Revista Invisibles
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Año 7 / Número 27 / Octubre 2019
rescates

Las olas


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L-F. Céline con el uniforme de la misión Rockefeller, 1917
 
  Este texto, inédito en español, fue escrito por Céline (Louis-Ferdinand Destouches, a los efectos Louis des Touches) a bordo del RMS Tarquah, de la empresa naviera británica Elder Dempster Lines, en su regreso a Francia desde Camerún. Céline había sido contratado por la compañía Sangha Oubangui en calidad de administrador de una plantación de cacao en Camerún, adonde había llegado después de un mes y medio de travesía entre Liverpool y Duala, ciudad costera ubicada al suroeste de Camerún. El contrato, de seis meses de duración, no le fue renovado a Céline, que había contraído disentería, y fue autorizado a dejar el país. Céline conservará durante toda su vida el recuerdo de los ruidos y los cantos del África, así como la aversión al calor y al sol. Fue en Camerún donde comenzó a practicar la medicina y fue allí donde empezó a hacer una transposición escrita de lo vivido, como lo testimonian sus cartas, de la misma época, a su amiga de la infancia Simone Saintu.
    En abril de 1917 Céline contaba con 23 años; Las olas es su primer tentativo literario. Carente de la calidad literaria y estilística que harán famoso a Céline a partir de los años 30, Las olas da cuenta de la génesis de la escritura celiniana y nos permite asistir a la epifanía de un estilo. Harán falta quince años para que el joven Destouches normalice su ortografía y elimine las repeticiones inútiles. Como él mismo dirá en 1957, “escribir requiere refinamiento más que brutalidad, un refinamiento infinito y una tenacidad horrible”.
    Toda la obra de Céline tiene como tema las dos guerras mundiales: la primera vuelve con insistencia en el Viaje al fin de la noche y en Las olas; la segunda en Normance, en Fantasías para otra ocasión y en la Trilogía alemana (De un castillo a otro, Norte y Rigodón), aunque nunca, tanto una como otra, dejan de ser mencionadas, recordadas y despreciadas: pacifista convencido, el horror y la estupidez de la guerra nunca dejarán de sacudirlo y exasperarlo.
    Las olas se publicó por primera vez en 1977, en el cuarto tomo de los Cahiers Céline publicados por Gallimard, a cargo de Jean-Pierre Dauphin, que reúne sus cartas y primeros escritos africanos, a partir de “un manuscrito de quince páginas perteneciente a la colección de André Bernard”.
 
 
 

                                                                                           Guillermo Piro
 

Louis-Ferdinand Céline
 
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Imagen del RMS. Tarquah, en el que se embarcó Céline en 1917
                                                                           A bordo, 30 de abril de 1917
 
 
    Los pocos pasajeros del Tarconia que aquel día se habían reunido en el salón fumador formaban una pequeña asamblea heterogénea, donde se mezclaban distintas razas y diferentes religiones.
    Hundido en el sillón más cómodo, el mayor Tomkatrick aspiraba su pipa y vaciaba concienzudamente un vaso tras otro, alternando soda, brandy y whisky en proporciones respetables.
    Los rasgos de este oficial escocés estaban impresos en una rigidez serena que podía pasar indiferentemente por una señal de conducta honesta y naturalmente majestuosa o por la expresión inmóvil de la lujuria.
    En el resto del sillón, apretado, había un pequeño señor grasiento, gobernador de una colonia portuguesa, que en aquel momento mantenía una encendida conversación en un francés fantasioso con el cálido acento que le era característico.
    Su antagonista era un Suizo, Monsieur Brünner, sin edad aparente, plácido y gordo como pastura bernesa.
    Su eloquio era penoso y de una lentitud voluntaria, ya que desconfiaba de la excitación voluble que generalmente dejaba traslucir gracias a su pronunciación reminiscencias desagradables, como un crujido tenaz de paja recién cortada.
    Aseguraba, por otra parte, que la finalidad de su viaje al otro lado del mar era la prueba del interés que sentía por los Aliados, ya que para él de lo que se trataba era de ocupar en un país beligerante un empleo dejado vacante por la movilización.
    Puntuaba esa afirmación con variados argumentos que consideraba altamente convincentes, como los riesgos de afrontar una eventual destitución, y por sobre todo su noble rechazo de las ventajosas propuestas de trabajo que le había hecho una empresa de Pforzheim en los días que antecedieron a su partida.
    Es probable, rebatió el Gobernador Portugués con voz estruendosa, que ese día el marco se hubiese derrumbado. Pronunciaba la palabra derrumbado de un modo que provocaba vértigo. Monsieur Brünner no creyó oportuno dar una muestra de inventiva, pero dejó escapar una indirecta traidora acerca de las razones que desde su punto de vista motivaron la participación de los Portugueses, razones que él no juzgaba completamente desinteresadas.
   Pretendió sacar ciertas conclusiones insidiosas del secuestro de las naves enemigas en sus puertos. Esa fue la chispa que encendió la legítima y ruda indignación del Gobernador, quien ya no dudó en acusar a la República Helvética de la más baja venalidad, atribuyendo el mantenimiento de su estrecha neutralidad a la falta de recursos que en relación a esto presentaban los puertos suizos.
    Poco distante de aquella disputa, apoyado a duras penas en el borde de una silla giratoria, Mister Camuzet luchaba contra el mareo.
    Por este motivo, en relación a la conversación general, daba muestras de una desdeñosa indiferencia.
   Mister Camuzet había sido en otros tiempos profesor de una cátedra de Historia en una de nuestras facultades; su enseñanza, libre de cualquier vínculo dogmático, asumía gustosamente tendencia volterianas, que le habían procurado alguna lección agitada.
    Por instigación, la verdad sea dicha, de una prensa reaccionaria, ruidosa, pero afortunadamente carente de repercusiones respecto a la promoción que tanto apreciaba.
  Supo incluso conquistar una gran notoriedad que se asemejaba al mismo tiempo a la gloria y al oprobio, desde cuando en una serie de clases que habían provocado sensación presentó como fruto de investigaciones personales pruebas inesperadas sobre la relación de naturaleza particular, que él aseguraba que eran habituales, entre Luis [XI] y su consejero Philippe de Commines.
    Incluso se jactaba de haber hecho surgir picantes dilucidaciones sobre el fin del Rey Piadoso, que él atribuía a los últimos ataques de un mal que estaba muy lejos del olor de santidad.
 
    Si estas astutas penetraciones le habían valido entre los guardianes de las buenas causas una reputación deplorable, había, sin embargo, consolidado considerablemente su posición en la plaza, y el Gobernador lo ponía, a partir de ahora, entre los propagadores activos e iluminados del pensamiento liberal, los entusiastas veían en él a un nuevo apóstol de la fe republicana no religiosa consciente.
    Entre las cosas fuertemente imprevistas, la declaración de la guerra había hecho florecer en Mister Camuzet nobles tendencias patrióticas. Durante algunos días perdió todo control concreto sobre su propio estado de ánimo y se volvió violento, combativo, animado por sentimientos irrefutables como nunca había conocido, de una grandeza que nunca había llegado a suponer.
    Decidió entonces bajar a la calle y dar rienda suelta, en arengas de rara elevación, a la cólera indignada que ya no conseguía dominar y cuyo testimonio público no habría dejado de comunicar a la multitud, en un exceso de odio, la voluntad definitiva de vencer al agresor.
    Deseando dar rápido una forma activa a sus propias resoluciones, decidió dirigir sus rayos sobre una cervecería alemana.
    Subido, en equilibrio inestable, a una mesa de café, estimuló la reprobación aún indecisa de una multitud hostil amontonada en la entrada. Su elocuencia supo embocar el camino que conduce al corazón de las masas, ya que luego de unos instantes no había nada entero en todo el local, salvo una botella de genciana desdeñada que un cochero rompió, en pleno ataque de ira, lanzándola contra la pantalla metálica del urinario situado en la vereda de enfrente.
    Ya asimilaba la naturaleza de su propio triunfo a aquellos que Catón el Censor había debido conocer, cuando un señor sobriamente vestido le rogó que lo acompañara a la comisaría.
    Allí le hicieron algunas preguntas indiscretas, pero su notoriedad y relaciones comunes garantizaban la indulgencia del Comisario, que se contentó con exponerle con deferencia los serios inconvenientes que siempre presentaban en sus consecuencias y efectos las manifestaciones inmoderadas del furor popular, alcanzando esto, dijo, ciegamente a veces, fines muy distintos de los que se propone alcanzar originariamente.
    La multitud gritaba delante de la Comisaría, del mismo modo que antes había gritado delante de la cervecería, reclamando a su orador, aunque voces discordantes proclamaban que se trataba de un espía.
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​    El Comisario volvió a poner en libertad a Mister Camuzet, seguro ahora de su influencia sobre las masas, pero cansado de ser tribuno decidió ser cónsul, y fue en calidad de demagogo más moderado que pasó nuevamente de la Comisaría a la calle, con las palabras “Voy a calmar al Pueblo”.
    Esta fiebre tuvo, por suerte, una remisión, y Mister Camuzet pensó en darle a sus terribles dones directivas más racionales, y recordando rápidamente las buenas Relaciones que tenía en el Gobierno, solicitó y obtuvo el honor de defender el pensamiento francés en el exterior, considerando que su propia presencia se había vuelto inútil y superflua en el Interior.
    Provisto de diversas misiones, hablaba sin descanso de propaganda a los neutrales más o menos lejanos, más o menos benévolos.
    Se dirigía precisamente a Santa Lucía, Capital de la República de la Asunción, cuya población, esencialmente cristiana, de convicciones católicas fuertemente arraigadas, manifestaba excelente disposición hacia nosotros en las duras pruebas de la guerra.
   Los Jesuitas, que en el Estado se imponían como la clase dirigente más escuchada, le habían dado a la victoria del Marne un carácter milagroso, que habían explotado a favor nuestro, con gran éxito. Mister Camuzet contaba con dar en Santa Lucía alguna conferencia en la que proponía suministrar explicaciones más concretas de nuestra victoria y disipar así en el intelecto de los asuncenos esas piadosas errancias que él consideraba inusuales pero sin embargo perjudicial para el buen nombre liberal de Francia.
    Por el momento, su rostro contraído a la espera de lo inevitable, asumía todas las tonalidades intermedias del blanco al verde. Su malestar era evidente, al punto de conmover al Mayor Tomkatrick, que le preguntó si tenía frío. No, pero tampoco tengo hambre, respondió Mister Camuzet con voz triste.
   Monsieur y Madame Bronnum, misioneros protestantes daneses, se mantenían en el rincón más apartado del salón fumador. Su color era rosado, de un rosa fresco y brillante de querubín, y de toda su fisonomía emanaban inocencia y pureza; el vientre de Madame Bronnum, en cambio, indicaba una gravidez avanzada, pero su rostro era chato y quizás aún más anodino que el de su marido.
    Por lo general no se sabía a quién atribuir la iniciativa física del hecho que se presentaba a los observadores imparciales como un dilema; ellos habrían voluntariamente negado tanto a uno como al otro, si aún, en nuestros tiempos, tuvieran el gusto por el misterio.
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Imagen del autor en su etapa temprana
   En una penumbra propicia, el príncipe Catulesco, de abolengo rumano, estaba recostado en una pose de calculada negligencia en el sillón recubierto de una tapicería de un tono amarillento. Su rostro joven era pálido y estirado, un largo mechón de cabellos negros le caía sobre los ojos, que eran profundos y ardientes, rodeados de párpados corroídos y de pestañas ralas.
    Bajo un estrecho traje estampado se adivinaba un cuerpo grácil, precozmente consumido. Tenía un conocimiento profundo de la lengua francesa, con la que componía versos que habían tenido, antes de la guerra, cierto éxito en los ambientes exclusivos, donde se jactaba de su espíritu literario.
    Su musa erraba con familiaridad en el período oscuro de la Edad Media, del que extraía aspectos de una extrañeza comúnmente incomprensible, que la crítica mundana, al no entender nada, había declarado salvajemente maravillosos.
    Era, sobre todo, la noche en la cornisa de una elección, de la que él extraía inspiración, y para penetrar con más intensidad aún en aquellas épocas tenebrosas confió a la morfina y a otros diversos estupefacientes la tarea de seccionar los últimos vínculos materiales que aún la unían con el siglo contemporáneo, de un modernismo que lo ultrajaba y al que se negaba a pertenecer. Había sido favorecido por visiones inolvidables, cuya narración confundía incluso a sus admiradores.
    Su lugar de reflexión elegido era el Pont des Arts, desde donde horrorizaba incesantemente al sonido de las campanas de la iglesia de Saint Germain-l'Auxerrois, anunciando la matanza de San Bartolomé, y Quasimodo haciendo equilibrio en el arco rampante de la catedral de Notre-Dame lo gratificaba bajo los rayos lunares con muecas cuyo realismo lo fascinaba.
  Desafortunadamente, desde siempre se ha constatado que similares restablecimientos cerebrales, que exaltan las facultades del alma, agotan nuestros pobres cuerpos tan concretos, y todo el ser del poeta cansado de tanto inmaterialismo había imperceptiblemente alcanzado un nivel penoso de deterioro.
    En la vigilia del deterioro físico total, habían convencido al príncipe de que debía recuperar sus fuerzas vitales, pero su cerebro, de una perceptibilidad exagerada, no podía no experimentar dolorosamente el estado febril generado por la guerra, y así había concluido que habría ido a pedir a orillas lejanas y temporalmente tranquilas que le restituyeran la consistencia que no le estaba permitida.
    En aquel momento se quitó el fino cigarrillo de los pálidos labios, de los que salió un humo ligero, de un olor raro, tomó posesión con los ojos del auditorio y dijo con una voz cuya gravedad sorprendía: “¿No encuentran ustedes que se habla más que nunca de América? Al final declararán la guerra...”.
  Mister Camuzet paró las orejas, ya que nutría hacia los Estados Unidos sentimientos inciertos, al no haber obtenido más que éxitos relativos en el curso de una gira que recientemente había hecho por ese país, tratando doctamente las divergencias existentes entre los sistemas parlamentarios de las dos Repúblicas y deplorando profundamente que dos formas de gobierno aparentemente similares presentasen en el fondo divergencias tan radicales.
    Pero a pesar del fuerte deseo de extenderse sobre ese tema, cuya riqueza requería su competencia, tuvo que quedarse en silencio, la lucha ardiente entablada contra el mareo lo absorbía completamente.
   El Príncipe continuó: “Una señora americana que se encuentra entre mis mejores y más sinceras amigas”, aquí una breve interrupción y una mirada furtiva, que reforzaba en el auditorio lo que habría debido sospechar, “...y que tenía conocidos en las esferas políticas de Washington, me decía que la guerra será declarada el día que las mujeres la apoyen. Son las mujeres, señores, las que piensan en América, hagan que las mujeres apoyen su causa y ellas harán pensar a los viejos senadores”.
    El Mayor Tomkatrick no entendió la finura de ese argumento, pero si no llegó a captar todo su alcance político al menos apreció su tono libertino.
    Y como no sentía por aquellos primos del otro lado del Atlántico más que una simpatía limitada, arremetió: “Tiene usted razón, señor, esa gente no tiene raza pero es demasiado orgullosa como para luchar”.
    Monsieur Brünner, quien desde hacía un tiempo olía un ataque del gobernador portugués del que no esperaba nada bueno para su amor propio nacional, de pronto tomó la ofensiva creando una variante: “Y sin embargo es sorprendente”, dijo, “cómo uno se acostumbra a todos los peligros...” Pero no tuvo tiempo de terminar esa frase laboriosa de la que se esperaba lo mejor, porque la puerta del salón fumador se abrió bruscamente, dejando entrar una violenta ráfaga de viento helado que hizo que todos sus ocupantes se ovillaran.
    El Intruso era el empleado de la Telegrafía sin hilos que lanzó de golpe: “Señores, los Estados Unidos rompieron las relaciones diplomáticas con Alemania”, y la puerta volvió a cerrarse golpeando contra el marco.
    El Mayor Tomkatrick, quien sabía cómo debe uno conducirse en tales circunstancias, no dudó un segundo y gritó a todo pulmón, levantando el vaso: “¡Hurra! ¡Hurra!” –sorprendido y ofendido por no haber encontrado eco, volvió a dejar el vaso y calló.
    Entonces Mister Camuzet profirió con voz aguda: “Eso es evidentemente alentador, pero desconfío del carácter definitivo de las rupturas diplomáticas...”, entonces, una ola muy fuerte hizo que el Tarconia adoptara una inclinación anómala, y Mister Camuzet fue una vez más reducido al silencio.
    El Mayor Tomkatrick encontró profundamente ridícula esta necesidad tan francesa de discutir hasta el infinito acerca de la apariencia de los hechos, y este rasgo, por otra parte, le provocó una íntima satisfacción, ya que corroboraba las opiniones innatas que él tenía en ese punto y que sus padres habían concebido en su lugar.
    El gong invitó tres veces a los pasajeros a cenar, y la campana sonó en el estómago de Mister Camuzet, que al final de sus heroicos esfuerzos, largo tiempo sostenidos, se lanzó a la puerta y corrió hacia el parapeto.
    El Mayor Tomkatrick bebió un último cóctel, aseguró su propio equilibrio con una desenvoltura desconcertante, atravesó el salón fumador con paso noblemente cadenciado e hizo una entrada en el salón comedor que el príncipe que vagaba con la imaginación encontró bella.
    Le concedió sin demora al Mayor Tomkatrick la majestad de Carlos VII, el Victorioso, y así transformado le hizo subir los peldaños, luego atravesar el imponente portal de la catedral de Reims y lo dirigió al Altar.
    Entonces, despreciando la cena, se quedó en el sillón de tonos amarillentos, le prestó atención al humo de su cigarrillo, percibiendo un perfume de incienso, y confió su musa a las grandiosas ceremonias de lo sagrado.
 

                                                                                            L. des Touches

                                                                            Traducción de Guillermo Piro​
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