Año 7 / Número 27 / Octubre 2019
Revelando a Gerda Taro
Gerda Pohorylle nació en Alemania en 1910 y murió en España en 1937, cuando registraba con su cámara las imágenes de la Guerra Civil Española con las que ella y su pareja, André Ernö Friedmann, iban a construir el mayor legado fotográficos de esos años convulsionados, bajo el seudónimo de Robert Capa. En esta nota, reconstruimos los pasos de su breve e intensa vida.
La foto muestra a una joven ensangrentada en la cama del hospital de campaña. En el blanco y negro se distinguen con nitidez los trazos de sangre que bajan por la mejilla izquierda desde su boca y su nariz. La mano del médico, que no pareciera dedicada a contener la hemorragia sino a una limpieza piadosa de la piel, oculta para el espectador el rostro de la paciente. Podría tratarse de un herido de guerra más. Tomada en 1937, la fotografía recién se hizo pública en 2017, cuando el hijo de aquel médico la subió a Twitter después de haber hallado por casualidad, en su reverso, esta leyenda: “Frente Brunete, junio 1937 (en Torrelodones). La mujer de Capa = de Ce Soir de París, asesinada en Brunete”. La mujer de Capa era Gerda Taro, nacida en Stuttgart en 1910 como Gerda Pohorylle. Junto a su pareja, un húngaro llamado André Ernö Friedmann, habían inventado el nombre que les permitió a ellos, dos europeos judíos dedicados al fotoperiodismo en plena Guerra Civil Española, colocar sus imágenes en los principales medios del mundo: Robert Capa.
“Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca”. Gerda Taro encarnó esa máxima y arriesgó demasiado. Un tanque de guerra la arrolló a unos pocos kilómetros de Madrid. Con la noticia de su muerte, tres personas tomaron el tren para buscar el cadáver en Tolouse. Paul Nizan, escritor y filósofo amigo de Sartre. Ruth Cerf, compañera de cuarto de Gerda en París. Su enamorado André, que para entonces ya se había apropiado del alias y de las fotos sacadas por ambos con aquel nombre falso y se convertiría en el mejor fotógrafo de guerra de su tiempo. El viaje fue espantoso. Capa se lo pasó sollozando, balbuceaba palabras en húngaro. A Ruth le costaba descifrarlo, ya no distinguía cuándo era real y cuándo era su personaje. Y Nizan, atrincherado detrás de una pila de diarios, en 1931 había escrito, en el comienzo de su relato autobiográfico Adén Arabia, la frase que prefiguraría el presente aciago que les tocaba vivir: “Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Gerda Taro había muerto a los veintiséis.
Los de Gerda fueron veintiséis años intensos. Desde muy temprano militó en la izquierda, se afilió al Partido Comunista y apoyó las luchas del proletariado en las fábricas. En la Berlín de 1933, las SA (sección de asalto del incipiente partido nacionalsocialista alemán) dieron vuelta su departamento y se la llevaron detenida por su actividad sindical. En París vivió en un cuchitril, trabajó como mecanógrafa, tuvo un aborto (“Mierda, me quema. ¡La próxima vez nazco varón!”). Medía un metro cincuenta, llevaba el pelo corto y la boina de la bohemia francesa. Tenía cejas finísimas como Marlene Dietrich. Era ambiciosa, encantadora, fumaba cigarrillos Muratti hasta que se enteró de que la fábrica de Kreuzberg que los producía explotaba a sus obreros. Deslumbraba a sus parejas, a sus amantes, a escritores y artistas. A John Dos Passos se lo cruzó en un hotel y lo dejó pasmado con su comentario de lectora: “Sus novelas producen el efecto de una orquesta de la revolución sonando al ritmo del hot jazz más desenfrenado”. La historia de amor entre ella y Robert Capa duró dos años, repartidos entre París y España, entre el Café du Dôme y los bombardeos. Juntos cubrieron la llegada de los falangistas a Málaga, el cerco de Madrid, la victoria de Río Segre. Ella fue su compañera de militancia y de vida. Fue la creadora del seudónimo, su agente en las sombras, su alumna más temeraria. Sus ojos en las trincheras.
“Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca”. Gerda Taro encarnó esa máxima y arriesgó demasiado. Un tanque de guerra la arrolló a unos pocos kilómetros de Madrid. Con la noticia de su muerte, tres personas tomaron el tren para buscar el cadáver en Tolouse. Paul Nizan, escritor y filósofo amigo de Sartre. Ruth Cerf, compañera de cuarto de Gerda en París. Su enamorado André, que para entonces ya se había apropiado del alias y de las fotos sacadas por ambos con aquel nombre falso y se convertiría en el mejor fotógrafo de guerra de su tiempo. El viaje fue espantoso. Capa se lo pasó sollozando, balbuceaba palabras en húngaro. A Ruth le costaba descifrarlo, ya no distinguía cuándo era real y cuándo era su personaje. Y Nizan, atrincherado detrás de una pila de diarios, en 1931 había escrito, en el comienzo de su relato autobiográfico Adén Arabia, la frase que prefiguraría el presente aciago que les tocaba vivir: “Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Gerda Taro había muerto a los veintiséis.
Los de Gerda fueron veintiséis años intensos. Desde muy temprano militó en la izquierda, se afilió al Partido Comunista y apoyó las luchas del proletariado en las fábricas. En la Berlín de 1933, las SA (sección de asalto del incipiente partido nacionalsocialista alemán) dieron vuelta su departamento y se la llevaron detenida por su actividad sindical. En París vivió en un cuchitril, trabajó como mecanógrafa, tuvo un aborto (“Mierda, me quema. ¡La próxima vez nazco varón!”). Medía un metro cincuenta, llevaba el pelo corto y la boina de la bohemia francesa. Tenía cejas finísimas como Marlene Dietrich. Era ambiciosa, encantadora, fumaba cigarrillos Muratti hasta que se enteró de que la fábrica de Kreuzberg que los producía explotaba a sus obreros. Deslumbraba a sus parejas, a sus amantes, a escritores y artistas. A John Dos Passos se lo cruzó en un hotel y lo dejó pasmado con su comentario de lectora: “Sus novelas producen el efecto de una orquesta de la revolución sonando al ritmo del hot jazz más desenfrenado”. La historia de amor entre ella y Robert Capa duró dos años, repartidos entre París y España, entre el Café du Dôme y los bombardeos. Juntos cubrieron la llegada de los falangistas a Málaga, el cerco de Madrid, la victoria de Río Segre. Ella fue su compañera de militancia y de vida. Fue la creadora del seudónimo, su agente en las sombras, su alumna más temeraria. Sus ojos en las trincheras.
Pero el tiempo se encargó de demostrar que fue mucho más que “la mujer de Capa”. Convirtió la fotografía en medio de vida, gesto de resistencia y forma de arte. Como un soldado con sus armas y municiones, ella cargaba al hombro por kilómetros la máquina fotográfica —la Rolleiflex y, más tarde, la Leica III cromada—, la cámara de cine y el trípode. Muchos negativos tenían su firma: Taro. Pero las fotos más célebres, publicadas en su momento por Regards, Picture Post, Ce Soir y, por supuesto, Life, fueron firmadas Capa, a secas. Imágenes icónicas de la Guerra Civil, como la famosísima y controversial Muerte de un miliciano, durante mucho tiempo atribuidas a él, hoy sabemos que quizás hayan sido tomadas por su compañera.
Las que fueron recuperadas con la firma de Gerda prueban que estamos frente a una fotógrafa extraordinaria. Esa imagen del perfil recortado contra el cielo de una miliciana, la rodilla sobre la tierra, el cuerpo agazapado y tensionado como un arco en cuyo extremo asoma la pistola empuñada con una mano: concentración de francotiradora, pura ferocidad y elegancia. Aquella otra de dos republicanos que trasladan a un tercero en la camilla abriéndose paso a través de un camino pedregoso rodeado de arbustos; en la toma, los hombres salen de espalda, cascos puestos y rostros hacia el frente, mientras que el de la camilla aparece boca arriba, con la expresión facial tallada por el rigor mortis. Había muerte en las fotos de Gerda, muertes terribles: niños, cadáveres mutilados, rostros desfigurados. Pero también había brigadistas distendidos, hombres y mujeres sonriendo a la cámara que apoyaba su causa. Era la intimidad de la guerra contada por uno de los suyos. Una foto muy triste y muy bella de Gerda Taro captura el momento en que una mamá y su hijo huyen a pie por un camino de tierra. Ella aguanta el peso plomo de una valija de cuero sobre el hombro, el niño se aferra a las faldas del vestido y camina con la prisa y la seriedad de quien ya dejó atrás la infancia.
Las que fueron recuperadas con la firma de Gerda prueban que estamos frente a una fotógrafa extraordinaria. Esa imagen del perfil recortado contra el cielo de una miliciana, la rodilla sobre la tierra, el cuerpo agazapado y tensionado como un arco en cuyo extremo asoma la pistola empuñada con una mano: concentración de francotiradora, pura ferocidad y elegancia. Aquella otra de dos republicanos que trasladan a un tercero en la camilla abriéndose paso a través de un camino pedregoso rodeado de arbustos; en la toma, los hombres salen de espalda, cascos puestos y rostros hacia el frente, mientras que el de la camilla aparece boca arriba, con la expresión facial tallada por el rigor mortis. Había muerte en las fotos de Gerda, muertes terribles: niños, cadáveres mutilados, rostros desfigurados. Pero también había brigadistas distendidos, hombres y mujeres sonriendo a la cámara que apoyaba su causa. Era la intimidad de la guerra contada por uno de los suyos. Una foto muy triste y muy bella de Gerda Taro captura el momento en que una mamá y su hijo huyen a pie por un camino de tierra. Ella aguanta el peso plomo de una valija de cuero sobre el hombro, el niño se aferra a las faldas del vestido y camina con la prisa y la seriedad de quien ya dejó atrás la infancia.
Gerda, Capa y el polaco David “Chim” Seymour tomaron miles de fotos de la Guerra Civil española, conflicto que duró desde julio de 1936 a la primavera de 1939. Buena parte de estos registros fue abandonada por Capa cuando huyó de una París amenazada por los nazis. Su ayudante Imre “Csiki” Weisz, que tiempo después se casaría con la pintora surrealista Leonora Carrington, quedó a cargo de los negativos. Los alemanes entraban a París. Apremiado, Csiki preparó tres cajas rectangulares con separadores de cartón para cada negativo, como si fueran huequitos para bombones, y forró las cajas en tres colores distintos. Después las guardó en una mochila y se la entregó a un chileno para que la ingresara al consulado. Nada más se supo de las fotos. A Gerda la había embestido el tanque oruga en la batalla de Brunete, Capa murió en Vietnam en 1954 al pisar una mina, Chim fue ametrallado en 1956 en Egipto, durante la crisis de Suez.
En 1995 un director de cine mexicano heredó de su tía, quien a su vez la había recibido de un general amigo, embajador en París con el gobierno de Vichy, lo que se conocería como “la valija mexicana”: tres cajas de cartón con cuatro mil quinientos negativos que contenían el archivo visual más impresionante de la Guerra Civil en España. Por algún motivo inexplicable, el director de cine decidió guardar las cajas en el fondo de un armario por doce años más. Finalmente, el hermano de Robert Capa, que también era fotógrafo y se había rebautizado como Cornell Capa, comenzó tratativas con el heredero y con el Internacional Center of Photograhpy, a donde habían ido a parar los negativos. Después de muchas idas y vueltas, Cornell consiguió hacerse de la maleta mexicana en 2007. Había transcurrido medio siglo de la muerte de los fotoperiodistas y el mundo recobraba las imágenes capturadas por sus lentes, sus urgentes noticias del pasado.
En 1995 un director de cine mexicano heredó de su tía, quien a su vez la había recibido de un general amigo, embajador en París con el gobierno de Vichy, lo que se conocería como “la valija mexicana”: tres cajas de cartón con cuatro mil quinientos negativos que contenían el archivo visual más impresionante de la Guerra Civil en España. Por algún motivo inexplicable, el director de cine decidió guardar las cajas en el fondo de un armario por doce años más. Finalmente, el hermano de Robert Capa, que también era fotógrafo y se había rebautizado como Cornell Capa, comenzó tratativas con el heredero y con el Internacional Center of Photograhpy, a donde habían ido a parar los negativos. Después de muchas idas y vueltas, Cornell consiguió hacerse de la maleta mexicana en 2007. Había transcurrido medio siglo de la muerte de los fotoperiodistas y el mundo recobraba las imágenes capturadas por sus lentes, sus urgentes noticias del pasado.
En su novela biográfica La chica de la Leica, Helena Janaczek (Múnich, 1964) reconstruye estos y otros sucesos en la vida de Gerda Taro. La fotógrafa es evocada por tres personajes atormentados, desbordados por su recuerdo. Willy Chardack, médico refugiado que trató a Gerda por una erupción cutánea (tenía pulgas en el colchón) y se enamoró locamente de ella. Su roommate, Ruth Cerf. Y George Kuritzkes, miembro de las Brigadas Internacionales y amante de Gerda, a quien algunos señalan como el verdadero amor de su vida, por encima de Capa, porque con André/Robert el amor se contaminó de celos y competencia de egos. Sorteadas ciertas expresiones chirriantes de la traducción española, como “desbrozos friables” (pág. 98) o “pedrejón” (pág. 106), La chica de la Leica se lee como la novela bien documentada de la aventura fascinante de un equipo de fotoperiodistas que cambiaron la historia de la fotografía de guerra. El libro recupera la atmósfera de una época vibrante: militancia antifascista, París como centro cultural del mundo; Hemingway, los surrealistas, Bertold Brecht (Gerda conocía a su mujer, la poco agraciada Helene Weigel), Max Ophüls (otro judío con nombre falso: Max Oppenheimer). Desde el presente de tres personajes que amaron y admiraron a Gerda Taro, Janaczek recompone su figura sin descuidar los dobleces de una personalidad compleja. Por ejemplo, la actitud gélida de Gerda frente a la muerte de los otros, el desapego con los de su círculo íntimo. “Es fácil sentirte invulnerable cuando los demás te importan tan poco”, piensa Ruth Cerf.
El filósofo italiano Giorgio Agamben se refiere a la fotografía como una especie de dios cotidiano que nos preserva del olvido: “Las fotografías dan testimonios de los nombres perdidos y exigen que los recordemos, como el libro de la vida que el nuevo ángel apocalíptico —el ángel de la fotografía— tiene en sus manos al final de los días, es decir, cada día”. Gerda Taro, ángel de la fotografía. La historia —o el azar o el tiempo o las nuevas luchas feministas, o todo eso junto— la rescató tarde, muy tarde del olvido. Había sido enterrada en París. Por encargo del Partido, Alberto Giacometti esculpió un Horus en su lápida, dios egipcio de los cielos con forma de halcón, tutor de reyes. Cuando frente al avance de los nazis Capa huyó de París en 1939, no visitó el Père Lachaise, no le dedicó unas últimas palabras, no dejó flores en su tumba. Pero se llevó con él todas las fotografías en las que estaban juntos.
El filósofo italiano Giorgio Agamben se refiere a la fotografía como una especie de dios cotidiano que nos preserva del olvido: “Las fotografías dan testimonios de los nombres perdidos y exigen que los recordemos, como el libro de la vida que el nuevo ángel apocalíptico —el ángel de la fotografía— tiene en sus manos al final de los días, es decir, cada día”. Gerda Taro, ángel de la fotografía. La historia —o el azar o el tiempo o las nuevas luchas feministas, o todo eso junto— la rescató tarde, muy tarde del olvido. Había sido enterrada en París. Por encargo del Partido, Alberto Giacometti esculpió un Horus en su lápida, dios egipcio de los cielos con forma de halcón, tutor de reyes. Cuando frente al avance de los nazis Capa huyó de París en 1939, no visitó el Père Lachaise, no le dedicó unas últimas palabras, no dejó flores en su tumba. Pero se llevó con él todas las fotografías en las que estaban juntos.