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Año 5 / Número 22 / Diciembre 2017
Cine

Sacro cotidiano. Sobre el cine de Santiago Loza


El cordobés Santiago Loza ha creado una obra tan prolífica cuanto singular en el cine argentino contemporáneo. Marcado por una larga tradición humanista y religiosa, la clave de su arte, en la que resuenan ecos de Roberto Rossellini y Pier Paolo Pasolini, es una particular forma de percibir lo cotidiano y de dotar al mundo de una delicada imaginación sacra, orientada por el afán de amor entre los hombres.

Por Mariano Dagatti
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Los labios (2010)
  
Marginal es quien escribe al margen,
dejando blanca la página
  para que pase el paisaje
y deje todo claro a su pasaje.
 

Paulo Leminski
Extraño (2003), Cuatro mujeres descalzas (2005), Ártico (2008), Rosa Patria (2009), La invención de la carne (2009), Los labios (2010, codirigida con Iván Fund), La Paz (2013), Si je suis perdu, c’est pas grave (2014), El asombro (codirigida con Lorena Moriconi e Iván Fund), Malambo. El hombre bueno (en post-producción): diez films en quince años. Nadie ha filmado tanto en el cine argentino contemporáneo como el dramaturgo Santiago Loza. Su figura permanece, sin embargo, locuaz en los márgenes.

La clave del cine de Loza es el valor de las relaciones humanas, su sacro cotidiano. La soledad, la indefensión, la fragilidad, la desorientación impulsan a menudo las trayectorias de sus personajes, que parecen agobiados por una carga inefable, cuya expresión se vislumbra en los rostros que alumbran los primeros planos. Pero no se trata de subrayar la sordidez del mundo, más bien al contrario, de exorcizarla plano tras plano mediante un registro sensible del mundo y de los seres que lo habitan.

Su cine habla de una necesidad: la de encontrar un horizonte vital, y para Loza, devoto humanista, esa inminencia es inevitablemente comunal, de una emoción sagrada, casi mística, como si la religión volviera a su etimología despojada, la de religar. “Compañero –dice una de las cuatro mujeres descalzas, frágiles, quebradizas, del film homónimo– es con quien se comparte el pan”. Orfandad, desabrigo a la vez que promulgación ascética, los pies desnudos encuentran el conjuro del desamparo en la compañía. Nada ordinario escapa en la semiótica de Loza al esmalte de lo sagrado.

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La invención de la carne (2009)
Los pulsos de la religión reverberan en su obra con una sensibilidad inusual, como si cada pasión de sus personajes exudara un halo de misterio divino. El modo de filmación de Iván Fund, regido por primeros planos de una gracia casi táctil, ha exacerbado en la forma la intuición dramática del cineasta cordobés. Loza dota a la puesta en escena de un suplemento sagrado, que la aleja de las diferentes formas profanas con que el realismo ha trabajado su efecto de referencia (naturalismo, costumbrismo, neorrealismo, realismo sucio, etc.). (Tampoco se trata, como podría destilarse de un cineasta latinoamericano, de un realismo mágico.) El cine de Loza deja entrever, fuera de toda doctrina o misión, la religión como un suspiro apenas perceptible de la materia, casi una forma emulsiva de la delicadeza. 
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No se trata sólo de una respiración escenográfica. El trabajo de montaje, realizado por Lorena Moriconi, pieza clave de toda la obra de Loza (como también de la de Fund), ofrenda al plano una intensidad inusual. ¿Cuánto puede durar un plano, cuánto resiste, cuánto respira y cuál es la energía que le insufla vida? La sacralidad de la materia depende en el cine de Loza del aliento del plano. Éste tiene una pulsión que como cualquiera nace, crece y decae.

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La Paz (2013)
Por otro lado, el cine de Loza hace resonar los ecos de la religión como forma material de comunión entre los hombres. Para el cineasta la salvación y la redención están en gestos muy concretos, de cotidiano ejercicio. Las lecturas de Simone Weil le dejaron una convicción: “el bien es un hecho”, y este hecho puede ser incluso un gesto mínimo, una caricia, una sonrisa, una concesión, que el cine puede volver extraordinario: el arte como ruptura del reparto normal, profano, de lo sensible, como caja de resonancia del amor entre los hombres. Una palabra resume este universo: creencia, el “puente infinito de ese abismo infinito”, como la definía Derrida. Los personajes de Loza tratan, con todas sus limitaciones, con mayor o menor grado de felicidad, de responder por qué se levantan cada mañana, por qué hacen lo que hacen y si hay algo en lo que valga la pena creer. La creencia deviene, así, invariablemente un exceso, cuya fuerza puede, para Loza, devolverles a los hombres un estado de infancia, en el que el misterio organiza una relación aún inasimilable con las razones del mundo. 

No parece aventurado adjudicar la impronta sacra de la obra de Loza, su profanación bienaventurada de lo cotidiano, a una radical originalidad para pensar su época. Su mirada humanista, atravesada profundamente por la necesidad del prójimo, ofrece un modo de imaginar nuestro mundo (Loza es un artista cosmopolita) en el que la disgregación social es a la vez una fuerza avasallante como el resultado precario de contingencias históricas que su cine pretende delicada, aunque decididamente, contrarrestar.

En el prólogo de su libro Slow Writing, Thom Andersen escribió:

No necesitamos más obras maestras. Necesitamos obras que resulten útiles y modestas. Obras que reconozcan lo que sabemos pero que no creemos. Necesitamos imágenes verdaderas y válidas en las que se puedan reconocer el mundo y su hermosura, imágenes que enseñen algo de nosotros y el mundo. [1]
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​No se me ocurre mejor definición de la obra cinematográfica de Loza: oficiar la irrupción del misterio en lo cotidiano, hacer de cada gesto una declaración de humanidad, convertir el asombro en un antídoto contra nuestra mirada gastada. Epifanías de lo cotidiano: no importa qué acontecimiento, por habitual y fútil que pueda parecer, merece la duda de la trascendencia, que no es para Loza más que una forma radical de ser humanos.
 

Notas

[1] La traducción de la cita pertenece al crítico Roger Koza, quien la incluye en esta nota de Revista Ñ, "Vicios del cinéfilo a orillas del mar", 15/11/2017.


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