Año 6 / Número 23 / Septiembre 2018
Las víctimas de Proust
"Proust es un literato «obstruccionista». Hace el efecto, no de que trata de buscar el tiempo perdido, sino de que escribe por perder el tiempo y hacérselo perder a los demás. Más aún, parece deleitarse en molestar al lector, contándole con la mayor prodigalidad los detalles más vulgares y que más pueden aburrirlo." A continuación el texto completo de Jenaro Prieto sobre la recepción de Proust en Chile, seguido de una Nota al pie de Alfredo Grieco y Bavio.
Marcel Proust está de moda. En los corrillos literarios, en las revistas, en los periódicos, se habla de la obra de Proust como de algo perfectamente familiar.
Yo, en un principio, creía que toda esa gente conocía al autor del Camino de Swan, algo más que de oídas, y les iba preguntando ingenuamente cuándo y cómo se habían leído los 7 tomos de A la recherche du temps perdu.
-Durante una gripe muy larga -me decía uno.
-Tuve una tifoidea- me contestaba otro.
-Yo conocí a Proust gracias a la escarlatina- nos agregó un tercero.
No seguí preguntando por temor de que alguno apelara, para justificar su erudición, a la parálisis general. Sólo una cosa veía claro: que era imposible leer a Proust sin guardar cama y, como no me gusta que me cuenten cuentos, deseé de todo corazón una enfermedad instructiva y larga.
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Yo, en un principio, creía que toda esa gente conocía al autor del Camino de Swan, algo más que de oídas, y les iba preguntando ingenuamente cuándo y cómo se habían leído los 7 tomos de A la recherche du temps perdu.
-Durante una gripe muy larga -me decía uno.
-Tuve una tifoidea- me contestaba otro.
-Yo conocí a Proust gracias a la escarlatina- nos agregó un tercero.
No seguí preguntando por temor de que alguno apelara, para justificar su erudición, a la parálisis general. Sólo una cosa veía claro: que era imposible leer a Proust sin guardar cama y, como no me gusta que me cuenten cuentos, deseé de todo corazón una enfermedad instructiva y larga.
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Leer a Proust no es cosa fácil. Su lectura es bastante más pesada que la de los poemas épicos, los clásicos españoles y demás obras maestras, recomendadas por la Historia Literaria con el laudable propósito de apartar a los alumnos de la senda estrecha y áspera de la literatura. Pero en estas grandes obras, como en los discursos que corrientemente se pronuncian en la Cámara, se ve la aspiración del autor a decir, a interesar a alguien. En Proust no existe esta finalidad: Para usar un término parlamentario, Proust es un literato «obstruccionista». Hace el efecto, no de que trata de buscar el tiempo perdido, sino de que escribe por perder el tiempo y hacérselo perder a los demás. Más aún, parece deleitarse en molestar al lector, contándole con la mayor prodigalidad los detalles más vulgares y que más pueden aburrirlo. Su charla, muy parecida a la de esas señoras viejas que pasan largas horas comentando por qué el dulce de camote no queda ahora tan bueno como antes o por qué la sirviente de mano se disgustó con la cocinera, se arrastra con lentitud de caracol. Hay que fijarse mucho para darse cuenta de que el bicho camina. Sólo que el caracol deja un rastro. De Proust no queda nada: el hilito sutil de la perogrullada psicológica se seca inmediatamente y, como para colmo, uno se duerme, sin alcanzar a señalar la página, y no hay medio humano de recordar lo que decía, se corre a la mañana siguiente el gravísimo peligro de leérsela de nuevo.
Este resbalar constante por una pendiente interminable, acaba por producir en el ánimo la impresión de que, en vez de adelantar, se retrocede; entonces el lector echa al demonio el libro y promete formalmente renunciar al «snobismo» y pasar por inculto, a trueque de seguir leyendo una obra que, cuanto más se lee, tanto más se acerca al principio.
¡Vana esperanza! Ésa es justamente la oportunidad en que el amigo, «proustiano» y conciliador, surge de pronto ante su víctima, como Mefistófeles en el gabinete de Fausto, arrepentido:
-Siga leyendo. No se dé por vencido. Proust es pesado, ¿quién va a negarlo?, pero se acostumbrará...
* * *
Este resbalar constante por una pendiente interminable, acaba por producir en el ánimo la impresión de que, en vez de adelantar, se retrocede; entonces el lector echa al demonio el libro y promete formalmente renunciar al «snobismo» y pasar por inculto, a trueque de seguir leyendo una obra que, cuanto más se lee, tanto más se acerca al principio.
¡Vana esperanza! Ésa es justamente la oportunidad en que el amigo, «proustiano» y conciliador, surge de pronto ante su víctima, como Mefistófeles en el gabinete de Fausto, arrepentido:
-Siga leyendo. No se dé por vencido. Proust es pesado, ¿quién va a negarlo?, pero se acostumbrará...
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El argumento es convincente. Es el mismo que desde tiempo inmemorial viene haciéndose, con positivos resultados, a las niñas ingenuas para que se casen con el marido cincuentón y latero, pero que, en el fondo, es muy buena persona.
«El amor se cría», piensa el lector, y vuelve con nuevos bríos a la carga; pero el segundo tomo es casi inexpugnable y no se deja tomar a dos tirones. Toda clase de defensas naturales y artificiales le protegen. El estilo de largos períodos, pesado y fangoso, impide la marcha como esos caminos en que la artillería se hunde hasta los ejes; o bien, miles de detalles -guijarros menudos y sin interés- obstruyen la carretera. Ni siquiera el caminante puede distraerse: De cuando en cuando una pepita de oro, dejada maliciosamente en el sendero, llama su atención y lo obliga a echarse a gatas en su busca.
Así se avanza poco a poco, hundiéndose, resbalándose, o abriéndose camino a viva fuerza entre las disquisiciones psicológicas y las asociaciones de ideas, tan tontas como prolijas, que, peor que los alambrados de defensa, forman una maraña que desafía al alicate y la paciencia. Es para volverse loco.
«El amor se cría», piensa el lector, y vuelve con nuevos bríos a la carga; pero el segundo tomo es casi inexpugnable y no se deja tomar a dos tirones. Toda clase de defensas naturales y artificiales le protegen. El estilo de largos períodos, pesado y fangoso, impide la marcha como esos caminos en que la artillería se hunde hasta los ejes; o bien, miles de detalles -guijarros menudos y sin interés- obstruyen la carretera. Ni siquiera el caminante puede distraerse: De cuando en cuando una pepita de oro, dejada maliciosamente en el sendero, llama su atención y lo obliga a echarse a gatas en su busca.
Así se avanza poco a poco, hundiéndose, resbalándose, o abriéndose camino a viva fuerza entre las disquisiciones psicológicas y las asociaciones de ideas, tan tontas como prolijas, que, peor que los alambrados de defensa, forman una maraña que desafía al alicate y la paciencia. Es para volverse loco.
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Proust, como la fotografía, no perdona detalle. No existe para él esa selección, esa síntesis, esa estilización que distinguen el cuadro de la oleografía barata y la descripción literaria del inventario judicial.
Lo que interesa o lo que no interesa, lo que contribuye al efecto o lo destruye, está tratado con igual intensidad.
El protagonista no puede ser menos atrayente: Una sensiblería de señora histérica, en lo que se refiere a su persona, alterna con la más absoluta falta de ternura y de emoción en cuanto atañe a los demás.
Un alfiler clavado en la pared le produce escalofríos; la presencia de un inofensivo ropero de caoba basta para dejarlo sin dormir y acaba por producirle tal desesperación que, a medianoche, se resuelve a llamar a su adorada abuela, exponiéndola a una pulmonía, para que acuda en su socorro.
Todo esto, según parece, denota una sensibilidad exquisita; pero el lector, hombre normal y sano, siente impulsos espantosos de levantarse junto con la abuela y aplicarle al muy marica un par de bofetadas para que de una vez por todas, le pierda el miedo a los roperos.
Menos mal, que el horror a estos pacíficos muebles está compensado en el protagonista por una admiración desordenada hacia los nobles. Ningún cursi sería capaz de sentir con mayor intensidad que él, la atracción de los títulos y los pergaminos, por más que sus portadores no dejen, en la novela, nada que desear en punto a ridiculez y falta de cacumen. Cierto es que la servidumbre desempeña también en el curso del libro un papel importantísimo.
Proust habla de los nobles por lo que le cuentan los criados, y de los criados por lo que le cuentan los nobles. Este intercambio de chismes, que tanto suele hacer sufrir a las dueñas de casa, es para el autor una fuente segura de investigación psicológica.
Pero, el fuerte de Proust es la asociación de ideas. Un ruido, un olorcillo cualquiera, una pata de mosca perdida entre las páginas de un libro, le permiten llenar cuarenta o cincuenta páginas con disquisiciones de este jaez:
Proust, como la fotografía, no perdona detalle. No existe para él esa selección, esa síntesis, esa estilización que distinguen el cuadro de la oleografía barata y la descripción literaria del inventario judicial.
Lo que interesa o lo que no interesa, lo que contribuye al efecto o lo destruye, está tratado con igual intensidad.
El protagonista no puede ser menos atrayente: Una sensiblería de señora histérica, en lo que se refiere a su persona, alterna con la más absoluta falta de ternura y de emoción en cuanto atañe a los demás.
Un alfiler clavado en la pared le produce escalofríos; la presencia de un inofensivo ropero de caoba basta para dejarlo sin dormir y acaba por producirle tal desesperación que, a medianoche, se resuelve a llamar a su adorada abuela, exponiéndola a una pulmonía, para que acuda en su socorro.
Todo esto, según parece, denota una sensibilidad exquisita; pero el lector, hombre normal y sano, siente impulsos espantosos de levantarse junto con la abuela y aplicarle al muy marica un par de bofetadas para que de una vez por todas, le pierda el miedo a los roperos.
Menos mal, que el horror a estos pacíficos muebles está compensado en el protagonista por una admiración desordenada hacia los nobles. Ningún cursi sería capaz de sentir con mayor intensidad que él, la atracción de los títulos y los pergaminos, por más que sus portadores no dejen, en la novela, nada que desear en punto a ridiculez y falta de cacumen. Cierto es que la servidumbre desempeña también en el curso del libro un papel importantísimo.
Proust habla de los nobles por lo que le cuentan los criados, y de los criados por lo que le cuentan los nobles. Este intercambio de chismes, que tanto suele hacer sufrir a las dueñas de casa, es para el autor una fuente segura de investigación psicológica.
Pero, el fuerte de Proust es la asociación de ideas. Un ruido, un olorcillo cualquiera, una pata de mosca perdida entre las páginas de un libro, le permiten llenar cuarenta o cincuenta páginas con disquisiciones de este jaez:
«Al abrir la puerta, sentí una mortal tristeza y estuve a punto de desmayarme, porque observé que, puesto que me había sido posible abrir la puerta, era evidente que debía estar sin llave, lo que forzosamente indicaba que ésta no había sido echada o la puerta carecía de ella, lo que en el primer caso denotaba una distracción muy explicable de parte de la persona encargada de cerrarla -que bien pudo considerar también innecesario hacerlo-, o en el segundo, un olvido del cerrajero. En un principio no comprendí cómo un detalle tan insignificante podía haberme arrastrado a tal estado de postración moral tan sólo comparable al que me produce un papel secante verde y sin uso: pero luego recordé que una tía, que nunca seca sus cartas, tenía también una propiedad verde y sin uso, donde unos bandidos cometieron hace tiempo un crimen horrendo, y entonces comprendí que el horror que me causaba aquella puerta sin llave, no era otra cosa que el recuerdo, exacerbado por los años, del horror que sentí al leer el párrafo de diario en que se anunciaba que los susodichos bandidos se habían robado una oveja que mi tía estimaba mucho, acaso porque nunca la había visto, diferenciándose en esto para ella de todas las ovejas que había conocido».
Hago gracia a los lectores de las cincuenta o cien páginas que podría escribir para alargar este pequeño ejemplo.
Es posible que pueda producirse una asociación de ideas de esta especie; pero, aun suponiendo que todos sus términos sean exactos, al pasarlas al papel, resulta absolutamente falsa, porque la asociación de ideas es una operación esencialmente rápida. El describirla, haciéndola durar una velada entera, resulta tan absurdo como prolongar, para mayor claridad, durante media hora, un estornudo. Parecerá un automóvil con escape libre, una ametralladora lejana, una sucesión de cohetes, cualquier cosa, menos un estornudo cuya sensación quería darse.
Algo de eso es lo que sucede al leer a Proust. El exceso de lentitud, con que se desarrollan las ideas y los sucesos, les quita todo carácter de verdad o, a lo menos, de naturalidad. Por supuesto, que semejante afirmación no puede hacerse en alta voz. El amigo proustiano, que ya lo ha hecho leer a uno dos tomos, puede surgir de donde menos se piensa para decirle con voz meliflua:
-¿Se ha aburrido? No importa... Es sólo falta de costumbre. Lea usted ahora el primer tomo del Camino de Swan... ¡Es un encanto! Verá que, una vez que se habitúe, no sólo dejará de molestarle; le gustará e irá corriendo a buscar el otro tomo.
Ante un peligro semejante, yo no me he atrevido a continuar leyendo. ¡No vaya a ser que me acostumbre! En las últimas treinta páginas ya notaba con rubor que, de cuando en cuando, el libro comenzaba a cogerme. Unos cinco tomos más y, acaso, familiarizado con la lata, habría terminado por entusiasmarme y sentir una profunda admiración por esa especie de señora que se desmaya con el olor de las flores, goza con los chismes de la servidumbre, delira por los marqueses más ridículos y llena páginas de páginas, en busca de la manera de hacer perder a los demás el tiempo que ya ha perdido.
Sé que al decir esto, corro riesgo de la vida. Los proustianos, a pesar de que no leen a Proust sino cuando están enfermos, son temibles en estado de convalecencia. Pero ¡qué le voy a hacer! Tanto han escrito de Proust sus admiradores, que no está de más que el público oiga, alguna vez siquiera, la voz de una de sus víctimas.
Julio de 1929
Nota al pie
Sólo en dos países hispanoamericanos la recepción de la obra de Marcel Proust fue vivaz y tan temprana que parece inmediata; en los dos, el novelista francés fue llamado a la línea de fuego y puesto de inmediato a las órdenes de comandos beligerantes enfrentados, ofrecido a la admiración o a la picota, como ejemplo a seguir o contraejemplo a evitar. En los dos, el alto relieve de la presencia y activismo político de Francia, que los singularizó en la región durante el siglo XIX en tiempos de Napoleón III, había desaparecido en el XX. El prestigio cultural francés era contrapuesto al neo-colonialismo económico angloamericano en el frente exterior y a la rémora colonial hispánica en el interior. Las vanguardias parisinas podían brillar sin temor ninguno a un horizonte de corolarios militares: ‘vanguardia’ era feliz metáfora nomás.
En el México pos-revolucionario, En busca del tiempo perdido enfrentó oportunamente a los escritores, y al mundo de una cultura intelectual capitalina que muy pronto aceptó y convino en que para bien o para mal era el Estado quien tenía el deber de solventarla, con una cuestión clave de toda élite revolucionaria en el poder central: ¿qué hacer con el pasado? ¿Por qué no salvar aquellos rasgos y aspectos más entrañables de una belle époque que si en Francia era el modo de vivir y convivir anterior a la Primera Guerra Mundial, en el México de antes de Zapata y Pancho Villa era la dictadura estable, positivista, ‘elegante’, burguesa del Porfiriato a la que puso fin la Revolución de 1910? Porfirio Díaz murió en el exilio parisino y hoy tiene su sobrio, oscuro, visible monumento fúnebre en el cementerio de Montparnasse. De la misma Ciudad Luz, en francés, o pronto en la traducción castellana del poeta español Pedro Salinas, venía Proust a ofrecer, a los ojos de quienes habían buscado esta oferta, y se alegraban de encontrarla en una obra de gran aliento, de valía de mercado establecida, una redención estética del mundo del pretérito, al que se inocentaba de todo protagonismo en las catástrofes del presente. Y por cierto, también, y en el mismo movimiento, una redención política, social y aun administrativa de los estetas. En el otro extremo, tal providencialismo era denunciado con más violencia que ironía: que Proust llegara a México para refrescar la tropa de Los Contemporáneos y quienes eran asimilados a ellos.
No menos lúcidos fueron los lectores chilenos que velozmente situaron a Proust sin titubeos en el contexto de sus usos contemporáneos posibles. En Chile la revolución siempre era un sueño eterno, y no existía aún una casta profesional de administradores estatales de la cultura que buscara construir una línea o baluarte argumentativo defensivo. Prueba de esa lucidez es la coincidencia en un juicio práctico sobre la extensa novela semi-autobiográfica y sobre los procederes del narrador Marcel: exaltadores y detractores coinciden en la conclusión de que, por ahora, ‘Proust no es para Chile’.
Acaso más sorprendente resulta, a la distancia, la perspicacia crítica del chileno Jenaro Prieto, uno de cuyos textos proustianos mayores y mejores Invisibles reproduce a continuación, para dar cuenta, con dolorosa meticulosidad, de las formas del dinamismo de la prosa y de la narración de En busca del tiempo perdido. Es capaz de ofrecer una parodia de un escritor pocas veces parodiado con exactitud. La finalidad de esta parodia, además de la buscada comicidad, es volver inermes los procederes dilectos del autor: ni castigar ni corregir sino inhibir. Es difícil encontrar muchas parodias de Proust (un autor que amaba el pastiche) con equivalente eficacia preventiva antes de La plaza de la estrella, la primera novela de Patrick Modiano.
Por cierto, Prieto no se privó de tratar de ‘maricón’ a Proust. Y por propiedad transitiva, maricones e invertidos sus defensores, como en México de frente y perfil llamaba Tristán Marof a Los contemporáneos. (Hay que decir que en la mejor novela de Prieto, Mi socio, la testosterona humedece las páginas, y que una de sus re-versiones en la literatura chilena, la novela de iniciación Tinta roja, de Alberto Fuguet, es de un pertinaz homoerotismo masculino). Entre aquellos a los que les cabía a la fuerza el sayo que regalaba Prieto estaba el crítico Hernán Díaz Arrieta, que, soltero (aunque llegó a jefe del Registro Civil de Santiago de Chile), firmaba con el seudónimo Alone. Gran admirador de Proust, lo ofrecía de alto ejemplo literario para el amor antes que para la copia: a la inversa de lo que les había ocurrido con Sandro a tantos varones argentinos en la década de 1970, para el chileno el artista era su tipo, pero no su modelo.
En el México pos-revolucionario, En busca del tiempo perdido enfrentó oportunamente a los escritores, y al mundo de una cultura intelectual capitalina que muy pronto aceptó y convino en que para bien o para mal era el Estado quien tenía el deber de solventarla, con una cuestión clave de toda élite revolucionaria en el poder central: ¿qué hacer con el pasado? ¿Por qué no salvar aquellos rasgos y aspectos más entrañables de una belle époque que si en Francia era el modo de vivir y convivir anterior a la Primera Guerra Mundial, en el México de antes de Zapata y Pancho Villa era la dictadura estable, positivista, ‘elegante’, burguesa del Porfiriato a la que puso fin la Revolución de 1910? Porfirio Díaz murió en el exilio parisino y hoy tiene su sobrio, oscuro, visible monumento fúnebre en el cementerio de Montparnasse. De la misma Ciudad Luz, en francés, o pronto en la traducción castellana del poeta español Pedro Salinas, venía Proust a ofrecer, a los ojos de quienes habían buscado esta oferta, y se alegraban de encontrarla en una obra de gran aliento, de valía de mercado establecida, una redención estética del mundo del pretérito, al que se inocentaba de todo protagonismo en las catástrofes del presente. Y por cierto, también, y en el mismo movimiento, una redención política, social y aun administrativa de los estetas. En el otro extremo, tal providencialismo era denunciado con más violencia que ironía: que Proust llegara a México para refrescar la tropa de Los Contemporáneos y quienes eran asimilados a ellos.
No menos lúcidos fueron los lectores chilenos que velozmente situaron a Proust sin titubeos en el contexto de sus usos contemporáneos posibles. En Chile la revolución siempre era un sueño eterno, y no existía aún una casta profesional de administradores estatales de la cultura que buscara construir una línea o baluarte argumentativo defensivo. Prueba de esa lucidez es la coincidencia en un juicio práctico sobre la extensa novela semi-autobiográfica y sobre los procederes del narrador Marcel: exaltadores y detractores coinciden en la conclusión de que, por ahora, ‘Proust no es para Chile’.
Acaso más sorprendente resulta, a la distancia, la perspicacia crítica del chileno Jenaro Prieto, uno de cuyos textos proustianos mayores y mejores Invisibles reproduce a continuación, para dar cuenta, con dolorosa meticulosidad, de las formas del dinamismo de la prosa y de la narración de En busca del tiempo perdido. Es capaz de ofrecer una parodia de un escritor pocas veces parodiado con exactitud. La finalidad de esta parodia, además de la buscada comicidad, es volver inermes los procederes dilectos del autor: ni castigar ni corregir sino inhibir. Es difícil encontrar muchas parodias de Proust (un autor que amaba el pastiche) con equivalente eficacia preventiva antes de La plaza de la estrella, la primera novela de Patrick Modiano.
Por cierto, Prieto no se privó de tratar de ‘maricón’ a Proust. Y por propiedad transitiva, maricones e invertidos sus defensores, como en México de frente y perfil llamaba Tristán Marof a Los contemporáneos. (Hay que decir que en la mejor novela de Prieto, Mi socio, la testosterona humedece las páginas, y que una de sus re-versiones en la literatura chilena, la novela de iniciación Tinta roja, de Alberto Fuguet, es de un pertinaz homoerotismo masculino). Entre aquellos a los que les cabía a la fuerza el sayo que regalaba Prieto estaba el crítico Hernán Díaz Arrieta, que, soltero (aunque llegó a jefe del Registro Civil de Santiago de Chile), firmaba con el seudónimo Alone. Gran admirador de Proust, lo ofrecía de alto ejemplo literario para el amor antes que para la copia: a la inversa de lo que les había ocurrido con Sandro a tantos varones argentinos en la década de 1970, para el chileno el artista era su tipo, pero no su modelo.