Año 7 / Número 25 / Marzo 2019
Postales desde India. Entre el zen y el punk
India es el país de los contrastes, donde la belleza y el caos se combinan de manera salvaje para la mentalidad de cualquier occidental. Tras su larga estadía en el país, nuestra cronista nos comparte sus impresiones de viaje.
Puse un pie en Delhi y cerré los ojos esperando estar en Copenhague al abrirlos. No funcionó.
Barajé encerrarme en la habitación del hotel hasta que llegara María, una amiga de una amiga, con quien iba a viajar a Rishikesh, “la capital del yoga”, donde tenía pensado hacer un profesorado. Me habían hablado tan bien de esta ciudad que aguanté la tortura de Delhi como se tolera a una banda soporte. Odié Rishikesh. La belleza natural del lugar está eclipsada por el ruido de las infinitas obras en construcción, la mugre, el rugir de motores, los altoparlantes con música y mensajes políticos, la gente hablando a los gritos y las bocinas constantes. Es agotador ese frenesí de calles sin vereda invadidas por monos mecheros que te saltan encima y tenés que ir esquivando al mismo tiempo que esquivás caca: de vaca y humana. Lo que había estado esperando, lo que había venido a ver no era más que marginalidad, un conurbano profundo, ¿la bonaerense de Trapero? Un drugstore open 24hs de yoga para extranjeros con rastas, una ciudad devorada por el consumo occidental y la codicia, que se hace la Hare Krishna, Hare Krishna mientras te caga nivel vaca sagrada. Rishikesh está llena de turistas diciendo namasteiiiii-namasteiiii llevando las manos al pecho en posición de rezo, repleta de chantas, falsos gurúes, comerciantes y negociantes. Las “avenidas” me recuerdan a esas rutas de pueblos remotos y me hacen pensar en villas miseria mientras camino llenándome de tierra, aturdida, viendo mierda a cada paso, accediendo desganada a sacarme fotos con los indios que se bajan de un auto y me rodean, me acorralan, me apuntan con el celular y hacen cola para sacarse una foto conmigo (!) porque, claro, el extraterrestre soy yo. Y ahí estoy, como ALF, sacándome selfies con los Tanner de ellos, preguntándome: ¿Y qué hacen ahora con esta foto? ¿A quién se la muestran? ¿Qué les dicen? ¿Dónde la postean? ¿Qué ponen?
Me quedé dos semanas en Rishikesh, esperando que algo cambiara. Pero yo sabía bien que no me iba a llegar un rayo mágico ni ese flare del universo que te cambia la vida, ni siquiera un workshop vía web binar de “India, la gran maestra”.
Barajé encerrarme en la habitación del hotel hasta que llegara María, una amiga de una amiga, con quien iba a viajar a Rishikesh, “la capital del yoga”, donde tenía pensado hacer un profesorado. Me habían hablado tan bien de esta ciudad que aguanté la tortura de Delhi como se tolera a una banda soporte. Odié Rishikesh. La belleza natural del lugar está eclipsada por el ruido de las infinitas obras en construcción, la mugre, el rugir de motores, los altoparlantes con música y mensajes políticos, la gente hablando a los gritos y las bocinas constantes. Es agotador ese frenesí de calles sin vereda invadidas por monos mecheros que te saltan encima y tenés que ir esquivando al mismo tiempo que esquivás caca: de vaca y humana. Lo que había estado esperando, lo que había venido a ver no era más que marginalidad, un conurbano profundo, ¿la bonaerense de Trapero? Un drugstore open 24hs de yoga para extranjeros con rastas, una ciudad devorada por el consumo occidental y la codicia, que se hace la Hare Krishna, Hare Krishna mientras te caga nivel vaca sagrada. Rishikesh está llena de turistas diciendo namasteiiiii-namasteiiii llevando las manos al pecho en posición de rezo, repleta de chantas, falsos gurúes, comerciantes y negociantes. Las “avenidas” me recuerdan a esas rutas de pueblos remotos y me hacen pensar en villas miseria mientras camino llenándome de tierra, aturdida, viendo mierda a cada paso, accediendo desganada a sacarme fotos con los indios que se bajan de un auto y me rodean, me acorralan, me apuntan con el celular y hacen cola para sacarse una foto conmigo (!) porque, claro, el extraterrestre soy yo. Y ahí estoy, como ALF, sacándome selfies con los Tanner de ellos, preguntándome: ¿Y qué hacen ahora con esta foto? ¿A quién se la muestran? ¿Qué les dicen? ¿Dónde la postean? ¿Qué ponen?
Me quedé dos semanas en Rishikesh, esperando que algo cambiara. Pero yo sabía bien que no me iba a llegar un rayo mágico ni ese flare del universo que te cambia la vida, ni siquiera un workshop vía web binar de “India, la gran maestra”.
Empecé a sentirme estancada: un poco el miedo a lo nuevo, a salir de la comodidad de estar en un lugar conocido, a la cotidianidad del restaurante ayurvédico, de las clases de yoga y del chai. A todo eso que de alguna manera me hacía sentir segura, lo que es mucho decir en un país donde salís a la calle y no sabés si vas a volver con los dos pies o uno se lo va llevar un auto, una moto, un tuk-tuk o una vaca desatada. Yo sabía que tenía que irme de ahí, juntar coraje y dejar atrás la vagancia y la comodidad.
Me fui sola a Jaisalmer.
Pasé una noche durmiendo en medio del desierto del Thar, sobre la arena, bajo las estrellas, respirando profundo porque mi cuerpo justo eligió esa noche para intoxicarse. Anduve en camello y sufrí cada paso. Dormí en los busses más mugrientos del planeta, hice pis en baños hediondos de ruta, me enfermé, me agarré pulgas, tuve sarpullidos de calor y de bedbugs, saqué mal un pasaje de avión y lo perdí, saqué otro y perdí plata, zafé de que un motochorro se llevara el Iphone pero no de que me manoseara un poco en el intento, y casi casi rompo en llanto una tarde en que no podía encontrar la puerta de entrada de un fuerte. Emociones.
India es un lugar extraño. Mugriento, frenético, ruidoso, caótico e imposible de entender para cómo está configurado el cerebro de un occidental, y en especial el mío.
Me siento un extraterrestre con más miedo que curiosidad. En India nada funciona de acuerdo a lo que conocemos, y lo que para los indios es natural, resulta difícil de procesar para nosotros, siempre sacados, prepotentes, cabezaduras.
Los indios te miran raro aunque las razones varíen de acuerdo a la ciudad, el sexo, la edad, todo eso junto, o algo que todavía no sé bien qué es.
Te miran fijo y el contraste entre el blanco del ojo y la oscuridad de su piel te descoloca, te apabulla. El diferente sos vos. Sos ese micro de turistas chinos que viste toda tu infancia parando en los lugares de interés de tu ciudad.
¿Dónde está la belleza? ¿En el caos, el ruido, la pobreza, la ignorancia, el machismo, la mala educación, el olor a meo, el polvo, la basura, los gritos y los perros abandonados?
La gente escupe en la calle, se rasca el culo con fuerza, eructa, empuja, habla a los gritos. Te miran, te invaden, te tocan con una mano lánguida o la extienden y frotan el dedo pulgar con el índice y el del medio. Te exigen cosas que no sabés qué son, y que tampoco podés darles. Poner un pie en la calle, además del riesgo real de perderlo aplastado por un tuk-tuk, viene acompañado de la banda de sonido del infierno:
Halouuu, madame, where you from? Nice tattoo. Come to my store. Buy. How much you wanna pay? Tuk-Tuk? Where you staying? Are you lost? Hello. Madam! You married? Aloooooo.
No entiendo que esto a la gente le parezca ‘simpático”, parte del folklore. Es estresante, agotador. Personalmente me resulta insoportable que me miren fijo, que se paren tan cerca. Me enfurece tanto su actitud como mi propia intolerancia.
Me fui sola a Jaisalmer.
Pasé una noche durmiendo en medio del desierto del Thar, sobre la arena, bajo las estrellas, respirando profundo porque mi cuerpo justo eligió esa noche para intoxicarse. Anduve en camello y sufrí cada paso. Dormí en los busses más mugrientos del planeta, hice pis en baños hediondos de ruta, me enfermé, me agarré pulgas, tuve sarpullidos de calor y de bedbugs, saqué mal un pasaje de avión y lo perdí, saqué otro y perdí plata, zafé de que un motochorro se llevara el Iphone pero no de que me manoseara un poco en el intento, y casi casi rompo en llanto una tarde en que no podía encontrar la puerta de entrada de un fuerte. Emociones.
India es un lugar extraño. Mugriento, frenético, ruidoso, caótico e imposible de entender para cómo está configurado el cerebro de un occidental, y en especial el mío.
Me siento un extraterrestre con más miedo que curiosidad. En India nada funciona de acuerdo a lo que conocemos, y lo que para los indios es natural, resulta difícil de procesar para nosotros, siempre sacados, prepotentes, cabezaduras.
Los indios te miran raro aunque las razones varíen de acuerdo a la ciudad, el sexo, la edad, todo eso junto, o algo que todavía no sé bien qué es.
Te miran fijo y el contraste entre el blanco del ojo y la oscuridad de su piel te descoloca, te apabulla. El diferente sos vos. Sos ese micro de turistas chinos que viste toda tu infancia parando en los lugares de interés de tu ciudad.
¿Dónde está la belleza? ¿En el caos, el ruido, la pobreza, la ignorancia, el machismo, la mala educación, el olor a meo, el polvo, la basura, los gritos y los perros abandonados?
La gente escupe en la calle, se rasca el culo con fuerza, eructa, empuja, habla a los gritos. Te miran, te invaden, te tocan con una mano lánguida o la extienden y frotan el dedo pulgar con el índice y el del medio. Te exigen cosas que no sabés qué son, y que tampoco podés darles. Poner un pie en la calle, además del riesgo real de perderlo aplastado por un tuk-tuk, viene acompañado de la banda de sonido del infierno:
Halouuu, madame, where you from? Nice tattoo. Come to my store. Buy. How much you wanna pay? Tuk-Tuk? Where you staying? Are you lost? Hello. Madam! You married? Aloooooo.
No entiendo que esto a la gente le parezca ‘simpático”, parte del folklore. Es estresante, agotador. Personalmente me resulta insoportable que me miren fijo, que se paren tan cerca. Me enfurece tanto su actitud como mi propia intolerancia.
Una tarde en Pushkar en un lugar de unos viejitos amorosísimos, que no solo no me miraban como a un yiro sino que se mostraban muy flexibles a todos mis pedidos y caprichos culinarios, había pedido un té -masala chai- y mientras lo esperaba se acercó otro mozo, un chico de unos 15 años de bigotes largos y finitos de esos que parecen pegados a la piel con boligoma y caen tristes buscando los labios. Estuvo parado al lado mío, muy cerca. Levanté la mirada y le sonreí con esa sonrisa que uno usa para cortar todo tipo de comunicación futura y poder mirar para otro lado sin culpa. El pibe no se movía, no paraba de mirarme y de acercarse de a milímetros. Me preguntó muchas cosas personales, todas sin importancia, con los ojos grandes y una sonrisa imbécil e imborrable. Me molestó y a la vez no pude reaccionar, porque ¿contra qué iba a reaccionar? Ignoré la intención del pibe, si es que tenía alguna. Lo dudo. El té tardó una eternidad en llegar y el mozo seguía ahí, inofensivamente inquietante. “¡Salí de acá, mové nene, tomátelas! ¿qué hacés ahí parado?”. No le dije nada. Saqué el celular y me puse a scrollear Instagram para alejarlo. Sin ningún pudor y con esa sonrisa inentendible, sin decir una palabra, el chico acercó su cara a la pantalla y se invitó un poco más a mi propio espacio personal. Si era una sitcom, no escuché las risas grabadas. Debió ser por las bocinas.
Después vinieron los palacios, los templos, los fuertes, y disfrutar del silencio del desierto. Amritsar con su golden temple, Jaipur la ciudad rosa, Udaipur la blanca, Jaisalmer la dorada, Pushkar la de los lagos. Me perdí la azul Jodhpur porque no tenía ganas de ver más mugre y perros hambrientos y heridos en las calles. Mysore, la capital del ashtanga, a la que me resistía, porque ¿quién quiere ver yoguis por la calle poniéndose la pierna de bufanda y el ego de sombrero? En estos lugares, a pesar de todo, me enamoré de cada detalle, de cada mosaico, de cada espejito, de la historia, de la mitología. Entré a cada templo hindú fascinada por la trinidad: Brahma, Vishnu y Shiva, por cada uno de los avatares de Durga y, en particular, por el favorito de todos: Hanuman. Fui al cine a ver Bollywood. Y no, no sucedió nada de lo que me habían dicho que pasaba en los cines de India: que la gente le grita a la pantalla, que se enojan y le tiran pochoclo, que cantan, que bailan. Nada de eso sucedió. Pero lo vi. En India entendí que Wes Anderson, además de la simetría, ama este país tal vez hasta por los mismos detalles que hicieron que mi viaje levantara exponencialmente. Vi sus decorados en palacios y museos, en trenes, en oficinas y en terminales de ómnibus. Aprendí un montón de cosas que no me enseñaron en el colegio y que fui demasiado vaga para interesarme. Disfruté de la comida como nunca en mi anoréxica vida, comiendo algo muy parecido a un guiso en días de 40 grados y diciéndole sí a cada chapati. Me perdí en el mercado de frutos de Mysore, un paraíso de bananas amarillas, verdes y rojas. Sí, bananas rojas. Caminé, me llené de tierra, regateé y negocié con mercaderes duros. Más de una vez perdí la paciencia. Y no gané nada.
En Gokulam, Mysore, me quedé casi dos meses hasta que venció mi visa. Llegué a ponerme no una, sino las dos piernas de bufanda, practicando yoga tres veces por día con un maestro de esos de verdad, que apenas hablan, pero que cuando lo hacen te tiran una del señor Miyagi.
Tomé clases de dibujo todos los días con un chico que a la mañana cosechaba arroz bajo el rayo del sol, pero a las 2pm estaba en Gokulam con una sonrisa tan inexplicable como la del mozo de Pushkar, y un olor a chivo seco que nunca -más- pude juzgar.
India es un lugar horrible, y así y todo volvería. India no es “la gran maestra” como anda diciendo la gente por ahí. La gran maestra en todo caso siempre sos vos y lo que decidís hacer con todo eso que te pasa. Como cada vez que me iba a quejar por algo, la respuesta que recibía invariablemente era “ten minute’ ok”. Por supuesto nunca eran ten minutes, y mucho menos ok. La primera semana armé un escándalo, la segunda me empecé a reír, ahora adopté la actitud “ten minute’ ok” ante la vida, y la paso bastante mejor.
Este outside the box constante que me presentó India, sus contrastes saturados y falta de lógica lo sufrí y lo disfruté a la vez como todo en ese país, donde todo es y no es, simultáneamente. Donde una pregunta por sí o por no tiene como respuestas sí y no.
-¿Pero cómo?
-Claro: sí. Y no.
(Inserte emoji)
Y el cerebro explota como una piñata llena de confetti como cuando te reís y llorás al mismo tiempo.
Tal vez esa sea la magia de la que hablaban. No lo sé. Llegué a un punto en el que simplemente dejé de buscarla.
Este outside the box constante que me presentó India, sus contrastes saturados y falta de lógica lo sufrí y lo disfruté a la vez como todo en ese país, donde todo es y no es, simultáneamente. Donde una pregunta por sí o por no tiene como respuestas sí y no.
-¿Pero cómo?
-Claro: sí. Y no.
(Inserte emoji)
Y el cerebro explota como una piñata llena de confetti como cuando te reís y llorás al mismo tiempo.
Tal vez esa sea la magia de la que hablaban. No lo sé. Llegué a un punto en el que simplemente dejé de buscarla.