Revista Invisibles
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Año 7 / Número 27 / Octubre 2019
reseña

Mamá se ríe, pero yo me acuerdo de la verdad


En las historias de Magalí Etchebarne hay familias fundadas en mentiras, en mandatos o en casualidades. La voz de estos relatos se debate entre la perspectiva sorprendida de una niña y la de una mujer que vive y que desea en silencio. La narración nos sumerge en la amenaza constante, de la lluvia, de la pérdida y de salirse del guión de la vida. Ofrecemos una reseña de ​Los mejores días, seguida de un cuento de la autora.

Por Paula Salerno @paulularia
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​Los mejores días
Magalí Etchebarne
Tenemos las máquinas, 2018
“Papá propuso llevarnos de paseo para cambiar de aire. Me sacaron una foto en El Embudo, un dique en el que papá dijo que la gente se suicidaba”.
Una nena, una chica, una joven, una mujer, madres, tías, abuelas viven en un mundo definido por relaciones de familia que determinan y amenazan al propio ser. Familias fundadas en mentiras, en mandatos o en casualidades. La tensión y la árida mirada de la crudeza recorren los cuentos de Magalí Etchebarne reunidos en Los mejores días.
La voz de estos relatos se debate entre la perspectiva sorprendida de una niña y la voz seca de una mujer que vive y que desea en silencio. Una mujer que lidia entre el miedo y el placer de un mundo donde la felicidad es inseparable del desconcierto. La protagonista piensa que los ñoquis fritos de miel y nueces que hace su tía Perla son de una receta ancestral, pero después descubre que fueron sacados de la revista Para Ti (“Como animales”). Piensa que su abuela dice una metáfora cuando afirma que el amor ‘se prende fuego en el living’, pero después se entera de que su bisabuelo literalmente había incendiado la casa (“Buena madre”). Piensa que la nuez de Adán es una rareza tenebrosa y se pone a llorar, pero su cuñado la alza para consolarla y le da un beso en la boca (“Nuez de Adán”).
La ambivalencia, el clima de amenaza y de espera, donde la espera se confunde con el deseo, es la marca de agua de Los mejores días. Los cuentos construyen un recorrido personal en el pasaje de la niñez impactada a la adultez intensa. Y muestran constantemente un punto de fuga de la familia, del amor, de la vida. Todas las situaciones festivas y celebraciones son opacadas por un detalle. La lluvia que arruina el asado en el balcón, la fuga del novio momentos antes de la fiesta cumpleaños de la protagonista, la llegada de intrusos a la casa de veraneo en familia, la culpa durante un paseo en barco, los nervios en una reunión entre parejas con hijos recién nacidos, el enojo atragantado de una madre en plena excursión.
Los personajes recorren caminos que no brillan pero son de bronce, caminos decorativos y retorcidos que complican la llegada, caminos desolados y motores que no arrancan, rutas, precipicios, barcos que aceleran y -dice la protagonista de “Que no pase más”- "autopistas internas en las que no puedo frenar ni desviarme". Si, como dijo Virginia Cano en una fascinante exposición[1], “los vínculos son fuente de dolor, de incomodidad, de malestar, de exposición, de una vulnerabilidad que no se nos quita”, esto es lo que se ve a rajatablas en los cuentos de Etchebarne. La incomodidad se torna imaginación de una protagonista que descubre el desencanto paso a paso, y que se relaciona con su alrededor mediante el deseo y la inquietud.
Por momentos, pareciera que crecer, vivir, significa asumir un mandato que oprime y un deseo imposible, por vergonzoso, secreto, indecible. Un deseo que se torna muerte, propia y ajena, concreta o fantasía. La escapatoria está en ese futuro ideal que se desvía de lo correcto, esos días fantaseados con el amante mayor que se está recuperando de las drogas, que tiene una hija viva y una esposa muerta. Un hombre que desea y que vive en la playa, donde tiene un bar, como aquel otro novio de otro cuento, de otra etapa, que se vuelve loco, falto de razón, que huye, se escapa y después vuelve para vivir ido en el presente.
Estas historias están marcadas por un "amor compacto", embalado, imperado, un amor aprendido de memoria, por repetición. Un amor que tiene un lenguaje preestablecido y distante “hola mi amor, hola hermosa, hola linda, y así” (“Buena madre”) y que está plagado de coreografías de la vida cotidiana. Y los mejores días son una promesa, tanto de futuro como de pasado. Esos días están, por ejemplo, en la propuesta de un amante oculto con que Clara vive otra vida o “una forma de no animarse a vivir”. Están también en los chistes que no causan risa, pero no porque son malos sino porque son cruentos. Están en la vida de Ana y ese “show alucinado que monta para disimular la falta de amor total” (“Jinete inexperto”). Están en las fotos rozagantes del pasado: “Mamá se ríe, pero yo me acuerdo de la verdad”, dice la narradora de “Tsunami”.
Mientras maneja por las sierras de Córdoba para llegar al destino vacacional, el papá de la protagonista hace un chiste: perdió los frenos y toda la familia caerá por un precipicio. La mamá no se ríe, la hermana tampoco. La protagonista observa. La narrativa de Etchebarne descose las escenografías y se sumerge en la amenaza constante, de la lluvia, de la pérdida y de salirse del guión de la vida. Las mujeres de estas historias miran de costado. Y piensan y miran y callan. Y ahí, donde está el sentido de los silencios femeninos, está también el poder de la escritura.

Notas

1. La intervención de Virginia Cano comienza al minuto 5:56 del video: https://www.youtube.com/watch?v=noX67Qp6XHI&feature=youtu.be


cuento

Capitán

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La autora. Foto: Catalina Bartolomé.

​Magalí Etchebarne
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Los hombres locos si no llegan del mar van hacia él. Hacia el mar o hacia cualquier cosa que sea fuerza, corriente y soledad. Hace treinta años, cuando llegamos a vivir a esta isla, éramos jóvenes y él estaba completamente loco, no de amor ni de rabia, estaba lleno de cosas, desbordado de ideas, con sobredosis de todo. Un cuerpo marcado por las sustancias con las que los jóvenes se tatúan hasta desfigurarse, despegarse, hacerse nuevos. El consuelo es la euforia de unas horas, la iluminación. Esas noches en las que lo dejaba hablar hasta volverme una zombi. Quiero hablar, decía. Me despertaba, me sentaba en la cama y lo escuchaba atenta: teorías sobre el apareamiento humano, sobre lo aberrante de las medianeras, y los recuerdos favoritos de una época fluorescente, campestre, familiar. Decía: “Tenía seis años y papá me daba su auto para manejar hasta el pueblo, mis hermanos lo mismo. Decían en el pueblo que era un auto fantasma porque ni llegábamos a la ventanilla”. Imagino una escalera de niños desenfrenados y nada en el mundo me da más terror. Pero lo pienso un genio, y como todo genio, impredecible.
En su cama, con su perfume tan cerca, todo ese dolor sonando tan fuerte, mi salvación era una posibilidad.
Una mañana despertó diciendo que había tenido una epifanía. Teníamos que mudarnos a una casa en una isla. Sólo así aceptaba envejecer, sólo así aceptaba la monogamia y que yo fuera la directriz de estas coreografías duras e íntimas. Poner la mesa, hacer la cama, comer con horarios establecidos, usar las bolsas del supermercado como mamushkas, guardar, secar, poner, tirar. Que sólo así aceptaba esto, el rap del orden. “Si nos vamos a esa isla y nos quedamos los dos, solos los dos.” Acepto. Soy joven y mientras se es joven se acepta, se prueba, hasta que uno se quiebra y comienza a querer decir no.
Era muy joven y estaba entregada a cualquier cosa que se pareciera a un placebo, que se pareciera a deslizarse sin frenos, a entregar el mando.
Una noche se envalentonó y dijo que salía en busca de nuestro futuro. Tardó varios días y cuando volvió a nuestro mundo-cama contó que le había pagado con una bolsa a un tipo que manejaba una lancha verde, iba armado y se llamaba Vikingo. Vikingo le vendió un rancho, unas maderas que serán nuestra casa y serán la isla de la recuperación programada. Un proyecto indie para un chico de ambiciones animales.
Los primeros veranos alimentamos todas las fantasías, mañanas de luz y noches en vela, y esta casa donde cultivamos el ocio. Días enteros haciendo lo que se hace cuando se tiene todo, cuando no se espera nada. Cocinar, dormir, pensar, mirar las lanchas pasar, el letargo al sol, el sexo en cualquier parte, los perros lamiendo los restos de todo. La juventud fue un tatuaje hermoso, nuestro hit.
Hoy, tiene todo lo que necesita y más: dos perros, un bote, una caña, botas de lluvia, esta casa, una huerta, cabras, árboles, y a mí. A diez metros de la casa corre el arroyo y si se avanza unos minutos a remo se llega al Paraná, que es el estómago de todo este nudo del que nuestra isla forma parte. El Delta se parece a la taza de leche en la que mi abuela mojaba los pedazos de pan. Pero no puedo decirle eso porque le parece una imagen de mierda, me exige que piense con calidad, que piense más, un poco más, no es esa la imagen, a ver, pensá mejor. El Delta es un sistema nervioso. Mierda. El Delta es como la cara de un prócer pixelada. Mierda. El Delta es un sarpullido. Mierda, mierda. El Delta es la huella digital de un gigante. Mejor. Pasamos los días así, con estos juegos invisibles, y protegidos por la rutina de las ceremonias domésticas sin las que no sobreviviríamos. Llenar el tanque, separar la basura, preparar la comida, cuidar de la huerta, alimentar a los animales. Rutinas sin las que, él dice, no podría contener al monstruo.
Cuando llegamos a esta casa me dijo que lo agarrara fuerte. Una noche me dio la mano en la oscuridad y lloró, yo entendí el pedido. Dijo que la razón es como una ruta y la locura es el campo, la pampa, lo infinito después. Que él ya había entrado y salido muchas veces de esa ruta, y que se le había angostado. Ya no quería volver a bajar, salir al desierto, tenía miedo, y prometí cuidarlo.
Algunas mujeres educan a las otras para que en el futuro estas cuiden a sus hombres de sí mismos y reciban con entereza la rabia que despierta eso. Un hombre, me dijo una vez mi mamá, es un animal pequeño que se ve inmenso.
Desde que vivimos acá lo llamo Capitán. Pintó en su bote ese nombre. Capitán, a veces se apodera de mis palabras y las usa de una forma que me obliga a extrañarlas, me gustaría que me las devuelva, nunca habérselas dado. Pero somos sólo dos y no nos alcanzan los libros, los perros no cuentan y pasa que un día, si alguien llegara y dijese una palabra que hace mucho que no usamos podría hacer tambalear la pareja. Si llegara una mujer, por ejemplo, alguien opuesto a mí en centímetros, en forma, en textura, nada me inquietaría más que el momento en el que abriera la boca y dijese algo. Por ejemplo plexo, que es una palabra hermosa y la estoy guardando para la semana que viene.
Los murciélagos son la bilis de esta casa, de la isla, de nuestra vida acá. Una metáfora viva de los fantasmas de una mujer que envejeció al costado de un genio loco. Hicieron nido entre el techo y las tejas y con los años vaciaron los huecos entre las paredes que separan los ambientes, por eso circulan en esa dimensión intravenosa haciendo sonidos de ratas. Rascan, rascan, aletean, se calman sólo de día y las tardes de mucha tormenta.
Por la mañana se despierta manso y es la hora del día en que puedo esperar una caricia suya. Me besa la frente y los párpados, me trae de vuelta. Mis piernas ahora son gruesas, fuertes, dos troncos que nos protegen del hundimiento. Estoy envejeciendo como un árbol y entiendo esto. Este verlo irse de mí, irme yo de él, esta separación que sólo nos dio el tiempo. Habitar una misma casa en universos opuestos. No le tiene miedo a la muerte, y eso, en esta isla, nos vuelve eternos.
No hablamos con nadie, no vemos a nadie, no sabemos si estamos vivos o si esto es el limbo. Quién va a morir primero. A veces sale a remar y si tarda demasiado pienso que ya no va a volver, que se lo tragó el Paraná.
Espero.
Su muerte la crecida del río la llegada del dorado las plagas de mosquitos.

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