Revista Invisibles
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Año 5 / Número 21 / Agosto 2017
Cine

No hay ideas sino en las cosas: rescatando a William Carlos Williams


Peterson, la última película de Jim Jarmusch, es una historia sencilla, sin estridencias, en torno a las costumbres de un joven chofer aficionado a la poesía. Pero es también un homenaje a la vida y obra del escritor William Carlos Williams, quien encontraba en los hechos y objetos cotidianos una fuente de inspiración poética, alejado de todo intelectualismo.

Por Juan Maisonnave
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Adam Driver, el protagonista de Paterson.
MANEJO, LUEGO ESCRIBO 

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Paterson (2016), la última película de Jim Jarmusch, cuenta una semana en la vida de un chofer de colectivo urbano. Entre viaje y viaje por las calles de la ciudad que da título al film, el joven conductor escribe poemas inspirándose en una cajita de fósforos o en los limpiaparabrisas del micro. El conflicto –si es que hay uno- se presenta cuando la trama está muy avanzada; antes de eso, asistimos a una rutina casi feliz. Al colectivero poeta interpretado por Adam Driver le gusta su vida. Le gusta sacar al perro, tomarse una cerveza en el bar. Escribe sin intenciones de publicar. Está enamorado de su mujer. Tolera los arrebatos creativos y gastronómicos de ella poniendo cara de circunstancia, en un límite dudoso entre la admiración y el desconcierto.
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Más allá de ciertos extrañamientos al realismo –el conductor se llama Paterson, igual que la ciudad; por todos lados aparecen mellizos; sobre el final, un japonés repite la interjección ¡ah ha! como una especie de satori-, Paterson es una historia sencilla. Y es así porque con ella el director evoca la figura de William Carlos Williams, poeta norteamericano de principios del siglo XX asociado a una poesía de las cosas cotidianas alejada de todo intelectualismo. Es el autor favorito del colectivero. En una escena que transcurre en la cocina, Laura, su mujer -la bellísima actriz iraní Golshifteh Farahani-, prepara unos cupcakes indigestos (igual los vende todos) y él lee para ella el poema de Williams más citado: 
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Comí
las ciruelas
que estaban en la heladera
y que
vos probablemente
guardabas para el desayuno.
Perdón
estaban deliciosas
tan dulces
y tan frías.
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La película de Jarmusch es luminosa, ligeramente humorística, por momentos cándida. Paterson se parece a una maqueta de la vida ordinaria en la que todo se desarrolla sin estridencias ni malas intenciones. Algunos personajes rozan la parodia. Sucede con Laura (uno termina con la sensación de que las apariciones que más favorecen a la mujer del protagonista son aquellas en las que remolonea en la cama…) y con el despechado negro del bar, y hasta con Marvin, el bulldog mascota de la pareja. En sintonía con todo lo demás, la escritura del chofer se presenta como una práctica espontánea, libre, aislada, compuesta de felices epifanías.
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DERIVAS DE LA PESADA

Al igual que el conductor de la película, William Carlos Williams tampoco se dedicaba a la literatura full time: era ginecólogo y pediatra. Durante años mantuvo una amistad con Ezra Pound basada en el trato fraterno y la admiración desigual, muy al estilo Borges-Bioy. En sus viajes a Europa conoció a Gertrude Stein, Hemingway, Man Ray, Yeats. Como casi todos los escritores de carne y hueso quería gustar, recibir halagos. Escribir poemas que Ezra recomendara a las editoriales. Pero para la época en que publicó los primeros libros (1909-1921), lo que de verdad quería era su porción en el pastel de la vanguardia. 
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William Carlos Williams de joven
Por eso el Williams temprano es más bien oscuro. (También lo será el viejo: dedicó casi veinte años de su vida a escribir Paterson, obra de madurez de la que Jarmusch toma el título para su film, largo poema whitmaniano con aspiraciones de libro total, bajo la influencia de La tierra baldía y Los cantos, lo opuesto a la simpleza de estilo que rescata la película.) En 1918 se enredó con las derivas de la pesada norteamericana. Salió golpeado. Con poco más de treinta años y dos libros publicados (uno lo pagó de su bolsillo), Williams llenaba las hojas de sus recetarios con anotaciones de pensamientos, ideas y poemas, día a día, sin saltearse uno solo. Al cabo de un año, tuvo material suficiente como para escoger lo más inspirado del conjunto y publicar un volumen con esas notas. Lo tituló Kora en el infierno. Improvisaciones, basándose en el mito de Perséfone. Previo a enviarlo a las editoriales, hizo circular el manuscrito entre sus amigos, los escritores más talentosos de la época.

Lo que siguió podría ser un episodio de los real visceralistas de Bolaño. O tratarse de una escena de taller literario de elite, dolorosa y también muy divertida. Las cartas con las devoluciones a su Kora…comienzan a llegar a la dirección de su casa, calle Ridge Road N° 9, Rutherford, ciudad del Estado de New Jersey en la que nació y vivió hasta su muerte, a los 79 años. Con ansiedad, Williams las recoge de esa casita de madera para el correo típicamente norteamericana que se alza en los jardines delanteros de los suburbios. 
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Ezra Pound en Venecia
Su admiradísimo Ezra Pound es el primero en escribir. Cuesta sacar algo en limpio. El texto contiene una sucesión de incoherencias, errores de tipeos y excesos como si lo hubiera escrito bajo los efectos de las anfetaminas. No se refiere a la obra de su amigo; en cambio, se dedica a pegarle al poeta Carl Sandburg. “Muchacho de mi alma, tu nunca has sentido el soplo de las PRAderas… (Condenado snob; échenle un ¡¡ladrillazo!!)”. En medio del caos, Williams descubre unas líneas sobre su trabajo. Pound le urge a “ofrecer alguna pista mediante la cual el lector de buena voluntad pudiera descubrir tus intenciones”. Sin embargo, más adelante dice: ​
Lo que salva tus poemas es la opacidad, no lo olvides. La opacidad NO es una cualidad norteamericana.
​Llegan más críticas. Es el turno de Hilda Doolittle, más conocida como H.D. (se decía que Pound estaba enamorado de ella).
Querido Bill: (…) Es  como si te avergonzaras de tu espíritu, de tu inspiración; como si te burlaras de tu propia canción. Está perfecto que te burles de ti mismo, pero burlarte de tu inspiración es un pecado espiritual.
Hay más. El gran Wallace Stevens -“Mi querido Williams”- admite hallarse sorprendido por el carácter “informal” de los poemas. Se permite aconsejar al autor, diciéndole que la poesía debe ser buscada como Renoir buscaba colores en viejas paredes, objetos de madera y demás. Llama a los poemas berrinches “que ni siquiera son tan locos”. Ve en ellos “ramos para las novias y cumplidos spenserianos para los poetas”. Remata sus comentarios afirmando que un libro de poemas es una empresa condenadamente seria.
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Contra la opinión de sus amigos, Williams publica el libro sin tocar una coma. Kora en el infierno. Improvisaciones es una obra menor, editada por The Four Seasons, en 1920, y reeditada por la City Lights de Ferlinghetti, en 1957. En Argentina se consigue hace unos años gracias a la editorial Barba de abejas. Lo más jugoso del libro está en el prólogo. Como un tallerista ofendido, en él el autor se ensaña contra cada uno de sus críticos.

Dice Williams: “Ezra Pound es el mejor enemigo del verso norteamericano. Él siempre está interesado, apasionadamente interesado, hasta cuando no sabe de qué está hablando”. “H.D. nunca se dio cuenta de lo que estoy haciendo”. “El gordo Stevens, tan bonachón, y ablandándose tan bellamente a los cuarenta.” De rebote también la liga Eliot (aún no había publicado La tierra baldía), a quien tilda de “ingenioso conformista”.

LA CARRETILLA ROJA

Al poco tiempo, William Carlos Williams encontraría su voz. Y su programa: No hay ideas sino en las cosas. Se convirtió en el poeta de la observación de los objetos. Cada poema debía transmitir lo observado de la forma más precisa y nítida posible. Con el puntapié inicial dado en compañía de imaginistas (Pound, Marianne Moore) y objetivistas (Stein), se quitó de encima los grandes lastres: el pentámetro yámbico, el soneto, la rima. Creía que ya no representaban adecuadamente su época. Adoptó una métrica personal de versos breves y nerviosos. Las palabras sobre el blanco de la hoja pasaron a agruparse con un sentido pictórico, visual. Había en ellas movimiento y tensión, como si pudiéramos capturar el proceso de la mente en el momento mismo de pensar. Ya en su siguiente libro, Spring and All (1923), Williams alcanza el estilo que lo haría famoso. Nadie definió con más inteligencia la técnica de W.C.W que Kenneth Burke: “Aquí está el ojo y ahí está la cosa sobre la que el ojo se detiene. Lo que transcurre mientras dure esa relación entre uno y otra, eso es el poema”.  ​
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De alguna manera, Paterson -la película- rinde homenaje al Williams provinciano, maestro de lo insignificante, médico local (se jactaba de haber ayudado a dar a luz a más de 2.000 niños). El que alguna vez afirmó que prefería arrastrarse y morir como un perro antes que ser una figura literaria. El que amaba a Flossie, su mujer, a quien le dedicó varios poemas. El que únicamente escribía sobre experiencias inmediatas (nombrar las  cosas, decía, era darles vida). 

Jarmusch abusa de la caricatura en algunos personajes, y de la paciencia y la mala suerte de su poeta. No queda muy claro si se ríe de ellos o con ellos. Le cabe la crítica elegante y hermosa de H.D.: “Es como si te burlaras de tu propia canción”. En el final, nos recompensa un poco –después de todo, es Jarmusch- con una simpática escena entre nuestro conductor poeta y un japonés trajeado que dice “respirar poesía”. La conversación entre ellos previa a los créditos nos deja suspendidos en una leve perplejidad, acaso un efecto similar al que proporciona la lectura del poema La carretilla roja, un clásico del doctor Williams:

cuánto depende
de
una carretilla
roja
esmaltada por agua
de lluvia
al lado de las gallinas
blancas.
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