Año 7 / Número 27 / Octubre 2019
Periodismo militante según Sarmiento
Tras haber participado en el ejército de Urquiza que derrotó a las fuerzas de Rosas en febrero de 1852, Sarmiento escribe desde el exilio su diario de campaña, en donde expone las operaciones de prensa que llevó adelante como cronista para doblegar al enemigo. En este ensayo, analizamos las estrategias discursivas de ese texto como un esbozo del periodismo militante.
A fines de 1852, meses después de culminar su participación como soldado y cronista en el Ejército de Urquiza que derrocó a Juan Manuel de Rosas en la Batalla de Caseros, Domingo F. Sarmiento parte al exilio. Desencantado con el futuro de los acontecimientos políticos que le anticipan que el caudillo entrerriano no será muy distinto al otro caudillo bonaerense contra el que luchó toda su vida, decide exponer la verdad, el detrás de escena de esa conquista bélica en su libro Campaña en el Ejército Grande. En sus páginas, Sarmiento reconoce las operaciones de prensa que llevó a cabo con la escritura del Boletín que le exigía Urquiza para infundir miedo al enemigo y convencer a los soldados aliados de la gesta heroica que estaban haciendo, desmontando las mentiras que escribió para derrocar al "tirano".
En la “Advertencia” a Campaña en el Ejército Grande[1], el escritor sanjuanino se basa en su propia experiencia como soldado y cronista dentro del ejército de Urquiza para preservar la autenticidad de su narración contra las objeciones que intenten desmentirla. Recurre al sentido de la experiencia para defender la legitimidad de la posición que adopta frente a los hechos narrados. La vivencia personal (“yo vi, yo oí, yo hice”) adquiere esta doble funcionalidad: es el soporte de un principio de verdad respecto al enunciado, y es la medida de la distancia política que adopta frente a los acontecimientos políticos. Puesto que es verdadero el carácter ‘incivilizado’ de lo que se describe porque se lo presenció, tanto más genuina es la actitud crítica que adopta antes de la resolución de los hechos. La defensa de este principio de verdad y legitimidad se expande en la estructura dialéctica del texto como en la experiencia escindida del autor: entre el Boletín y la Campaña irrumpe la figura del escritor y del soldado. La experiencia personal que sostiene la verdad de la Campaña conjura con su reescritura la ficción del Boletín, así como la experiencia del escritor disuelve la inexperiencia del soldado. Siempre aparece este sistema binario (que Alberdi atribuye a la práctica sarmientina de dividir opiniones) donde un elemento resuelve los problemas que presenta el otro: civilización y barbarie, campo y ciudad, leyes y costumbres, sistema e instinto, soldado y escritor.
En virtud de ese esquema, Campaña en el Ejército Grande establece ciertos puntos de apoyo en los que nunca descansa, sugiere salidas que finalmente desecha: Urquiza aparece en el Boletín como posibilidad política sólo por su condición de militar que puede derrocar a Rosas, pero en Campaña su capacidad de gobierno está contaminada por su condición de caudillo, que lo asemeja a Rosas, a quien menciona como “Don Juan Manuel” cuando refiere a su condición de lector del Boletín, y “Rosas” cuando refiere al despotismo del tirano. Aquí reside la objeción de Alberdi en sus Cartas Quillotanas acerca de las dos campañas de Sarmiento: “una ostensible contra Rosas, otra latente contra Urquiza: una contra el obstáculo presente, otra contra el obstáculo futuro. Su arma contra Rosas fue el Boletín; su espada contra Urquiza fue el Diario de Campaña.”
En la “Advertencia” a Campaña en el Ejército Grande[1], el escritor sanjuanino se basa en su propia experiencia como soldado y cronista dentro del ejército de Urquiza para preservar la autenticidad de su narración contra las objeciones que intenten desmentirla. Recurre al sentido de la experiencia para defender la legitimidad de la posición que adopta frente a los hechos narrados. La vivencia personal (“yo vi, yo oí, yo hice”) adquiere esta doble funcionalidad: es el soporte de un principio de verdad respecto al enunciado, y es la medida de la distancia política que adopta frente a los acontecimientos políticos. Puesto que es verdadero el carácter ‘incivilizado’ de lo que se describe porque se lo presenció, tanto más genuina es la actitud crítica que adopta antes de la resolución de los hechos. La defensa de este principio de verdad y legitimidad se expande en la estructura dialéctica del texto como en la experiencia escindida del autor: entre el Boletín y la Campaña irrumpe la figura del escritor y del soldado. La experiencia personal que sostiene la verdad de la Campaña conjura con su reescritura la ficción del Boletín, así como la experiencia del escritor disuelve la inexperiencia del soldado. Siempre aparece este sistema binario (que Alberdi atribuye a la práctica sarmientina de dividir opiniones) donde un elemento resuelve los problemas que presenta el otro: civilización y barbarie, campo y ciudad, leyes y costumbres, sistema e instinto, soldado y escritor.
En virtud de ese esquema, Campaña en el Ejército Grande establece ciertos puntos de apoyo en los que nunca descansa, sugiere salidas que finalmente desecha: Urquiza aparece en el Boletín como posibilidad política sólo por su condición de militar que puede derrocar a Rosas, pero en Campaña su capacidad de gobierno está contaminada por su condición de caudillo, que lo asemeja a Rosas, a quien menciona como “Don Juan Manuel” cuando refiere a su condición de lector del Boletín, y “Rosas” cuando refiere al despotismo del tirano. Aquí reside la objeción de Alberdi en sus Cartas Quillotanas acerca de las dos campañas de Sarmiento: “una ostensible contra Rosas, otra latente contra Urquiza: una contra el obstáculo presente, otra contra el obstáculo futuro. Su arma contra Rosas fue el Boletín; su espada contra Urquiza fue el Diario de Campaña.”
La articulación de esas dos posiciones ideológicas que conviven dentro del texto, habilitan en Sarmiento el principio de una indeterminación y de un abismo que siempre es llenado por la escritura, su refugio natural. La conquista de orden histórico —ya que Rosas formaba parte de un mito— y de orden político —ya que Rosas formaba parte de lo inverosímil— renueva su sentido y actualiza el aspecto literario de la conquista. Sarmiento confía en la victoria de su palabra para conjurar la derrota en el plano de las ideas después de Caseros.
Lo que en Urquiza es la virtud de la acción efectiva, en Sarmiento es el rigor de la palabra que incluye la carga de la escritura como acción en sí misma y como acción inmediata: él es el soldado que escribe y es el escritor que combate con los límites que Urquiza le impone: “Trabaje y escriba en el sentido que le indico, procure los votos de los pueblos y la acción déjela a mí en esta parte”. Mientras que Urquiza distingue entre escritura y acción, Sarmiento las combina: “Soldado, con la pluma o la espada, combato para poder escribir, que escribir es pensar; escribo como medio y arma de combate, que combatir es realizar el pensamiento”. Esto es: combato con la espada y escribo con la pluma, así como también combato con la pluma, puesto que pienso, y escribo con la espada, puesto que combato al enemigo. Los términos no se excluyen, sino que se complementan en la figura del ‘soldado-escritor’. En un nivel metafórico, al cual alude la cita (y la lectura) de Alberdi, se trata del carácter belicoso de la prensa militante; la escritura como combate, el periodismo como guerra: “el Boletín es un arma, la Campaña es una espada”.
El trabajo de Sarmiento afirma dicha hipótesis y asume el desafío de crear el mito del escritor en el marco de la guerra. Participa en la campaña del ejército contra Rosas para clausurar una campaña que había empezado en la prensa contra el mismo enemigo. Se trata de un continuum simbólico en donde la lucha por las ideas no se detiene ante la inminencia de su puesta en acto. En ese punto descansa la estructura de la obra y la figura del autor, que se resume en la visión —¡la primera visión!— de la pampa en Rosario:
Lo que en Urquiza es la virtud de la acción efectiva, en Sarmiento es el rigor de la palabra que incluye la carga de la escritura como acción en sí misma y como acción inmediata: él es el soldado que escribe y es el escritor que combate con los límites que Urquiza le impone: “Trabaje y escriba en el sentido que le indico, procure los votos de los pueblos y la acción déjela a mí en esta parte”. Mientras que Urquiza distingue entre escritura y acción, Sarmiento las combina: “Soldado, con la pluma o la espada, combato para poder escribir, que escribir es pensar; escribo como medio y arma de combate, que combatir es realizar el pensamiento”. Esto es: combato con la espada y escribo con la pluma, así como también combato con la pluma, puesto que pienso, y escribo con la espada, puesto que combato al enemigo. Los términos no se excluyen, sino que se complementan en la figura del ‘soldado-escritor’. En un nivel metafórico, al cual alude la cita (y la lectura) de Alberdi, se trata del carácter belicoso de la prensa militante; la escritura como combate, el periodismo como guerra: “el Boletín es un arma, la Campaña es una espada”.
El trabajo de Sarmiento afirma dicha hipótesis y asume el desafío de crear el mito del escritor en el marco de la guerra. Participa en la campaña del ejército contra Rosas para clausurar una campaña que había empezado en la prensa contra el mismo enemigo. Se trata de un continuum simbólico en donde la lucha por las ideas no se detiene ante la inminencia de su puesta en acto. En ese punto descansa la estructura de la obra y la figura del autor, que se resume en la visión —¡la primera visión!— de la pampa en Rosario:
“¡A caballo, en la orilla del Paraná, viendo desplegarse ante mis ojos en ondulaciones suaves pero infinitas hasta perderse en el horizonte, la Pampa...! Paréme un rato a contemplarla, me hubiera quitado el quepí para hacerle el saludo de respeto, si no fuera necesario primero conquistarla, someterla a la punta de la espada, esta Pampa rebelde, que hace cuarenta años lanza jinetes a desmoronar, bajo el pie de sus caballos, las instituciones civilizadas de las ciudades. Echéme a correr sobre ella como quien toma posesión y dominio, y llegué en breve al campamento del coronel Basavilbaso, a orientarme y pedir órdenes para el desembarco de mi parque de tipos, tinta y papel para hacer jugar la palabra.”
Frente a ese espacio vacío, Sarmiento presenta las dos alternativas que tiene para actuar sobre la inmensidad de tierra ‘virgen’: iniciar su conquista como soldado o su dominio como escritor. Sabe que la espada conquista y la palabra persuade, y decide hacer correr la tinta en oposición a hacer correr la sangre. Se trata de un instinto inmediato por domesticar la naturaleza (como transformar la estancia de Rosas en los bosques de Palermo cuando Sarmiento fue presidente), someterla a la intensidad de la palabra antes que al filo de la espada: disciplinar la naturaleza pero con medios pacíficos.
El modo en que opera esta disciplina de la palabra renueva su estrategia de opinión. Se trata de una escritura que se opone al carácter precario y contraoficial de la frase escrita, en el comienzo de Facundo, en los baños del Zonda; se opone a la escritura de su nombre sobre una roca al final del viaje en la isla de “Mas-a-fuera”; y se opone a la escritura de sus obras y su nombre en la playa de Martín García, antes de emprender la campaña para derrocar a Rosas en el ejército de Urquiza. En el contexto político de las dos primeras “escrituras”, Sarmiento está, prácticamente, en el exilio, y el hecho de que escriba, marque y deje su huella en una pared, en una roca o en la arena, designa el gesto irreprimible de la palabra ante su propio límite: la ilegibilidad o la muerte. En la escena de la Pampa, en cambio, la escritura aparece mediada por un aspecto técnico, la imprenta, y legalizada por la esfera ‘oficial’, Urquiza. La orden de desembarcar tipos, tinta y papel remite al párrafo inmediatamente anterior a la visión de la Pampa infinita: “Yo me embarqué en el Blanco con mi imprenta fulminante que balanceándose en el río había lanzado ya seis boletines”.
Sarmiento representa con el Boletín a la prensa de la hazaña bélica: él es el portavoz del ejército que se lee a sí mismo a través de su escritura y también a través de los poemas de Ascasubi. Podríamos decir que Sarmiento y Ascasubi comparten el recurso de transformar a los soldados en un público lector. En el momento en que el Boletín es objeto de una intensa demanda dentro del ejército y su autor es reconocido como ‘el mayor enemigo de Rosas’ -otro lector-, su reputación de escritor se consolida en virtud de representar a toda ‘la prensa’. Urquiza interpreta esta función como una disputa de su espacio de poder, que reclama una legitimidad autónoma basada en los alcances de su influencia en el campo de batalla (por eso Urquiza lo ningunea a Sarmiento cada vez que va a pedirle algo y lo recibe el diabólico perro del general que le muestra los colmillos). Sobre la base de esta tensión que recorre Campaña en el Ejército Grande, el momentáneo silencio de Sarmiento determina el silencio total de ‘la prensa’:
“Cansado de luchar con estos inconvenientes que me salían de donde menos los esperaba, resolví no hacer nada sin orden expresa, y durante cinco días la prensa reposó en un estudiado silencio.”
De este modo surge entre el caudillo y el escritor un sistema de tácticas y estrategias que define el lugar que se ocupa en relación con el poder. Según Michel de Certeau[2], la estrategia es una práctica que implica un lugar de poder, en función del cual es posible administrar e imponer relaciones de fuerza y sistemas de legitimación. El ‘fuerte’ recurre a la estrategia para imponer las reglas del juego en un espacio que le es propio. La táctica, en cambio, supone la picardía del débil que, ajeno a las manifestaciones de poder por carecer de un territorio propio, desbarata los mecanismos de control y vulnera la ley en el lugar del otro, mediante un recurso que combina la simulación, el cálculo y el aprovechamiento de las oportunidades que se le conceden. Esta operación de microresistencia en la que existen concesiones mutuas, permite al dominado crearse un espacio propio ante al gesto dominante que intenta suprimirlo. En la campaña, la estrategia del General y la táctica del letrado funcionan de acuerdo a las ‘leyes’ de cada esfera: Urquiza restringe el campo de acción de Sarmiento, al tiempo que éste cuestiona con la narración las decisiones del militar. Incluso, debajo de la táctica manifiesta del letrado aparece, inseparable, la astucia del político, cuya distancia y puesta en crisis de los acontecimientos están, no sólo en las conversaciones que tiene Sarmiento con el jefe del ejército de Brasil -a quien le confiesa que la fuerza que comandaba Urquiza y que “llevaba el nombre de ejército argentino, era sólo levantamiento en masa de paisanos de las campañas” -sino también en el carácter hiperbólico y grandilocuente de la escritura que pone en duda la sinceridad del Boletín. Es decir, la deconstrucción del poder de Urquiza se origina dentro de los mecanismos de control que él mismo propone y delega, sin inocencia, al menos fuerte, cuya acción de microresistencia se rastrea en los indicios que deja sobre la superficie de la narración, espacio ganado al territorio dominante.
Tal es el caso de un Boletín que cierto general le ‘encarga’ a Sarmiento, detalle que el autor nos recuerda, para que explique la historia de los colores de la bandera nacional, modificados por el régimen rosista, en cuyo final leemos: “Los pueblos se alzan regenerados a las mágicas palabras de libertad, leyes, constitución, seguridad y paz interior y exterior; protégelos la invencible espada del general Urquiza, y apóyanlos treinta mil valientes, la justicia y la venganza del Cielo”. El hecho de que desde la perspectiva de Urquiza la libertad, las leyes y la constitución no aparezcan con la convicción de las ideas, que no se matan, sino como palabras, puros significantes que se desvanecen en el aire y que evocan una esfera específicamente mágica, da cuenta de la distancia con su sentido práctico, con su aplicación inmediata en la realidad. La magia opera como una ilusión, como un engaño que persigue un efecto de verdad que, en la realidad, aparece como un imposible; ella es incompatible con la verdad. El final de la frase confirma esta hipótesis, donde la resolución de los hechos proviene del más allá, de lo intangible, la justicia y venganza del Cielo, esto implica delegar la solución de un conflicto nacional a la acción divina, a aquello que excede la voluntad de los hombres y que generalmente reposa sobre un principio de contingencia. En ese juego de planos superpuestos, el poder de la espada de Urquiza queda subestimado ante el apoyo de treinta mil soldados, y la acción de éstos, a su vez, reducida a nada ante una fuerza trascendental que, al tiempo que los abarca, resuelve el conflicto que parecía remediar, en un principio, la «varita» del general.
A este recorrido mágico y cuantitativo que va desde el general hasta el ejército y finaliza en el Cielo, con mayúscula, se le suma, en otro Boletín, el Destino: “El Ejército Grande marcha como el Destino a llenar su misión de dar libertad a los pueblos”. Sarmiento atribuye al carácter inexorable del destino que Rosas esté próximo a ser derrocado: llámese Urquiza o Ejército Grande, no se trata sino de nombres que llevan a cabo una acción que ya estaba escrita en el cielo que iba a suceder. Entre el Ejército Grande y la libertad de los pueblos está —marcando el paso, sitiando al tirano, abriendo los ríos— la misión del Destino por sobre todas las cosas. En estas marcas textuales del Boletín, que confirman la ‘simulada’ obsecuencia de Sarmiento, descansa a su vez la intención de persuadir al enemigo de la eficacia del ejército de Urquiza. El Boletín juega con esta doble noción de lector privilegiado y persigue distintos efectos sobre los distintos receptores: por un lado, convencer a Urquiza de que su acción es ‘gloriosa’ y, por lo tanto, digna de una narración solemne; por otro lado, convencer a Rosas de que el rasgo invulnerable de su enemigo hace irremediable su caída.
La cuestión de duplicar, por parte de la prensa de Rosas y por parte de la prensa de Urquiza, el número de soldados alistados a cada ejército sugiere esta confianza en ‘el otro’ como receptor pasivo de una afirmación que juega con el criterio de verdad. Así como un bando deduce la cantidad verdadera de soldados en el bando enemigo restando la mitad del número asegurado, el otro hace el movimiento contrario y suma al número estable de soldados esa misma cantidad, desnudando un manifiesto sistema en el que ninguno asegura confiar en el otro una vez que se ha descubierto la estrategia hiperbólica del juego[3]. Aquí reside la esencia de la retórica ambivalente del Boletín: en minar, sutilmente, el papel de Urquiza bajo la hegemonía del ejército, confiando en el efecto de intimidación de ese destinatario heterogéneo, típico del texto sarmientino, que renueva todo ejercicio hermenéutico. Por eso, mientras que en Campaña… el ejército de Urquiza es “un paisanaje arrebatado por los caudillos de sus ocupaciones”, ajeno a toda disciplina y ciencia militar, en el Boletín, en cambio, se habla de la “excelencia del plan de campaña adoptado y ejecutado con tanta rapidez y precisión, como asimismo del arrojo irresistible de nuestros bravos soldados y del abatimiento de los satélites [nuevamente la especulación astral] del tirano”.
La sutil diferencia entre un paisanaje armado y un ejército de bravos soldados es lo que decide la diferencia del registro adoptado para contar la batalla de Caseros: mientras que en el Boletín se presenta como una narración extensa con las características del género épico, en Campaña… aparece despojada de detalles y de importancia, como una batalla desigual emprendida por una “escuela militar impotente y nula de uno y otro bando”. Sarmiento, en un arrebato de sinceridad ‘doméstica’, dice: “No había enemigo que combatir, y todo se acabó... Ésta fue la batalla de Caseros para los de casa. Pero la batalla para el público puede leerse en el Boletín núm. 26, novela muy interesante que tuvimos el honor de compartir entre Mitre y yo, con algunos detalles que a su tiempo vendrán”.
Al determinismo de los actores que separan los dos registros narrativos, se le suma la determinación del público que demanda los diferentes modos en que quiere leer el mismo acontecimiento. Entre ese auditorio, naturalmente, también se está pensando a Rosas. Pero «el tirano que lee» es presentado como “Don Juan Manuel”; ya no se trata del caudillo, sino del hombre que conserva los escritos de Sarmiento atados con una cinta colorada sobre su escritorio, y que es una de las imágenes finales del libro en la que Sarmiento se sienta en el escritorio de Rosas, ya vencido, en su estancia de Palermo. Pero Rosas también es el lector del Diario personal de Sarmiento, sustraído en el transcurso de la guerra, donde el autor registraba paso a paso los desaciertos de la campaña y su propia distancia de la política adoptada por el caudillo entrerriano. La diferencia que existe entre el caudillo, lector del Boletín, y el hombre lector del Diario de Campaña, es la misma que existe entre el escritor de una ficción y el escritor de su verdad. En este punto, Rosas sabe más que Urquiza, porque leyó las dos versiones de la historia: es un lector infrecuente pero completo, conoce la farsa y su refutación. Lo que Rosas, acaso, no prevé es que ese sistema binario desencadena en el escritor Sarmiento su inmediata y renovada condición de desterrado. En función de esto es notable el gesto con que decide cerrar la campaña, y a nuestro entender donde termina su Campaña, cuando escribe desde el escritorio de Rosas, en Palermo, una carta a sus amigos exilados en Chile. Allí está cifrada la carrera del escritor que, convencionalmente, en relación con Rosas, comenzaría con la frase ‘pública’, escrita en francés con un carbón en las paredes del Zonda (On ne tue point les idées), saliendo para el exilio, y acaba con otro tipo de escritura, íntima, de carácter epistolar, con la pluma del propio Rosas, que anuncia el final de la campaña y precipita el exilio del autor. En ese momento en que Sarmiento toma el lugar de Rosas, en que la civilización asume el lugar de la barbarie, y los dos ya son parte de un mismo exilio, allí, desde ese lugar, donde un hombre es el otro y el mismo, acaba el periodismo militante contra Rosas.
La sutil diferencia entre un paisanaje armado y un ejército de bravos soldados es lo que decide la diferencia del registro adoptado para contar la batalla de Caseros: mientras que en el Boletín se presenta como una narración extensa con las características del género épico, en Campaña… aparece despojada de detalles y de importancia, como una batalla desigual emprendida por una “escuela militar impotente y nula de uno y otro bando”. Sarmiento, en un arrebato de sinceridad ‘doméstica’, dice: “No había enemigo que combatir, y todo se acabó... Ésta fue la batalla de Caseros para los de casa. Pero la batalla para el público puede leerse en el Boletín núm. 26, novela muy interesante que tuvimos el honor de compartir entre Mitre y yo, con algunos detalles que a su tiempo vendrán”.
Al determinismo de los actores que separan los dos registros narrativos, se le suma la determinación del público que demanda los diferentes modos en que quiere leer el mismo acontecimiento. Entre ese auditorio, naturalmente, también se está pensando a Rosas. Pero «el tirano que lee» es presentado como “Don Juan Manuel”; ya no se trata del caudillo, sino del hombre que conserva los escritos de Sarmiento atados con una cinta colorada sobre su escritorio, y que es una de las imágenes finales del libro en la que Sarmiento se sienta en el escritorio de Rosas, ya vencido, en su estancia de Palermo. Pero Rosas también es el lector del Diario personal de Sarmiento, sustraído en el transcurso de la guerra, donde el autor registraba paso a paso los desaciertos de la campaña y su propia distancia de la política adoptada por el caudillo entrerriano. La diferencia que existe entre el caudillo, lector del Boletín, y el hombre lector del Diario de Campaña, es la misma que existe entre el escritor de una ficción y el escritor de su verdad. En este punto, Rosas sabe más que Urquiza, porque leyó las dos versiones de la historia: es un lector infrecuente pero completo, conoce la farsa y su refutación. Lo que Rosas, acaso, no prevé es que ese sistema binario desencadena en el escritor Sarmiento su inmediata y renovada condición de desterrado. En función de esto es notable el gesto con que decide cerrar la campaña, y a nuestro entender donde termina su Campaña, cuando escribe desde el escritorio de Rosas, en Palermo, una carta a sus amigos exilados en Chile. Allí está cifrada la carrera del escritor que, convencionalmente, en relación con Rosas, comenzaría con la frase ‘pública’, escrita en francés con un carbón en las paredes del Zonda (On ne tue point les idées), saliendo para el exilio, y acaba con otro tipo de escritura, íntima, de carácter epistolar, con la pluma del propio Rosas, que anuncia el final de la campaña y precipita el exilio del autor. En ese momento en que Sarmiento toma el lugar de Rosas, en que la civilización asume el lugar de la barbarie, y los dos ya son parte de un mismo exilio, allí, desde ese lugar, donde un hombre es el otro y el mismo, acaba el periodismo militante contra Rosas.
Notas
1. Domingo F. Sarmiento. Campaña en el ejército grande. Prólogo de Halperin Donghi. Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1997.
2. Michel de Certeau. La invención de lo cotidiano. “Valerse de usos y costumbres”. México, Universidad Iberoamericana, 1995.
3. “Traté de procurarme datos precisos sobre las fuerzas de Rosas... Me mandaron el estado que se publicó en el Boletín núm. 10, sacado de las oficinas de Rosas. El estado era forjado ex profeso para hacernos creer realmente que tenía 46.000 hombres. Para mí tenía veinte y tres mil hombres, esto es la mitad de la cifra. ¿Cómo engañar al embustero? Presentándole nuestro estado de fuerzas, ligeramente abultadas, a fin de que hiciese el mismo cálculo, es decir, sacar la mitad de la cifra dada.”