Año 4 / Número 16 / Abril 2016
The Western Unchained: Hell on Wheels y The Hateful Eight
A partir de los últimos films de Tarantino y series de TV como Hell on Wheels, el western ha resurgido como terreno fértil para el cruce de géneros, lecturas sociopolíticas y homenajes varios. Blaxploitation y policial, blancos y negros, Estado y justicia son los puntos de partida para analizar las marcas e influencias que recorren y oxigenan un género inoxidable en producciones recientes para cine y televisión.
Una película y una serie recientes que pertenecen al western tienen la particularidad de actualizar una temática ausente en los clásicos del género. The Hateful Eight (2015) de Quentin Tarantino y la serie Hell on Wheels (2011-) producida por Joe y Tony Gayton para el canal AMC vuelven a poner a los afroamericanos en un lugar central –como protagonistas o westerners– de las tramas del far west. Decimos “vuelven” porque hubo antecedentes: dos momentos cinematográficos como los Spaghetti westerns y el Blaxploitation desarrollados entre la segunda mitad de la década de 1960 y la primera de 1970. El primero lo integran películas rodadas en el sur de España con directores italianos y actores estadounidenses y europeos. El segundo, un subgénero dentro del Exploitation, es un conjunto de producciones cuya mayoría del reparto, la música del soundtrack, y en muchos casos el director eran negros. Algunas de aquellas películas italoestadounidenses y un grupo de westerns del Blaxploitation contaban historias del lejano oeste en las que también había afroamericanos. En un apretado recorrido histórico, vemos que estos personajes habían estado notablemente ausentes en los films clásicos del género como los de Howard Hawks (Red River, Río Bravo), John Ford (The Searchers, Stagecoach, Fort Apache) o Henry Hathaway (True Grit, Garden of Evil). Esos directores contaban la expansión hacia el oeste como una gran épica blanca, donde el hombre americano anglosajón disputaba, por un lado, con el indio tierras e identidad nacional, y por otro, con los outlaws una ley y un orden. Un poco más tarde, entre las décadas de los ’60 y ’70, el auge de movimientos sociales encuadrados en el Black Power y el Civil Rights Movement, que luchaban por derechos para la comunidad afroamericana de Estados Unidos, funcionaba como marco sociopolítico para entender la inclusión de personajes y protagonistas negros en los westerns, tanto del Spaghetti como del Blaxploitation. Podemos señalar algunos ejemplos de estas películas como The Great Silence (1968, Sergio Corbucci), Ace High (1968, Giuseppe Colizzi), Take a Hard Ride (1975, Antonio Margheriti),entre los del primer movimiento mencionado; y El Condor (1970, John Guillermin), The Legend of Nigger Charlie (1971, Martin Goldman), Thomasine & Bushrod (1974, Gordon Parks Jr.), Boss Nigger (1975, Jack Arnold), Joshua the Black Rider (1976, Larry Spangler), para el segundo. Estas dos últimas tradiciones son muy conocidas por Tarantino y están incorporadas a su estética, sobre todo por la combinación de sexo, drogas, violencia y personajes intencionadamente estereotipados, pero también por continuidades como el hecho de que Ennio Morricone –responsable de la música de los spaghetti westerns de Sergio Leone– haya musicalizado The Hateful Eight o que la protagonista de Jackie Brown (1997) haya sido Pam Grier, máxima estrella del Blaxploitation.
Tarantino ya había creado un black westerner en Django Unchained (2012). De alguna forma, se puede ver esa película como la precuela de The Hateful Eight en el sentido de que contaba hechos anteriores a la Guerra de Secesión. En cambio, tanto The Hateful Eight como Hell on Wheels narran la sociedad de la posguerra. Estas producciones tienen también su contexto de aparición. Se dan al calor de algunos hechos de los últimos años que abarcan desde el fenómeno histórico que significan los dos períodos presidenciales de Obama hasta las nuevas luchas de afroamericanos contra un momento de resurgimiento –para los medios de comunicación, porque para la comunidad negra estadounidense esto ha sido una constante antes que una novedad– del racismo, sobre todo a partir de los asesinatos de personas negras –como Trayvon Martin, Michael Brown, Eric Garner, entre muchos otros– por parte de agentes policiales blancos. Estos hechos provocaron la aparición del nuevo movimiento Black Lives Matter, que tuvo su momento más candente en las protestas de 2014 en Ferguson y Baltimore, reprimidas por la policía local. En este nuevo momento de segregación hubo también este año un episodio de protestas en Hollywood porque no hubo nominaciones a los premios Oscar para actores negros. Este contexto generó en el cine un revisionismo del pasado racista de Estados Unidos que dejó películas como 12 Years a Slave (2012, Steve McQueen), Lincoln (2012, Steven Spielberg) o la propia Django Unchained.
Daniel Johnson: You released your slaves and still fought in the war. Why?
Cullen Bohannan: Honor.
El protagonista de Hell on Wheels, el ex soldado confederado, Cullen Bohannan (Anson Mount), que perdió todo en la Guerra de Secesión, incluyendo a su familia, y que, derrotado, consigue trabajo en la construcción del Union Pacific Railroad (y luego en su competidora Central Pacific Railroad), el primer tren que cruzará el continente de este a oeste, sostiene un discurso sobre la guerra que podría ser insertado en la visión de la “Lost Cause”, ese grupo de reivindicadores de la causa sureña como identitaria y no como proesclavista.
Alrededor del tren se nuclea una comunidad de outsiders que serán la avanzada del progreso del capitalismo sobre rieles: negros recientemente libres, derrotados de la guerra, prostitutas, predicadores, buscavidas, mormones, trabajadores chinos, mercenarios, indios cristianados, periodistas, artistas de circo, encumbrados consumidores de presupuesto estatal que se venden como capitalistas emprendedores y un largo etcétera. La historia de esta Odisea al revés para alejarse del origen y buscar nueva casa se cuenta a través de Bohannan, quien no sólo encarna, sino por el que también pasan todas las contradicciones y disputas de ese pequeño mundo capitalista salvaje del ferrocarril.
Alrededor del tren se nuclea una comunidad de outsiders que serán la avanzada del progreso del capitalismo sobre rieles: negros recientemente libres, derrotados de la guerra, prostitutas, predicadores, buscavidas, mormones, trabajadores chinos, mercenarios, indios cristianados, periodistas, artistas de circo, encumbrados consumidores de presupuesto estatal que se venden como capitalistas emprendedores y un largo etcétera. La historia de esta Odisea al revés para alejarse del origen y buscar nueva casa se cuenta a través de Bohannan, quien no sólo encarna, sino por el que también pasan todas las contradicciones y disputas de ese pequeño mundo capitalista salvaje del ferrocarril.
Bajo el mando del perdedor sureño, están los “ganadores” negros que finalmente son los asalariados que construyen el tren hacia el Pacífico. Y en esa peripecia deben mostrar, al mismo tiempo, que son, por un lado, tan iguales como el más loser de los blancos y por otro, más civilizados que los indios. Al menos, eso fue lo que siempre quiso hacer el mulato Mr. Elam Ferguson (interpretado por el rapero Common), esclavo de su propio padre –quien, contra la ley, le enseñó a leer–, que peleó por ser propietario, supo ser sheriff y terminó convertido en un salvaje en una toldería comanche y matado como un animal por su amigo/jefe ex esclavista, Bohannan. También es el caso de Psalms Jackson (Dohn Norwood), capataz de los montadores de vías, ex esclavo y ex convicto, al que la empresa ferroviaria de Thomas C. Durand (Colm Meaney) le paga la fianza para que pueda trabajar en la construcción del tren y luego debe enfrentar a su benefactor (defensor a ultranza del libre mercado, pero prendido a la teta estatal y con reparos racistas hacia Psalms y los suyos) para que le venda unas tierras, para que lo incluya, como a todos, en la sociedad de consumo.
“You got no idea what it’s like being a black man facing down America” (Major Marquis Warren)
El Major Marquis Warren (Samuel L. Jackson), protagonista de The Hateful Eight, parece la suma de dos personajes encarnados por Fred Williamson en dos westerns, de los varios que hizo durante la década del ’70. Williamson caracteriza a dos cowboys muy similares no sólo en el aspecto: Joshua en Joshua, the Black Rider (1976, Larry Spangler) y Boss en Boss Nigger (1975, Jack Arnold). En el primer caso, se trata de un ex soldado de la Guerra Civil que vuelve, cual Martín Fierro, y encuentra que han matado a su madre. Así, emprende una persecución contra la banda de asesinos y los va matando uno a uno. En el segundo caso, este black cowboy es un bounty hunter (cazarrecompensas) que llega a un pueblo para hacerse sheriff y ganarse el afecto de los lugareños entre los cuales hay blancos, negros y mexicanos. Boss va acompañado del ex esclavo Amos (D’Urville Martin), que será su deputy mientras dure el mandato de sheriff. Hay un marcado énfasis en ambas películas sobre el resentimiento blanco ante la reciente libertad conseguida por los negros. De hecho, Joshua comienza con palabras de Lincoln hablando sobre los héroes de la guerra y uno de ellos, según el propio presidente, es Joshua. En el caso de Boss Nigger, el tema es la tensión y el temor que genera en la sociedad blanca el hecho de que el nuevo estatus de hombre libre les permita a los negros disputar con los blancos lugares como el de sheriff. La película incluso muestra al deputy poniendo en funcionamiento una lista de black laws (entre las que sobresale la prohibición de llamar nigger en la vía pública a los negros), cuyo incumplimiento conlleva multa o cárcel. Esto contestaba a los Black Codes posteriores a la guerra civil para limitar la reciente emancipación de los afroamericanos que no les permitían votar, portar armas o aprender a leer y escribir.
Marquis Warren es escritor y lector de una falsa carta que Lincoln le escribió y que él inventó para, entre otras cosas, alivianar un pasado que oculta crímenes de guerra (quemó la prisión de Wellenbeck donde estaba encerrado y en el incendio murieron también compañeros suyos) y humillaciones hacia sus enemigos (obligó al bounty hunter que lo perseguía a practicarle sexo oral antes de matarlo). Al entrar en contacto con sus viejos rivales sureños (que no hicieron otra cosa que humillar y destruir a su gente, antes, durante y después de la guerra), se ve obligado y tentado a desclasificar sus secretos en la diligencia que lo lleva a Red Rock y en la parada que hacen en la mercería de Minnie Mink (Dana Gourrier). Todo esto con resultados violentísimos.
Marquis Warren es escritor y lector de una falsa carta que Lincoln le escribió y que él inventó para, entre otras cosas, alivianar un pasado que oculta crímenes de guerra (quemó la prisión de Wellenbeck donde estaba encerrado y en el incendio murieron también compañeros suyos) y humillaciones hacia sus enemigos (obligó al bounty hunter que lo perseguía a practicarle sexo oral antes de matarlo). Al entrar en contacto con sus viejos rivales sureños (que no hicieron otra cosa que humillar y destruir a su gente, antes, durante y después de la guerra), se ve obligado y tentado a desclasificar sus secretos en la diligencia que lo lleva a Red Rock y en la parada que hacen en la mercería de Minnie Mink (Dana Gourrier). Todo esto con resultados violentísimos.
The Locked Haberdashery Mistery
El crítico literario George Grella sostiene que el hard-boiled –esa versión del policial surgida durante la Gran Depresión de la década de 1930 en Estados Unidos y cuyos máximos autores fueron Dashiell Hammett y Raymond Chandler– se desarrolla en las ciudades de California porque es donde se termina la geografía para la expansión territorial del western. El cowboy como héroe nacional termina ahí su viaje y se transforma en detective privado. La violencia va a encontrar en esas ciudades otra forma ficcional. The Hateful Eight hace un alto en ese viaje del westerner para montar un crimen y su revelación, casi como mostrando una periodicidad, que antes de llegar al hard-boiled hay que pasar por el policial clásico –ese género que Edgar Allan Poe había inventado en el este antes de la guerra y que consagró el modelo del enigma de un crimen dentro de un cuarto cerrado–. Entonces, se arma un whodunit en la mercería de Minnie, mientras se rueda el western. Comparten momento la expansión territorial hacia el oeste y el género policial. Un desarrollo social y otro literario.
The Hateful Eight piensa los conflictos del oeste, ese lugar hacia donde se expande la nueva nación haciéndole la guerra a los indios después de resolver su conflicto esclavista mediante otra guerra, bajo la sugestiva forma de un misterio de cuarto cerrado, donde “convivirán” por unas horas el nuevo sheriff de Red Rock, Chris Mannix (Walton Goggins), que no llegará a asumir el cargo; dos bounty hunters como John “The Hangman” Ruth (Kurt Russell) y el Major Warren; un grupo de bandidos integrado por Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), su hermano Jody (Channing Tatum), el mexicano Bob (Demián Bechir), el inglés Oswaldo Mobray (Tim Roth) y el cowboy Joe Gage (Michael Madsen); y el ex general sureño Sanford Smithers (Bruce Dern), quien precisamente había enfrentado en la batalla de Baton Rouge a Warren. La película, a diferencia de Stagecoach (1939) de John Ford, cuenta la historia de cómo la diligencia que transporta a Warren, Ruth, Mannix y Daisy se queda para siempre en la posta mortal de la mercería y no logra llegar al destino de Red Rock, hacia donde se dirigen para cerrar sus cuentas legales: Warren y Ruth cobrarán recompensas, Daisy pagará sus delitos en la horca y Mannix será el encargado de pagar y ahorcar. En esa cabaña, como un arca de Noé que debe pasar un diluvio de nieve, se presenta el experimento de esta selección de personajes típicos de la posguerra. Allí dentro, continúa la batalla por casi los mismos medios que la guerra.
En la mercería se unen los conflictos. El sheriff que no logra imponer todavía la ley estatal, el viejo militar que luchaba por un ancien régime esclavista y perdió, los bounty hunters como apéndices privados de un sistema público legal que no se termina de conformar y los que están en el medio de la disputa por la imposición de ese sistema, los wanted outlaws de la banda de los hermanos Domergue.
The Hateful Eight piensa los conflictos del oeste, ese lugar hacia donde se expande la nueva nación haciéndole la guerra a los indios después de resolver su conflicto esclavista mediante otra guerra, bajo la sugestiva forma de un misterio de cuarto cerrado, donde “convivirán” por unas horas el nuevo sheriff de Red Rock, Chris Mannix (Walton Goggins), que no llegará a asumir el cargo; dos bounty hunters como John “The Hangman” Ruth (Kurt Russell) y el Major Warren; un grupo de bandidos integrado por Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), su hermano Jody (Channing Tatum), el mexicano Bob (Demián Bechir), el inglés Oswaldo Mobray (Tim Roth) y el cowboy Joe Gage (Michael Madsen); y el ex general sureño Sanford Smithers (Bruce Dern), quien precisamente había enfrentado en la batalla de Baton Rouge a Warren. La película, a diferencia de Stagecoach (1939) de John Ford, cuenta la historia de cómo la diligencia que transporta a Warren, Ruth, Mannix y Daisy se queda para siempre en la posta mortal de la mercería y no logra llegar al destino de Red Rock, hacia donde se dirigen para cerrar sus cuentas legales: Warren y Ruth cobrarán recompensas, Daisy pagará sus delitos en la horca y Mannix será el encargado de pagar y ahorcar. En esa cabaña, como un arca de Noé que debe pasar un diluvio de nieve, se presenta el experimento de esta selección de personajes típicos de la posguerra. Allí dentro, continúa la batalla por casi los mismos medios que la guerra.
En la mercería se unen los conflictos. El sheriff que no logra imponer todavía la ley estatal, el viejo militar que luchaba por un ancien régime esclavista y perdió, los bounty hunters como apéndices privados de un sistema público legal que no se termina de conformar y los que están en el medio de la disputa por la imposición de ese sistema, los wanted outlaws de la banda de los hermanos Domergue.
El exploitation que se da dentro de la mercería –donde por cierto ya mataron a Minnie, la mujer negra dueña del negocio y a todos los que trabajaban con ella– es una lucha por el control del Estado, al mismo tiempo que una disputa racial en la que Warren muere inmolándose en una balacera tan estridente y pirotécnica como silenciosa y solitaria en medio del campo blanco de Wyoming. La resolución del problema planteado por el contenido es de carácter estético: venganza + exploitation son más importantes que lo que se pueda resolver en términos de una discusión sobre problemas raciales, aun cuando estos fueron largamente expuestos. Warren, ese Dupin negro, que viaja con una carta inventada, muere habiendo revelado sus secretos y desentrañado el enigma de la mercería. Pero esas dos verdades, la de la guerra y la de la posguerra, quedan atrapadas en ese páramo.
El Major Marquis Warren, afroamericano que ha alcanzado rango militar y peleado por las huestes yankees, se encuentra en el llano de la realidad de posguerra, con libertad asegurada, ganándose la vida atrapando a fugitivos de la ley. Pero como el alcance de la legalidad o su implementación no lo ha puesto todavía fuera de peligro en todo el territorio, como hombre negro en el centro WASP de Estados Unidos, se fabrica un pasado glorioso y bendecido por una carta personal dirigida a él de parte del presidente Abraham Lincoln. “Only time black folks is safe is when white folks is disarmed and this letter had the desired effect of disarming white folks”, explica Warren. Ese salvoconducto pacifista es la ficción escrita que lo mantiene con vida, pero que lo pone en peligro por el rumor oral de su falsedad.
Los antiguos enemigos, Mannix y Warren, hermanados por el nuevo estado de derecho de la posguerra amenazado por los Domergue, agonizan leyendo la falsa carta ecuménica de Lincoln con la que el negro enamoraba a los blancos. Warren es el narrador de historias en la película, quien lleva adelante los relatos de la vieja y la nueva nación. La carta como cuento falso del pasado tiene una fuerza hipnótica, incluso sobre los enemigos del Major, como un futuro deseado que Warren no puede no defender.
El Major Marquis Warren, afroamericano que ha alcanzado rango militar y peleado por las huestes yankees, se encuentra en el llano de la realidad de posguerra, con libertad asegurada, ganándose la vida atrapando a fugitivos de la ley. Pero como el alcance de la legalidad o su implementación no lo ha puesto todavía fuera de peligro en todo el territorio, como hombre negro en el centro WASP de Estados Unidos, se fabrica un pasado glorioso y bendecido por una carta personal dirigida a él de parte del presidente Abraham Lincoln. “Only time black folks is safe is when white folks is disarmed and this letter had the desired effect of disarming white folks”, explica Warren. Ese salvoconducto pacifista es la ficción escrita que lo mantiene con vida, pero que lo pone en peligro por el rumor oral de su falsedad.
Los antiguos enemigos, Mannix y Warren, hermanados por el nuevo estado de derecho de la posguerra amenazado por los Domergue, agonizan leyendo la falsa carta ecuménica de Lincoln con la que el negro enamoraba a los blancos. Warren es el narrador de historias en la película, quien lleva adelante los relatos de la vieja y la nueva nación. La carta como cuento falso del pasado tiene una fuerza hipnótica, incluso sobre los enemigos del Major, como un futuro deseado que Warren no puede no defender.
Cullen Bohannan: You've got to let go of the past.
Elam Ferguson: Have you let it go?
Serie y película retoman los conflictos entre negros y blancos que el western de los ’60 y ’70 habían planteado, pero con resultados distintos. Mientras que Hell on Wheels mira la posguerra como un período constructivo, en el que se intenta dejar la destrucción de las batallas y reconstruir la nación (de hecho ese período se conoce como Reconstruction) bajo el símbolo de esa megaobra que fue el ferrocarril transcontinental, The Hateful Eight no muestra ese optimismo. Si bien en la serie los odios raciales no se olvidaron y están permanentemente estallando, la doble fuerza disciplinadora, una, brutalmente física hecha de capataces temerarios, traiciones y asesinatos, la otra, discursiva encarnada en la promesa de la prosperidad económica capitalista de Thomas C. Durand, hace que esa sociedad profundamente contradictoria avance hacia el océano, una meta tan deseada como incierta. La película de Tarantino, en cambio, muestra que la posguerra dejó personas desesperanzadas, perseguidas, paranoicas, derrotadas, que sobreviven a fuerza de violencia sin finalidad. Nadie llega a Red Rock, todos mueren antes en una especie de última batalla de la Guerra Civil y dejan un páramo blanco e inhabitado. “There won’t be many coming home”, canta Ray Orbison al final de la película. Y esos pocos en realidad no llegan nunca. La guerra no resuelve nada ni deja nada. En una entrevista, Tony Gayton, uno de los creadores de Hell on Wheels, dice que en Cullen Bohannan luchan permanentemente el destructor que fue y el constructor que ahora le toca ser. Esa misma tensión recorre toda la serie. The Hateful Eight no cree en ese progreso. Los personajes pelean en una intemperie de odios raciales y políticos que se sostiene de a ratos por la potencia simbólica de la figura de Lincoln. La diligencia que lleva el mensaje de la ley a Red Rock y que no llega justamente por cumplir con una legalidad ante la banda que la desafía es finalmente un ejemplo paradigmático del western, en el que el cowboy construye una legalidad para los otros, de la que no podrá disfrutar porque siempre se estará yendo –si sobrevive–, hacia otra parte, más al oeste.