Año 8 / Número 28 / Mayo 2020
El desahogo
Pasaje al acto, la reciente novela de Virginia Cosin, es la escritura de un encierro, pero es también la escritura de un pasaje hacia otra cosa. Se trata de que, en la lectura, pase algo. Así como en Partida de nacimiento “lo cotidiano es el hueso de la felicidad”, en Pasaje al acto son los huesos los que están partidos.
Pasaje al acto
Virginia Cosin
Editorial Entropía, 2019
Virginia Cosin
Editorial Entropía, 2019
Quizás habría deseado confesarle a alguien todas estas cosas. Pero ¿cómo decir un malestar inasible, que cambia de aspecto como las nubes, que se arremolina como el viento? Las palabras faltaban y, por ende, la ocasión, la osadía.
Gustave Flaubert, Madame Bovary
Hay tanto sufrimiento en este juego de buscar pareja, de tantear, de probar. Pero de pronto te das cuenta de que olvidaste que era un juego y te echaste a llorar.
Sylvia Plath, Diarios completos
Virginia Cosin registra esa modulación tan exacta, intensa en su simplicidad, de sosiego y desasosiego, tan propia de los dolientes cuando saben que el dolor es acaso necesario, y en cualquier caso inevitable.
Martín Kohan
Gustave Flaubert, Madame Bovary
Hay tanto sufrimiento en este juego de buscar pareja, de tantear, de probar. Pero de pronto te das cuenta de que olvidaste que era un juego y te echaste a llorar.
Sylvia Plath, Diarios completos
Virginia Cosin registra esa modulación tan exacta, intensa en su simplicidad, de sosiego y desasosiego, tan propia de los dolientes cuando saben que el dolor es acaso necesario, y en cualquier caso inevitable.
Martín Kohan
Luego de una discusión con su madre, la narradora de Pasaje al acto, de Virginia Cosin, decide llevar al acto algo que había ensayado varias veces en su cabeza: atravesar con el puño cerrado el vidrio de la ventana. Cuando la madre escucha el estallido desde el piso de abajo, sube corriendo y la encuentra parada sobre una mancha de sangre. Mientras la lleva al baño y la limpia con agua fría, “entre espasmos de llanto”, le pregunta: “¡¿Quién te pensás que sos? ¿Madame Bovary?!” (25). Poco importa en qué la madre vio a su hija intentando emular a Emma Bovary. De lo que se trata, en esta escena, es de la disposición de las piezas con las que se va a jugar el texto. Esas piezas son las marcas en el cuerpo de los distintos pasajes, de los distintos atravesamientos, a la vez que de los modos en que esos pasajes han estado impedidos: “caí en la trampa. En mi propia trampa. Estoy impedida. No soy algo, o alguien, no hago nada, no me muevo” (14).
En ese reto de la madre, que es reto de enojo pero también desafío y palabra oracular, se cifra todo lo que vendrá: acaso no es esa la pregunta de Madame Bovary: ¿quién piensa que es Madame Bovary? Acaso esa sea la pregunta de Pasaje al acto: la narradora, ¿quién piensa que es? Porque no hay dudas: la narradora cree que es y cree que sabe quién es. Es una mujer que sabe demasiado. Ser y saber van conformando un nudo de impedimentos que detienen el paso, ese paso del pasaje, ese paso de pasar, de atravesar otra cosa que no sea una ventana con el puño.
Ella piensa y sabe:
En ese reto de la madre, que es reto de enojo pero también desafío y palabra oracular, se cifra todo lo que vendrá: acaso no es esa la pregunta de Madame Bovary: ¿quién piensa que es Madame Bovary? Acaso esa sea la pregunta de Pasaje al acto: la narradora, ¿quién piensa que es? Porque no hay dudas: la narradora cree que es y cree que sabe quién es. Es una mujer que sabe demasiado. Ser y saber van conformando un nudo de impedimentos que detienen el paso, ese paso del pasaje, ese paso de pasar, de atravesar otra cosa que no sea una ventana con el puño.
Ella piensa y sabe:
“sé que los hombres son capaces de confundirse y de creer que quieren a una mujer hasta que la pantalla donde proyectan sus fantasías cae, o se oscurece, porque hubo hombres que después de amarme idílicamente decidieron dejarme. Sé que tengo el corazón destrozado. (...) sé -y saberlo no disminuye mi angustia en lo más mínimo- que el germen del dolor se encuentra arraigado en una experiencia de mi infancia ligada a mi padre, que al separarse de mi madre desaparecía por meses. Sé que el sufrimiento que me causa el abandono de un hombre es una reedición del sufrimiento causado por el abandono de mi padre. Y sé también que ya sufrí con igual intensidad otros abandonos. Sé que cada pérdida una puesta en abismo que desemboca en las peleas con mi padre (...). Sé que haber sido insultada y abandonada sistemáticamente por mi padre me pone en una posición de inferioridad y sumisión frente a los hombres. Sé que la única forma que conozco de reparar el quiebre emocional, la sensación de desamparo, vacío y desvalorización es siempre encontrando otro hombre que me quiera. Y sé que en el preciso momento de la ruptura encontrar otro me parece imposible (...). Sé que, en situaciones así, paso meses desagarrándome (...). Sé que saber todo esto no sirve para nada, ni para aplacar el dolor ni para evitar frenar mis impulsos, porque aunque lo supe siempre, igual tomé dos cajas de ansiolíticos y media botella de vodka (...) e intenté -infructuosamente- ahogarme en la bañera” (37-38).
Dice que le pasa lo mismo que a Madame Bovary, dice que no puede soportar “la meseta tranquila de una existencia apacible”. No puede dejar de leer, en Emma, su propio tedio, su propia vida. Pero, a diferencia del bovarismo, que implicaría querer ser otro del que se es, la narradora no puede dejar de ser ella misma. La lectura, lejos de extrañarla, la ratifica una y otra vez: “me pasaba lo mismo que a ella: el aburrimiento, el desconsuelo, la desilusión frente al mundo (...)”. No hay doble vida, no hay vida paralela. No hay, como en Emma, malas lecturas, no hay otra de sí.
El acto fallido de ahogarse, en ese intento de suicidio, es entonces un acto logrado: el de desahogarse. No en el sentido de la catarsis, sino en el sentido de encontrar un modo de deshacer, de desasir el ahogo que le produce el saber del abandono, el saber de la abandonada. Es un acto logrado: el de salir del encierro del saber sobre sí misma. Pasaje al acto es la escritura de un encierro pero es, a la vez, la escritura de un pasaje hacia otra cosa. El encierro no está en el psiquiátrico, sino en ese impedimento de salirse de sí, de pasar al olvido algo de esa escena que se repite siempre idéntica a sí misma.
Nunca sabemos el nombre de la protagonista; hay un sólo momento en el que nos enteramos de su apellido y es cuando ella lo lee en la historia clínica que tiene el psiquiatra. Pero el apellido está mal escrito, dice Coen en lugar de Cohen. Ella decide no corregirlo. Una letra muda está ausente en ese apellido que viene del padre. ¿Acaso no podría leerse el pasaje al acto en ese desliz de escritura/lectura? ¿En esa letra que falta y que, finalmente, escribe otro padre? Ese desplazamiento de una letra que, como dirá Barthes, puede producir una revolución, la de pasar a otra cosa; una revolución que hace del acto fallido, un acto logrado.
Dejar mal escrito su apellido en esa carpeta que contiene todo lo que de extravío puede haber, dejarse extraviar, extrañar, hacer de sí misma, otra; dejar un ejemplar de Madame Bovary en la clínica al irse: gestos que cifran ese paso: el de pasar de ese “el amor de otro” a un amor otro.
Virginia Cosin construye una narradora que no se victimiza ni pretende gestas épicas. Por eso le encanta la película La secretaria, en donde la protagonista por fin encuentra que “ya no tiene que castigarse. Hay otro que lo hace por ella, como un acto de amor. No es una tortura, sino un juego de dos personas muy muy heridas que se lastiman, pero para cuidarse” (11). Sin moralismos ni condescendencias, Cosin escribe: “si de algo estoy enferma es de deseo” (20). Pasaje al acto es la escritura de esa enfermedad llamada deseo. Se trata, también para el lector, “de aguantar la brasa con la mano” (21). Se trata de que, en la lectura, pase algo. Así como en Partida de nacimiento “lo cotidiano es el hueso de la felicidad”, en Pasaje al acto son los huesos los que están partidos. Y la escritura de Virginia Cosin sabe hacer con esas astillas.
El acto fallido de ahogarse, en ese intento de suicidio, es entonces un acto logrado: el de desahogarse. No en el sentido de la catarsis, sino en el sentido de encontrar un modo de deshacer, de desasir el ahogo que le produce el saber del abandono, el saber de la abandonada. Es un acto logrado: el de salir del encierro del saber sobre sí misma. Pasaje al acto es la escritura de un encierro pero es, a la vez, la escritura de un pasaje hacia otra cosa. El encierro no está en el psiquiátrico, sino en ese impedimento de salirse de sí, de pasar al olvido algo de esa escena que se repite siempre idéntica a sí misma.
Nunca sabemos el nombre de la protagonista; hay un sólo momento en el que nos enteramos de su apellido y es cuando ella lo lee en la historia clínica que tiene el psiquiatra. Pero el apellido está mal escrito, dice Coen en lugar de Cohen. Ella decide no corregirlo. Una letra muda está ausente en ese apellido que viene del padre. ¿Acaso no podría leerse el pasaje al acto en ese desliz de escritura/lectura? ¿En esa letra que falta y que, finalmente, escribe otro padre? Ese desplazamiento de una letra que, como dirá Barthes, puede producir una revolución, la de pasar a otra cosa; una revolución que hace del acto fallido, un acto logrado.
Dejar mal escrito su apellido en esa carpeta que contiene todo lo que de extravío puede haber, dejarse extraviar, extrañar, hacer de sí misma, otra; dejar un ejemplar de Madame Bovary en la clínica al irse: gestos que cifran ese paso: el de pasar de ese “el amor de otro” a un amor otro.
Virginia Cosin construye una narradora que no se victimiza ni pretende gestas épicas. Por eso le encanta la película La secretaria, en donde la protagonista por fin encuentra que “ya no tiene que castigarse. Hay otro que lo hace por ella, como un acto de amor. No es una tortura, sino un juego de dos personas muy muy heridas que se lastiman, pero para cuidarse” (11). Sin moralismos ni condescendencias, Cosin escribe: “si de algo estoy enferma es de deseo” (20). Pasaje al acto es la escritura de esa enfermedad llamada deseo. Se trata, también para el lector, “de aguantar la brasa con la mano” (21). Se trata de que, en la lectura, pase algo. Así como en Partida de nacimiento “lo cotidiano es el hueso de la felicidad”, en Pasaje al acto son los huesos los que están partidos. Y la escritura de Virginia Cosin sabe hacer con esas astillas.
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