Año 8 / Número 28 / Mayo 2020
Vestido para matar
Peter Strickland es un visionario. De esos que hablan tan bien del presente que en el reflejo de sus obras siempre hay futuro. En su último film, In fabric, decidió convertir lo cotidiano en suspenso, con una estética muy actual y un tempo narrativo que remite a los maestros del género, como Darío Argento y Lucio Fulci.
Hemos sido educados para la catástrofe. Y como corresponde, como el resto de los contenidos académicos que a lo largo de nuestra vida han intentado hacernos tragar, su contenido es errático, una suma de saberes inconexos, a veces de alta calidad, pero con una distancia sospechosa de la vida, de esa que se siente en la carne, en la nariz cuando se respira, en la piel cuando algo lastima.
Nuestro imaginario sabe de tragedias mundiales, de amenazas que caen del cielo del tamaño de una ciudad o tan pequeños que no se pueden ver ni en el aire ni en las superficies que tenemos a mano. Y soñamos. Nos gustaría ser the last man on earth, caminar por una avenida desierta, acompañados por un perro, un fusil cruzado en la espalda y romper vidrios, entrar al más detestable de los shoppings y adueñarnos de muchas cosas que nunca quisimos. Deliramos y queremos entrar a un supermercado y arrasar con las latas mientras las luces titilan sabiendo que pronto se van a apagar para siempre. Y el peligro siempre será otro, solitario igual que nosotros, que luchará por lo básico: comer, respirar, vestirse.
Y eso llegó. Acá estamos, encerrados, mirando por la ventana, viendo todas las luces encendidas. El resto del mundo se hizo explícita amenaza. Hablar, tocarse, coger. Todo es peligro. Incluso, y en esto sí la ficción ha dado en el clavo, hasta el ser más amado puede ser vehículo de traición, en el mejor de los casos, sin saberlo ni quererlo. Pero el apocalipsis no llegó de manera contundente. La policía sigue en la calle, el control no solo persiste sino que se ha intensificado. No hay revolución aunque tengamos todos los medios para que sea televisada. Y no son las armas, ni la inteligencia o la estrategia elementos salvadores disponibles. Nos dicen, porque sí, nos dicen todo, que la salvación es un pedazo de tela sobre la nariz y la boca. Sí, reprimir de manera minúscula, el respirar, el habla de todos en un tono opacado por fibras cruzadas.
Entonces nos damos cuenta: vestirse siempre es ponerse una armadura. En algún momento, y no fue ese que dice la biblia, nuestra piel no solo que no fue suficiente, sino que fue pecado, enemigo y debilidad. Hay que cubrirse, hay que taparse. Para la guerra o para el amor, nos damos cuenta que la ropa es inevitable antes de la piel. Aunque haya milímetros que nos separen hasta nos cuesta pensarnos sin ella, a nosotros mismos, al resto. Y ahora agregamos un pedazo a la boca para que nos salve de la tragedia irreversible. Entonces, hay inteligencia en la intención de causar miedo convirtiendo una parte constitutiva de nuestro ser en enemigo.
Nuestro imaginario sabe de tragedias mundiales, de amenazas que caen del cielo del tamaño de una ciudad o tan pequeños que no se pueden ver ni en el aire ni en las superficies que tenemos a mano. Y soñamos. Nos gustaría ser the last man on earth, caminar por una avenida desierta, acompañados por un perro, un fusil cruzado en la espalda y romper vidrios, entrar al más detestable de los shoppings y adueñarnos de muchas cosas que nunca quisimos. Deliramos y queremos entrar a un supermercado y arrasar con las latas mientras las luces titilan sabiendo que pronto se van a apagar para siempre. Y el peligro siempre será otro, solitario igual que nosotros, que luchará por lo básico: comer, respirar, vestirse.
Y eso llegó. Acá estamos, encerrados, mirando por la ventana, viendo todas las luces encendidas. El resto del mundo se hizo explícita amenaza. Hablar, tocarse, coger. Todo es peligro. Incluso, y en esto sí la ficción ha dado en el clavo, hasta el ser más amado puede ser vehículo de traición, en el mejor de los casos, sin saberlo ni quererlo. Pero el apocalipsis no llegó de manera contundente. La policía sigue en la calle, el control no solo persiste sino que se ha intensificado. No hay revolución aunque tengamos todos los medios para que sea televisada. Y no son las armas, ni la inteligencia o la estrategia elementos salvadores disponibles. Nos dicen, porque sí, nos dicen todo, que la salvación es un pedazo de tela sobre la nariz y la boca. Sí, reprimir de manera minúscula, el respirar, el habla de todos en un tono opacado por fibras cruzadas.
Entonces nos damos cuenta: vestirse siempre es ponerse una armadura. En algún momento, y no fue ese que dice la biblia, nuestra piel no solo que no fue suficiente, sino que fue pecado, enemigo y debilidad. Hay que cubrirse, hay que taparse. Para la guerra o para el amor, nos damos cuenta que la ropa es inevitable antes de la piel. Aunque haya milímetros que nos separen hasta nos cuesta pensarnos sin ella, a nosotros mismos, al resto. Y ahora agregamos un pedazo a la boca para que nos salve de la tragedia irreversible. Entonces, hay inteligencia en la intención de causar miedo convirtiendo una parte constitutiva de nuestro ser en enemigo.
Peter Strikland es un visionario. De los mejores, de esos que hablan tan bien del presente que en el reflejo de sus obras siempre hay futuro. Astrología pura, de verdad, de la no consciente. Desconociendo por completo nuestro presente decidió convertir lo cotidiano en peligro. Un vestido. Un vestido asesino. Uno medio berreta, rojo, de una tela común, con un detalle negro bordado en el costado. Pero tan perfecto que no importa el talle del comprador, el se ajustará, se asentará perfecto sobre los hombros y la cintura y algo despertará.
Su primera victima será Sheila (una maravillosa Marianne Jean-Baptiste). Una mujer separada que no puede soltar el pasado porque todavía lo tiene cerca. Mientras su hijo crece y deja entrar a una novia que sexualiza todo lo que toca. A través de las paredes es que Sheila siente el sexo y lo busca. Son los 80. Toda la tecnología disponible para la conquista amorosa son avisos de diarios públicos, teléfonos fijos con códigos, cartas que llegan con fotos reveladas. Y Sheila busca. Amor y olvido. Dice, en el aviso que publicó en el diario, que necesita reír. Y por eso va a una tienda en busca de algo que la cubra para, oh paradoja, permitirle ser.
Dentley & Soper’s es un shopping. Sin eufemismos llama a sus clientes a través de avisos televisivos con sus vendedoras haciendo gestos con las manos para atraer. Ellas, de riguroso negro, vestidas de una época que no es posible identificar suman un lenguaje, florido, barroco, donde es difícil adivinar si entre tantas palabras está la respuesta de la pregunta de un comprador. Y he aquí la diferencia con otros villanos y asesinos seriales. Un vestido, poderoso en su inmovilidad, tiene, necesita una red de seducción y convencimiento para lograr su cometido. Es un asesino que debe primero seducir y como no puede hacerlo solo con su apariencia, que además es bastante berreta, se asiste de un sistema tan capitalista que duele. La vendedora, cuando Sheila se pruebe por primera vez el vestido, le dirá: “Imagina, el vestido es tu imagen, y de mi lo que proyectas a través de una ilusión. Una sensación mental, un tejido en recuerdo del tacto”.
Su primera victima será Sheila (una maravillosa Marianne Jean-Baptiste). Una mujer separada que no puede soltar el pasado porque todavía lo tiene cerca. Mientras su hijo crece y deja entrar a una novia que sexualiza todo lo que toca. A través de las paredes es que Sheila siente el sexo y lo busca. Son los 80. Toda la tecnología disponible para la conquista amorosa son avisos de diarios públicos, teléfonos fijos con códigos, cartas que llegan con fotos reveladas. Y Sheila busca. Amor y olvido. Dice, en el aviso que publicó en el diario, que necesita reír. Y por eso va a una tienda en busca de algo que la cubra para, oh paradoja, permitirle ser.
Dentley & Soper’s es un shopping. Sin eufemismos llama a sus clientes a través de avisos televisivos con sus vendedoras haciendo gestos con las manos para atraer. Ellas, de riguroso negro, vestidas de una época que no es posible identificar suman un lenguaje, florido, barroco, donde es difícil adivinar si entre tantas palabras está la respuesta de la pregunta de un comprador. Y he aquí la diferencia con otros villanos y asesinos seriales. Un vestido, poderoso en su inmovilidad, tiene, necesita una red de seducción y convencimiento para lograr su cometido. Es un asesino que debe primero seducir y como no puede hacerlo solo con su apariencia, que además es bastante berreta, se asiste de un sistema tan capitalista que duele. La vendedora, cuando Sheila se pruebe por primera vez el vestido, le dirá: “Imagina, el vestido es tu imagen, y de mi lo que proyectas a través de una ilusión. Una sensación mental, un tejido en recuerdo del tacto”.
Si bien hay una clara intención en In Fabric, de Peter Strickland, de declarar su amor al giallo, la sangre no está desperdiciada. Si bien la estética está declarada desde los títulos al comienzo, la replica está en el ambiente, en el insert de imágenes, en los personajes que no necesitan un giro del guion para dejar al descubierto su parte siniestra. In Fabric está más cerca de Suspiria (Darío Argento, 1997), y de ese otro hito olvidado que fue The Beyond (Lucio Fulci, 1981) antes que de El pájaro de las plumas de Cristal (Darío Argento, 1970). Y lo erótico, que en las versiones más clásicas de este género solía ser un golpe sensorial cubierto de ropa, en la película de Strickland no solo se vuelve más explícito, sino que además lo pone en el centro, es una molestia desencadenante de hechos y de imágenes que perturban. La vagina sangrante de un maniquí, un chorro de semen cruzando sobre un fondo negro, descolocarán al espectador, pero en otro lugar cerraran la idea sobre el género que de alguna manera este director está reescribiendo. Está también esa debilidad que tiene por mostrar a dos mujeres cortejándose, tocándose, hablándose sin respetar la distancia social recomendada.
In Fabric está construida en dos capítulos. En el segundo extrañaremos todo el mundo construido en el primero. También a Marianne Jean-Baptiste. El hilo conductor existe: la lucha del vestido contra los lavarropas. Por eso su segunda víctima será Reg, un reparador matriculado de estos artefactos. No solo hay un punto de quiebre narrativo en ese momento sino que también la película pierde solidez aunque va sumando un costado lisérgico que seguirá seduciéndonos. Y de alguna manera vemos como a Peter Strickland le cuesta soltar el protagonismo de las mujeres en sus historias ya que la que irá cobrando protagonismo será la esposa de Reg, Babs. La excepción a esta regla fue Berberian Sound Studio (2012) pero que comparte con In Fabric la capacidad de quedarse en el lugar más oscuro de la mente de los espectadores por mucho tiempo.
Otro elemento común en los dos capítulos es la hostilidad. No de la prenda de vestir sino del contexto. Sheila no tiene respiro en su trabajo. Aunque sea una de las mejores en lo suyo ante la mínima posibilidad de equivocación deberá soportar un interrogatorio de solapada y cruel profundidad. Serán esos mismos interrogadores los que le pedirán a Reg que les repita una y otra vez el procedimiento detallado que hay que seguir para descubrir la falla mecánica de un electrodoméstico. Para ellos es una droga, un momento de éxtasis estático, hipnótico. Reg por su parte será victima de su jefe, portador de un terror que no necesita de palabras para dejar en claro el nivel de crueldad del que es capaz. Brillos aparte: la música de Tim Gane, ex líder de Stereolab, con su banda Cavern of Antimatter.
La filmografía de Peter Strickland debe ser vista en su totalidad. In Fabric en particular tiene cierta libertad narrativa que puede confundirse con humor. Pero es esta cualidad la que le da cierto aire, quitándole esa claustrofobia a las que nos tiene acostumbrado. Pero además, In fabric es una ignorada reescritura del terror. Un género que olvidó que una de sus misiones es recordarnos que antes de cualquier pandemia, lo cotidiano siempre es amenaza y aislamiento.
In Fabric está construida en dos capítulos. En el segundo extrañaremos todo el mundo construido en el primero. También a Marianne Jean-Baptiste. El hilo conductor existe: la lucha del vestido contra los lavarropas. Por eso su segunda víctima será Reg, un reparador matriculado de estos artefactos. No solo hay un punto de quiebre narrativo en ese momento sino que también la película pierde solidez aunque va sumando un costado lisérgico que seguirá seduciéndonos. Y de alguna manera vemos como a Peter Strickland le cuesta soltar el protagonismo de las mujeres en sus historias ya que la que irá cobrando protagonismo será la esposa de Reg, Babs. La excepción a esta regla fue Berberian Sound Studio (2012) pero que comparte con In Fabric la capacidad de quedarse en el lugar más oscuro de la mente de los espectadores por mucho tiempo.
Otro elemento común en los dos capítulos es la hostilidad. No de la prenda de vestir sino del contexto. Sheila no tiene respiro en su trabajo. Aunque sea una de las mejores en lo suyo ante la mínima posibilidad de equivocación deberá soportar un interrogatorio de solapada y cruel profundidad. Serán esos mismos interrogadores los que le pedirán a Reg que les repita una y otra vez el procedimiento detallado que hay que seguir para descubrir la falla mecánica de un electrodoméstico. Para ellos es una droga, un momento de éxtasis estático, hipnótico. Reg por su parte será victima de su jefe, portador de un terror que no necesita de palabras para dejar en claro el nivel de crueldad del que es capaz. Brillos aparte: la música de Tim Gane, ex líder de Stereolab, con su banda Cavern of Antimatter.
La filmografía de Peter Strickland debe ser vista en su totalidad. In Fabric en particular tiene cierta libertad narrativa que puede confundirse con humor. Pero es esta cualidad la que le da cierto aire, quitándole esa claustrofobia a las que nos tiene acostumbrado. Pero además, In fabric es una ignorada reescritura del terror. Un género que olvidó que una de sus misiones es recordarnos que antes de cualquier pandemia, lo cotidiano siempre es amenaza y aislamiento.