Revista Invisibles
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Año 6 / Número 24 / Diciembre 2018
rescates

Hacer el odio


Introducción de Matías Raia

​En el primer capítulo de Hacer el odio, de Gabriel Báñez, el narrador se cuestiona tres veces si es antisemita o no. La novela, publicada en 1984 por la editorial Bruguera y reeditada en 2018 por Mil botellas editorial, narra unos años en la vida de Damián Daussen, sereno de una facultad de La Plata, pensionista en la casa de Doña Marga y pareja fortuita de Raquel, una chica judía. En ciertos pequeños gestos cotidianos, en alguna frase dicha al pasar, en un sentimiento inconfesable, Daussen revela una ambigüedad sutil y perturbadora a fines de los años 70 en la Argentina.
Hacer el odio abre una serie de preguntas: ¿cómo se filtran la violencia y el poder estatal en el día a día de la sociedad civil? ¿Qué ondas expansivas generan? ¿Quiénes son sus agentes? Cuentan que en la presentación de la segunda edición de la novela, una escritora rosarina se acerco al autor y le preguntó: “Pero vos no sos nazi, ¿no?”. En línea, como propone la contratapa de esta reedición, con Villa, de Luis Gusmán, esta novela de Gabriel Báñez explora un existencialismo de humor corrosivo dispuesto a revelar el enano fascista que hay en cada uno de nosotros.  
                                                                                                              
                                                                                                               

De Gabriel Báñez
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Hacer el odio
Gabriel Báñez
Editorial Mil botellas, 2018

Es una relación entre víctima y verdugo; es una escalada en cada uno de ambos papeles y uno termina por desvanecerse  en el otro. Esta es la ambigüedad, que es parte  de la naturaleza humana. Por esto es necesario partir del nazismo de pequeño formato que hay en cada uno de nosotros, partir de la ambigüedad de nuestra naturaleza.
 
                                                                                            Liliana Cavani, Portero de noche

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   La última pregunta que recuerdo de ella fue si yo era antisemita. Le respondí, naturalmente, que la quería. Pero no sé si la quería. Aquella mañana de junio habíamos hecho el amor malamente, por últi­ma vez, teniendo como únicas referencias las descas­caradas paredes de ese hotel del parque Saavedra y un pasaporte que por entonces imaginábamos defini­tivo. O no ella, sino yo, porque la imaginación va en singular. Como rezar o masturbarse. Pero bueno, era ella quien viajaba y era mío ese intento de despe­dida. Torpe, es cierto, aunque sin ninguna promesa de por medio. Casi no nos hablamos. Todo fue bas­tante perfecto. Las sábanas estaban brotadas de hu­medad y el olor del aire era rancio. En esa pieza de levadura ella había reiterado que se iba. Nada más. O sí, pero habían sido palabras solas, sin el plural de las procesiones y sin imágenes al comienzo. Como decía el Padre Anselmo: “no hay una teología del amor”.
Probablemente sea antisemita. Como probable­mente todo el género humano sea un poco inconfe­sable. Macías ve en esta presunción un absoluto. De nada valió aclararle que mi relación con Raquel fue bastante ordinaria. Por lo demás, ignora que los ab­solutos son como los sentimientos: no existen. Y si existen, resultan inconfesables.
   ¿Soy antisemita? A Danilo Gronewald la frial­dad de mi proceder le hubiera permitido deducir una certeza. Doña Marga, en cambio, diría un no rotun­do. Por mi parte, creo que uno busca parecerse a lo que más teme. Quizá por eso intenté la carrera de cu­ra. Raquel nunca entendió semejante razonamiento. Justo ella, que se involucró en mi vida. Es cómico, el Padre Anselmo también solía repetir que hay virtu­des que el temor explica fácilmente. Hoy escribiría dios con minúscula. Mi nombre también. Lo tengo permanentemente clavado con chinches a la pared de mi cuarto de pensión. A través del documento, que dice Damián Daussen. Aunque podría haber si­do Damián a secas o Padre Damián (en ese caso el documento significaría menos una imagen que una devoción), porque en algún tiempo que hoy se me ocurre remoto, tan remoto como el presente históri­co de los curas al hablar, cursé tres años de Semina­rio Menor. Luego, disipados algunos temores, aban­doné la vocación para entrar a trabajar como sereno en la facultad de Ciencias Exactas de mi ciudad. Continúo releyendo algunos pasajes de La Biblia, sin embargo. Job sobre todo. Me ayudan a conciliar el sueño. Job es una letanía que no cesa. Como el tam­bor de la Browning que parece no detenerse jamás cada vez que lo impulso libre. Es extraño pero es así: un sereno siempre debe estar a la espera de lo peor. Un sacerdote lo mismo. No hay grandes diferencias entre ambas responsabilidades. Pero este no es el punto. Lo que a continuación debo confesar es mi afición por la música. No cualquiera, sino Brahms. O Wagner, porque sigo creyendo que toda belleza es trágica o no es belleza. Es una cursilería que leí en al­gún lado y me gustó. Algunas estupideces reconfortan. Siempre hay indicios, pequeñas revanchas, hechos tan alentadores como el incendio del Teatro Argenti­no de mi ciudad o la quema de bibliotecas, que siempre propicié.
   Ese domingo el concierto de órgano en la cate­dral anunciaba Réquiem Alemán y Canto del Triunfo, dos composiciones que, acaso por aso­ciación, me despertaron del letargo en que estaba su­mido. La lectura me produce sopor y nada de lo que leo me parece creíble, menos el periódico. La música, en cambio, no viene a decirme nada y sin embargo me incita. Es una cuestión cutánea muy ligada a la sensualidad. No hace tanto leí que a las puertas de los crematorios de Auschwitz se hacía música, Schumann especialmente, y este solo detalle me conmo­vió. Siempre he pensado, por otra parte, que la sen­sualidad es apenas un capítulo de la violencia. Que hay otros. De chico solía ir al parque Saavedra hasta donde estaban las fuentes con peces de colores. Me pasaba horas admirando la maravilla de aquellas to­nalidades y la elegancia en los desplazamientos. Candorosamente suponía que las limitaciones de esos peces no surgían del encierro sino de la propia naturaleza, la que no siempre me ha parecido muy sabia como tristemente se afirma. Entonces atrapa­ba a dos o tres de ellos y los llevaba hasta las ramas bajas de un ciprés próximo. Allí los atravesaba por la boca hasta que la punta de la rama seca aparecía por el orificio anal. Los peces se arqueaban, se agitaban revulsivamente, y el árbol cobraba vida. Parecía que en cualquier momento iban a volar.
   El concierto empezaba a las ocho. Disponía de un par de horas y decidí salir a caminar. Tenía el áni­mo de domingo por la tarde. Al dejar la pensión noté un tránsito inusual en las calles. La gente se arraci­maba en camiones y vehículos particulares. Algunos entonaban estribillos pegadizos y otros insultaban y agitaban banderines. Los transportes estaban enca­lados con leyendas alusivas y atravesados en sus flancos por banderas unidas entre sí. Las bocinas so­naban a coro y la algarabía agresiva era general. Pensé que tendrían sus motivos. Jamás fui muy afec­to a ese tipo de expresiones. No sólo deportivas, sino de toda índole. La vez que fui a pie a Luján terminé en un hotel del trayecto. Ella era bastante menor y, según dijo, muy creyente. El hotel tenía un nombre que no recuerdo y un cartel a la entrada que decía “todo el año habilitado”. En el Seminario, cada fin de curso en que se organizaba un torneo de fútbol a mí se me inscribía para oficiar de árbitro. Nunca me negué pero siempre actuaba a desgano. Mis com­pañeros se masculinizaban durante los encuentros y, aunque los seminaristas siempre juegan al fútbol, to­da esa agresividad les duraba apenas una hora y me­dia. Las leyes del juego son inmodificables.
   Comencé a caminar sin rumbo. Las calles se des­poblaron rápidamente y en el aire la fragancia de los tilos se confundía con las ráfagas sulfurosas de la Destilería. El cielo estaba amable no obstante, salpi­cado por ralas nubes cárdenas que se desplazaban hacia el oeste. O no, en una ciudad es difícil mante­ner el sentido cardinal.
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Gabriel Báñez
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  Hice la mímica y me persigné. Los acordes llega­ban nítidos como una presencia. Había fieles y mucho perfume por todas partes. Estaban tiesos por la música, con una escarcha de indefensión que úni­camente rompían los gritos de los niños en las escali­natas. O no por la música sino por la catedral mis­ma, por esa forma fraguada y ampulosa de atraer víctimas. Macías tiene razón: la fe es como las pela­duras de la cebolla, toda junta nos hace llorar.
  En la nave central el pasillo también estaba ane­gado de gente. De pie, unos sobre otros, escuchaban Brahms con ceremoniosidad. Le daban la espalda al ejecutante de órgano y mantenían la liturgia hacia el altar. Avancé dificultosamente hasta las primeras fi­las. No se sabía si rezaban o si seguían la música mentalmente. Pensé que estaba en el entreacto de un ballet o algo así. La mayoría bajaba la vista con cierta sumisión y, como en misa, se extasiaba con las figuras de cerámica. Apenas una tos o un carraspeo quebraban la coreografía. Recordé, no sé por qué, mi primera confesión a tientas, estático y ansioso por el origen de aquella voz.
  Luego caminé por entre los reclinatorios hasta la segunda fila. Fue entonces cuando la reconocí. Esta­ba sentada casi al borde del pasillo y tenía un libro abierto entre las piernas. Parecía leerlo con intermi­tencia, irguiendo la cabeza en los graves y bajándola en los descendentes. Un poco torpemente pedí permiso y me senté a su lado. Una mujer de manos cris­padas recogió la sarta de cuentas del rosario y protes­tó para sí. Raquel se reacomodó, cerrando y abrien­do luego el libro aunque sin volverse. Tenía el mis­mo perfil suave y pecaminoso de años atrás. Esos rasgos escolares todavía inalterados. Nunca, no obs­tante, había intentado acercármele. Probablemente porque mi visión de la Raquel de aquella época pri­maria sin duda estuvo siempre ligada a otra, tanto más cruel que sensual. O igualmente, lo que es peor. Sin transición puedo recomponer aquella imagen su­ya y superponerla a todos estos años transcurridos, experimentando incluso el mismo resquemor que an­taño: la camisa levemente abierta, los pechos juveni­les entre las vaharadas del formol, sus gestos de vida impostada para con aquellos pájaros. Las manos. Sin dificultad podría reproducir algunos de sus movi­mientos; la excitación que me producía el escalpelo entre sus dedos cada vez que removía las tripas de un animalito; la estopa; la cal impalpable recubrien­do cada hueso y tendón; los ojos en coloide y los res­tos de sangre en el plumaje encrespado; nuevamente el nacimiento de sus senos y esa leve depresión deba­jo del cuello, apenas disimulada por la estrellita de David. Nos veíamos cada viernes. No nos hablába­mos. Me acobardaba y la deseaba.
  Terminó la primera parte del concierto y se rela­jó suspirando. Luego alzó la vista y consultó el programa, retenido entre las hojas del libro. Me deslicé hasta casi rozarla. Ella giró y se quedó mirán­dome. La saludé entonces con la mayor naturalidad que me fue posible. “Hola”, respondió sin efusividad. Inmediatamente le pregunté si me recordaba.
  Fue un intento. “Claro, del curso y de Scarone”, di­jo. Asentí con la cabeza. Aún conservaba la estrellita de David al cuello y ese aire caprichoso y sensual. Cuando me interesé por ese nombre un poco en tono de burla replicó si era yo quien ya no se acordaba. “El curso de taxidermia lo dictaba Scarone. Ahora está en el Museo”, aclaró. Cohibido, volví a asentir con la cabeza.
Al promediar Canto del Triunfo me pasó el programa, sonriendo y señalándome una referencia que se leía al pie. Estaba en cursiva. Fingí leer con interés. Pero cuando le devolví la hoja fue inexpresi­vamente, sin entender demasiado. Ella se llevó la mano a la boca. No rió porque se contuvo. Esperé el paso de la música. No llegué a identificar un sonido de otro.
   Salimos. En las escalinatas escuchamos los aplausos. Sonaban cóncavos. Fue extraño, nunca antes había oído aplaudir en una iglesia. Se lo men­cioné, pero no hizo ningún comentario. Dijo en cam­bio que la acústica era excesiva y que producía una sobresaturación peculiar. Preguntó si durante las mi­sas ocurría lo mismo. Algo debí decir, pero ella me interrumpió señalando que, al fin de cuentas, rezar era como una música. “En las sinagogas”, aclaró luego.
Caminamos. Al fondo, los quemadores de la Destilería resplandecían como hogueras en la noche. Le extendí la mano y, sin mirarnos, atravesamos la avenida que separaba la plaza de la Catedral. La estrellita de David tenía entonces un tono rojizo. Al llegar a los jardines centrales nos tomamos nueva­mente, un poco como al descuido. Sonrió y sentí sus dedos fríos entre los míos. Cruzamos la plaza hasta atravesar el viejo edificio de la Intendencia. Al tras­poner la rambla de la avenida posterior me soltó y aprovechó para recogerse el pelo, lacio y castaño. Volvió entonces la portada del libro a rozarle la cin­tura. Admiré su belleza impura y semita. En alguna parte del trayecto me confesó que aún guardaba un par de cardenales, para casi de inmediato reponer: “embalsamados, claro”.
  Mientras caminaba, noté, lo hacía evitando la lí­nea de unión de las baldosas. Como una niña en una rayuela imaginaria. Fue lo que me excitó.
Al despedirse nos dimos las direcciones. Pero an­tes comentó que casi larga la carcajada durante el concierto por la llamada al pie que le habían puesto a Brahms: “compositor alemán de espíritu trágico y religiosidad extrema”. 


Agradecemos a los editores de Mil Botellas que nos hayan permitido publicar estos capítulos.
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