Año 6 / Número 24 / Diciembre 2018
Ensueño crepuscular. Sobre La Flor, de Mariano Llinás*
Ganadora de la competencia internacional del BAFICI 2018, la nueva película del director de Balnearios e Historias Extraordinarias extrema sus procedimientos narrativos para contar durante catorce horas relatos de momias, cantantes, espías, árboles, brujas, gauchos y cautivas. Con distancia crítica de los circuitos de producción y distribución habituales, La flor elabora una pregunta sobre el presente del cine en la era de las pantallas todoterreno. A continuación del ensayo, una entrevista con el director, Mariano Llinás.
…que pasados los siglos, horas fueron.
Calderón de la Barca, A las flores
Calderón de la Barca, A las flores
Cuando fue estrenado en 2008, Historias extraordinarias, el film anterior de Mariano Llinás, significó una novedad radical en el paisaje del cine de ficción argentino. Con sus cuatro horas divididas en tres partes separadas por dos intervalos, con su flujo caudaloso de narraciones que parecerían no tener principio ni fin, con su afán por contar peripecias y aventuras, fue extra-ordinario en el sentido más literal del término: no había por entonces nada equiparable en el circuito cinematográfico –aunque sintonizaba con un deseo de ficción cuyos signos habían comenzado a volverse manifiestos en la avalancha de series que cotidianamente irradiaban, y aún irradian, su encanto por ubicuas pantallas.
Diez años después, los tiempos audiovisuales han cambiado: como espectadores nos hemos habituado a la apoteosis de los relatos. Horas y horas, series y series, como lectores de un folletín por streaming. Después de Lost, de Fringe, de Once upon a time, de How I met your mother, la desmesura narrativa –e incluso la metanarración– ya no es condición suficiente ni necesaria de lo extraordinario; es la medida misma de lo ordinario, la cifra de nuestra rutina, el preludio y la música de fondo de nuestros sueños. ¿Qué significa en este contexto un film como La flor, con su declaración de amor –y declamación– por el relato, por el cuento, por los vericuetos de la aventura?
No me convencen las lecturas meramente cinematográficas; me refiero a esas que celebran o censuran la obra por la belleza o la fealdad de sus planos, por la fortuna o mala fortuna de sus historias, por sus extendidos juegos inter- y meta-textuales. La flor no admite lecturas apenas cinematográficas, en el sentido de su lenguaje audiovisual. Tenemos que ir más allá, excedernos, porque ella se instala en la frontera del cine contemporáneo y ‘fabrica presente’ por su voluntad de anacronismo. Ya no de narrar en exceso, sino de celebrar el ritual del cine como un plus del que se nos pretende sustraer. Ese es su sentido.
Diez años después, los tiempos audiovisuales han cambiado: como espectadores nos hemos habituado a la apoteosis de los relatos. Horas y horas, series y series, como lectores de un folletín por streaming. Después de Lost, de Fringe, de Once upon a time, de How I met your mother, la desmesura narrativa –e incluso la metanarración– ya no es condición suficiente ni necesaria de lo extraordinario; es la medida misma de lo ordinario, la cifra de nuestra rutina, el preludio y la música de fondo de nuestros sueños. ¿Qué significa en este contexto un film como La flor, con su declaración de amor –y declamación– por el relato, por el cuento, por los vericuetos de la aventura?
No me convencen las lecturas meramente cinematográficas; me refiero a esas que celebran o censuran la obra por la belleza o la fealdad de sus planos, por la fortuna o mala fortuna de sus historias, por sus extendidos juegos inter- y meta-textuales. La flor no admite lecturas apenas cinematográficas, en el sentido de su lenguaje audiovisual. Tenemos que ir más allá, excedernos, porque ella se instala en la frontera del cine contemporáneo y ‘fabrica presente’ por su voluntad de anacronismo. Ya no de narrar en exceso, sino de celebrar el ritual del cine como un plus del que se nos pretende sustraer. Ese es su sentido.
§
Rodada en tres continentes, durante diez años, La flor son seis relatos que transitan géneros y estilos completamente diferentes: terror clase B, melodrama cantado, cuentos de espías con Guerra Fría de fondo, el diario de rodaje de un film sobre árboles. No falta nada: hay momias y brujas, aviones y gatos negros, hay locos y cautivas, un dúo Pimpinella de amores no incestuosos, hay espías esparcidas en el orbe –guerrilleras, burócratas, mercenarias–, desde Centro América hasta Siberia; hay un director que compra libros raros por Internet, están Renoir, Casanova y un investigador de sucesos paranormales. Hay cuatro historias que empiezan y no terminan, hay una quinta que empieza y termina, y hay por último otra que empieza y termina todo el film. Las seis no tienen otra conexión entre sí que las cuatro actrices del grupo teatral Piel de Lava, que trabajan en todas las historias haciendo personajes diferentes: Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa. “La película está hecha –dice Llinás– con ellas y, en algún punto, es sobre ellas.”
Las catorce horas de La flor están repartidas en tres sesiones de entre cuatro y seis horas. La primera sesión incluye dos episodios. El capítulo incial es una suerte de cuento de terror clase B, “de esas que los cineastas de Hollywood hacían con los ojos cerrados y hoy no hacen más”, según cuenta el propio director en el prólogo de la película. El núcleo del relato es simple y de sobra conocido: en un hospital sanjuanino, alguien entrega una momia misteriosa que empieza a generar comportamientos extraños en animales y personas.
El segundo episodio tiene dos tramas paralelas: la principal es la historia de un dúo tipo Pimpinella que se ha separado después de mucho tiempo. Contado desde tres puntos de vista diferentes –cual si fuera un culebrón filmado en clave Rashomon–, es un melodrama con repertorio de canciones pop romántico latino. Camilo Sesto, Rocío Durcal, Nino Bravo, Betty Missiego. La segunda trama está ligada a una especie de secta que se dedica a hacer manipulaciones con la sangre y para la cual los escorpiones cumplen un rol central.
La segunda sesión incluye un único episodio, el tercero, que se extiende a lo largo de casi seis horas. La sinopsis es clásica: en los años ochenta, un grupo de mujeres espías secuestra a una “persona importante” y otro grupo de mujeres espías se enfrenta con ellas para quedarse con el botín. Entre persecuciones, búsquedas y esperas, el relato es una verdadera puesta en abismo de historias de espías que nos conduce por América Central, Inglaterra, Alemania, la Unión Soviética, Bulgaria y un largo etcétera que no prescinde del territorio familiar de la Provincia de Buenos Aires.
Rodada en tres continentes, durante diez años, La flor son seis relatos que transitan géneros y estilos completamente diferentes: terror clase B, melodrama cantado, cuentos de espías con Guerra Fría de fondo, el diario de rodaje de un film sobre árboles. No falta nada: hay momias y brujas, aviones y gatos negros, hay locos y cautivas, un dúo Pimpinella de amores no incestuosos, hay espías esparcidas en el orbe –guerrilleras, burócratas, mercenarias–, desde Centro América hasta Siberia; hay un director que compra libros raros por Internet, están Renoir, Casanova y un investigador de sucesos paranormales. Hay cuatro historias que empiezan y no terminan, hay una quinta que empieza y termina, y hay por último otra que empieza y termina todo el film. Las seis no tienen otra conexión entre sí que las cuatro actrices del grupo teatral Piel de Lava, que trabajan en todas las historias haciendo personajes diferentes: Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa. “La película está hecha –dice Llinás– con ellas y, en algún punto, es sobre ellas.”
Las catorce horas de La flor están repartidas en tres sesiones de entre cuatro y seis horas. La primera sesión incluye dos episodios. El capítulo incial es una suerte de cuento de terror clase B, “de esas que los cineastas de Hollywood hacían con los ojos cerrados y hoy no hacen más”, según cuenta el propio director en el prólogo de la película. El núcleo del relato es simple y de sobra conocido: en un hospital sanjuanino, alguien entrega una momia misteriosa que empieza a generar comportamientos extraños en animales y personas.
El segundo episodio tiene dos tramas paralelas: la principal es la historia de un dúo tipo Pimpinella que se ha separado después de mucho tiempo. Contado desde tres puntos de vista diferentes –cual si fuera un culebrón filmado en clave Rashomon–, es un melodrama con repertorio de canciones pop romántico latino. Camilo Sesto, Rocío Durcal, Nino Bravo, Betty Missiego. La segunda trama está ligada a una especie de secta que se dedica a hacer manipulaciones con la sangre y para la cual los escorpiones cumplen un rol central.
La segunda sesión incluye un único episodio, el tercero, que se extiende a lo largo de casi seis horas. La sinopsis es clásica: en los años ochenta, un grupo de mujeres espías secuestra a una “persona importante” y otro grupo de mujeres espías se enfrenta con ellas para quedarse con el botín. Entre persecuciones, búsquedas y esperas, el relato es una verdadera puesta en abismo de historias de espías que nos conduce por América Central, Inglaterra, Alemania, la Unión Soviética, Bulgaria y un largo etcétera que no prescinde del territorio familiar de la Provincia de Buenos Aires.
La tercera sesión incluye los tres episodios finales. El cuarto comienza con una pelea en el rodaje entre el director y las actrices a causa de una nueva productora, y vira poco a poco hacia un diario de filmación sobre el rodaje de una película de árboles a los que no les gusta ser filmados y tal vez estén planeando, “como esos viejos malos que viven en un edificio hace mucho tiempo”, vengarse de los humanos. La geografía bonaerense está presente en casi cada plano con sus rutas, sus lapachos y sus estancias. No es todo: las actrices pueden ser brujas y un investigador llamado Gatto aparece en escena para investigar sucesos paranormales que incluyen un auto incrustado en un árbol.
Los dos episodios finales resultan en comparación historias breves. El quinto es una película muda en la que se cuenta una historia picaresca entre dos hombres, “gauchos turísticos”, que trabajan en una estancia de provincia e intentan “enamorar” a dos turistas luchando contra un patético galán rival. La referencia es Renoir y Une partie de campagne (1936). El episodio final es el relato epistolar de la fuga de un grupo de cautivas en el siglo XIX. Filmada con una cámara estenopeica –como la reciente Corsarios de Raúl Perrone– y proyectada sobre ¿cuero?, vemos a las cuatro protagonistas en tránsito mientras leemos el relato de sus peripecias. La secuencia de créditos finales se extiende por más de media hora y ofrece a su manera una coda visual sobre el desarmado del set de filmación.
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Los dos episodios finales resultan en comparación historias breves. El quinto es una película muda en la que se cuenta una historia picaresca entre dos hombres, “gauchos turísticos”, que trabajan en una estancia de provincia e intentan “enamorar” a dos turistas luchando contra un patético galán rival. La referencia es Renoir y Une partie de campagne (1936). El episodio final es el relato epistolar de la fuga de un grupo de cautivas en el siglo XIX. Filmada con una cámara estenopeica –como la reciente Corsarios de Raúl Perrone– y proyectada sobre ¿cuero?, vemos a las cuatro protagonistas en tránsito mientras leemos el relato de sus peripecias. La secuencia de créditos finales se extiende por más de media hora y ofrece a su manera una coda visual sobre el desarmado del set de filmación.
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Muchos tienden a colocar esta nueva película en la saga de Historias extraordinarias. Creo que se trata de otra cosa. A diferencia de ella, La flor se coloca al borde del cine, queda afuera y adentro. No deja de ser cine, pero lo excede. ¿En qué sentido?
Es cierto: La flor es, en primer lugar, también –estamos tentados a decir: sobre todo– una película de 14 horas. Quien quiera analizarla podrá hablar de los mejores y peores episodios, de los puntos fuertes y débiles del film, de sus desniveles narrativos, de sus éxitos o fracasos en pos de sus objetivos, de su belleza o de su fealdad, de su capacidad o incapacidad para ofrecer planos singulares, únicos, irreductibles, de su habilidad para trabajar (y re-trabajar) los géneros y estilos del cine. Todo eso podrá observar, criticar, ponderar, y lo hará con más o menos justicia. Podrá agregar con criterio que su duración nos recuerda el desafío de las vanguardias a los espectadores: no solo gozar, disfrutar, asimismo soportar, aguantar, vivir la experiencia física del agotamiento, de la incomodidad. La flor envuelve cada una de estas facetas, pero su deseo parece ir hacia otro lado, hacia el ritual, hacia la proyección como declaración de principios (¿Por qué no decir performance, gesto transversal a las artes contemporáneas?). El cine como práctica: entrar y salir de una sala en penumbras, asistir la película en una gran pantalla.
Entonces, aparece como cine, pero no se la puede leer solo con categorías cinematográficas como autor, obra, estilo, texto y sentido. No se la puede leer como cine a secas porque le agrega un suplemento (¿habría que decir le devuelve?): el cine como experiencia total. La flor obliga, conmina; es todo lo contrario del on demand, ella es la que demanda, la que somete al espectador a un ritual de cuerpos y fantasmas que precisa de la narración –o de la sucesión de imágenes– pero que la excede.
Pide ser leída de otra forma: ya no por su furor narrativo, por su aptitud para echar a andar una impetuosa máquina de contar que resaltaba por contraste entre la atmósfera lacónica del cine de ficción argentino en los primeros años del siglo XXI. Más bien: por su voluntad anacrónica, su apuesta por el ritual, la pregunta por el espectador ––como La muerte de Luis XIV de Albert Serra, en apariencia en las antípodas–. A una década de Historias… narrar no es extraordinario, extraordinario es ser un espectador de cine.
Es cierto: La flor es, en primer lugar, también –estamos tentados a decir: sobre todo– una película de 14 horas. Quien quiera analizarla podrá hablar de los mejores y peores episodios, de los puntos fuertes y débiles del film, de sus desniveles narrativos, de sus éxitos o fracasos en pos de sus objetivos, de su belleza o de su fealdad, de su capacidad o incapacidad para ofrecer planos singulares, únicos, irreductibles, de su habilidad para trabajar (y re-trabajar) los géneros y estilos del cine. Todo eso podrá observar, criticar, ponderar, y lo hará con más o menos justicia. Podrá agregar con criterio que su duración nos recuerda el desafío de las vanguardias a los espectadores: no solo gozar, disfrutar, asimismo soportar, aguantar, vivir la experiencia física del agotamiento, de la incomodidad. La flor envuelve cada una de estas facetas, pero su deseo parece ir hacia otro lado, hacia el ritual, hacia la proyección como declaración de principios (¿Por qué no decir performance, gesto transversal a las artes contemporáneas?). El cine como práctica: entrar y salir de una sala en penumbras, asistir la película en una gran pantalla.
Entonces, aparece como cine, pero no se la puede leer solo con categorías cinematográficas como autor, obra, estilo, texto y sentido. No se la puede leer como cine a secas porque le agrega un suplemento (¿habría que decir le devuelve?): el cine como experiencia total. La flor obliga, conmina; es todo lo contrario del on demand, ella es la que demanda, la que somete al espectador a un ritual de cuerpos y fantasmas que precisa de la narración –o de la sucesión de imágenes– pero que la excede.
Pide ser leída de otra forma: ya no por su furor narrativo, por su aptitud para echar a andar una impetuosa máquina de contar que resaltaba por contraste entre la atmósfera lacónica del cine de ficción argentino en los primeros años del siglo XXI. Más bien: por su voluntad anacrónica, su apuesta por el ritual, la pregunta por el espectador ––como La muerte de Luis XIV de Albert Serra, en apariencia en las antípodas–. A una década de Historias… narrar no es extraordinario, extraordinario es ser un espectador de cine.
*Cuando vi La flor pensé enseguida en el ensayo de Josefina Ludmer sobre las literaturas posautónomas. Escribí este ensayo en eco con el suyo, aunque no se trata más que de una inspiración, un amague de respuesta, una afirmación ante las sensaciones encontradas que me generó el film.
"Tal vez tengamos que volver a pensar el cine como lo que necesita ser proyectado".
Una entrevista con Mariano Llinás
Una entrevista con Mariano Llinás
Quedamos a las tres de la tarde. Calle Laprida, Recoleta. Llego quince minutos antes. Espero en la puerta. Tomo fotos. No me gusta ser más puntual que la hora. Sospecho que Llinás es un hombre ocupado. Estoy impaciente. A cinco minutos del horario pautado, hago sonar el timbre. No se escucha nada. El departamento está ubicado –seré testigo apenas unos instantes después– al fondo de un largo pasillo. Nadie me atiende. Una señora, cuya presencia había notado unos segundos antes, mientras iba y volvía sobre sus pasos, me pregunta si sé de algún departamento en venta allí. Una amiga suya estaba buscando. “Ama los ph. Quiere comprar.” Cuando estoy por responderle que no tengo idea, reconozco a Llinás a la distancia.
Viene con dos ramos de flores. Le digo a la señora: “Él vive acá”. Me presento: “Llinás, soy Dagatti”. Me saluda y la señora le repite la pregunta. Llinás le dice que no sabe, que él alquila, que cree que no. “La próxima vez será”, dice la vecina. “Gracias”.
Entramos a su departamento. “Esta casa está llena de muertos célebres”, me cuenta señalando las urnas con las cenizas de Julio Llinás, su padre, crítico y poeta, y Hugo Santiago Muchnik, el célebre director de Invasión, con quien lo unía una larga amistad. “Murieron los dos este año. Son flores de ofrenda”. Antes de subir a la planta alta, hacemos las reverencias.
Tenemos una hora para conversar. A las cuatro mi anfitrión espera a Edgardo Castro para conversar sobre la nueva película del visitante. Confío en que no sea puntual. El director de La noche no puede ser puntual.
Dagatti: —¿Por qué La flor? ¿Qué es lo que te interesaba hacer?
Llinás: — Como diría Ford: “I wouldn’t know”. No estoy juzgando tu pregunta, pero no sé si es la que me resulta más fácil de responder. Te podría contestar: “Yo hago películas. Filmo todo el tiempo. Uno tiene ideas de películas, y a mí se me ocurrió ésta”. Te podría contestar algo tan vago y tan evasivo como eso frente al porqué. Porque es lo que hago. Y en este caso me pareció una buena idea.
D: —No parece tan buena. Catorce horas, diez años filmando…
Ll: —“¿Por qué no hacer una película buena en vez de seis malas?”, como dijo Quintín. Es una buena pregunta; de hecho, es una pregunta que tiene que ver con las que me estoy haciendo ahora. Sobre cómo seguir, cómo encarar. Yo tenía muchas ganas de trabajar con las chicas [Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes, las cuatro integrantes del grupo Piel de Lava]. Tenía la sensación de que iba a haber un momento de mi vida en que iba a estar atado a hacer películas con ellas. Películas de ficción que tuviesen como eje el juego de la ficción, cierta especie de desenfado con la ficción.
D: —Como Historias Extraordinarias.
Ll: –Historias… había sido pensada más bien como una función de desembarco de ciertas formas de lenguaje, de ciertos procedimientos. Habíamos pensando en una película con la cual El Pampero clausurara su primera década del siglo, la que va entre Balnearios (2002) y Castro (2009). Teníamos la intención de hacer juego con las ficciones y con la producción. Era una película muy de desembarco. Con Laura [Citarella], escribimos en 2009 un texto que se llamaba “La madre de todas las batallas”. Era para un libro del Bafici [Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente]: Cine argentino. Estéticas de la producción. En ese texto hablábamos de cómo Historias… era una película aglutinante de un montón de cosas, y ese era su sentido primigenio, más allá de cada una de las historias. Nos interesaba demostrar que el cine era posible sin el horrendo mundo de los contratos y del dinero, que el cine era como un campo infinito, lleno de aventura y de épica.
D: —¿Y cuál es el corazón de La flor?
Ll: —No tenía sentido hacer seis películas diferentes, porque cada una de ellas iba a ser vista de una manera separada. Cada una de las películas iba a quedarle chica al proyecto, y de hecho siento que algo de eso pasó durante el estreno en el Festival de Mar del Plata, dos años atrás, cuando se proyectó la primera parte. Hubo mucha gente que se quedó en lo anecdótico y ahí fue que Quintín dijo: “Son como una serie de películas todas malas, pero puestas todas juntas y entonces…” Yo sentía lo contrario, sabía que había una especie de voluntad general, que tenía que ver con una experiencia, con la manera de ir pasando de una cosa a la otra, en la que las diferentes anécdotas y los diferentes procedimientos de ficción cobrarían otro peso con el paso del tiempo. Cuando descubrí que la estructura tenía que incluir todos esos fragmentos, es cuando me sentí más seguro para empezar una película.
D: —Es difícil imaginar qué viene después.
Ll: —Quiero animarme a hacer películas chicas. Como hace Matías Piñeiro, que hace películas pequeñas que van cobrando valor a lo largo de la totalidad, pero él las va mostrando de a poco. O como Alejo [Moguillansky].
D: —Variaciones sobre…
Ll: —Claro, exacto. En cambio, yo siempre trabajé formas mucho más grandes y más variadas en sí. Quizás es una estrategia de protección de las películas. Si yo después de Historias extraordinarias hubiera estrenado La momia –el primer episodio de La flor–, todo el mundo hubiera pensado que era un idiota, porque era manifiestamente un juego con una historia a grandes rasgos muy tonta. A mí me encanta La momia, yo estoy muy a favor, y me enojo con aquellos a quienes no les gusta. Efectivamente, es una historia tonta, es una historia cliché. El argumento lo inventamos en una hora. Dijimos vamos a filmar con las chicas, que haya una momia, y después…
D: —¿Fue la primera que filmaste?
Ll: —Sí, se filmó en dos semanas. La escribimos con Elisa [Carricajo] en dos patadas. Era un poco la idea, empezar de cualquier manera. La base de la película era cómo las chicas llevaban adelante la ficción con su cuerpo. Tenía que ver con un juego en cierta zona que podemos llamar actoral. Yo quería que se notaran esos juegos… que para mí son bastante poco frecuentes en el cine que se hace ahora.
D: —Y entonces la historia…
Ll: —La historia tenía que ser deliberadamente tonta, no podía ser una historia que hiciera que los espectadores estuvieran interesados en la trama. Tenía que ser una historia que se hubiera visto mil veces, con una particularidad. Que los espectadores dijeran: “Estoy viendo algo que parece una cosa, pero en realidad es otra”. Si la historia hubiera sido más compleja, como en la segunda parte…
D: —¿Qué hubiera pasado?
Ll: —Hay algo de la película que todavía te ampara un poco. No sé hasta qué punto funcionó. Todavía hay un montón de gente que dice “la parte buena es la parte más compleja…”. Hay todavía una especie de prurito con respecto a la calidad. Hay partes en las que el público siente placer, pero adopta como una especie de salvaguarda: “Que esto no sea una estupidez, que no me vayan a tomar el pelo”. Lo veo mucho con La Flor. Cuando viene la parte de las espías [el episodio 3] y toda la parte con más voz en off, que es más pipí-cucú –con perdón del concepto teórico– hay cierto público que está más entregado.
D: —Cuando empiezan los juegos metatextuales, intertextuales…
Ll: —Exacto. Cuando la cosa se parece ya más a una película...
D: —Hecha por gente que sabe de cine…
Ll: —Claro, y yo de golpe siento que es más difícil hacer la parte de la momia. Para decírtelo de otra manera, cuando alguien viene y me elogia la parte de la momia, siento que saben más.
D: —Cuando hablás del cuerpo de las actrices, ¿en qué estás pensando?
Ll: —Estoy pensando, por ejemplo, en determinados procedimientos que las chicas llevaban adelante en teatro de manera muy impresionante y que yo en el cine no había visto. Porque en general ese tipo de modismo lo hace el cine en sí. Es por eso que los dos primeros episodios tienen una voluntad de diálogo tan grande con Hitchcock, porque es él quien inventa las formas mediante las cuales el cine genera esos mecanismos de variación, que pasa de una situación, de un tipo de emoción a otra de manera tan nítida. Me refiero a cómo empieza siendo una cosa y en el mismo plano se convierte en otra. Cosas que Hitchcock hace todo el tiempo. Si vos pensás en la famosa escena del avión en el medio del campo de Intriga internacional, la cantidad de posibilidades narrativas que tiene esa escena. Cary Grant, perfecto; el misterio que viene de los autos que pasan, la soledad, el personaje que viene, la incomodidad con ese personaje, y hay un avión atrás, hasta llegar al momento surreal del avión atacando, todo ese tipo de cosas.
Viene con dos ramos de flores. Le digo a la señora: “Él vive acá”. Me presento: “Llinás, soy Dagatti”. Me saluda y la señora le repite la pregunta. Llinás le dice que no sabe, que él alquila, que cree que no. “La próxima vez será”, dice la vecina. “Gracias”.
Entramos a su departamento. “Esta casa está llena de muertos célebres”, me cuenta señalando las urnas con las cenizas de Julio Llinás, su padre, crítico y poeta, y Hugo Santiago Muchnik, el célebre director de Invasión, con quien lo unía una larga amistad. “Murieron los dos este año. Son flores de ofrenda”. Antes de subir a la planta alta, hacemos las reverencias.
Tenemos una hora para conversar. A las cuatro mi anfitrión espera a Edgardo Castro para conversar sobre la nueva película del visitante. Confío en que no sea puntual. El director de La noche no puede ser puntual.
Dagatti: —¿Por qué La flor? ¿Qué es lo que te interesaba hacer?
Llinás: — Como diría Ford: “I wouldn’t know”. No estoy juzgando tu pregunta, pero no sé si es la que me resulta más fácil de responder. Te podría contestar: “Yo hago películas. Filmo todo el tiempo. Uno tiene ideas de películas, y a mí se me ocurrió ésta”. Te podría contestar algo tan vago y tan evasivo como eso frente al porqué. Porque es lo que hago. Y en este caso me pareció una buena idea.
D: —No parece tan buena. Catorce horas, diez años filmando…
Ll: —“¿Por qué no hacer una película buena en vez de seis malas?”, como dijo Quintín. Es una buena pregunta; de hecho, es una pregunta que tiene que ver con las que me estoy haciendo ahora. Sobre cómo seguir, cómo encarar. Yo tenía muchas ganas de trabajar con las chicas [Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes, las cuatro integrantes del grupo Piel de Lava]. Tenía la sensación de que iba a haber un momento de mi vida en que iba a estar atado a hacer películas con ellas. Películas de ficción que tuviesen como eje el juego de la ficción, cierta especie de desenfado con la ficción.
D: —Como Historias Extraordinarias.
Ll: –Historias… había sido pensada más bien como una función de desembarco de ciertas formas de lenguaje, de ciertos procedimientos. Habíamos pensando en una película con la cual El Pampero clausurara su primera década del siglo, la que va entre Balnearios (2002) y Castro (2009). Teníamos la intención de hacer juego con las ficciones y con la producción. Era una película muy de desembarco. Con Laura [Citarella], escribimos en 2009 un texto que se llamaba “La madre de todas las batallas”. Era para un libro del Bafici [Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente]: Cine argentino. Estéticas de la producción. En ese texto hablábamos de cómo Historias… era una película aglutinante de un montón de cosas, y ese era su sentido primigenio, más allá de cada una de las historias. Nos interesaba demostrar que el cine era posible sin el horrendo mundo de los contratos y del dinero, que el cine era como un campo infinito, lleno de aventura y de épica.
D: —¿Y cuál es el corazón de La flor?
Ll: —No tenía sentido hacer seis películas diferentes, porque cada una de ellas iba a ser vista de una manera separada. Cada una de las películas iba a quedarle chica al proyecto, y de hecho siento que algo de eso pasó durante el estreno en el Festival de Mar del Plata, dos años atrás, cuando se proyectó la primera parte. Hubo mucha gente que se quedó en lo anecdótico y ahí fue que Quintín dijo: “Son como una serie de películas todas malas, pero puestas todas juntas y entonces…” Yo sentía lo contrario, sabía que había una especie de voluntad general, que tenía que ver con una experiencia, con la manera de ir pasando de una cosa a la otra, en la que las diferentes anécdotas y los diferentes procedimientos de ficción cobrarían otro peso con el paso del tiempo. Cuando descubrí que la estructura tenía que incluir todos esos fragmentos, es cuando me sentí más seguro para empezar una película.
D: —Es difícil imaginar qué viene después.
Ll: —Quiero animarme a hacer películas chicas. Como hace Matías Piñeiro, que hace películas pequeñas que van cobrando valor a lo largo de la totalidad, pero él las va mostrando de a poco. O como Alejo [Moguillansky].
D: —Variaciones sobre…
Ll: —Claro, exacto. En cambio, yo siempre trabajé formas mucho más grandes y más variadas en sí. Quizás es una estrategia de protección de las películas. Si yo después de Historias extraordinarias hubiera estrenado La momia –el primer episodio de La flor–, todo el mundo hubiera pensado que era un idiota, porque era manifiestamente un juego con una historia a grandes rasgos muy tonta. A mí me encanta La momia, yo estoy muy a favor, y me enojo con aquellos a quienes no les gusta. Efectivamente, es una historia tonta, es una historia cliché. El argumento lo inventamos en una hora. Dijimos vamos a filmar con las chicas, que haya una momia, y después…
D: —¿Fue la primera que filmaste?
Ll: —Sí, se filmó en dos semanas. La escribimos con Elisa [Carricajo] en dos patadas. Era un poco la idea, empezar de cualquier manera. La base de la película era cómo las chicas llevaban adelante la ficción con su cuerpo. Tenía que ver con un juego en cierta zona que podemos llamar actoral. Yo quería que se notaran esos juegos… que para mí son bastante poco frecuentes en el cine que se hace ahora.
D: —Y entonces la historia…
Ll: —La historia tenía que ser deliberadamente tonta, no podía ser una historia que hiciera que los espectadores estuvieran interesados en la trama. Tenía que ser una historia que se hubiera visto mil veces, con una particularidad. Que los espectadores dijeran: “Estoy viendo algo que parece una cosa, pero en realidad es otra”. Si la historia hubiera sido más compleja, como en la segunda parte…
D: —¿Qué hubiera pasado?
Ll: —Hay algo de la película que todavía te ampara un poco. No sé hasta qué punto funcionó. Todavía hay un montón de gente que dice “la parte buena es la parte más compleja…”. Hay todavía una especie de prurito con respecto a la calidad. Hay partes en las que el público siente placer, pero adopta como una especie de salvaguarda: “Que esto no sea una estupidez, que no me vayan a tomar el pelo”. Lo veo mucho con La Flor. Cuando viene la parte de las espías [el episodio 3] y toda la parte con más voz en off, que es más pipí-cucú –con perdón del concepto teórico– hay cierto público que está más entregado.
D: —Cuando empiezan los juegos metatextuales, intertextuales…
Ll: —Exacto. Cuando la cosa se parece ya más a una película...
D: —Hecha por gente que sabe de cine…
Ll: —Claro, y yo de golpe siento que es más difícil hacer la parte de la momia. Para decírtelo de otra manera, cuando alguien viene y me elogia la parte de la momia, siento que saben más.
D: —Cuando hablás del cuerpo de las actrices, ¿en qué estás pensando?
Ll: —Estoy pensando, por ejemplo, en determinados procedimientos que las chicas llevaban adelante en teatro de manera muy impresionante y que yo en el cine no había visto. Porque en general ese tipo de modismo lo hace el cine en sí. Es por eso que los dos primeros episodios tienen una voluntad de diálogo tan grande con Hitchcock, porque es él quien inventa las formas mediante las cuales el cine genera esos mecanismos de variación, que pasa de una situación, de un tipo de emoción a otra de manera tan nítida. Me refiero a cómo empieza siendo una cosa y en el mismo plano se convierte en otra. Cosas que Hitchcock hace todo el tiempo. Si vos pensás en la famosa escena del avión en el medio del campo de Intriga internacional, la cantidad de posibilidades narrativas que tiene esa escena. Cary Grant, perfecto; el misterio que viene de los autos que pasan, la soledad, el personaje que viene, la incomodidad con ese personaje, y hay un avión atrás, hasta llegar al momento surreal del avión atacando, todo ese tipo de cosas.
La escena del avión en Intriga Internacional (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959)
Llinás: –A mí lo que me impresionó mucho de las chicas es que ellas hacían este tipo de modulaciones, este tipo de juego de curva y contra-curva con su cuerpo, sin grandes elementos narrativos, solo con sus cuerpos. Te doy dos ejemplos, dos procedimientos muy nítidos que ellas usan. Uno es el cambio emocional abrupto. Por ejemplo, en la parte de la momia, Elisa sube en un momento que no tiene que subir, está discutiendo con un tipo y ella se enoja y larga una especie de larguísimo monólogo, con el cual ahora la gente, como a todos les gusta, aplaude, ¿entendés? Después hay otro procedimiento, el acelere brutal. Hay un momento cuando Pilar [Gamboa] llega y hace una especie de oración en aimara a la momia, que también pasa de una especie de situación relajada a otra de tensión. Como si te dijera, cambian el género en plano. Hay otro momento muy nítido en la parte de Pimpinella. Después del larguísimo monólogo romántico, Pilar se va a bañar, la cámara queda sobre Laura [Paredes], que está emocionada por el monólogo que acabamos de ver, la ducha se prende, y entonces lentamente, a partir de los gestos, nos damos cuenta de que algo pasa y de que de esa emoción empieza a verse invadida por una especie de cosa negra. Son procedimientos que las chicas hacen con el cuerpo. Ellas estaban entrenadas para generar ese tipo de formas de modulación al servicio de la ficción. El virtuosismo actoral no estaba al servicio del virtuosismo mismo, es decir, de la cuestión gimnástica, sino de producir trucos de la ficción que yo no había visto hasta ese momento. Entonces me dediqué los primeros años a generar formas que pudieran hacer que ellas trabajasen así.
D: —¿Y vos sentís que a medida que avanzó el proyecto lograste articular esas modulaciones corporales con las modulaciones más formales propias del lenguaje cinematográfico?
Ll: —A medida que pasaron los primeros años… Me parece que la película acelera muy rápido. La momia se hizo en la primavera de 2009. Y Pimpinella –el segundo episodio del film– se hizo en el invierno del 2010. Y el episodio de las espías –el tercero, que dura seis horas– se hizo más o menos entre 2011 y 2016. Un montón de tiempo se tardó en la parte del medio. Y después la parte de los árboles –cuarto episodio– se hizo también en una primavera. La parte de Une partie de campagne –quinto episodio– se hizo en cinco días y la parte de las cautivas –sexto y último episodio– se hizo en tres o cuatro días.
Entonces se fue muy rápido de un punto al otro. Desde las primeras modulaciones de las chicas en el episodio de la momia, aprendiendo a hacer sus trucos con el cine, hasta aquellas instancias en las que el dispositivo ya esperaba de ellas cosas titánicas. Los largos monólogos, los grandes momentos de emoción extrema, que en general en el cine son vistos como momentos sobreactuados. Entonces cómo hacer para que no parezca que los grandes momentos de actuación se llevan mal con la cámara, cómo hacer para que no parezca que es un desfile de actuación. Cuando venía la tercera parte ya era el turno de ir hacia una zona más propia del cine, donde la presencia de ellas se tradujera en formas fotografiables, en apariencias, y que al mismo tiempo los espectadores pudiesen creer en lo que veían. Con el paso del tiempo, ellas ya se habían descargado mucho la atención, podían vaciarse de forma tal de que los mecanismos más tradicionales del cine pudiesen llenarlas. Ya teníamos determinado conocimiento, ya podíamos confiar en ellas, ya podíamos entender el juego, y pensar que una podía ser rusa, otra latinoamericana, una muda. Es rarísimo, porque una espía era muda, nosotros teníamos que creer que era muda, pero al mismo tiempo ya la habíamos visto en los episodios anteriores hablando. Me interesan esos juegos de ficción. A partir del tercer episodio, los cineastas ya podíamos operar con nuestros mecanismos más tradicionales. Podía volver nuestro elenco estable, que era la provincia de Buenos Aires, los años ochenta, el género, los meandros narrativos.
D: —Como si la propia película fuese generando sus condiciones.
Ll: —Su clasicismo, exacto. Como si pudiese volver a determinada zona de familiaridad, que al mismo tiempo es una familiaridad extrañísima. Vuelve el off, el relato directo, el presente directo. Fue una especie de momento de aventura, en el que la película funcionaba casi en términos de aventura física, viajando…
D: —¿En qué momento decidiste que habría un episodio –el quinto, homenaje a Une partie de campagne de Jean Renoir– en el que ellas no están?
Ll: —Al comienzo. No me acuerdo por qué. Hasta último momento no sabíamos si tenían que aparecer, aunque fuera un poquito o no. Yo tenía una duda. Esto nunca lo dije. A nadie, ni siquiera al editor. Yo en un momento tenía la carta de decir que en el peor de los casos aparezcan como transparencias, como unas transparencias en la parte de los aviones. Y después me pareció que quedaba bien y ni lo probamos. Pero podían estar. Hasta último momento podía ser… Siempre estaba ese círculo en el medio acá –señala el cáliz de la flor– y en un momento dije: “Si la película alcanza su nivel de libertad, podemos volver a filmar Une partie…”. Me parecían divertidos esos personajes hechos por [Esteban] Lamothe y [Santiago] Gobernori. Siempre estuvo claro que se podía hacer una película así, con Lamothe y Gobernori, y que ellos habían nacido para hacer esa película y no lo sabían.
D: —¿Y vos sentís que a medida que avanzó el proyecto lograste articular esas modulaciones corporales con las modulaciones más formales propias del lenguaje cinematográfico?
Ll: —A medida que pasaron los primeros años… Me parece que la película acelera muy rápido. La momia se hizo en la primavera de 2009. Y Pimpinella –el segundo episodio del film– se hizo en el invierno del 2010. Y el episodio de las espías –el tercero, que dura seis horas– se hizo más o menos entre 2011 y 2016. Un montón de tiempo se tardó en la parte del medio. Y después la parte de los árboles –cuarto episodio– se hizo también en una primavera. La parte de Une partie de campagne –quinto episodio– se hizo en cinco días y la parte de las cautivas –sexto y último episodio– se hizo en tres o cuatro días.
Entonces se fue muy rápido de un punto al otro. Desde las primeras modulaciones de las chicas en el episodio de la momia, aprendiendo a hacer sus trucos con el cine, hasta aquellas instancias en las que el dispositivo ya esperaba de ellas cosas titánicas. Los largos monólogos, los grandes momentos de emoción extrema, que en general en el cine son vistos como momentos sobreactuados. Entonces cómo hacer para que no parezca que los grandes momentos de actuación se llevan mal con la cámara, cómo hacer para que no parezca que es un desfile de actuación. Cuando venía la tercera parte ya era el turno de ir hacia una zona más propia del cine, donde la presencia de ellas se tradujera en formas fotografiables, en apariencias, y que al mismo tiempo los espectadores pudiesen creer en lo que veían. Con el paso del tiempo, ellas ya se habían descargado mucho la atención, podían vaciarse de forma tal de que los mecanismos más tradicionales del cine pudiesen llenarlas. Ya teníamos determinado conocimiento, ya podíamos confiar en ellas, ya podíamos entender el juego, y pensar que una podía ser rusa, otra latinoamericana, una muda. Es rarísimo, porque una espía era muda, nosotros teníamos que creer que era muda, pero al mismo tiempo ya la habíamos visto en los episodios anteriores hablando. Me interesan esos juegos de ficción. A partir del tercer episodio, los cineastas ya podíamos operar con nuestros mecanismos más tradicionales. Podía volver nuestro elenco estable, que era la provincia de Buenos Aires, los años ochenta, el género, los meandros narrativos.
D: —Como si la propia película fuese generando sus condiciones.
Ll: —Su clasicismo, exacto. Como si pudiese volver a determinada zona de familiaridad, que al mismo tiempo es una familiaridad extrañísima. Vuelve el off, el relato directo, el presente directo. Fue una especie de momento de aventura, en el que la película funcionaba casi en términos de aventura física, viajando…
D: —¿En qué momento decidiste que habría un episodio –el quinto, homenaje a Une partie de campagne de Jean Renoir– en el que ellas no están?
Ll: —Al comienzo. No me acuerdo por qué. Hasta último momento no sabíamos si tenían que aparecer, aunque fuera un poquito o no. Yo tenía una duda. Esto nunca lo dije. A nadie, ni siquiera al editor. Yo en un momento tenía la carta de decir que en el peor de los casos aparezcan como transparencias, como unas transparencias en la parte de los aviones. Y después me pareció que quedaba bien y ni lo probamos. Pero podían estar. Hasta último momento podía ser… Siempre estaba ese círculo en el medio acá –señala el cáliz de la flor– y en un momento dije: “Si la película alcanza su nivel de libertad, podemos volver a filmar Une partie…”. Me parecían divertidos esos personajes hechos por [Esteban] Lamothe y [Santiago] Gobernori. Siempre estuvo claro que se podía hacer una película así, con Lamothe y Gobernori, y que ellos habían nacido para hacer esa película y no lo sabían.
D: —Muchos críticos ven La flor –ya sea que estén a favor o en contra– como un film que extrema el furor narrativo de Historias extraordinarias. Ya no cuatro horas, sino catorce; ya no tres historias, sino seis episodios. Tengo la impresión, sin embargo, de que esta vez ustedes estaban pensando menos en la cuestión narrativa que en el ritual del cine, en la proyección.
Ll: —Fue algo que apareció. Vos pensá que nosotros empezamos a hacer la película en 2009. Era casi pre-redes sociales. No existía Netflix, nadie había oído nunca la palabra Netflix. Nadie. No se sabía lo que era Netflix. Y en la mitad apareció. Se hablaba un poco de las series, pero las series eran Seinfeld, Friends…
D: --Lost…
Ll: —Me acuerdo que una vez estábamos filmando Historias Extraordinarias y las veo a las chicas que estaban ahí todas alrededor de una cama y les digo: “–¿Qué están mirando?”, “–Lost”, me dicen, y no entendía. No existía esa especie de competencia de las series con las películas. No pasaba eso. La cosa cambió de manera fulminante en muy poco tiempo, en muy poco tiempo todos empezamos a percibir que las películas podían dejar de existir. Los periodistas mismos. Me acuerdo una vez en un debate que hicimos en la Universidad del Cine un crítico dice: “Entre ver una serie y una película de Jean Renoir, hoy prefiero ver una serie”. Hay algo de cierto compromiso que nosotros vamos adquiriendo a medida que la película se va haciendo, la militancia de la proyección. Al mismo tiempo empiezan a aparecer proyectores… empieza a existir de manera más flagrante la posibilidad de manejar uno las formas de proyección, al punto de que, cuando termina La flor, estamos todos bastante obsesionados con el tema, estamos todos en una posición más radicalizada en relación con eso, pero te mentiría si te dijera que de movida era así, porque las cosas eran distintas…
D: —Las cosas fueron mutando…
Ll: —Fueron mutando a medida que fue mutando el mundo. Lo que yo nunca pensé que iba a pasar era la idea de que la película genera eso que vos decís, de cierta vuelta al ritual cinematográfico. Yo jamás imaginé hasta qué punto ese iba a ser un elemento central de la película y hoy creo que lo es. Tenemos que aprender de la película que hicimos. Me da la impresión de que a la gente le gusta mucho La flor también por eso. Ven una posición de resistencia en algo que inicialmente nosotros tal vez no pensamos así. Por supuesto, no me voy a hacer el tonto… es una película de catorce horas, es una posición de resistencia. Pero yo siento que la gente la ve como una posición deliberadamente en contra de algo cuando para nosotros fue algo más azaroso. Lo mismo podría decir en relación con otros temas que aparecen en la película y que siento que se dieron de una forma más natural, como el feminismo, por ejemplo. Hoy viendo la película yo siento que mucha de las cosas que están en discusión aparecen en la película y siento que se fueron dando de manera no muy consciente.
D: — Volvamos al tema de la proyección.
Ll: —Creo que hay algo de eso que a nosotros nos sorprendió y que está buenísimo. Me parece genial que la película pueda establecer ese tipo de ritual de nuevo y que todos volvamos a poder militar eso. Y yo ahora lo hago con mucha convicción. Me impresiona mucho cuando la gente se indigna… o la manera en que está naturalizada la desaparición de la proyección entre personas que supuestamente ven cine. Cuando nosotros le decimos a la gente que no estamos haciendo vimeos, nos mira como si fuera una mentira. Hoy por hoy, nadie cree que los vimeos de La flor no existen. Es más, el otro día fui a Lima, a un festival, y yo tenía que llevar el disco y me lo olvidé. Tremendo. Venía con la cabeza quemada. Me olvidé el disco y entonces el tipo me dice: “Bueno, que manden un link”, “No, no hay link”, le digo. “Dale, dale, te prometo…” y no podía creer que no había. Y fue un quilombo, hubo que mandar otra cosa. No hay link, no existe. Muchos piensan que a los verdaderamente importantes se los damos. No existen, no están hechos.
D: —Me imagino un agente secreto de El Pampero llevando la película en un portafolio con doble fondo.
Ll: —No se puede. Pasó algo así. Hubo alguien que viajó con el disco, pero… Es interesante. La idea de proyectar genera una nueva forma política del cine. El otro día estuve con un tipo en San Sebastián y decía algo que me interesó mucho, y que coincide mucho con lo que yo pienso. Antes, la cámara toma-vistas y el proyector eran el mismo aparato y el que filmaba era el mismo que proyectaba, no existía esa escisión entre cineasta y proyector, como no existe en el teatro, naturalmente. En el cine existe, pero yo creo que se puede desarticular, que uno mismo puede mostrar las películas que hace. Me parece extraordinario como futuro, como horizonte, desarticular la idea de las grandes cadenas. Hace veinte años que todo el mundo se está quejando de eso y nadie hace nada, siguen estrenando las películas en el Gaumont, siguen estrenando con la misma anomia que caracteriza al cine. Bueno, en la medida en que nosotros podamos pasar nuestra película… Vamos a tener que inventar. Por otra parte, es divertido.
D: —Te preguntaba por el ritual porque en su momento, cuando se estrenó Historias extraordinarias, las series todavía no eran lo que llegaron a ser. Por otro lado, había una representación dominante sobre el cine de ficción en la Argentina que lo definía como minimalista, lacónico, que se hablaba poco… y lo que se destacó mucho de tu película era esa suerte de pulsión por narrar que hoy, en el paisaje audiovisual de las series, se volvió casi la norma… Estar horas y horas frente a las pantallas domésticas.
Ll: —Yo no veo series. Nunca vi ninguna serie. Pero yo siento que hay un malentendido en torno a la pulsión por narrar. Me da la impresión de que La flor tiene más parecido con cualquiera de las películas que hacemos en la Argentina, ¡con Jauja!, ¡con Zama!, que con las series de televisión. Estoy convencido de eso. No veo otra manera. Es un poco despistada la idea. Es muy fácil narrar por narrar. La televisión narra todo el tiempo, independientemente de las series. Uno está viendo mecanismos de ficción a toda hora. Los noticieros proveen ficción, los talk-show proveen ficción, Tinelli provee ficción y las series deben ser una cosa un poquito más sofisticada en relación con eso. Pero la televisión es una productora de ficción constante. Yo sospecho que las series son televisión porque están hechas en la televisión. En cambio, el cine es otra cosa.
D: —¿Por el solo hecho de ser cine?
Ll: —Porque la pantalla es una gran pantalla y tiene otro peso desde el punto de vista conceptual, pero sobre todo desde el punto de vista de la materia. Hay algo de la materia del cine que domina… Por algo uno va y se mete en una sala durante un montón de tiempo, a oscuras, inmóvil, donde te obligan a apagar los telefonitos… Uno ve boludeces en la casa para divertirse y en el cine va a ver cosas que escapan a eso… Cuando se va al cine se va buscar un tipo de emoción que la televisión no da, incluso con Marvel. Yo siento que, más allá de que algunos mecanismos se parezcan –mecanismos de hipernarración, mecanismos de cliffhanger–, no se puede comparar el objeto en sí, la materia en sí, porque el cine es precisamente antimatérico, es una materia fugaz. Uno podría decir que la materia es el hecho cinematográfico. Esa reflexión está volviendo con la muerte del cine como algo dado. Tal vez tengamos que volver a pensar el cine como lo que necesita ser proyectado. Mi pensamiento va en esa dirección ante el avance tal vez definitivo de la televisión. Siempre se viene hablando de que la televisión va a reemplazar al cine, pero yo no sé si llegó alguna vez tan lejos como ahora en ese terreno, con esas pequeñas pantallas portátiles. El otro día un amigo me pasó The other side of the wind –el film póstumo de Orson Welles estrenado por Netflix– por whatsapp. ¡No voy a ver The other side… por whatsapp! Es un conservadurismo, a veces el conservadurismo tiene lo suyo.
D: —¿La flor sería la obra de un conservador?
Ll: —La película es en algún punto la embajadora de cierto tipo de reflexión sobre el cine, que plantea un límite a la gran revolución de la televisión, a la gran conquista de la imagen por la televisión. Quintín dijo una frase bastante divertida: “La flor es el crimen perfecto”. No dijo el crimen. Voy a mejorar su prosa. Es el crimen perfecto porque es una película de la cual nadie puede hablar mal. Supongamos que alguien no la soporta más, se va, bueno, no puede hablar porque está hablando de algo que vio en forma incompleta; en cambio, el que se queda hasta último momento es porque le gustó. Hay un poco de eso. Pero más allá de eso, la película –te guste más o menos; por momentos sí, por momentos no– apuesta a recuperar determinado tipo de experiencia. Es hospitalaria.
Son las cuatro de la tarde. Por la escalera, nos llega la voz de Castro, quien –infiero– tiene las llaves de la casa. El director de La noche ostenta una puntualidad a prueba de críticas. Llinás me dice: “No te alcanzó con una hora, no sé a quién le hiciste entrevistas antes”. “Depende de la locuacidad del entrevistado”, le digo. “Yo soy locuaz”, sonríe. “Cualquier cosa, la seguimos por whatsapp”.
Ll: —Fue algo que apareció. Vos pensá que nosotros empezamos a hacer la película en 2009. Era casi pre-redes sociales. No existía Netflix, nadie había oído nunca la palabra Netflix. Nadie. No se sabía lo que era Netflix. Y en la mitad apareció. Se hablaba un poco de las series, pero las series eran Seinfeld, Friends…
D: --Lost…
Ll: —Me acuerdo que una vez estábamos filmando Historias Extraordinarias y las veo a las chicas que estaban ahí todas alrededor de una cama y les digo: “–¿Qué están mirando?”, “–Lost”, me dicen, y no entendía. No existía esa especie de competencia de las series con las películas. No pasaba eso. La cosa cambió de manera fulminante en muy poco tiempo, en muy poco tiempo todos empezamos a percibir que las películas podían dejar de existir. Los periodistas mismos. Me acuerdo una vez en un debate que hicimos en la Universidad del Cine un crítico dice: “Entre ver una serie y una película de Jean Renoir, hoy prefiero ver una serie”. Hay algo de cierto compromiso que nosotros vamos adquiriendo a medida que la película se va haciendo, la militancia de la proyección. Al mismo tiempo empiezan a aparecer proyectores… empieza a existir de manera más flagrante la posibilidad de manejar uno las formas de proyección, al punto de que, cuando termina La flor, estamos todos bastante obsesionados con el tema, estamos todos en una posición más radicalizada en relación con eso, pero te mentiría si te dijera que de movida era así, porque las cosas eran distintas…
D: —Las cosas fueron mutando…
Ll: —Fueron mutando a medida que fue mutando el mundo. Lo que yo nunca pensé que iba a pasar era la idea de que la película genera eso que vos decís, de cierta vuelta al ritual cinematográfico. Yo jamás imaginé hasta qué punto ese iba a ser un elemento central de la película y hoy creo que lo es. Tenemos que aprender de la película que hicimos. Me da la impresión de que a la gente le gusta mucho La flor también por eso. Ven una posición de resistencia en algo que inicialmente nosotros tal vez no pensamos así. Por supuesto, no me voy a hacer el tonto… es una película de catorce horas, es una posición de resistencia. Pero yo siento que la gente la ve como una posición deliberadamente en contra de algo cuando para nosotros fue algo más azaroso. Lo mismo podría decir en relación con otros temas que aparecen en la película y que siento que se dieron de una forma más natural, como el feminismo, por ejemplo. Hoy viendo la película yo siento que mucha de las cosas que están en discusión aparecen en la película y siento que se fueron dando de manera no muy consciente.
D: — Volvamos al tema de la proyección.
Ll: —Creo que hay algo de eso que a nosotros nos sorprendió y que está buenísimo. Me parece genial que la película pueda establecer ese tipo de ritual de nuevo y que todos volvamos a poder militar eso. Y yo ahora lo hago con mucha convicción. Me impresiona mucho cuando la gente se indigna… o la manera en que está naturalizada la desaparición de la proyección entre personas que supuestamente ven cine. Cuando nosotros le decimos a la gente que no estamos haciendo vimeos, nos mira como si fuera una mentira. Hoy por hoy, nadie cree que los vimeos de La flor no existen. Es más, el otro día fui a Lima, a un festival, y yo tenía que llevar el disco y me lo olvidé. Tremendo. Venía con la cabeza quemada. Me olvidé el disco y entonces el tipo me dice: “Bueno, que manden un link”, “No, no hay link”, le digo. “Dale, dale, te prometo…” y no podía creer que no había. Y fue un quilombo, hubo que mandar otra cosa. No hay link, no existe. Muchos piensan que a los verdaderamente importantes se los damos. No existen, no están hechos.
D: —Me imagino un agente secreto de El Pampero llevando la película en un portafolio con doble fondo.
Ll: —No se puede. Pasó algo así. Hubo alguien que viajó con el disco, pero… Es interesante. La idea de proyectar genera una nueva forma política del cine. El otro día estuve con un tipo en San Sebastián y decía algo que me interesó mucho, y que coincide mucho con lo que yo pienso. Antes, la cámara toma-vistas y el proyector eran el mismo aparato y el que filmaba era el mismo que proyectaba, no existía esa escisión entre cineasta y proyector, como no existe en el teatro, naturalmente. En el cine existe, pero yo creo que se puede desarticular, que uno mismo puede mostrar las películas que hace. Me parece extraordinario como futuro, como horizonte, desarticular la idea de las grandes cadenas. Hace veinte años que todo el mundo se está quejando de eso y nadie hace nada, siguen estrenando las películas en el Gaumont, siguen estrenando con la misma anomia que caracteriza al cine. Bueno, en la medida en que nosotros podamos pasar nuestra película… Vamos a tener que inventar. Por otra parte, es divertido.
D: —Te preguntaba por el ritual porque en su momento, cuando se estrenó Historias extraordinarias, las series todavía no eran lo que llegaron a ser. Por otro lado, había una representación dominante sobre el cine de ficción en la Argentina que lo definía como minimalista, lacónico, que se hablaba poco… y lo que se destacó mucho de tu película era esa suerte de pulsión por narrar que hoy, en el paisaje audiovisual de las series, se volvió casi la norma… Estar horas y horas frente a las pantallas domésticas.
Ll: —Yo no veo series. Nunca vi ninguna serie. Pero yo siento que hay un malentendido en torno a la pulsión por narrar. Me da la impresión de que La flor tiene más parecido con cualquiera de las películas que hacemos en la Argentina, ¡con Jauja!, ¡con Zama!, que con las series de televisión. Estoy convencido de eso. No veo otra manera. Es un poco despistada la idea. Es muy fácil narrar por narrar. La televisión narra todo el tiempo, independientemente de las series. Uno está viendo mecanismos de ficción a toda hora. Los noticieros proveen ficción, los talk-show proveen ficción, Tinelli provee ficción y las series deben ser una cosa un poquito más sofisticada en relación con eso. Pero la televisión es una productora de ficción constante. Yo sospecho que las series son televisión porque están hechas en la televisión. En cambio, el cine es otra cosa.
D: —¿Por el solo hecho de ser cine?
Ll: —Porque la pantalla es una gran pantalla y tiene otro peso desde el punto de vista conceptual, pero sobre todo desde el punto de vista de la materia. Hay algo de la materia del cine que domina… Por algo uno va y se mete en una sala durante un montón de tiempo, a oscuras, inmóvil, donde te obligan a apagar los telefonitos… Uno ve boludeces en la casa para divertirse y en el cine va a ver cosas que escapan a eso… Cuando se va al cine se va buscar un tipo de emoción que la televisión no da, incluso con Marvel. Yo siento que, más allá de que algunos mecanismos se parezcan –mecanismos de hipernarración, mecanismos de cliffhanger–, no se puede comparar el objeto en sí, la materia en sí, porque el cine es precisamente antimatérico, es una materia fugaz. Uno podría decir que la materia es el hecho cinematográfico. Esa reflexión está volviendo con la muerte del cine como algo dado. Tal vez tengamos que volver a pensar el cine como lo que necesita ser proyectado. Mi pensamiento va en esa dirección ante el avance tal vez definitivo de la televisión. Siempre se viene hablando de que la televisión va a reemplazar al cine, pero yo no sé si llegó alguna vez tan lejos como ahora en ese terreno, con esas pequeñas pantallas portátiles. El otro día un amigo me pasó The other side of the wind –el film póstumo de Orson Welles estrenado por Netflix– por whatsapp. ¡No voy a ver The other side… por whatsapp! Es un conservadurismo, a veces el conservadurismo tiene lo suyo.
D: —¿La flor sería la obra de un conservador?
Ll: —La película es en algún punto la embajadora de cierto tipo de reflexión sobre el cine, que plantea un límite a la gran revolución de la televisión, a la gran conquista de la imagen por la televisión. Quintín dijo una frase bastante divertida: “La flor es el crimen perfecto”. No dijo el crimen. Voy a mejorar su prosa. Es el crimen perfecto porque es una película de la cual nadie puede hablar mal. Supongamos que alguien no la soporta más, se va, bueno, no puede hablar porque está hablando de algo que vio en forma incompleta; en cambio, el que se queda hasta último momento es porque le gustó. Hay un poco de eso. Pero más allá de eso, la película –te guste más o menos; por momentos sí, por momentos no– apuesta a recuperar determinado tipo de experiencia. Es hospitalaria.
Son las cuatro de la tarde. Por la escalera, nos llega la voz de Castro, quien –infiero– tiene las llaves de la casa. El director de La noche ostenta una puntualidad a prueba de críticas. Llinás me dice: “No te alcanzó con una hora, no sé a quién le hiciste entrevistas antes”. “Depende de la locuacidad del entrevistado”, le digo. “Yo soy locuaz”, sonríe. “Cualquier cosa, la seguimos por whatsapp”.