Año 5 / Número 21 / Agosto 2017
Postales de Nueva York
Un día de playa en Coney Island; una fiesta electrónica en el MOMA con personajes de todo tipo; una muestra de arte contemporáneo al aire libre o un parque repleto de jubilados que parecen integrantes de una secta son los momentos de un viaje que, a los ojos de un turista, carecerían de un interés particular pero la mirada de nuestra cronista extrae los detalles que le dan sentido a la experiencia.
ALL GENDER
Estamos subiendo por una escalera que no sabemos adónde nos lleva. Vinimos a la Fiesta Warm Up 2017 del Moma PS1 (una especie de sucursal suburbana pero igual de hipster que la sede de Manhattan). Por todos lados hay mucha gente y muchos guardias que amablemente te impiden la entrada a uno u otro lugar. Veo a una viejita que cuida una puerta, se mueve sutilmente al ritmo de una electrónica oscura que viene de afuera. Le pregunto dónde están los baños y me indica: arriba a la izquierda. It´s an all gender.
Cuando subo veo una fila no tan larga, mixta. En la puerta del baño un cartel dice lo mismo que dijo la señora: All gender bathroom.
La espera se desarrolla en forma normal, como son ese tipo de esperas: charlas climáticas de ascensor de dónde vienen en qué idioma están hablando, chicas bailando pero sólo por las ganas de hacer pis, chicos transpirados. El de seguridad es extremadamente amable, habla con unas francesas que están por entrar, se sacan una selfie. Es viejo pero no podría decir si tiene sesenta o noventa y siete. Es un abuelo disfrazado de seguridad de una fiesta electrónica. Adelante nuestro una especie de guitarrista de heavy metal, un Adrián Barilari pero rubio y con una camisa de mujer, una faja colorada a la altura de la cintura, cartera y tacos altos.
Estamos subiendo por una escalera que no sabemos adónde nos lleva. Vinimos a la Fiesta Warm Up 2017 del Moma PS1 (una especie de sucursal suburbana pero igual de hipster que la sede de Manhattan). Por todos lados hay mucha gente y muchos guardias que amablemente te impiden la entrada a uno u otro lugar. Veo a una viejita que cuida una puerta, se mueve sutilmente al ritmo de una electrónica oscura que viene de afuera. Le pregunto dónde están los baños y me indica: arriba a la izquierda. It´s an all gender.
Cuando subo veo una fila no tan larga, mixta. En la puerta del baño un cartel dice lo mismo que dijo la señora: All gender bathroom.
La espera se desarrolla en forma normal, como son ese tipo de esperas: charlas climáticas de ascensor de dónde vienen en qué idioma están hablando, chicas bailando pero sólo por las ganas de hacer pis, chicos transpirados. El de seguridad es extremadamente amable, habla con unas francesas que están por entrar, se sacan una selfie. Es viejo pero no podría decir si tiene sesenta o noventa y siete. Es un abuelo disfrazado de seguridad de una fiesta electrónica. Adelante nuestro una especie de guitarrista de heavy metal, un Adrián Barilari pero rubio y con una camisa de mujer, una faja colorada a la altura de la cintura, cartera y tacos altos.
El de la puerta se asoma por la fila y dice dos hombres, por favor… dos hombres. Una vez dentro entenderé que hay mingitorios e inodoros así que por más all gender que sea esa cola, los hombres siempre mean más rápido y por eso su espera siempre termina siendo más breve. El seguridad repite dos hombres, por favor… dos hombres. Nuestro Adrián Barilari, que ya nos dijo algunas frases inconexas que no recuerdo pero en el momento fueron graciosas y simpáticas, mira hacia atrás de la fila y dice, al unísono con el de seguridad dos hombres, por favor… dos hombres. Pasan los dos hombres y la espera vuelve a la normalidad. Adrián Barilari me mira y dice si realmente fuera all gender no tendrían que avisarlo con un cartel pegado en la puerta. Me río, no lo había pensado pero tiene razón.
Entra Adrián, entra mi amiga, quedo yo frente a frente con el de seguridad.
-Yo cuando veo estas cosas no lo puedo creer.
-...
-¿Usted vio? Pedí dos hombres y no pasó porque no sabe ni qué es.
-...
-Ojalá la sangre de Cristo se derrame sobre su cuerpo y sane.
Entra Adrián, entra mi amiga, quedo yo frente a frente con el de seguridad.
-Yo cuando veo estas cosas no lo puedo creer.
-...
-¿Usted vio? Pedí dos hombres y no pasó porque no sabe ni qué es.
-...
-Ojalá la sangre de Cristo se derrame sobre su cuerpo y sane.
JUBILADOS EN UN CAMPO DE GOLF
Estamos en un trencito que ahora avanza despacio por los senderos de Storm King Art Center. Es un servicio gratuito que brinda el museo para los vagos o los cansados o los que, como nosotras hoy, ya no podemos mover las piernas bajo este sol tremendo.
Llegamos al parque-museo después de dos horas de viaje, que incluyeron una pelea en la terminal de micros, un aire acondicionado que me entumeció los dedos de las manos y un estancamiento de cuarenta y cinco minutos en la hora pico de la city neoyorquina.
Estamos en un trencito que ahora avanza despacio por los senderos de Storm King Art Center. Es un servicio gratuito que brinda el museo para los vagos o los cansados o los que, como nosotras hoy, ya no podemos mover las piernas bajo este sol tremendo.
Llegamos al parque-museo después de dos horas de viaje, que incluyeron una pelea en la terminal de micros, un aire acondicionado que me entumeció los dedos de las manos y un estancamiento de cuarenta y cinco minutos en la hora pico de la city neoyorquina.
Caminamos todo lo que pudimos por todos los caminos que, según el mapa, eran arbolados. Perseguimos la sombra al mismo tiempo que mirábamos el mapa para descubrir cómo se llamaban las esculturas inmensas que se erigían frente a nosotras, en un campo de más de doscientas hectáreas que desde la década del ´60 se viene conformando como uno de los museos al aire libre más importantes.
Pienso que es difícil el arte contemporáneo, pienso que debería saber más, pienso en esa sospecha que tengo desde que entré: hay algo más y yo no puedo verlo. Y sin embargo sí hay algo que siento: una pequeñez que me asusta. Soy insignificante. Me conmueve mi propia simpleza que más que simpleza tal vez es ignorancia: me emociono con una pared de piedra que se arranca en lo alto de una colina, baja por delante mio y se sumerge en el lago que tengo a mi izquierda para salir del otro lado del agua y seguir dividiendo algo indivisible. Me hipnotizan unos caños de acero inoxidable que se mueven y nunca se chocan y simulan el movimiento del agua debajo del agua. Me divierto trepando al techo de una casa, caminando pegada a una pared de concreto, contando desde lo más alto del parque cuántas estructuras de hierro rojo puedo llegar a ver con mi corta vista.
Pienso que es difícil el arte contemporáneo, pienso que debería saber más, pienso en esa sospecha que tengo desde que entré: hay algo más y yo no puedo verlo. Y sin embargo sí hay algo que siento: una pequeñez que me asusta. Soy insignificante. Me conmueve mi propia simpleza que más que simpleza tal vez es ignorancia: me emociono con una pared de piedra que se arranca en lo alto de una colina, baja por delante mio y se sumerge en el lago que tengo a mi izquierda para salir del otro lado del agua y seguir dividiendo algo indivisible. Me hipnotizan unos caños de acero inoxidable que se mueven y nunca se chocan y simulan el movimiento del agua debajo del agua. Me divierto trepando al techo de una casa, caminando pegada a una pared de concreto, contando desde lo más alto del parque cuántas estructuras de hierro rojo puedo llegar a ver con mi corta vista.
Ahora estoy en este trencito, con las piernas estiradas, me caen gotas desde las axilas, desde la nuca, tengo las piernas pegoteadas y mi asiento está que arde. El trencito se mueve demasiado despacio y se detiene obra por obra y yo veo la mano del gordito conductor que sube el volumen y se oye una voz dulce y acompasada que cuenta algo: quién la hizo o cómo o cuándo o por qué o inspirándose en qué. Presto mediana atención. Entre las obras y por todo el parque han soltado decenas de jubilados sonrientes. Todos llevan una camiseta que reza “CREW” (equipo). Caminan tranquilos mirando hacia los costados y hacia el cielo. O manejan unos carritos parecidos a los carritos de golf. Y hacer contacto visual con ellos implica un intercambio de sonrisas estáticas que se asemeja al comienzo de una película de terror: dos chicas solas llegan misteriosamente a un pueblo donde sólo hay viejos sonrientes, complacientes y extremadamente serviciales. No demoran mucho en entender que más que turistas serán las presas de los viejitos, que las matarán, escurrirán y tomarán su sangre joven.
TRAVESTIS EN CONEY ISLAND
Las veo a lo lejos. Desfachatadas y despreocupadas, moviéndose al ritmo de una música que el viento de la costa no me permite distinguir. Son cuatro travestis, todas en unos trajes de baño improvisados. Se mueven un rato, perrean en sus lugares, tiradas en sus lonas, un rato al sol, un rato a la sombra. Me quedo dormida al sol del mediodía en una playa parecida a la de Mar del Plata pensando que nadie las mira salvo yo.
Las veo a lo lejos. Desfachatadas y despreocupadas, moviéndose al ritmo de una música que el viento de la costa no me permite distinguir. Son cuatro travestis, todas en unos trajes de baño improvisados. Se mueven un rato, perrean en sus lugares, tiradas en sus lonas, un rato al sol, un rato a la sombra. Me quedo dormida al sol del mediodía en una playa parecida a la de Mar del Plata pensando que nadie las mira salvo yo.
ESTATUAS DE CERA
Tienen dos millones de años y tengo la seguridad de que si viajara en el tiempo, cincuenta años hacia atrás o cincuenta hacia el futuro, encontraría la misma imagen: acodados en sus ventanillas, ofreciendo tickets, perdidos entre cientos de peluches macabros, apuntando con un arma de juguete, revoleando unos aros y embocando, jurando a viva voz que ganar el premio mayor es ¡fácil! ¡rápido! ¡efectivo!. Son todos viejos y todos parecen tristes y vencidos. Regentean los juegos que están por fuera del Luna Park, el parque de diversiones más importante (y coqueto y bien puesto y organizado) que hay en Coney Island. Los puestos de estos viejos no. Todo parece un poco más descolorido, más gastado, más acostumbrado. Como si la promesa de felicidad eterna que ofrecen los parques de diversiones aquí se hubiera convertido en una mueca dolorosa, en alguien que subió a una montaña rusa por obligación.
Tienen dos millones de años y tengo la seguridad de que si viajara en el tiempo, cincuenta años hacia atrás o cincuenta hacia el futuro, encontraría la misma imagen: acodados en sus ventanillas, ofreciendo tickets, perdidos entre cientos de peluches macabros, apuntando con un arma de juguete, revoleando unos aros y embocando, jurando a viva voz que ganar el premio mayor es ¡fácil! ¡rápido! ¡efectivo!. Son todos viejos y todos parecen tristes y vencidos. Regentean los juegos que están por fuera del Luna Park, el parque de diversiones más importante (y coqueto y bien puesto y organizado) que hay en Coney Island. Los puestos de estos viejos no. Todo parece un poco más descolorido, más gastado, más acostumbrado. Como si la promesa de felicidad eterna que ofrecen los parques de diversiones aquí se hubiera convertido en una mueca dolorosa, en alguien que subió a una montaña rusa por obligación.
UN SILLÓN EN EL UBER
Voy sentada en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla un paisaje poco atractivo. Estamos primero en una avenida desencantada, luego en una autopista, la noche está calurosa y húmeda, es de madrugada y estamos volviendo en Uber a casa porque nos dio fiaca buscar qué subte teníamos que tomar. El conductor del Uber no nos habla, ningún conductor de Uber me habló salvo el último, el que me llevó al aeropuerto, y que no sabía dónde quedaba Argentina pero igual me deseó un buen regreso a casa. Pero eso fue varios días después.
Hasta hace un rato estábamos caminando de una punta a la otra de Williambsurg, por Bedford Avenue, comentando que el paisaje era bastante parecido a Villa Gesell en la segunda de enero: un bar al lado de otro más negocios más grupos de turistas comprando y consumiendo (una constante que se repite en casi todos los rincones de la ciudad). La única particularidad es que hoy es domingo y se estrena Game of Thrones. En cada bar había decenas de personas en silencio, mirando un televisor colgado en lo alto, ojos expectantes, puños cerrados, dientes apretados. Espié un poco y la chica que estaba del lado de adentro me miró y se corrió para que pudiera ver bien la tele. Le agradecí, aunque yo no miro GOT.
Ahora, en el uber, estamos a salvo: aire acondicionado. Escucho al chico que va adelante. Para que el viaje nos saliera más barato pedimos compartirlo con otros pasajeros. Es un ítalo americano criado en Brooklyn, se lo cuenta al conductor cuando pasamos por una esquina y él amaga con decir algo importante pero sólo dice eso: acá a media cuadra me crié.
Después de un rato de silencio en el auto, ya estamos andando por alguna calle de Queens y el americano vuelve a hablar: por acá hay un strip club. Yo revoleo los ojos porque sospecho por dónde podría continuar el monólogo y no me interesa. Pero me equivoco. Lo sabe porque una vez, apenas mudado a Queens con su novia, vio la puerta abierta, de día, y se asomó y lo vio: vacío, triste, silencioso, un club sin mujeres ni clientes. Otro día, cercano al anterior, compraron con su novia un sillón a través de Craiglist. Alquilaron un flete y lo llevaron a la puerta de su casa y cuando quisieron entrarlo no hubo forma, era demasiado grande. El peor final. Probaron de un costado, del otro, por una ventana y por las escaleras de emergencia y no. Entonces lo arrastraron hasta la puerta del strip club y lo dejaron ahí, en la vereda. Una hora más tarde ya no estaba. El ítalo americano repite varias veces y con cierto tono melancólico: espero que mucha gente haya disfrutado ese sillón.
CHICAS EN NY
Suspendimos todo y ahora estamos las tres suspendidas en esa nebulosa que sigue a una mala noticia. Teníamos teatro, bar y posible fiesta en un hotel. Todo en Manhattan, todo en nuestra última noche de viaje, todo minuciosamente planificado.
Ahora estamos las tres acomodadas como piezas de tetris en una cama de dos plazas en el cuarto más chico y barato que encontramos por Airbnb y en el que no podíamos dejar una bombacha fuera del placard sin que eso convirtiera al espacio en un caos. Hablamos pavadas. Tratamos de distraernos tomando cerveza y comiendo papas fritas pero sobrevuela una tristeza imposible de disipar del todo. Armamos las valijas. Por primera vez me resulta demasiado fácil: en este viaje decidí no ir de compras y es, posiblemente, una decisión que mantendré en todos mis viajes. Liviandad de equipaje a la ida y a la vuelta. Cuando bajo a abrirle a la tercera del grupo -que vive acá-, me quedo un rato en la vereda. Una señora pasa y comenta algo sobre el calor, un chico con walkman pasea a su perro, una nena grita desde una casa vecina. El final del viaje es así: solitario y calmo. Una despedida al pasar. Como si no fuera un final.
Voy sentada en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla un paisaje poco atractivo. Estamos primero en una avenida desencantada, luego en una autopista, la noche está calurosa y húmeda, es de madrugada y estamos volviendo en Uber a casa porque nos dio fiaca buscar qué subte teníamos que tomar. El conductor del Uber no nos habla, ningún conductor de Uber me habló salvo el último, el que me llevó al aeropuerto, y que no sabía dónde quedaba Argentina pero igual me deseó un buen regreso a casa. Pero eso fue varios días después.
Hasta hace un rato estábamos caminando de una punta a la otra de Williambsurg, por Bedford Avenue, comentando que el paisaje era bastante parecido a Villa Gesell en la segunda de enero: un bar al lado de otro más negocios más grupos de turistas comprando y consumiendo (una constante que se repite en casi todos los rincones de la ciudad). La única particularidad es que hoy es domingo y se estrena Game of Thrones. En cada bar había decenas de personas en silencio, mirando un televisor colgado en lo alto, ojos expectantes, puños cerrados, dientes apretados. Espié un poco y la chica que estaba del lado de adentro me miró y se corrió para que pudiera ver bien la tele. Le agradecí, aunque yo no miro GOT.
Ahora, en el uber, estamos a salvo: aire acondicionado. Escucho al chico que va adelante. Para que el viaje nos saliera más barato pedimos compartirlo con otros pasajeros. Es un ítalo americano criado en Brooklyn, se lo cuenta al conductor cuando pasamos por una esquina y él amaga con decir algo importante pero sólo dice eso: acá a media cuadra me crié.
Después de un rato de silencio en el auto, ya estamos andando por alguna calle de Queens y el americano vuelve a hablar: por acá hay un strip club. Yo revoleo los ojos porque sospecho por dónde podría continuar el monólogo y no me interesa. Pero me equivoco. Lo sabe porque una vez, apenas mudado a Queens con su novia, vio la puerta abierta, de día, y se asomó y lo vio: vacío, triste, silencioso, un club sin mujeres ni clientes. Otro día, cercano al anterior, compraron con su novia un sillón a través de Craiglist. Alquilaron un flete y lo llevaron a la puerta de su casa y cuando quisieron entrarlo no hubo forma, era demasiado grande. El peor final. Probaron de un costado, del otro, por una ventana y por las escaleras de emergencia y no. Entonces lo arrastraron hasta la puerta del strip club y lo dejaron ahí, en la vereda. Una hora más tarde ya no estaba. El ítalo americano repite varias veces y con cierto tono melancólico: espero que mucha gente haya disfrutado ese sillón.
CHICAS EN NY
Suspendimos todo y ahora estamos las tres suspendidas en esa nebulosa que sigue a una mala noticia. Teníamos teatro, bar y posible fiesta en un hotel. Todo en Manhattan, todo en nuestra última noche de viaje, todo minuciosamente planificado.
Ahora estamos las tres acomodadas como piezas de tetris en una cama de dos plazas en el cuarto más chico y barato que encontramos por Airbnb y en el que no podíamos dejar una bombacha fuera del placard sin que eso convirtiera al espacio en un caos. Hablamos pavadas. Tratamos de distraernos tomando cerveza y comiendo papas fritas pero sobrevuela una tristeza imposible de disipar del todo. Armamos las valijas. Por primera vez me resulta demasiado fácil: en este viaje decidí no ir de compras y es, posiblemente, una decisión que mantendré en todos mis viajes. Liviandad de equipaje a la ida y a la vuelta. Cuando bajo a abrirle a la tercera del grupo -que vive acá-, me quedo un rato en la vereda. Una señora pasa y comenta algo sobre el calor, un chico con walkman pasea a su perro, una nena grita desde una casa vecina. El final del viaje es así: solitario y calmo. Una despedida al pasar. Como si no fuera un final.