Año 7 / Número 27 / Octubre 2019
Pie de imprenta
En cada uno de los relatos que integran Sanmierto, Emilio Jurado Naón imita la vehemencia retórica del escritor sanjuanino, parodia el odio hacia sus enemigos y se adueña de su estilo para contaminarlo de cierto espíritu neobarroso. Presentamos aquí el último cuento del libro, "Pie de imprenta", con el que el autor evoca los hechos que Sarmiento describe en Campaña en el Ejército Grande.
Exageradas trompa y orejas de mico. Además del obsceno pelaje de Pedro II, también Sarmiento es caricaturizado por Stein con risibles rasgos de simio. ¡El mosquito lo ha hecho otra vez! Inspira risa en el lector pero, ¿lo hará reflexionar? Sarmiento acercó en su día un mensaje al Emperador de Brasil, y éste lo desestimó de plano. Cuídese el lector de repetir en el futuro similares negligencias para con la genialidad. EL MOSQUITO. AÑO IX – N° 488. DOMINGO, 19 DE MAYO DE 1872.
Los momentos de ponerse el centro en marcha se acercan: un escozor eléctrico secretea entre las hombreras de los conscriptos. Las gotas espesas se lanzan contra la gramilla tierna de la pampa. Recorren el camino texturado de las prendas, los pliegues, curvas angulares de la tela. Luego de dubitar segundos en el doblez del sombrero o la bocamanga, se desploman hacia el barro.
Avanzamos. La tropa conserva el paso de mula; yuyos y raíces les incomodan los trancos. Con espesor, el suelo recibe las suelas y las retiene un instante de más. Pasos de gotas articulan la marcha. Del Ejército Grande aliado de Sud América.
Avanzamos. La extensa columna rumbea por colinas aterciopeladas de hojas gruesas. Soldados sinuosos con fundas rojas se suceden hasta borronearse en monocromo dentro de la bruma. El río, al costado: aplaude su exhausto oleaje sobre la orilla y la avanzada de carretas, herraduras, percudidas botas militares, uniformes mohosos, susurros quedos. Cada tanto, la rueda más cercana da un tumbo y los clavos truenan. La mandíbula se me desencaja.
Estoy seguro: la tropa avizora de soslayo, musitan voces bárbaras de motín particular contra mí, general de imprenta. Los creo reír bajo la solapa, entre trago de caña y gargajo eyectado, con hociquito de la boca repulsa, al Paraná, que recibe las flemas federales con inorgánico beneplácito. La baba mucosa se hunde, burbujea leonina; la corriente, inmejorada, continúa. Yo los oigo rascarse el vello hirsuto de la cara, del pecho, de los codos, la mugre, los beligerantes genitales apenas con raso resguardados. Los oigo sospechar sin reparo, bisbisear comentarios y anécdotas impiadosas acerca de mis maneras europeizadas, acerca del acento bélico impostado —¡si lo sabré yo!— que esparzo en la campaña.
Algo rasposo se me atraganta nuevamente a la altura del esfínter esofágico: un prisma irregular de acento acerado. Pulso por bajarlo: cede, se hunde. ¿Reflujo gástrico? ¿Arcadas? ¿Nerviosa condición de quien se acerca al destino tantas veces previamente figurado? Avanzamos.
Palermo es un tótem de neblina que engaña al ojo y bailotea en torno del pensamiento como bufón ebrio. Y demasiado astuto. Faltan días, en fin.
La columna culebrea por las cuchillas. Ladeo la cabeza, de tanto en tanto, para apreciar la extendida concatenación de borceguíes chapoteando en el fango repleto de tréboles y cuises, cuyas patitas chistosas desmiembra el tosco paso de la artillería liviana.
He ordenado una pausa para mi tropa mínima de cajistas, quienes dispusieron con prestancia un toldo amarillo bien tirante sobre el cual tamborilean las gotas. A centímetros de mi nariz. Círculos opacos en la superficie plástica encendida. Surgen y se desvanecen.
El ejército desenrolla su heterogéneo intestino delgado por la pampa. Los imprenteros almuerzan en cuclillas; tironean y arrancan con la mandíbula el tejido magro de los huesos que lograron primerear a las demás divisiones. Yo los contemplo por el rabillo del ojo y toso quedamente. Con cada espasmo del diafragma, la vista se me irrita y lagrimeo. La agitación se vuelve convulsa y el exiguo escuadrón de imprenteros detiene la masticación. Me miran, irritables y maniáticos, tantear una banqueta, algún utensilio en el escritorio —no sé qué busco—, los bolsillos. Se resiente la faringe y temblequea la zona superior del pecho. Soy un motor testarudo: ni empiezo a arrancar ni dejo de intentarlo. Súbitamente, con regusto a petróleo y el ardor propio del anzuelo que desgarra la carne, escupo algo sobre mi mano izquierda. Cubierta de bilis y coagulaciones, de afilados contornos poligonales, pulgada y media de ancho, y con la cara frontal soberbiamente elevada hacia mí, ostenta su símbolo ilegible una pieza tipográfica.
Avanzamos. La tropa conserva el paso de mula; yuyos y raíces les incomodan los trancos. Con espesor, el suelo recibe las suelas y las retiene un instante de más. Pasos de gotas articulan la marcha. Del Ejército Grande aliado de Sud América.
Avanzamos. La extensa columna rumbea por colinas aterciopeladas de hojas gruesas. Soldados sinuosos con fundas rojas se suceden hasta borronearse en monocromo dentro de la bruma. El río, al costado: aplaude su exhausto oleaje sobre la orilla y la avanzada de carretas, herraduras, percudidas botas militares, uniformes mohosos, susurros quedos. Cada tanto, la rueda más cercana da un tumbo y los clavos truenan. La mandíbula se me desencaja.
Estoy seguro: la tropa avizora de soslayo, musitan voces bárbaras de motín particular contra mí, general de imprenta. Los creo reír bajo la solapa, entre trago de caña y gargajo eyectado, con hociquito de la boca repulsa, al Paraná, que recibe las flemas federales con inorgánico beneplácito. La baba mucosa se hunde, burbujea leonina; la corriente, inmejorada, continúa. Yo los oigo rascarse el vello hirsuto de la cara, del pecho, de los codos, la mugre, los beligerantes genitales apenas con raso resguardados. Los oigo sospechar sin reparo, bisbisear comentarios y anécdotas impiadosas acerca de mis maneras europeizadas, acerca del acento bélico impostado —¡si lo sabré yo!— que esparzo en la campaña.
Algo rasposo se me atraganta nuevamente a la altura del esfínter esofágico: un prisma irregular de acento acerado. Pulso por bajarlo: cede, se hunde. ¿Reflujo gástrico? ¿Arcadas? ¿Nerviosa condición de quien se acerca al destino tantas veces previamente figurado? Avanzamos.
Palermo es un tótem de neblina que engaña al ojo y bailotea en torno del pensamiento como bufón ebrio. Y demasiado astuto. Faltan días, en fin.
La columna culebrea por las cuchillas. Ladeo la cabeza, de tanto en tanto, para apreciar la extendida concatenación de borceguíes chapoteando en el fango repleto de tréboles y cuises, cuyas patitas chistosas desmiembra el tosco paso de la artillería liviana.
He ordenado una pausa para mi tropa mínima de cajistas, quienes dispusieron con prestancia un toldo amarillo bien tirante sobre el cual tamborilean las gotas. A centímetros de mi nariz. Círculos opacos en la superficie plástica encendida. Surgen y se desvanecen.
El ejército desenrolla su heterogéneo intestino delgado por la pampa. Los imprenteros almuerzan en cuclillas; tironean y arrancan con la mandíbula el tejido magro de los huesos que lograron primerear a las demás divisiones. Yo los contemplo por el rabillo del ojo y toso quedamente. Con cada espasmo del diafragma, la vista se me irrita y lagrimeo. La agitación se vuelve convulsa y el exiguo escuadrón de imprenteros detiene la masticación. Me miran, irritables y maniáticos, tantear una banqueta, algún utensilio en el escritorio —no sé qué busco—, los bolsillos. Se resiente la faringe y temblequea la zona superior del pecho. Soy un motor testarudo: ni empiezo a arrancar ni dejo de intentarlo. Súbitamente, con regusto a petróleo y el ardor propio del anzuelo que desgarra la carne, escupo algo sobre mi mano izquierda. Cubierta de bilis y coagulaciones, de afilados contornos poligonales, pulgada y media de ancho, y con la cara frontal soberbiamente elevada hacia mí, ostenta su símbolo ilegible una pieza tipográfica.
Posfacio
“El psicoanálisis nunca es más verdadero que en sus exageraciones”, afirmó Theodor Adorno. Si trasladamos la sentencia al campo de la literatura, enseguida encontramos la sombra terrible de la hipérbole: Domingo Faustino Sarmiento. Antes que “padre del aula”, patrono de la desmesura narrativa.
La pampa fue durante mucho tiempo la pampa que Sarmiento (se) inventó. Vasta llanura en la que “Al sur y al norte (…) acechan los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones”. Moldeada por las descripciones leídas en los viajeros ingleses, la pampa de Sarmiento es, además de suelo nacional, territorio de la imaginación novelística. Y el gaucho su personaje principal: pícaro y delincuente, pero también rastreador o baqueano, oráculo griego, augur romano, chamán navajo. Por sobre todas las cosas, En la pluma sarmientina la inmensidad se predispone como tierra fértil para la ficción: “Ahora yo pregunto: ¿qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y ver... no ver nada? (…) ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte! He aquí ya la poesía”. El mejor, el más verdadero Sarmiento está en sus exageraciones. Y ese parece ser el que más le gusta a Emilio Jurado Naón (Buenos Aires, 1989). En su Sanmierto (Leteo editor, 2019) emula la vehemencia retórica del sanjuanino, le copia hasta la parodia el odio hacia sus enemigos y se adueña del estilo para desbordarlo, extremarlo y contaminarlo de espíritu neobarroso y de sexo lamborghiniano. Sanmierto contiene cinco relatos, un posfacio quillotano y un índice de imágenes. Es un volumen breve escrito con oraciones largas y encadenadas. Se lee con fruición; muchos pasajes provocan risas internas (“…ella sacudiéndose como la maquinaria de un ferrocarril: más bien el dispositivo de locomoción, vibrante y cíclico, en indefinido progreso hacia adelante”), y la puesta en escena del prócer es hilarante. Rodeado de alumnas lascivas en una caverna en el destierro, o vomitando una pieza tipográfica en plena campaña con el Ejército Grande, o discutiendo con el editor que lo quiere persuadir de no publicar un ensayo incendiario contra Chile... Pero el de Jurado Naón no tiene nada que ver con un libro de peripecias. Todo se juega —igual que con el Sarmiento histórico: la pluma como espada— en el terreno de la prosa que, desde el principio, demuestra un virtuosismo apabullante. Adjetivación inesperada, aliteraciones, frases rimadas y dichos camperos, retruécanos y otros juegos verbales; subordinadas interminables que se solazan en la acumulación de palabras y de sentidos; poemas de métrica clásica, escenas de absurdo y patetismo (Sarmiento pelea contra un adoquín); metáforas exquisitas (“Tortuga bajo hipnosis, la razón se me agitó en un intento por recobrar mi eje”). Sanmierto rinde un divertido homenaje al autor del Facundo tomándose muy en serio su figura de escritor imprescindible del siglo XIX. El libro de Jurado Naón evoca el gesto narrativo del sanjuanino con toda su flemática potencia: declamación persuasiva, el ataque verbal como la mejor defensa, latinismos y arcaísmos trufando el discurso. En poco más de 130 páginas, ensancha, electriza, experimenta con el español rioplatense, lengua enloquecida por el fantasma del loco Sarmiento.
La pampa fue durante mucho tiempo la pampa que Sarmiento (se) inventó. Vasta llanura en la que “Al sur y al norte (…) acechan los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones”. Moldeada por las descripciones leídas en los viajeros ingleses, la pampa de Sarmiento es, además de suelo nacional, territorio de la imaginación novelística. Y el gaucho su personaje principal: pícaro y delincuente, pero también rastreador o baqueano, oráculo griego, augur romano, chamán navajo. Por sobre todas las cosas, En la pluma sarmientina la inmensidad se predispone como tierra fértil para la ficción: “Ahora yo pregunto: ¿qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y ver... no ver nada? (…) ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte! He aquí ya la poesía”. El mejor, el más verdadero Sarmiento está en sus exageraciones. Y ese parece ser el que más le gusta a Emilio Jurado Naón (Buenos Aires, 1989). En su Sanmierto (Leteo editor, 2019) emula la vehemencia retórica del sanjuanino, le copia hasta la parodia el odio hacia sus enemigos y se adueña del estilo para desbordarlo, extremarlo y contaminarlo de espíritu neobarroso y de sexo lamborghiniano. Sanmierto contiene cinco relatos, un posfacio quillotano y un índice de imágenes. Es un volumen breve escrito con oraciones largas y encadenadas. Se lee con fruición; muchos pasajes provocan risas internas (“…ella sacudiéndose como la maquinaria de un ferrocarril: más bien el dispositivo de locomoción, vibrante y cíclico, en indefinido progreso hacia adelante”), y la puesta en escena del prócer es hilarante. Rodeado de alumnas lascivas en una caverna en el destierro, o vomitando una pieza tipográfica en plena campaña con el Ejército Grande, o discutiendo con el editor que lo quiere persuadir de no publicar un ensayo incendiario contra Chile... Pero el de Jurado Naón no tiene nada que ver con un libro de peripecias. Todo se juega —igual que con el Sarmiento histórico: la pluma como espada— en el terreno de la prosa que, desde el principio, demuestra un virtuosismo apabullante. Adjetivación inesperada, aliteraciones, frases rimadas y dichos camperos, retruécanos y otros juegos verbales; subordinadas interminables que se solazan en la acumulación de palabras y de sentidos; poemas de métrica clásica, escenas de absurdo y patetismo (Sarmiento pelea contra un adoquín); metáforas exquisitas (“Tortuga bajo hipnosis, la razón se me agitó en un intento por recobrar mi eje”). Sanmierto rinde un divertido homenaje al autor del Facundo tomándose muy en serio su figura de escritor imprescindible del siglo XIX. El libro de Jurado Naón evoca el gesto narrativo del sanjuanino con toda su flemática potencia: declamación persuasiva, el ataque verbal como la mejor defensa, latinismos y arcaísmos trufando el discurso. En poco más de 130 páginas, ensancha, electriza, experimenta con el español rioplatense, lengua enloquecida por el fantasma del loco Sarmiento.