Año 3 / Número 11 / Septiembre 2015
La anticomedia, o la comunidad insospechada
Mi amiga del parque (2015), cuarto film de Ana Katz, explora la maternidad y la comunidad. Con un punto de vista original, enfoca las formas del amor, de la confianza y del deseo femenino, en el marco de una comedia suspensiva que indaga la relación entre lo público y lo privado en las sociedades contemporáneas.
Bajo lo familiar, descubramos lo insólito,
bajo lo cotidiano, encontremos lo inexplicable.
Que todo lo llamado habitual nos inquiete.
En la regla descubramos el abuso
Y en todas partes donde el abuso se muestra,
encontremos el remedio.
Bertolt Brecht, La excepción y la regla
bajo lo cotidiano, encontremos lo inexplicable.
Que todo lo llamado habitual nos inquiete.
En la regla descubramos el abuso
Y en todas partes donde el abuso se muestra,
encontremos el remedio.
Bertolt Brecht, La excepción y la regla
Cuando termina de bañar a Nicanor, con mucho cuidado Liz se esfuerza por alcanzar la toalla desde la bañera, pero no llega, así que alza al bebé en brazos. Acto seguido, del otro lado de la cortina de baño, la escuchamos llorar mientras se ducha. Después, le da la mamadera. Se prepara polenta, que come parada en la cocina, y revisa los mensajes del celular, que le dejaron Gustavo, su marido: “Hola Liz, hola Nica, ¿cómo andan? Acá papá, paaa-pá”, y su padre: “Hola Liz, estaba arreglando el escritorio y encontré una frase muy linda de Nicanor Parra, que te la leo: ‘A ver si alguna vez nos agrupamos realmente todos y nos ponemos firmes como gallinas que defienden a sus pollitos’”.
En el parque, Liz se acerca al sector de los juegos y escucha la voz de una mujer, Rosa, que está cantándole a una beba, subida a una hamaca. Se saludan. Liz intenta sentar a Nicanor en la sillita, pero se le complica. Rosa le dice: “¿Querés que te ayude?” Luego se presentan. Liz le pregunta si le da la teta. “No, no, mi hermana le dio… Sí, porque nuestra mamá murió hace un año y fue muy triste, y se le cortó, y ahí empezamos con la mamadera, pero mirala, crece igual”. Rosa le pregunta a Liz si tiene pareja. “Sí, sí, pero está en Chile, trabajando, así que nos arreglamos solos.” “¿Y tenés auto?”, agrega Rosa. “Sí, ¿por?” “No, porque yo tengo una teoría que es ‘madre soltera necesita auto’”. “Pero yo no soy soltera”, aclara Liz. “Bueno, me refiero a ‘marido lejos’. Madre soltera… marido afuera… eso.”
En estas instantáneas de llantos acallados, de sílabas alargadas, de rimas fáciles, de comidas rápidas, se puede descubrir, bajo la minuciosa contemplación de lo cotidiano, bajo la ligera constatación de los hábitos, bajo la trama de las conversaciones anodinas, la particular delicadezaque la obra de Ana Katz contiene como un secreto atesorado. Las secuencias iniciales de Mi amiga del parque expresan sus dos grandes operaciones de puesta en escena: de un lado, las formas y los dispositivos del espacio (la casa, el parque, el auto, la computadora, el teléfono); del otro, los registros de la palabra y sus juegos de lenguaje (el habla, la poesía, el mensaje, la tergiversación).
El cuarto largometraje de Katz narra la historia de Liz, madre primeriza, recién mudada con su bebé, Nicanor, a un nuevo barrio. Como su marido está de viaje en Chile, filmando un documental sobre volcanes, se conectan por Skype. Liz parece medio perdida. Está sola. Su mamá murió el año anterior y su papá, un tanto ausente, le manda grabaciones con poemas de Nicanor Parra, el tocayo de su nieto. Entonces, decide buscar ayuda. Contrata a una niñera, Yazmina, para que se ocupe de algunas tareas de la casa y de cuidar al bebé, así ella puede retomar de a poco su puesto en la editorial o ir a ver una noche la obra de teatro de Lucho, ex amante y actual compañero de trabajo. Para aprovechar los días de sol, lleva a Nicanor de paseo al parque, donde se forma una reunión de madres y algún padre que comparten confesiones, inseguridades, intercambios de experiencias y perspectivas sobre el cuidado de los hijos. Allí conoce a dos hermanas, Rosa y Renata, las hermanas “R”, con quienes trama una amistad especial.
A partir de este argumento hilvanado por los vínculos de Liz con los distintos personajes, cuerpo y lenguaje despliegan toda su potencia. Proximidades y lejanías; diálogos y mensajes; a poco de andar, el film demuestra que la distancia y el contacto no son sólo cuestiones físicas, sino también simbólicas, y que el lenguaje no es sólo simbólico, sino también material. Combinando estas dos dimensiones, la película enfoca la maternidad y la comunidad, sus relaciones y sus espacios.
La mamadera, el abrigo, el descanso, el abrazo, el canto: la figura materna se extiende en las inmediaciones del espacio afectivo, por el contacto con un mundo de indicios que se arraigan en la presencia del cuerpo, a diferencia del orden simbólico, la ley del padre, que ejerce una influencia a la distancia. Desde esta oposición, la película desenvuelve un flujo permanente de inestabilidades: equivocaciones, malentendidos, diferencias entre los géneros, las clases, los estilos de vida, las costumbres, los modos de vestirse, de hablar, de entender la amistad, de imaginar las posibilidades de una comunidad.
Mi amiga del parque: el título adelanta la relevancia que el film otorga a las relaciones y al espacio; o mejor dicho, a las formas en que el espacio y el lenguaje trabajan la construcción de lo común. En la interacción de estos órdenes diversos, el de la contigüidad y el del símbolo, el film realiza su gran apuesta: desmontar el abuso ideológico de lo evidente y las esencias a través de una reflexión sobre las relaciones y la cultura. ¿Qué es la maternidad?, ¿qué es el amor, qué es la amistad?, y sobre todo, ¿cómo deconstruir la relación entre lo público y lo privado?; en fin, ¿cómo crear una comunidad, una ficción moral, bajo el fantasma de la incomunicación? El guión de Katz e Inés Bortagaray se afianza en dos registros del lenguaje. Por un lado, el lenguaje altivo, insistente, terrorista de la interrogación, y el lenguaje paternal y consabido del consejo, cuyo exponente máximo es Yazmina, la señora niñera: “¿Liz, vos fumás? ¿Dormiste en el sofá?”, o bien: “Vos tendrías que buscarte un día para hacer las compras. Yo te hablo de la comida porque la verdad es que te veo bastante flaquita. Y a Nica también”. Formas del lenguaje que niegan el derecho a no saber, o el derecho al deseo incierto.
En el parque, Liz se acerca al sector de los juegos y escucha la voz de una mujer, Rosa, que está cantándole a una beba, subida a una hamaca. Se saludan. Liz intenta sentar a Nicanor en la sillita, pero se le complica. Rosa le dice: “¿Querés que te ayude?” Luego se presentan. Liz le pregunta si le da la teta. “No, no, mi hermana le dio… Sí, porque nuestra mamá murió hace un año y fue muy triste, y se le cortó, y ahí empezamos con la mamadera, pero mirala, crece igual”. Rosa le pregunta a Liz si tiene pareja. “Sí, sí, pero está en Chile, trabajando, así que nos arreglamos solos.” “¿Y tenés auto?”, agrega Rosa. “Sí, ¿por?” “No, porque yo tengo una teoría que es ‘madre soltera necesita auto’”. “Pero yo no soy soltera”, aclara Liz. “Bueno, me refiero a ‘marido lejos’. Madre soltera… marido afuera… eso.”
En estas instantáneas de llantos acallados, de sílabas alargadas, de rimas fáciles, de comidas rápidas, se puede descubrir, bajo la minuciosa contemplación de lo cotidiano, bajo la ligera constatación de los hábitos, bajo la trama de las conversaciones anodinas, la particular delicadezaque la obra de Ana Katz contiene como un secreto atesorado. Las secuencias iniciales de Mi amiga del parque expresan sus dos grandes operaciones de puesta en escena: de un lado, las formas y los dispositivos del espacio (la casa, el parque, el auto, la computadora, el teléfono); del otro, los registros de la palabra y sus juegos de lenguaje (el habla, la poesía, el mensaje, la tergiversación).
El cuarto largometraje de Katz narra la historia de Liz, madre primeriza, recién mudada con su bebé, Nicanor, a un nuevo barrio. Como su marido está de viaje en Chile, filmando un documental sobre volcanes, se conectan por Skype. Liz parece medio perdida. Está sola. Su mamá murió el año anterior y su papá, un tanto ausente, le manda grabaciones con poemas de Nicanor Parra, el tocayo de su nieto. Entonces, decide buscar ayuda. Contrata a una niñera, Yazmina, para que se ocupe de algunas tareas de la casa y de cuidar al bebé, así ella puede retomar de a poco su puesto en la editorial o ir a ver una noche la obra de teatro de Lucho, ex amante y actual compañero de trabajo. Para aprovechar los días de sol, lleva a Nicanor de paseo al parque, donde se forma una reunión de madres y algún padre que comparten confesiones, inseguridades, intercambios de experiencias y perspectivas sobre el cuidado de los hijos. Allí conoce a dos hermanas, Rosa y Renata, las hermanas “R”, con quienes trama una amistad especial.
A partir de este argumento hilvanado por los vínculos de Liz con los distintos personajes, cuerpo y lenguaje despliegan toda su potencia. Proximidades y lejanías; diálogos y mensajes; a poco de andar, el film demuestra que la distancia y el contacto no son sólo cuestiones físicas, sino también simbólicas, y que el lenguaje no es sólo simbólico, sino también material. Combinando estas dos dimensiones, la película enfoca la maternidad y la comunidad, sus relaciones y sus espacios.
La mamadera, el abrigo, el descanso, el abrazo, el canto: la figura materna se extiende en las inmediaciones del espacio afectivo, por el contacto con un mundo de indicios que se arraigan en la presencia del cuerpo, a diferencia del orden simbólico, la ley del padre, que ejerce una influencia a la distancia. Desde esta oposición, la película desenvuelve un flujo permanente de inestabilidades: equivocaciones, malentendidos, diferencias entre los géneros, las clases, los estilos de vida, las costumbres, los modos de vestirse, de hablar, de entender la amistad, de imaginar las posibilidades de una comunidad.
Mi amiga del parque: el título adelanta la relevancia que el film otorga a las relaciones y al espacio; o mejor dicho, a las formas en que el espacio y el lenguaje trabajan la construcción de lo común. En la interacción de estos órdenes diversos, el de la contigüidad y el del símbolo, el film realiza su gran apuesta: desmontar el abuso ideológico de lo evidente y las esencias a través de una reflexión sobre las relaciones y la cultura. ¿Qué es la maternidad?, ¿qué es el amor, qué es la amistad?, y sobre todo, ¿cómo deconstruir la relación entre lo público y lo privado?; en fin, ¿cómo crear una comunidad, una ficción moral, bajo el fantasma de la incomunicación? El guión de Katz e Inés Bortagaray se afianza en dos registros del lenguaje. Por un lado, el lenguaje altivo, insistente, terrorista de la interrogación, y el lenguaje paternal y consabido del consejo, cuyo exponente máximo es Yazmina, la señora niñera: “¿Liz, vos fumás? ¿Dormiste en el sofá?”, o bien: “Vos tendrías que buscarte un día para hacer las compras. Yo te hablo de la comida porque la verdad es que te veo bastante flaquita. Y a Nica también”. Formas del lenguaje que niegan el derecho a no saber, o el derecho al deseo incierto.
Por el otro, el lenguaje ambiguo de una suerte de anticomedia, en la que el humor opera de manera clandestina, soterrada. (El humor de Katz exige ser rebobinado. Volver a ver sus films siempre le juega a favor.) Este placer indirecto está ligado al modo en que se trabaja el realismo, en la fina brecha entre el mito, los estereotipos y la doxa. Dramaturga; en primer lugar, su mirada explora los hechos cotidianos (importa poco si pequeños o grandes, de ninguna manera extravagantes) como signos de un teatro del mundo, cuyo ámbito representa en acto continuo una obra de sentidos desacoplados. En segundo lugar, el habla de sus personajes se equilibra entre un lenguaje prosaico, trivial, incluso inelegante, y un lenguaje artificioso que se desprende del naturalismo coloquial. Se trata de un arte de la comunicación levemente suspendido: la incongruencia, la indefinición, la rigidez de la palabra socavan la ficción del lenguaje transparente y ponen en escena un habla de la elipsis y la ambigüedad. Envuelto en conversaciones cotidianas, familiares, el espectador se predispone a escuchar noticias terrenales, sentidos comunes, proverbios larvados, fórmulas lavadas; el tono suena a charla de café, a sobremesa de domingo, a consejo de amigas, aunque indicios subterráneos transforman la palabra en gesto, lo serio en comedia, la simulada inocencia en incordio, el lugar común en palabra sedimentada.
Los personajes conversan con el lenguaje de todos los días, desde la frase ingeniosa hasta la palabra vulgar, desde el lunfardo hasta el extranjerismo: “Vamos antes de que vuelva tu dorima”, “Tenés una pinta de manejar como el culo…”, “Las hermanas R son unos personajes que te la voglio dire”. Trazos sin aspaviento, la película se solaza con los signos equívocos diseminados en la vida cotidiana. El cultismo no aparece en ninguna parte; menos aún la ostentación literaria. Figuran eslóganes, latiguillos, expresiones cuasi oraculares, el uso de un lenguaje formulario, en el que se dan cita, por caso, la tradición oral y el gesto de la onomástica: “Clarisa, la que todo lo ve”, presenta Rosa a la beba. Elementos fijos y frases hechas conviven con una conciencia de que la palabra, a menudo, es sentido adormecido: “Soy un as de la limpieza profunda”, dice Renata al caer de improviso a la casa de Liz. Es una constante: los seres que habitan el film parecen pronunciar un eco que es anterior a sus voces. Nadie trabaja en el cine argentino los estereotipos y los clichés como lo hace Katz: donde la mayoría encalla o grita, sus películas hablan con un tono en el que la comicidad toma distancia del lugar común y de la ironía a la vez.
Este es un hecho destacable, y que define el horizonte del film: amor por sus personajes. Patéticos, ingenuos, inexpertos, Mi amiga del parque no ejercita con ellos, ni sobre ellos, la ironía, arma de polémica y mueca de menosprecio; opta por el cariño, la empatía, la comprensión. La diferencia es un valor; mejor aún, la posibilidad de un cromatismo que reniega de lo pintoresco. Proletaria, empleada doméstica, escritora, taxista, niñera, cineasta; en el film, cada individuo aporta un color propio, en el que la luz no implica contraste, blanco sobre negro, seres oscuros y claros. Rosa y Renata, por ejemplo, no expresan el código de la búsqueda costumbrista ni la exhibición regocijada del subdesarrollo lingüístico, sino una diferencia social, que puede conducir a la reflexión sobre los estereotipos de clase, y a la convocatoria de la conversación y de la amistad como laboratorio de una sociedad de iguales.
Los personajes conversan con el lenguaje de todos los días, desde la frase ingeniosa hasta la palabra vulgar, desde el lunfardo hasta el extranjerismo: “Vamos antes de que vuelva tu dorima”, “Tenés una pinta de manejar como el culo…”, “Las hermanas R son unos personajes que te la voglio dire”. Trazos sin aspaviento, la película se solaza con los signos equívocos diseminados en la vida cotidiana. El cultismo no aparece en ninguna parte; menos aún la ostentación literaria. Figuran eslóganes, latiguillos, expresiones cuasi oraculares, el uso de un lenguaje formulario, en el que se dan cita, por caso, la tradición oral y el gesto de la onomástica: “Clarisa, la que todo lo ve”, presenta Rosa a la beba. Elementos fijos y frases hechas conviven con una conciencia de que la palabra, a menudo, es sentido adormecido: “Soy un as de la limpieza profunda”, dice Renata al caer de improviso a la casa de Liz. Es una constante: los seres que habitan el film parecen pronunciar un eco que es anterior a sus voces. Nadie trabaja en el cine argentino los estereotipos y los clichés como lo hace Katz: donde la mayoría encalla o grita, sus películas hablan con un tono en el que la comicidad toma distancia del lugar común y de la ironía a la vez.
Este es un hecho destacable, y que define el horizonte del film: amor por sus personajes. Patéticos, ingenuos, inexpertos, Mi amiga del parque no ejercita con ellos, ni sobre ellos, la ironía, arma de polémica y mueca de menosprecio; opta por el cariño, la empatía, la comprensión. La diferencia es un valor; mejor aún, la posibilidad de un cromatismo que reniega de lo pintoresco. Proletaria, empleada doméstica, escritora, taxista, niñera, cineasta; en el film, cada individuo aporta un color propio, en el que la luz no implica contraste, blanco sobre negro, seres oscuros y claros. Rosa y Renata, por ejemplo, no expresan el código de la búsqueda costumbrista ni la exhibición regocijada del subdesarrollo lingüístico, sino una diferencia social, que puede conducir a la reflexión sobre los estereotipos de clase, y a la convocatoria de la conversación y de la amistad como laboratorio de una sociedad de iguales.
En este contrapunto de lenguajes y matices, una figura clásica de la comedia emerge como operación decisiva del film: el malentendido. En un primer nivel, como forma de la distancia, éste encuentra su espacio y su sentido tanto en el interior del género como en el ámbito más amplio de lo político. “Entendí mal”, “Hubo un malentendido”, “No nos estamos entendiendo”: toda una retórica del desajuste y del sentido deslizado se trenza por las distancias. Distancias culturales, simbólicas, sociales con Rosa y Renata; distancias generacionales y experienciales con Yazmina; distancias físicas con Gustavo y su padre; distancias de género con Lucho; distancias ideológicas y etarias con otras madres.
En un segundo nivel, el malentendido, como forma efímera de la incongruencia, se inscribe en un fenómeno más amplio: el de toda una histéresis de los cuerpos sociales, de los comportamientos, de los hábitos. Hacer pis con la puerta abierta, tomar cerveza a las once de la mañana, intercambiarse la ropa, usar la ducha sin permiso, llevar un rapado asimétrico, viajar en auto y con los bebés haciendo upa, regalar guisos y estofados en tuppers; Katz ofrece migas que permiten recorrer en sentido inverso el camino de una clase: el de Rosa, una obrera que trabaja en la fábrica y “completa” su entrada de dinero vendiendo panes rellenos; el de Renata, que hace changas como empleada doméstica, en ese mundo por lo general sub-representado, que se contrapone al trabajo de Liz en las editoriales y el marketing cultural. “¿Por qué no?”, “¿Y qué problema hay…?”, dice Rosa.
La potencia del film reside en que la diferencia de clases y de costumbres no es un obstáculo infranqueable para el vínculo, porque éste se teje en las formas más elusivas de las experiencias comunes. Liz y Rosa tienen mucho en común: sus madres murieron hace poco tiempo, tuvieron novios en Mar del Plata; sobre todo, comparten un parque. Charlan en el sector de los juegos, sentadas al borde del arenero, con la cámara enfocándolas alternadamente como si estuviera también acompañando el espacio entre las dos. Conversan sobre experiencias de su propia infancia. Liz relata, por ejemplo, que en una ocasión se perdió estando con sus padres de vacaciones en Brasil. “¿Vos te perdiste alguna vez?”. La charla permite una conexión: “No, ¿perderme?, no, pero me acuerdo una vez, que nos teníamos que tomar un tren (mi mamá siempre se queja de que ella nos prepara a Renata y a mí y nosotras nunca estábamos listas), y me acuerdo que el tren estaba por salir, y se subió mi papá, y se subió mi mamá, y nosotras haciendo chistes, haciendo chistes, haciendo chistes, con Renata sin parar hacíamos chistes, y arrancó el tren”. Contracaras y complementos del malentendido, la paráfrasis, la narración, el interrogante se ofrecen como estrategia de conciliación.
Ocupada en construir horizontes de existencia, Katz no cae en la trampa de reducir las diferencias sociales a las diferencias de clase o de costumbres. Sabemos que la reducción a lo ostensible es el primer paso de la caricatura. Al contrario, la discusión en la casa de Cora, una de las mujeres del parque, con otra mujer que defiende el aborto expone los abismos ideológicos y las hipocresías en el interior de un mismo círculo social: “El aborto es un tema que debería estar en todos los hogares, porque tiene que ver con la solidaridad, tiene que ver con la libertad”. “Este no es el momento”, responde Cora.
Diferencias de clase, diferencias de género, diferencias civiles; el film, no obstante, vislumbra en el espacio del parque una comunidad de iguales, la solidaridad pública de las diferencias, el mutuo refuerzo de las experiencias personales, ancladas en el contexto de una sociedad que ha ido dejando la vivencia de lo público a manos de espacios privados. El grupo de madres y el padre con sus hijos y cochecitos, con sus ritmos alterados, busca afirmar una alianza para contrarrestar el problema de la soledad, mediante un sostén colectivo de la crianza, allí donde otras instituciones (estatales, familiares) o el mercado sólo intervienen suministrando preceptos y normativas universales acerca de lo que se espera que sea la maternidad. En este sentido, Mi amiga del parque se ocupa de desarmar ideas prefabricadas e imaginar un mundo común de diferencias.
Llegamos aquí a una pregunta destacable: ¿qué importancia tiene entonces el parque? Toda ficción de comunidad exige la ficción de un espacio. Fenómeno típicamente urbano, el parque resume una experiencia de lo público con base en la reinvención humana de la naturaleza. De allí que el film comience, de hecho, con la atmósfera cuasi edénica del parque: una vertiente de agua, el movimiento de las copas de los árboles, el canto de los pájaros. Segundos después, la imagen enfoca en el centro del cuadro una fuente y la arboleda otoñal. Planos de la naturaleza deshabitada, su vacío inicial contrastará con la apropiación pública del espacio que envuelve la ficción. A través de un camino enmarcado por una hilera de palmeras, vemos a Liz paseando a Nicanor en el cochecito. La música sugiere una rarefacción progresiva: una melodía ejecutada, sobre todo, con instrumentos de pequeña percusión, que se parece a la de los móviles de cuna, va revelando un clima de intranquilidad; un ostinato que termina en la sensible del acorde (precisamente, la nota que esquivan las canciones para niños) colorea la falta de reposo. En medio del paisaje apacible la presencia humana instala el suspenso.
Y sucede que el suspenso, parece decirnos Katz, es la forma en la que hemos aprendido a percibir lo público en nuestras sociedades. Lo común es, así, también un ejercicio de la tensión, porque la tensión es una manera de enunciar la diferencia. Suspenso y comedia participan bajo esta premisa de un programa compartido: se trata de una “comedia preocupante”, como adelantaba el tráiler.
Cuando las pequeñas confusiones se agolpan en el umbral de las diferencias, pueden transformarse en sospecha, y la sospecha coloca a la narración en el filo del suspenso. Los datos sugieren inferencias y razonamientos que conducen a Liz –y con ella a nosotros, los espectadores– a malos presagios: primero, Rosa la apura a salir corriendo de una pizzería sin pagar; después, Liz le presta dinero, pero no se lo devuelve; Rosa pregunta con insistencia por su auto; alguien afirma en el grupo de madres de la plaza que una vez Rosa le “robó” el auto a un padre; Liz descubre un arma en la cartera de Renata; Rosa cuida a Nicanor mientras Liz tiene una entrevista de trabajo, pero, de golpe, desaparece con el cochecito. Katz nos orienta por el despeñadero del sentido común, porque, a fin de cuentas, las inferencias, incluso las razones, tienen un resabio de clase, o peor aún, de ensimismamiento. Suspenso y desconfianza funcionan como el anverso de la comedia.
¿Y qué sucede con la comedia? Porque Mi amiga del parque es una comedia. En una charla, Rosa le pregunta a Liz: “¿Se puede leer algo de lo que escribiste?” “Claro, después te lo paso; escribí una novela.” “Dale, dale, ¿y ahora qué estás haciendo, una novela sobre maternidad?” Liz le responde: “No, no, eso no es algo que interese mucho.” Puesta en abismo, la película enfoca el tópico de la maternidad desde un punto de vista original, que se despega tanto de los dramatismos como de la monotonía. La aventura de la comedia, que depende de la generosidad comunicativa del film, es una respuesta a las exigencias de la vida en común.
El humor funciona en el intervalo de dos niveles: entre la estructura narrativa y las operaciones discursivas. Cercana a las costumbres y los prejuicios sociales, Mi amiga del parque revela los gestos automáticos, las generalidades, las convenciones. La percepción del humor ocurre gracias a que tenemos un sentimiento de lo contrario, como dice Pirandello, que es producto de la reflexión: el film hace intervenir el trabajo del pensamiento y coloca entre la observación de lo contrario y la risa directa la variable del tiempo. La comicidad surge por descongelamiento, por repaso, por retorno, no por irrupción.
En un segundo nivel, el malentendido, como forma efímera de la incongruencia, se inscribe en un fenómeno más amplio: el de toda una histéresis de los cuerpos sociales, de los comportamientos, de los hábitos. Hacer pis con la puerta abierta, tomar cerveza a las once de la mañana, intercambiarse la ropa, usar la ducha sin permiso, llevar un rapado asimétrico, viajar en auto y con los bebés haciendo upa, regalar guisos y estofados en tuppers; Katz ofrece migas que permiten recorrer en sentido inverso el camino de una clase: el de Rosa, una obrera que trabaja en la fábrica y “completa” su entrada de dinero vendiendo panes rellenos; el de Renata, que hace changas como empleada doméstica, en ese mundo por lo general sub-representado, que se contrapone al trabajo de Liz en las editoriales y el marketing cultural. “¿Por qué no?”, “¿Y qué problema hay…?”, dice Rosa.
La potencia del film reside en que la diferencia de clases y de costumbres no es un obstáculo infranqueable para el vínculo, porque éste se teje en las formas más elusivas de las experiencias comunes. Liz y Rosa tienen mucho en común: sus madres murieron hace poco tiempo, tuvieron novios en Mar del Plata; sobre todo, comparten un parque. Charlan en el sector de los juegos, sentadas al borde del arenero, con la cámara enfocándolas alternadamente como si estuviera también acompañando el espacio entre las dos. Conversan sobre experiencias de su propia infancia. Liz relata, por ejemplo, que en una ocasión se perdió estando con sus padres de vacaciones en Brasil. “¿Vos te perdiste alguna vez?”. La charla permite una conexión: “No, ¿perderme?, no, pero me acuerdo una vez, que nos teníamos que tomar un tren (mi mamá siempre se queja de que ella nos prepara a Renata y a mí y nosotras nunca estábamos listas), y me acuerdo que el tren estaba por salir, y se subió mi papá, y se subió mi mamá, y nosotras haciendo chistes, haciendo chistes, haciendo chistes, con Renata sin parar hacíamos chistes, y arrancó el tren”. Contracaras y complementos del malentendido, la paráfrasis, la narración, el interrogante se ofrecen como estrategia de conciliación.
Ocupada en construir horizontes de existencia, Katz no cae en la trampa de reducir las diferencias sociales a las diferencias de clase o de costumbres. Sabemos que la reducción a lo ostensible es el primer paso de la caricatura. Al contrario, la discusión en la casa de Cora, una de las mujeres del parque, con otra mujer que defiende el aborto expone los abismos ideológicos y las hipocresías en el interior de un mismo círculo social: “El aborto es un tema que debería estar en todos los hogares, porque tiene que ver con la solidaridad, tiene que ver con la libertad”. “Este no es el momento”, responde Cora.
Diferencias de clase, diferencias de género, diferencias civiles; el film, no obstante, vislumbra en el espacio del parque una comunidad de iguales, la solidaridad pública de las diferencias, el mutuo refuerzo de las experiencias personales, ancladas en el contexto de una sociedad que ha ido dejando la vivencia de lo público a manos de espacios privados. El grupo de madres y el padre con sus hijos y cochecitos, con sus ritmos alterados, busca afirmar una alianza para contrarrestar el problema de la soledad, mediante un sostén colectivo de la crianza, allí donde otras instituciones (estatales, familiares) o el mercado sólo intervienen suministrando preceptos y normativas universales acerca de lo que se espera que sea la maternidad. En este sentido, Mi amiga del parque se ocupa de desarmar ideas prefabricadas e imaginar un mundo común de diferencias.
Llegamos aquí a una pregunta destacable: ¿qué importancia tiene entonces el parque? Toda ficción de comunidad exige la ficción de un espacio. Fenómeno típicamente urbano, el parque resume una experiencia de lo público con base en la reinvención humana de la naturaleza. De allí que el film comience, de hecho, con la atmósfera cuasi edénica del parque: una vertiente de agua, el movimiento de las copas de los árboles, el canto de los pájaros. Segundos después, la imagen enfoca en el centro del cuadro una fuente y la arboleda otoñal. Planos de la naturaleza deshabitada, su vacío inicial contrastará con la apropiación pública del espacio que envuelve la ficción. A través de un camino enmarcado por una hilera de palmeras, vemos a Liz paseando a Nicanor en el cochecito. La música sugiere una rarefacción progresiva: una melodía ejecutada, sobre todo, con instrumentos de pequeña percusión, que se parece a la de los móviles de cuna, va revelando un clima de intranquilidad; un ostinato que termina en la sensible del acorde (precisamente, la nota que esquivan las canciones para niños) colorea la falta de reposo. En medio del paisaje apacible la presencia humana instala el suspenso.
Y sucede que el suspenso, parece decirnos Katz, es la forma en la que hemos aprendido a percibir lo público en nuestras sociedades. Lo común es, así, también un ejercicio de la tensión, porque la tensión es una manera de enunciar la diferencia. Suspenso y comedia participan bajo esta premisa de un programa compartido: se trata de una “comedia preocupante”, como adelantaba el tráiler.
Cuando las pequeñas confusiones se agolpan en el umbral de las diferencias, pueden transformarse en sospecha, y la sospecha coloca a la narración en el filo del suspenso. Los datos sugieren inferencias y razonamientos que conducen a Liz –y con ella a nosotros, los espectadores– a malos presagios: primero, Rosa la apura a salir corriendo de una pizzería sin pagar; después, Liz le presta dinero, pero no se lo devuelve; Rosa pregunta con insistencia por su auto; alguien afirma en el grupo de madres de la plaza que una vez Rosa le “robó” el auto a un padre; Liz descubre un arma en la cartera de Renata; Rosa cuida a Nicanor mientras Liz tiene una entrevista de trabajo, pero, de golpe, desaparece con el cochecito. Katz nos orienta por el despeñadero del sentido común, porque, a fin de cuentas, las inferencias, incluso las razones, tienen un resabio de clase, o peor aún, de ensimismamiento. Suspenso y desconfianza funcionan como el anverso de la comedia.
¿Y qué sucede con la comedia? Porque Mi amiga del parque es una comedia. En una charla, Rosa le pregunta a Liz: “¿Se puede leer algo de lo que escribiste?” “Claro, después te lo paso; escribí una novela.” “Dale, dale, ¿y ahora qué estás haciendo, una novela sobre maternidad?” Liz le responde: “No, no, eso no es algo que interese mucho.” Puesta en abismo, la película enfoca el tópico de la maternidad desde un punto de vista original, que se despega tanto de los dramatismos como de la monotonía. La aventura de la comedia, que depende de la generosidad comunicativa del film, es una respuesta a las exigencias de la vida en común.
El humor funciona en el intervalo de dos niveles: entre la estructura narrativa y las operaciones discursivas. Cercana a las costumbres y los prejuicios sociales, Mi amiga del parque revela los gestos automáticos, las generalidades, las convenciones. La percepción del humor ocurre gracias a que tenemos un sentimiento de lo contrario, como dice Pirandello, que es producto de la reflexión: el film hace intervenir el trabajo del pensamiento y coloca entre la observación de lo contrario y la risa directa la variable del tiempo. La comicidad surge por descongelamiento, por repaso, por retorno, no por irrupción.
¿Cuál es el estado de ánimo que la película provoca? Aunque quisiéramos, no podemos reírnos de todo lo que hay de cómico; tampoco podemos padecer con la protagonista su actual circunstancia. Sentimos que hay algo, una incomodidad, una perplejidad, que nos ensombrece la risa. En la obra de Katz, el sentido del humor se concentra precisamente en los pormenores contradictorios. El trabajo sobre el guión, en este sentido, es en extremo detallista. Rosa le cuenta a Liz que su hermana Renata conoció a un hombre por chat, que vive en Saladillo. Rosa quiere acompañarla hasta allá para que lo conozca personalmente y, por eso, le pide a Liz el auto. “Yo nunca manejé en ruta”, le dice Liz. “Bueno, pero yo soy buena copiloto, y sé de mapas”, contesta Rosa, y agrega: “…Y Clarisa tiene que ver el lugar, definitivamente.” (Rewind: “Clarisa, la que todo lo ve”). Entre la palabra prefabricada y la graduación de la prosodia, entre la señal visible y la impresión sutil, la mirada humanista de Katz elabora una lengua en los márgenes de la oralidad y un conjunto de situaciones al borde del realismo, donde lo natural sucumbe invariablemente ante el peso del código. No hay apuesta antinaturalista, por lo demás, que no incluya una reflexión sobre los actores. Las actuaciones resultan, sin dudas, destacables. Las mutaciones del rostro de Liz en la secuencia final es la prueba contundente de este trabajo.
Mi amiga del parque nos conduce, por fin, a la pregunta por la confianza en una sociedad en la que las brechas (espaciales, simbólicas, de género, de clase) parecen haberse abismado. La pregunta no es original, pero el tema y el modo de abordarlo sugieren un camino a contramano: la maternidad, reducida con frecuencia a la experiencia íntima, a la vivencia casera, a los clichés y fórmulas sexistas, cobra un nuevo sentido, porque se convierte en la clave para pensar, sin renegar de lo privado y de lo doméstico, y sin dejar de lado el deseo femenino, la experiencia pública de una comunidad.
Mi amiga del parque nos conduce, por fin, a la pregunta por la confianza en una sociedad en la que las brechas (espaciales, simbólicas, de género, de clase) parecen haberse abismado. La pregunta no es original, pero el tema y el modo de abordarlo sugieren un camino a contramano: la maternidad, reducida con frecuencia a la experiencia íntima, a la vivencia casera, a los clichés y fórmulas sexistas, cobra un nuevo sentido, porque se convierte en la clave para pensar, sin renegar de lo privado y de lo doméstico, y sin dejar de lado el deseo femenino, la experiencia pública de una comunidad.