Año 6 / Número 24 / Diciembre 2018
Poner el cuerpo. Pablo Suárez en el Malba
Pablo Suárez era un outsider que pasó por el Instituto Di Tella y luego renunció declarándose a favor de la difusión masiva del arte, como una “lengua viva y no un código para élites”. La retrospectiva de su obra que se expone actualmente en el museo Malba, confirma su condición de anatomista border. El diseño de sus cuerpos y figuras pone en juego una tensión entre simetría, voluptuosidad y grotesco.
El anatomista border
“El cuerpo humano me gustó siempre. Cuando era adolescente hacía unas esculturitas con una plastilina de la época que se podían alisar con saliva y quedaban como bruñidas. Entonces me hacía la paja.” Toda una construcción de mito de origen, esto decía el artista plástico Pablo Suárez en una entrevista con María Moreno, publicada en 2006 a modo de homenaje y necrológica dialogada. Ese año Suárez moría de cáncer. Debieron transcurrir doce más para que se organizara una nueva muestra de su obra reunida (la última había sido en 2008, en el Centro Cultural Recoleta). Hasta el 18 de febrero de 2019, en las salas del segundo piso del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), se exhiben los cuerpos torneados y el homoerotismo barrial que ya despuntaban en aquellas plastilinas del Suárez adolescente. La retrospectiva se titula Narciso plebeyo y la curaduría está a cargo de Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini.
En la primera sala encontramos Oralidad, el torso de una mujer con la camisa desabrochada que enseña sus pechos abundantes mientras come una banana (evoca la ambientación de sus muñecas bravas de 1964, que el artista presentó en la galería Lirolay: damas de rasgos gruesos y marcados, parecidas a travestis). Como ella, todas sus esculturas en resina o poliuretano sintético, metal y madera están trabajadas con la minuciosidad de un artista del quattrocento obsesionado por la armonía, los pliegues en las uniones de las extremidades, las curvas sensuales de los músculos, el filo de las clavículas, los culos bien firmes y los pezones en formato “timbres”.
“El cuerpo humano me gustó siempre. Cuando era adolescente hacía unas esculturitas con una plastilina de la época que se podían alisar con saliva y quedaban como bruñidas. Entonces me hacía la paja.” Toda una construcción de mito de origen, esto decía el artista plástico Pablo Suárez en una entrevista con María Moreno, publicada en 2006 a modo de homenaje y necrológica dialogada. Ese año Suárez moría de cáncer. Debieron transcurrir doce más para que se organizara una nueva muestra de su obra reunida (la última había sido en 2008, en el Centro Cultural Recoleta). Hasta el 18 de febrero de 2019, en las salas del segundo piso del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), se exhiben los cuerpos torneados y el homoerotismo barrial que ya despuntaban en aquellas plastilinas del Suárez adolescente. La retrospectiva se titula Narciso plebeyo y la curaduría está a cargo de Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini.
En la primera sala encontramos Oralidad, el torso de una mujer con la camisa desabrochada que enseña sus pechos abundantes mientras come una banana (evoca la ambientación de sus muñecas bravas de 1964, que el artista presentó en la galería Lirolay: damas de rasgos gruesos y marcados, parecidas a travestis). Como ella, todas sus esculturas en resina o poliuretano sintético, metal y madera están trabajadas con la minuciosidad de un artista del quattrocento obsesionado por la armonía, los pliegues en las uniones de las extremidades, las curvas sensuales de los músculos, el filo de las clavículas, los culos bien firmes y los pezones en formato “timbres”.
Pablo Roberto Suárez es un anatomista border. El diseño de sus cuerpos y figuras pone en juego una tensión entre simetría, voluptuosidad y grotesco. Sus criaturas comparten una expresión deforme, de mirada estrábica y labios gruesos y cierto desasosiego que las vuelve inconfundibles. Conocíamos a Suárez antes de conocerlo. El escritor Pablo Ramos ilustra las cubiertas de sus libros con obras de él. Todos habíamos visto, aunque fuera de reojo, a ese hombre bruñido (como las plastilinas de antaño), aferrado con desesperación a las puertas cerradas de un tren en movimiento.
Hablamos de Exclusión, presente en la próxima sala. Suárez creó este cuadro- objeto a medida de las bases del concurso Constantini, del cual resultó ganador. Los elementos formales, por los que podría haber quedado excluido del certamen, fueron tomados por el artista como un desafío para hablar a su vez de la exclusión social (él afirmó haberse sentido muchas veces así, como el tipo que perdió el tren). El vagón se destaca como fondo verista de colores estridentes. Hasta ahí, un cuadro para presentar al concurso. Pero de él emerge un hombre delgado y compacto, con el torso desnudo y un jean, el pelo volado hacia atrás y los ojos salidos de las órbitas, aferrado a las manijas verticales de la puerta del tren. La figura sobresale del plano que le sirve de sostén, y está concebida a la manera de los altorrelieves tradicionales. La expresión del muchacho no deja lugar a dudas: teme resbalar y caer a las vías. Border anatómico en el borde del precipicio social, a punto de perderlo todo, la obra expresa como pocas la crisis de una época. Es de 1999.
Hablamos de Exclusión, presente en la próxima sala. Suárez creó este cuadro- objeto a medida de las bases del concurso Constantini, del cual resultó ganador. Los elementos formales, por los que podría haber quedado excluido del certamen, fueron tomados por el artista como un desafío para hablar a su vez de la exclusión social (él afirmó haberse sentido muchas veces así, como el tipo que perdió el tren). El vagón se destaca como fondo verista de colores estridentes. Hasta ahí, un cuadro para presentar al concurso. Pero de él emerge un hombre delgado y compacto, con el torso desnudo y un jean, el pelo volado hacia atrás y los ojos salidos de las órbitas, aferrado a las manijas verticales de la puerta del tren. La figura sobresale del plano que le sirve de sostén, y está concebida a la manera de los altorrelieves tradicionales. La expresión del muchacho no deja lugar a dudas: teme resbalar y caer a las vías. Border anatómico en el borde del precipicio social, a punto de perderlo todo, la obra expresa como pocas la crisis de una época. Es de 1999.
Una belleza vulgar
Nacido en el 37’, Suárez no estudió formalmente nada. Fue sparring de dos boxeadores profesionales. Con apoyo de su padre, se hizo pintor. Perteneció a la generación del Di Tella, Instituto al que renunció famosamente con una carta dirigida a su director, Jorge Romero Brest. En ella le hacía saber que estaba a favor de la difusión masiva del arte, como una “lengua viva y no un código para élites”. Tuvo su primera exposición individual en la galería Lirolay, en el año 1961. Trabajó con Marta Minujín y Rubén Santantonín. Intervino en Tucumán Arde. Era un lector exquisito. “Aira me gusta. Es como una maestra de ácido”. Vivió dos años en Mataderos, frente a una fábrica de jabones que le grabó en la memoria olfativa el olor del sebo quemado. El barrio cambió para siempre su visión del arte.
Surgido en plena vuelta de la democracia, su Narciso de Mataderos, ubicado en el salón del Malba más nutrido de esculturas, es un verdadero hit de la retrospectiva. Se trata de uno de sus chongos, como él los llamaba; o, también, muchachos o tipitos. Está mirándose al espejo, apoyado en un mueble y vestido únicamente con un par de zapatillas y medias rojas. Los chongos de Suárez son esculturas de varones que, por la repetición en los rasgos y anatomías, dan la sensación de que estamos siempre ante el mismo personaje. Una descripción posible sería: hombre joven, de músculos trabajados por levantar peso (y no en los gimnasios), de llamativos ojos saltones, bien dotado de la cintura para abajo y con un culo soberbio. María Moreno dice que el chongo de Suárez tiene un “cuerpo arqueológico: en los pectorales desarrollados y los bíceps todavía hay un resabio del obrero bien alimentado del peronismo, pero en las piernas ya se advierten, aun a través del lenguaje de la caricatura, unas secuelas de raquitismo de manual de anatomía.” El sillón azul (un óleo sobre tabla), en cambio, exhibe un desnudo más sereno, contemplativo, cuyo protagonista es Horacio Campillo, quien fuera pareja del artista.
Nacido en el 37’, Suárez no estudió formalmente nada. Fue sparring de dos boxeadores profesionales. Con apoyo de su padre, se hizo pintor. Perteneció a la generación del Di Tella, Instituto al que renunció famosamente con una carta dirigida a su director, Jorge Romero Brest. En ella le hacía saber que estaba a favor de la difusión masiva del arte, como una “lengua viva y no un código para élites”. Tuvo su primera exposición individual en la galería Lirolay, en el año 1961. Trabajó con Marta Minujín y Rubén Santantonín. Intervino en Tucumán Arde. Era un lector exquisito. “Aira me gusta. Es como una maestra de ácido”. Vivió dos años en Mataderos, frente a una fábrica de jabones que le grabó en la memoria olfativa el olor del sebo quemado. El barrio cambió para siempre su visión del arte.
Surgido en plena vuelta de la democracia, su Narciso de Mataderos, ubicado en el salón del Malba más nutrido de esculturas, es un verdadero hit de la retrospectiva. Se trata de uno de sus chongos, como él los llamaba; o, también, muchachos o tipitos. Está mirándose al espejo, apoyado en un mueble y vestido únicamente con un par de zapatillas y medias rojas. Los chongos de Suárez son esculturas de varones que, por la repetición en los rasgos y anatomías, dan la sensación de que estamos siempre ante el mismo personaje. Una descripción posible sería: hombre joven, de músculos trabajados por levantar peso (y no en los gimnasios), de llamativos ojos saltones, bien dotado de la cintura para abajo y con un culo soberbio. María Moreno dice que el chongo de Suárez tiene un “cuerpo arqueológico: en los pectorales desarrollados y los bíceps todavía hay un resabio del obrero bien alimentado del peronismo, pero en las piernas ya se advierten, aun a través del lenguaje de la caricatura, unas secuelas de raquitismo de manual de anatomía.” El sillón azul (un óleo sobre tabla), en cambio, exhibe un desnudo más sereno, contemplativo, cuyo protagonista es Horacio Campillo, quien fuera pareja del artista.
La belleza corporal, esencial en su obra, no es cualquier belleza. Suárez parió un prototipo de hombre o mujer que suele relacionarse al changarín, la prostituta, el taxi boy, el busca, el cabecita tan temido por el gorilaje de otras épocas (o de todas…). Belleza plebeya de seres necesitados de aprobación y reconocimiento, narcisos de clases no acomodadas, como narciso era Gatica y tantos boxeadores antes y después de él. Masculina, gimnástica y proletaria, vulgar en estricto sentido etimológico (vulgaris, perteneciente a la gente común), la belleza de las esculturas de Suárez surge de la extraña cruza entre las tallas religiosas del siglo XVII o XVIII y fuentes populares vernáculas como las ilustraciones de la revista Rico Tipo, los gauchos de Molina Campos o las pinturas de su maestro Antonio Berni.
Como todo artista que ha encontrado un modo de representación propio y singular, Suárez sumó a estas influencias sus traumas, inquietudes y deseos. Resulta inevitable la referencia al padre ahorcado, a quien un Suárez joven descubrió y no solo tuvo que descolgar, sino encargarse de los trámites legales de la muerte. El padre suicidado habita sus esculturas en resina. Los ojos de ellas, como los ojos de un colgado, parecen a punto de salirse de sus órbitas.
Imágenes imborrables
Enfrentado a una de sus instalaciones escultóricas (Suárez decía que le gustaba impactar al espectador “como si tuviera frente a sí la jaula del tigre con la puerta abierta”), quien la observa advierte de inmediato que lo que tiene delante narra una situación. Puede empezar a “leerla” desde el título: Ante todo cuidá tu ropa (y que Dios te cuide el culo), Dormí tranquilo, Mendigo, Los que comen del arte, Sobrevivientes, Una ayudita por amor de Dios.
Impresiona la obra Para escapar de la exigua realidad trabajada en resina epoxi, pintura acrílica y cemento. El “tipito” se asoma en cuatro patas a una especie de lengua de barro, en calzoncillos y con una linterna en la mano. Repta sobre un cubo revestido de cerámicos de baño del mismo color celeste que los del cuadro Pablo Boxeador. ¿Qué busca? ¿Hacer un túnel para consumar el escape anunciado? ¿Una luz redentora al final de ese chiquero?
Como todo artista que ha encontrado un modo de representación propio y singular, Suárez sumó a estas influencias sus traumas, inquietudes y deseos. Resulta inevitable la referencia al padre ahorcado, a quien un Suárez joven descubrió y no solo tuvo que descolgar, sino encargarse de los trámites legales de la muerte. El padre suicidado habita sus esculturas en resina. Los ojos de ellas, como los ojos de un colgado, parecen a punto de salirse de sus órbitas.
Imágenes imborrables
Enfrentado a una de sus instalaciones escultóricas (Suárez decía que le gustaba impactar al espectador “como si tuviera frente a sí la jaula del tigre con la puerta abierta”), quien la observa advierte de inmediato que lo que tiene delante narra una situación. Puede empezar a “leerla” desde el título: Ante todo cuidá tu ropa (y que Dios te cuide el culo), Dormí tranquilo, Mendigo, Los que comen del arte, Sobrevivientes, Una ayudita por amor de Dios.
Impresiona la obra Para escapar de la exigua realidad trabajada en resina epoxi, pintura acrílica y cemento. El “tipito” se asoma en cuatro patas a una especie de lengua de barro, en calzoncillos y con una linterna en la mano. Repta sobre un cubo revestido de cerámicos de baño del mismo color celeste que los del cuadro Pablo Boxeador. ¿Qué busca? ¿Hacer un túnel para consumar el escape anunciado? ¿Una luz redentora al final de ese chiquero?
Los personajes de Suárez atraviesan experiencias físicas. Se plantan con ferocidad, retozan impúdicos, se retuercen en muecas de desesperación o perplejidad, sufren humillaciones o rezuman una cándida, despojada vanidad. La actitud de él o la protagonista viene siempre enlazada a cierta disposición y exuberancia del cuerpo, que se presenta desnudo o semidesnudo y con todos sus músculos muy marcados. El culto por deltoides y trapecios viene del pasado boxeador del artista, quien nunca dejó de interesarse por ese deporte. “Yo conozco todos los músculos del cuerpo”, presumía.
También reconocía la influencia de los procedimientos de la literatura y, en especial, la fuerza de ciertas imágenes narrativas. En la entrevista con Moreno, cita una imagen maravillosa citada por Borges, sobre un cuento de Bret Harte: un tahúr tuberculoso que no se decide entre pegarse un tiro o no pegárselo y, bajo un árbol sin hojas, comienza a tirarse las cartas en el suelo para que el juego decida por él. A Suárez le interesaba la materialidad presente en los textos. “Me acuerdo de Franny and Zooey, de Salinger, cuando el chico está sentado en la bañadera y está la madre fuera del baño hablándole. Ella va hasta el botiquín donde hay un montón de cosas cosméticas o remedios como Kleenex, crema para los poros, VicksVaporub... ¿Por qué habrá siempre imágenes imborrables?”.
Podemos pensar que algo así buscaba él cuando diseñaba las piezas que componen su obra: impacto, emoción, asalto al ojo para que lo visto se grabe en la retina con la violencia del cross en la mandíbula que Arlt exigía a los escritores. Las pinturas y esculturas más logradas lo consiguen: un Suárez rara vez se olvida.
Cuerpos en batalla
¿Y qué lugar ocupa Pablo Suárez en el panorama actual del arte, cuáles son los parentescos y afinidades posibles? Su árbol genealógico podría incluir al cineasta Leonardo Favio, al fotógrafo Marcos López o a la escritora Gabriela Cabezón Cámara. Al igual que él, estos artistas retomaron motivos de la cultura popular para reinventarlos o distorsionarlos y devolverles así algo de la fuerza que la mansa repetición escolar o académica les había quitado.
Alejado del conceptualismo o el pop de la época, Pablo Suárez comenzó a mirar con interés a los documentalistas de usos y costumbres, pintores populares como Agosti o Calé, e incluyó la caricatura, cierto realismo de los objetos y la iconografía religiosa de otros siglos. Pero la pasión según el chongo que atraviesa su arte no es sólo mostración, erotismo y vanidad. Tampoco un manifiesto estéticamente bello del excluido. Hay en ella una postura y una crítica del estado de cosas, es decir, una ideología.
También reconocía la influencia de los procedimientos de la literatura y, en especial, la fuerza de ciertas imágenes narrativas. En la entrevista con Moreno, cita una imagen maravillosa citada por Borges, sobre un cuento de Bret Harte: un tahúr tuberculoso que no se decide entre pegarse un tiro o no pegárselo y, bajo un árbol sin hojas, comienza a tirarse las cartas en el suelo para que el juego decida por él. A Suárez le interesaba la materialidad presente en los textos. “Me acuerdo de Franny and Zooey, de Salinger, cuando el chico está sentado en la bañadera y está la madre fuera del baño hablándole. Ella va hasta el botiquín donde hay un montón de cosas cosméticas o remedios como Kleenex, crema para los poros, VicksVaporub... ¿Por qué habrá siempre imágenes imborrables?”.
Podemos pensar que algo así buscaba él cuando diseñaba las piezas que componen su obra: impacto, emoción, asalto al ojo para que lo visto se grabe en la retina con la violencia del cross en la mandíbula que Arlt exigía a los escritores. Las pinturas y esculturas más logradas lo consiguen: un Suárez rara vez se olvida.
Cuerpos en batalla
¿Y qué lugar ocupa Pablo Suárez en el panorama actual del arte, cuáles son los parentescos y afinidades posibles? Su árbol genealógico podría incluir al cineasta Leonardo Favio, al fotógrafo Marcos López o a la escritora Gabriela Cabezón Cámara. Al igual que él, estos artistas retomaron motivos de la cultura popular para reinventarlos o distorsionarlos y devolverles así algo de la fuerza que la mansa repetición escolar o académica les había quitado.
Alejado del conceptualismo o el pop de la época, Pablo Suárez comenzó a mirar con interés a los documentalistas de usos y costumbres, pintores populares como Agosti o Calé, e incluyó la caricatura, cierto realismo de los objetos y la iconografía religiosa de otros siglos. Pero la pasión según el chongo que atraviesa su arte no es sólo mostración, erotismo y vanidad. Tampoco un manifiesto estéticamente bello del excluido. Hay en ella una postura y una crítica del estado de cosas, es decir, una ideología.
Despreciaba a marchands y críticos de arte. Los llamaba cucarachas. Intermediarios innecesarios entre los espectadores comunes y el artista. Para Suárez arte era sobre todo trabajo de artesano (lo hacía todo él). Arte era lijar glúteos pacientemente mientras de fondo el televisor pasaba una pelea de box o un partido de fútbol. Arte era la clase de soledad y de amor por los materiales que sólo se obtiene con la pasión bien dirigida. En estos gestos de Suárez, los de un laburante, un hombre de taller antes que de galería, se condensa gran parte de la estética que impregna su obra. “Quiero sentirme totalmente como de batalla”, decía.
Su cariño estaba reservado para los amigos y para las criaturas que moldeaba. Luego de recorrer la muestra, uno puede apreciar que fueron tratadas con cariño. Que fueron amasadas como por un dios preocupado por sus formas musculares en la resina, porque debía prepararlas afectuosamente para la pelea que les tocaba dar, o para la caída. Como señala María Moreno, el artista “se acuerda la estructura del cuerpo humano con el puño del boxeador y con la palma y los dedos del amor y el deseo”. Perdidos por perdidos, los protagonistas de las obras de Suárez parecieran venir a decirnos que, pese a todo, todavía ponen lo que no ha sido dominado por el capitalismo, el cuerpo y el deseo, la anatomía al desnudo, un resto de belleza indomable en el lodo que los rodea.
Su cariño estaba reservado para los amigos y para las criaturas que moldeaba. Luego de recorrer la muestra, uno puede apreciar que fueron tratadas con cariño. Que fueron amasadas como por un dios preocupado por sus formas musculares en la resina, porque debía prepararlas afectuosamente para la pelea que les tocaba dar, o para la caída. Como señala María Moreno, el artista “se acuerda la estructura del cuerpo humano con el puño del boxeador y con la palma y los dedos del amor y el deseo”. Perdidos por perdidos, los protagonistas de las obras de Suárez parecieran venir a decirnos que, pese a todo, todavía ponen lo que no ha sido dominado por el capitalismo, el cuerpo y el deseo, la anatomía al desnudo, un resto de belleza indomable en el lodo que los rodea.