una librería de viejo, el bosque que rodea un internado para niños o el subsuelo de una fábrica abandonada son escenografías vivas, interiores como organismos en mutación, fértiles en visiones extrañas narradas con una riqueza de detalles escalofriante. El realismo alterado de estas escenas trabaja con la materia de la que están hechos los sueños, las pesadillas y los viajes de ácido. El narrador abre los ojos bien grandes y registra todo. Desde un tranvía repleto de mutilados a un pavo real que emite resplandores azules bajo una montaña de botellas y fracos rotos, a un elefante con peludas patas de araña, que no es otra cosa que la gigantografía viviente del parásito de la sarna.
“Es como un avión”, explica el autor sobre su modo de escribir, “cuanto más pueda carretear por la pista, más vertical se va a poner cuando despegue”. En general, los 51 capítulos que componen Solenoide inician con un pie en el realismo y, cuando el texto ingresa en zonas alucinadas e inestables, la prosa levanta. Y va a fondo. El profesor de literatura describe el trip como si fuera voluntario de un experimento con drogas psicodélicas ávido por conocer otras realidades. Visitantes nocturnos, terrarios y dioramas donde fetos humanos e insectos cobran dimensiones monumentales. El posfacio que trae la edición da una clave de lectura posible para esos fragmentos: “Son un tratado de parasitología fantasy”. 
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En Solenoide, Cărtărescu se desliza con suavidad hacia el territorio de las alucinaciones.
Si solo leyéramos este libro del escritor bucarestino, ya conoceríamos buena parte de sus obsesiones. La búsqueda mística, la realidad como construcción fantástica de la mente humana, la literatura como refugio y fuente de vitalidad, el cuerpo como un paquete de órganos, blando e indefenso; el fin del mundo y la melancolía tomados del Romanticismo alemán. Además, las sociedades secretas y las teorías de historia alternativa, que explican la aparición estelar de Borges, citado por ser el inventor de Tlön y escribir sobre el matemático de la cuarta dimensión Charles Hinton.

Sin embargo, la estética de Cărtărescu lo coloca cerca de un autor que Borges no elegía: Dostoievski, el gran buscador de absoluto. O de su representante local, Ernesto Sábato, cuya novela Sobre héroes y tumbas Cărtărescu leyó y reivindica con fervor, en especial su Informe sobre ciegos.

El rumano coincide con Dostoievski en el despliegue de vidas cargadas de sufrimiento y de catástrofe, de piojos y soledad, de preguntas por el sentido de la existencia. Pero mientras que el autor de Crímen y castigo escarba en las profundidades psicológicas de los personajes, Cărtărescu prefiere sacarlos a pasear por los paisajes de su imaginación visual. Una imaginación arquitectónica, espacial, con salas, recintos y naves; con desfiles surrealistas de monstruos y fantasmas, con metamorfosis kafkianas. “Me desperté de noche en el cuerpo de un sarcopto, con la sustancia mental arrastrada hasta sus apéndices y sus órganos, con mis deseos disueltos en sus deseos. Copulé con monstruosas hembras y eso me provocó el placer de un billón de inyecciones de heroína pura”.
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Novela deforme que apenas mantiene una progresión temporal, Solenoide es, en palabras del propio autor, una utopía negra con final luminoso. Los lectores que lleguen al último capítulo van notar cierta familiaridad en su conclusión con otra novela oscura, deforme y mental: El traductor, de Salvador Benesdra (¿estamos seguros de que el rumano no la leyó?). Para un cierre a toda orquesta, Cărtărescu se reserva otro vuelo de la imaginación, que ya lo dio casi todo en páginas y páginas del más lúcido de los delirios. En su despegue final, la prosa llega más alto que nunca y alcanza los cielos “salpicados de harina estelar” de Bucarest.    
   

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