Año 5 / Número 22 / Diciembre 2017
La invención de Farrés
En Mi pequeña guerra inútil, Pablo Farrés elige las Islas Malvinas como escenario de la acción novelesca y toma distancia de un recurso narrativo muy presente en su obra previa. Aquí las peripecias del protagonista ocupan el centro del relato, y los diálogos entre los diferentes personajes van develando el enigma de esta historia circular y lisérgica en el Atlántico Sur.
Ni en la más modesta e incompleta de las listas de ficción argentina donde el conflicto del Atlántico Sur opere como uno de sus centros de gravedad deberían faltar Los pichiciegos (Fogwill, 1983); Historia argentina (Rodrigo Fresán, 1991); La flor azteca (Gustavo Nielsen, 1997); Las islas (Carlos Gamerro, 1998); Kelper (Raúl Vieytes, 1999); Guerra conyugal (Edgardo Russo, 2000); Una puta mierda (Patricio Pron, 2007); Segunda vida (Guillermo Orsi, 2011), Trasfondo (Patricia Ratto, 2012) y La construcción (Carlos Godoy, 2014). En este marco podemos ahora incluir Mi pequeña guerra inútil, la novela de Pablo Farrés (n. en 1974) que publicó la editorial cordobesa Nudista, una de aquellas cuyo catálogo conviene hoy seguir con mucha atención.
Para su narrativa con el fondo de la guerra de Malvinas, Farrés elige un derrotero nuevo, no transitado por los autores antes mencionados. Nunca parece buscar la representación realista, sentimental, polifónica, tecnológica, futurista o confesional de la acción. Prefiere contar la guerra desde el lado inglés, a partir del efecto alucinatorio que provoca en los soldados una bomba psicofarmacológica que treinta años atrás los británicos arrojaron sobre Malvinas. El protagonista tiene por misión viajar a las islas para desarticular las operaciones en el terreno del ejército inglés. En un campo de batalla ampliado, donde los psicofármacos que flotan en el aire desdibujan las fronteras entre pasado, presente y porvenir, donde los soldados argentinos son espectros y fantasmas que deambulan sin destino ni propósito, el teniente John Anderson debe matar al comandante Anderson. Desde un principio sabemos que el teniente Anderson fue anoticiado por una carta –que acaso él mismo redactó (en el futuro)– de que las islas del Atlántico Sur son un lugar donde jamás nadie entra ni sale. El archipiélago es la obra de un “monstruo psíquico con voluntad propia”, "una jaula mental": es el resultado del “cerebro de un hidrocefálico, un idiota babeante”. También descubre que en esa guerra inútil opera una lógica invertida: los soldados ingleses alucinan ser argentinos y los soldados argentinos creen ser ingleses, aunque ninguno puede renunciar al papel que le tocó representar ni ponerle fin a esa farsa. La muerte no es ninguna solución, las balas del enemigo atraviesan sus cuerpos sin causar daño. El devenir esquizofrénico replica una y otra vez las imágenes de la guerra, y la tropa rival de los dos ejércitos reitera su imagen de espectro fantasmal en una proyección aleatoria e impredecible.
Para su narrativa con el fondo de la guerra de Malvinas, Farrés elige un derrotero nuevo, no transitado por los autores antes mencionados. Nunca parece buscar la representación realista, sentimental, polifónica, tecnológica, futurista o confesional de la acción. Prefiere contar la guerra desde el lado inglés, a partir del efecto alucinatorio que provoca en los soldados una bomba psicofarmacológica que treinta años atrás los británicos arrojaron sobre Malvinas. El protagonista tiene por misión viajar a las islas para desarticular las operaciones en el terreno del ejército inglés. En un campo de batalla ampliado, donde los psicofármacos que flotan en el aire desdibujan las fronteras entre pasado, presente y porvenir, donde los soldados argentinos son espectros y fantasmas que deambulan sin destino ni propósito, el teniente John Anderson debe matar al comandante Anderson. Desde un principio sabemos que el teniente Anderson fue anoticiado por una carta –que acaso él mismo redactó (en el futuro)– de que las islas del Atlántico Sur son un lugar donde jamás nadie entra ni sale. El archipiélago es la obra de un “monstruo psíquico con voluntad propia”, "una jaula mental": es el resultado del “cerebro de un hidrocefálico, un idiota babeante”. También descubre que en esa guerra inútil opera una lógica invertida: los soldados ingleses alucinan ser argentinos y los soldados argentinos creen ser ingleses, aunque ninguno puede renunciar al papel que le tocó representar ni ponerle fin a esa farsa. La muerte no es ninguna solución, las balas del enemigo atraviesan sus cuerpos sin causar daño. El devenir esquizofrénico replica una y otra vez las imágenes de la guerra, y la tropa rival de los dos ejércitos reitera su imagen de espectro fantasmal en una proyección aleatoria e impredecible.
Mire alrededor–dice el coronel Stanton–: la guerra continúa, las batallas siguen librándose, los mismos aviones Pucará nunca dejan de atravesar el cielo, si usa los prismáticos verá que el crucero General Belgrano sigue hundiéndose, nuestras patrullas se condenan a levantar siempre los mismos muertos al costado de las rutas, y los soldados no terminan nunca de morir. Y usted sabe lo mismo que yo: la guerra terminó hace ya más de treinta años. Se trata de un trauma tan enquistado en nuestros cerebros que la isla lo aprovecha tomando nuestros recuerdos para materializarlos como un presente inacabado.
Y dirá el teniente Aldoux Rich, en cuyo nombre se combinan la referencia a Aldo Rico y al escritor Aldous Huxley, quien en Las puertas de la percepción y en Cielo e Infierno glosa los efectos alucinógenos de la mescalina:
–Las islas no pueden ser solamente una máquina de producir imágenes, tiene que haber algo más, ¿entiende? En el fondo de la máquina debe encontrarse el agente de la producción, el sujeto de estos pensamientos...
–Quizá la guerra del 82 era el presente de las Islas y nosotros un mero simulacro de lo que ellas proyectaban imaginariamente– dice el narrador.
Esta máquina de narrar, en medio de una isla remota, que proyecta en el presente el "adverso milagro" de espectros o fantasmas con los que resulta imposible interactuar, presenta mayores puntos de contacto con La invención de Morel (1941) de Adolfo Bioy Casares, que con otras novelas argentinas sobre Malvinas. Como en su obra anterior, Farrés remite al canon literario nacional para desplegar ante él, con él, en él, un juego de repeticiones y diferencias: sólo lo ajeno nos vuelve propios –pareciera insinuar–, sólo hay escritor argentino si hay tradición. No es casual que promediando la historia de Mi pequeña guerra inútil el amante negro con el que fantasea el protagonista lleve por nombre Tadeo Isidoro, quien en el poema épico de José Hernández decide pasarse al bando del gaucho desertor para equilibrar el combate desigual de sus captores. Aquí también obra, o parece obrar, la lógica de la inversión, pero una inversión que «enderezara». Si en el Martín Fierro el negro Tadeo Isidoro Cruz se cruza al bando desertor del blanco Fierro, aquí en el Extremo Sur es el blanco teniente de apellido nórdico, Ander / Son, el hijo de otro, quien fantasea con que el negro Cruz se "cruce" de su lado. (Esta relación homoerótica entre dos gauchos tiene otro antecedente en el canon de la literatura argentina: el poema "Moreira", de Néstor Perlongher, incluido en Alambres (1987), donde el autor sugiere que esa amistad debe leerse desde la pasión física por el beso que se dan en la boca en su despedida).
En su última novela, Pablo Farrés toma distancia de un recurso narrativo muy presente en sus libros anteriores (que analizamos en este link). Aquí la acción y las peripecias del protagonista ocupan el centro del relato. Diálogos extensos entre los diferentes personajes van develando el enigma de los hechos en las islas misteriosas, e irradian su dinámica particular a la trama novelesca. Al enfocarse en la narración de acontecimientos progresivos, Farrés se abstiene de su anterior predilección por colocar toda su artillería verbal y discursiva en el soliloquio mental de sus protagonistas, tal como sucedía en El punto idiota (2010), El desmadre (2013) y El reglamento (2013).
Mi pequeña guerra inútil es también una novela circular: los hechos narrados fuerzan al lector a volver al principio una vez finalizada la lectura. Una trama recursiva que se come su propia cola, una cinta de Moebius en la que Anderson, Douglas, Stanton, Reynols y Thompson deben tratar de poner fin a la pesadilla paranoica de una guerra que jamás termina o que siempre recomienza. Asistimos a los restos de una guerra que bien podría representar cualquiera de las pinturas de Hieronymus Bosch (homenajeado en esta novela con el personaje Jerónimo Elbosco), o aquellas con las que Cándido López ilustró la Guerra de la Triple Alianza, si en ellas agregáramos un ejército fantasma al otro lado del campo de batalla.
Todo vuelve a repetirse en esta novela de Farrés, a comenzar de nuevo, como si la Guerra de Malvinas aún estuviera en el fondo de nuestra memoria, de nuestra historia argentina, para que el trauma, esa desgracia innombrable, jamás termine de contarse, aunque más no sea el cuento de un idiota o de un loco, lleno de ruido y furia, que no significa nada. “En esta pequeña guerra inútil que nunca termina –escribe el crítico Omar Genovese en el prólogo–, (como no termina el discurso, como no termina la forma de sufrir del cuerpo humano, porque tener consciencia de la muerte ya es una forma de empezar a sufrir), todo se hace evanescente, capaz de repetir esa imposibilidad de transferencia del dolor.”