Año 7 / Número 25 / Marzo 2019
Osvaldo Lamborghini en revista La Hipotenusa
La revista argentina La hipotenusa tuvo una vida breve e intensa durante el año 1967. El primer número fue publicado el 11 de mayo y el decimocuarto y último, el 10 de agosto. Se trataba de una revista de humor (“Humor para gente en serio” era su bajada), de frecuencia semanal, con números temáticos en sintonía con la época: la relación hombre-mujer, el psicoanálisis, el pop, la historieta, la píldora anticonceptiva, etcétera. Osvaldo Aguirre en su libro La vanguardia perdida (Ediciones de la Flor, 2016) ha reconstruido con precisión los mitos sobre el origen de La hipotenusa, sus apuestas humorísticas y quiénes colaboraban en ella. Entre los colaboradores, vale la pena mencionar —sin repetir y sin soplar— a Oski, Quino, Copi, Bróccoli, Miguel Brascó, Carlos Marcucci, Daniel Giribaldi, Rodolfo Walsh, Marcelo Fox, Enrique Wernicke, Francisco Urondo, César Tiempo, Arturo Jauretche, entre otros. Y, claro, Osvaldo Lamborghini.
En su libro, Osvaldo Lamborghini. Una biografía, (Mansalva, 2008), Ricardo Strafacce releva una participación del autor de El fiord (1969) en La hipotenusa. Se trata del texto lúdico “6 cosas”, publicado en el n.° 2, el 18 de mayo de 1967. Tal como Strafacce lo señala, se trata de un trabajo bajo “la influencia del Cortázar de Historia de cronopios y de famas o, más prudente, de alguna fuente común”. Más allá de que valga o no releer este texto temprano, lo cierto es que en esta revista de humor dirigida por Luis Alberto Murray, Osvaldo Lamborghini publicó tal vez sus primeros textos narrativos.
Además de “6 cosas”, presentamos en este número de Invisibles, tres relatos no recopilados que pudimos encontrar en La hipotenusa. Se trata nuevamente de textos humorísticos y, valga la aclaración que hiciera Strafacce en su biografía, si no tuvieran valor literario, tienen un inmenso valor documental: así escribía Osvaldo Lamborghini en 1967, dos años antes de El fiord.
Matías H. Raia
6 cosas
En revista La hipotenusa, n.° 2, 18 de mayo de 1967, p. 58.
1
LOS CÁLCULOS NUNCA FALLAN
No se puede calcular cuántas cabezas tiene un hombre sin antes saber cuántas veces fue ministro. Si un hombre tiene siete cabezas eso significa que llegará a ordenanza. Si tiene tres cabezas y una mandarina llegará a ordenanza municipal. Si no tiene cabeza ni pies rodará por el mundo. Pero jamás se mirará el ombligo.
2
EL RESENTIDO
El ingeniero hizo un vasto ademán.
—A esto falta redactarle un prólogo —dijo.
Seguro de sí mismo, el técnico proyectista respondió: “Ingeniero, los acorazados no necesitan prólogos”. Yo, mirándolos a ambos, me roía las uñas debajo de la mesa. Mueran los ingenieros, los técnicos, los acorazados, los prólogos. Sentí que empezaba a hincharme como un sapo y, efectivamente, me transformé en sapo. Sobre mi piel disecada escribieron el acorazado del prólogo.
3
NOSOTROS Y LO DULCE
Él murió y nosotros lo felicitamos porque murió dulcemente, su corazón atravesado por una lanza de dulce de leche. Entonces nosotros lo enterramos. Al poco tiempo murió ella, también dulcemente, degollada por una fina porción de torta de frutillas. Entonces nosotros no la enterramos. Los asistentes al modesto entierro y al brillante no entierro optamos por comernos los restos del dulce y las porciones que aún quedaban de la torta de frutillas. Entonces nos convertimos en árboles. Ahora no sabemos quién muere y quién no muere, ni podemos enterrarlos ni no enterrarlos Pero igual nos divertimos en grande y ya no se nos caen los dientes.
4
CREER O REVENTAR
Burócrata es el viento.
5
JUSTIFICACIÓN DE LA ABULIA
Cada vez que me descalzo, los pies se me quedan adentro de los zapatos y yo los miro. Reflexiono: no son los pies de Juan o Pedro; son los pies de Roberto y Eulalio. Debo soportarlos, entonces, como me soporto a mí mismo. Como soporto a mi esposa, que nunca bebe alcohol. El problema se agrava cuando Roberto y Eulalio mientras duermo me roban los zapatos, con los pies adentro. A la mañana miro las rayas del pijama, la barba que me crece hasta las ojeras. Miro mi cuerpo inmóvil que termina en los tobillos. Pensar que si fuera bicicleta, yo tendría ruedas.
6
RÁPIDO, A SU ENCUENTRO
Revisando papeles viejos una tarde de domingo, mi mujer y yo descubrimos que teníamos unos parientes en Oslo. Nos encasquetamos nuestros respectivos sombreros y, con lo que teníamos puesto, tomamos el avión. La impaciencia nos devoró durante el viaje, pero al fin llegamos. Un taxi velocísimo nos llevó hasta la casa que ellos habitaban. Golpeamos. Ellos abrieron la puerta. Sonriente, los observé durante un instante y después dije:
—Allá en la Argentina nos enteramos que ustedes son parientes nuestros y vinimos a conocerlos.
—Bueno.
La pasta de la mañana
En revista La hipotenusa, n.° 4, 01 de junio de 1967, p. 16.
El dentífrico es la pasta de la mañana. Con un poco más de coraje tal vez dijera: de esa madera está hecha la mañana, pero quizás suene a cuento, a invención, a estadística inflada, cuando de lo que aquí se trata es de decir, simplemente: el dentífrico, invento especial para lustrar dentaduras de ébano, amigazo del marfil, retobado con el tabaco, echado para atrás con la yerba, el café y todo lo que le mete manchas a lo blanco.
***
Sí; el dentífrico es la pasta de la mañana aunque lo nieguen los insidiosos italianos. Anida en tubos de diversos tamaños y ahí se queda hasta que usted, suavemente, lo saca. O hasta que el señor Gordillo pisa sin querer el pomo y, violentamente, lo saca. O hasta que se presenta alguien en la casa (alguien que toca demasiado bien la guitarra), y lo convierte en serpiente que se emboba con la música y baila.
***
A veces el dentífrico se enloquece y a veces estalla. Cuando le da la locura se saca el sombrero y se libera, galopa por toda la casa, la firuletea de blanco, les pone puntillas con sabor a menta a las cortinas de las ventanas. Obstinación sería negarlo: cuando se enloquece es bravo. Tanto escribe una diatriba en el espejo como “Feliz Cumpleaños” en los zapatos de charol recién lustrados.
***
Y además… barbaridad… ¡cuando estalla! Macanas. Nada grave ocurre cuando estalla. La explosión asusta, conmueve al barrio, despoja de sus sombreretes de paja a las grandes damas (y todo el mundo se da cuenta que ellas son calvas), pero ahí se queda la cosa, de ahí no pasa... Los fragmentos del dentífrico que estalla en un principio se dispersan; luego se reencuentran en comarcas casi lejanas, forman esas casitas blancas, acurrucadas bajo el sol, que usted ve desde la ventanilla del tren si es que viaja (y mala suerte si no viaja).
***
Claro que el culto al dentífrico tiene también sus fanáticos, sus idólatras exagerados. Pero cualquiera que tenga dos tubos de frente advierte por sí sólo que comérselo es una verdadera pavada. Mejor llevar siempre un pomo en el bolsillo para escribir “Viva Yo” en la espalda del pasajero de adelante, o para fabricarse bigotes y mechones blancos si a uno se le da por decir “que peina canas”.
***
Entraña solamente un riesgo el abuso del dentífrico: despertarse convertido en elefante, cualquier mañana.
En revista La hipotenusa, n.° 4, 01 de junio de 1967, p. 16.
El dentífrico es la pasta de la mañana. Con un poco más de coraje tal vez dijera: de esa madera está hecha la mañana, pero quizás suene a cuento, a invención, a estadística inflada, cuando de lo que aquí se trata es de decir, simplemente: el dentífrico, invento especial para lustrar dentaduras de ébano, amigazo del marfil, retobado con el tabaco, echado para atrás con la yerba, el café y todo lo que le mete manchas a lo blanco.
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Sí; el dentífrico es la pasta de la mañana aunque lo nieguen los insidiosos italianos. Anida en tubos de diversos tamaños y ahí se queda hasta que usted, suavemente, lo saca. O hasta que el señor Gordillo pisa sin querer el pomo y, violentamente, lo saca. O hasta que se presenta alguien en la casa (alguien que toca demasiado bien la guitarra), y lo convierte en serpiente que se emboba con la música y baila.
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A veces el dentífrico se enloquece y a veces estalla. Cuando le da la locura se saca el sombrero y se libera, galopa por toda la casa, la firuletea de blanco, les pone puntillas con sabor a menta a las cortinas de las ventanas. Obstinación sería negarlo: cuando se enloquece es bravo. Tanto escribe una diatriba en el espejo como “Feliz Cumpleaños” en los zapatos de charol recién lustrados.
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Y además… barbaridad… ¡cuando estalla! Macanas. Nada grave ocurre cuando estalla. La explosión asusta, conmueve al barrio, despoja de sus sombreretes de paja a las grandes damas (y todo el mundo se da cuenta que ellas son calvas), pero ahí se queda la cosa, de ahí no pasa... Los fragmentos del dentífrico que estalla en un principio se dispersan; luego se reencuentran en comarcas casi lejanas, forman esas casitas blancas, acurrucadas bajo el sol, que usted ve desde la ventanilla del tren si es que viaja (y mala suerte si no viaja).
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Claro que el culto al dentífrico tiene también sus fanáticos, sus idólatras exagerados. Pero cualquiera que tenga dos tubos de frente advierte por sí sólo que comérselo es una verdadera pavada. Mejor llevar siempre un pomo en el bolsillo para escribir “Viva Yo” en la espalda del pasajero de adelante, o para fabricarse bigotes y mechones blancos si a uno se le da por decir “que peina canas”.
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Entraña solamente un riesgo el abuso del dentífrico: despertarse convertido en elefante, cualquier mañana.
El cabezón
En revista La hipotenusa, n.° 12, 20 de julio de 1967, p. 26.
Los Cabezones existen. No es necesario excavar tumbas ni ninguna otra clase de terrenitos misteriosos para encontrarlos. Los Cabezones también mueren (no hay velorio de Cabezón que yo me pierda), pero su manera casi permanente de hacerse visibles es vivir, colear, habitar hermosas casas de dos pisos (uno exclusivo para la Cabeza) en los barrios retirados del Centro.
Los Cabezones no son de utilidad pública ni privada. Sin embargo (he aquí la contradicción) nos prestan un enorme servicio por el solo hecho de vivir. ¡Cuántos jardines se pondrían mustios si de golpe la raza de los Cabezones desapareciera!
De tiempo en tiempo ellos padecen fútiles enojos durante los cuales amenazan emplear a fondo su capacidad de violencia. Pero no emplean nada y repiquetean de puro contentos cuando uno les permite zambullirse en las parvas (de Cabeza, que es su única e invariable posibilidad de zambullirse, aunque recordarles esta invariabilidad puede que los hiera...).
Los Cabezones están llenos de manías, de irrenunciables hábitos. Escribirlos todos seria largo. El ludo les proporciona coherencia ideológica; los mantiene lúcidos al mismo tiempo que los apasiona. El que pierde una partida (es costumbre) se castiga la frente, varias veces con la mano abierta mientras mira un árbol sureño.
Los Cabezones tienen un alimento preferido, una dieta básica. El flan con crema. Rodeándolo con verdaderas fortificaciones de crema han logrado el milagro del Flan Inmóvil, pero no se jactan de ello. Comen flan con crema a toda hora y por cualquier motivo celebran fiestas donde sólo se sirve flan con crema (en bañeras).
Los Cabezones se casan entre sí y educan a sus hijos con sus propias manos. Cuando se casan entre sí son relativamente felices.
Cuando se casan entre no, se divorcian y al poco tiempo mueren.
Además, los Cabezones son de una amabilidad exquisita. En el ómnibus nunca dejan de cederle el asiento a las señoras con niños, a los perros fatigados de pasear ancianos, a los autores de obras completas...
Vale la alegría conocerlos.
En revista La hipotenusa, n.° 12, 20 de julio de 1967, p. 26.
Los Cabezones existen. No es necesario excavar tumbas ni ninguna otra clase de terrenitos misteriosos para encontrarlos. Los Cabezones también mueren (no hay velorio de Cabezón que yo me pierda), pero su manera casi permanente de hacerse visibles es vivir, colear, habitar hermosas casas de dos pisos (uno exclusivo para la Cabeza) en los barrios retirados del Centro.
Los Cabezones no son de utilidad pública ni privada. Sin embargo (he aquí la contradicción) nos prestan un enorme servicio por el solo hecho de vivir. ¡Cuántos jardines se pondrían mustios si de golpe la raza de los Cabezones desapareciera!
De tiempo en tiempo ellos padecen fútiles enojos durante los cuales amenazan emplear a fondo su capacidad de violencia. Pero no emplean nada y repiquetean de puro contentos cuando uno les permite zambullirse en las parvas (de Cabeza, que es su única e invariable posibilidad de zambullirse, aunque recordarles esta invariabilidad puede que los hiera...).
Los Cabezones están llenos de manías, de irrenunciables hábitos. Escribirlos todos seria largo. El ludo les proporciona coherencia ideológica; los mantiene lúcidos al mismo tiempo que los apasiona. El que pierde una partida (es costumbre) se castiga la frente, varias veces con la mano abierta mientras mira un árbol sureño.
Los Cabezones tienen un alimento preferido, una dieta básica. El flan con crema. Rodeándolo con verdaderas fortificaciones de crema han logrado el milagro del Flan Inmóvil, pero no se jactan de ello. Comen flan con crema a toda hora y por cualquier motivo celebran fiestas donde sólo se sirve flan con crema (en bañeras).
Los Cabezones se casan entre sí y educan a sus hijos con sus propias manos. Cuando se casan entre sí son relativamente felices.
Cuando se casan entre no, se divorcian y al poco tiempo mueren.
Además, los Cabezones son de una amabilidad exquisita. En el ómnibus nunca dejan de cederle el asiento a las señoras con niños, a los perros fatigados de pasear ancianos, a los autores de obras completas...
Vale la alegría conocerlos.
El problema de nacer demasiado grande
En revista La hipotenusa, n.° 13, 03 de agosto de 1967, p. 24.
Yo que nací adulto, puedo valorizar a la niñez en su exacta medida. En cuanto nací me atusé el bigote y contemplé a mi madre, y la ayudé a reponerse del trance.
—Hijo —me dijo ella—, el corte de tu sobretodo a cuadros blancos y negros no es tan elegante como yo hubiese querido. ¿Me perdonas?.
—Madre —dije yo—, no intentes distraerme con minucias: me consta que jamás seré niño.
Ella se largó a llorar, mordiendo el borde gris de su camisón.
A mi izquierda, el médico y las enfermeras me contemplaban en silencio. El médico se abrió la boca con las dos manos, todo lo que pudo, y me sacó la lengua. Pero yo no me reí.
—Hazlo por mí —susurró mi madre.
Yo me acerqué a ellos, quise sonreírles. Lo único que logré fue que se me ladeara el sombrero, a lo compadre.
—Es agresivo —declararon a coro, y se fueron, ofendidos.
Acaricié la dorada trenza de mi madre, para consolarla. Ella me entregó unos cubos a cuadros blancos y negros, como mi sobretodo, rogándome que jugara con ellos. Durante más de dos horas estuve manipulándolos, sentado en el suelo, sin ningún resultado. Hacía pilas, las derrumbaba en seguida. Me preguntaba cosas: ¿Por qué cubos?, ¿y por qué pilas? Quizás… ¿Madre? ¿Por qué madre?... La miré. Ella rezaba sus oraciones, arrodillada junto a la cama; deslizaba entre sus dedos las cuentas del rosario, mirando la escasa luz que atravesaba la claraboya del techo.
Así la dejé, y me puse a recorrer la clínica. Quería explicarme con el médico y las enfermeras. Intentarlo, al menos. Me dieron vuelta la cara. El doctor se armó de una inyección y me amenazó: “No se acerque un sólo paso más”.
Fui hasta la salida. Pensaba: “No me aceptan porque yo no me acepto a mí mismo”. Me alegré porque ése era un pensamiento pueril; de tan pueril, casi psicoanalítico; un pensamiento de niño. Sin embargo, ya era demasiado tarde para volver atrás y demostrarlo. Muy tarde para ser niño.
Cuando me disponía a salir a la calle la enfermera portera me gritó desde su escritorio:
—¡Eh, Adultón!... Debe firmar antes de retirarse.
Me tendió la lapicera y yo firmé donde me indicaba. Abrí la boca para despedirme pero ella me aplicó un sonoro bofetón, al mismo tiempo que murmuraba: “Imbécil...”. Como para sí misma.
En revista La hipotenusa, n.° 13, 03 de agosto de 1967, p. 24.
Yo que nací adulto, puedo valorizar a la niñez en su exacta medida. En cuanto nací me atusé el bigote y contemplé a mi madre, y la ayudé a reponerse del trance.
—Hijo —me dijo ella—, el corte de tu sobretodo a cuadros blancos y negros no es tan elegante como yo hubiese querido. ¿Me perdonas?.
—Madre —dije yo—, no intentes distraerme con minucias: me consta que jamás seré niño.
Ella se largó a llorar, mordiendo el borde gris de su camisón.
A mi izquierda, el médico y las enfermeras me contemplaban en silencio. El médico se abrió la boca con las dos manos, todo lo que pudo, y me sacó la lengua. Pero yo no me reí.
—Hazlo por mí —susurró mi madre.
Yo me acerqué a ellos, quise sonreírles. Lo único que logré fue que se me ladeara el sombrero, a lo compadre.
—Es agresivo —declararon a coro, y se fueron, ofendidos.
Acaricié la dorada trenza de mi madre, para consolarla. Ella me entregó unos cubos a cuadros blancos y negros, como mi sobretodo, rogándome que jugara con ellos. Durante más de dos horas estuve manipulándolos, sentado en el suelo, sin ningún resultado. Hacía pilas, las derrumbaba en seguida. Me preguntaba cosas: ¿Por qué cubos?, ¿y por qué pilas? Quizás… ¿Madre? ¿Por qué madre?... La miré. Ella rezaba sus oraciones, arrodillada junto a la cama; deslizaba entre sus dedos las cuentas del rosario, mirando la escasa luz que atravesaba la claraboya del techo.
Así la dejé, y me puse a recorrer la clínica. Quería explicarme con el médico y las enfermeras. Intentarlo, al menos. Me dieron vuelta la cara. El doctor se armó de una inyección y me amenazó: “No se acerque un sólo paso más”.
Fui hasta la salida. Pensaba: “No me aceptan porque yo no me acepto a mí mismo”. Me alegré porque ése era un pensamiento pueril; de tan pueril, casi psicoanalítico; un pensamiento de niño. Sin embargo, ya era demasiado tarde para volver atrás y demostrarlo. Muy tarde para ser niño.
Cuando me disponía a salir a la calle la enfermera portera me gritó desde su escritorio:
—¡Eh, Adultón!... Debe firmar antes de retirarse.
Me tendió la lapicera y yo firmé donde me indicaba. Abrí la boca para despedirme pero ella me aplicó un sonoro bofetón, al mismo tiempo que murmuraba: “Imbécil...”. Como para sí misma.