Año 5 / Número 22 / Diciembre 2017
Feas y malas
En este ensayo breve su autora propone un análisis de los significados que tiene en nuestra cultura la representación histórica y social de la bruja a través del cine y la literatura, como un dispositivo que ha funcionado para fijar una imagen negativa de la mujer que no se adapta al mandato de la sociedad patriarcal.
Dicen que sus pupilas, vistas bien de cerca, cambian de color; a veces rojas, a veces heladas. Su pelo desordenado y canoso esconde una calvicie absoluta. Su cara está llena de arrugas y tiene una verruga en la punta de la nariz. Sus fosas nasales son enormes. Así puede oler a los niños aunque estén a varios metros de distancia. Cuando ellos se acercan, los atrapa con las garras finas y curvadas que tiene por uñas. Un sutil rengueo confirma que no tiene dedos en los pies.
La bruja de Roald Dahl es como todas las demás. La de Blancanieves, la de La Bella Durmiente, la bruja Cachavacha, la de Hansel y Gretel, la Bruja del ‘71... Todas son feas y malas. Es, si La Cheta de Nordelta nos permite, una cuestión de “estética moral”. Las imágenes, escenas e historias que constituyen al personaje de la bruja conforman un discurso que reafirma valores ampliamente legitimados. Desde los cuentos de los hermanos Grimm hasta la película Abracadabra pasando por los cuadros de Goya y las canciones infantiles, las brujas se esconden bajo la apariencia de mujeres atractivas y seducen a sus víctimas para satisfacer sus propios deseos. ¿Por qué tanta maldad? Hagamos memoria.
Las brujas, aunque no estén en los libros de historia, existieron. Como explica Silvia Federici en Calibán y la bruja, las mujeres en la Edad Media eran dueñas de variados saberes medicinales que incluían métodos abortivos y anticonceptivos. Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, una Europa desesperada por revertir el descenso demográfico causado por la Gran Crisis y generar fuerza de trabajo para el desarrollo de un capitalismo en ciernes implementó medidas sobre la reproducción que se tornaron una cuestión de Estado. Las prácticas y conocimientos que habían dado autonomía a las mujeres para decidir sobre sus propios cuerpos empezaron a ser criminalizadas bajo el nombre de brujería. Las mujeres debían quedarse en el hogar y dedicarse a su función reproductiva, so pena de ser consideradas bestias peligrosas para la sociedad. He ahí la “caza de brujas”: cientos de miles de mujeres fueron capturadas, torturadas y asesinadas durante dos siglos de una historia que las confina al terreno del mito.
La bruja de Roald Dahl es como todas las demás. La de Blancanieves, la de La Bella Durmiente, la bruja Cachavacha, la de Hansel y Gretel, la Bruja del ‘71... Todas son feas y malas. Es, si La Cheta de Nordelta nos permite, una cuestión de “estética moral”. Las imágenes, escenas e historias que constituyen al personaje de la bruja conforman un discurso que reafirma valores ampliamente legitimados. Desde los cuentos de los hermanos Grimm hasta la película Abracadabra pasando por los cuadros de Goya y las canciones infantiles, las brujas se esconden bajo la apariencia de mujeres atractivas y seducen a sus víctimas para satisfacer sus propios deseos. ¿Por qué tanta maldad? Hagamos memoria.
Las brujas, aunque no estén en los libros de historia, existieron. Como explica Silvia Federici en Calibán y la bruja, las mujeres en la Edad Media eran dueñas de variados saberes medicinales que incluían métodos abortivos y anticonceptivos. Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, una Europa desesperada por revertir el descenso demográfico causado por la Gran Crisis y generar fuerza de trabajo para el desarrollo de un capitalismo en ciernes implementó medidas sobre la reproducción que se tornaron una cuestión de Estado. Las prácticas y conocimientos que habían dado autonomía a las mujeres para decidir sobre sus propios cuerpos empezaron a ser criminalizadas bajo el nombre de brujería. Las mujeres debían quedarse en el hogar y dedicarse a su función reproductiva, so pena de ser consideradas bestias peligrosas para la sociedad. He ahí la “caza de brujas”: cientos de miles de mujeres fueron capturadas, torturadas y asesinadas durante dos siglos de una historia que las confina al terreno del mito.
Los hechizos malignos de la ficción remiten a aquellos conocimientos que, prohibidos, empezaron a circular en secreto entre mujeres que debieron ocultarse para que no las condenaran. La presentación pública de la mujer buena, silenciosa y atractiva esconde una esencia indomable que solo puede ser develada en el mundo privado de la bruja. La transformación de la reina en Blancanieves, la revelación de Melisandre en Game of Thrones muestran esta doble cara bajo la forma de un deliberado engaño femenino que silencia la real necesidad de ocultamiento y la histórica sumisión. Desde el Renacimiento hasta hoy, la compleja hipocresía a la que se veían obligadas las mujeres se resuelve mediante una polarización simplista que, en última instancia, funciona como mandato: o sos mala y fea o sos buena y linda. O das miedo o tenés miedo.
La incidencia de esta imaginería popular en los discursos cotidianos es notoria. En las habituales discusiones de Twitter -por nombrar solo un espacio-, no faltan quienes vinculan el aborto con actitudes demoníacas y entienden el nacimiento como designio de Dios. Recordemos que las mujeres que en el siglo XVI querían tener sexo pero no hijos eran señaladas como amantes del Diablo. Esto dio lugar a la primera ley anti-aborto, que concebía a las brujas como asesinas de niños. Y paradójicamente en el mismo momento en que se prohibía la anticoncepción femenina proliferaron los métodos anticonceptivos para hombres. La traducción de la ficción: las brujas no quieren a los chicos. Por algo se las inventa viejas, es decir, infértiles.
En el film Hechizada, cuando Nicole Kidman confiesa a Will Ferrel que es una bruja, él la increpa aterrorizado: ¿Estás loca? ¿Sos humana? ¿Quedaré embarazado? Porque no puedo quedar embarazado justo en este momento!!!!! La bruja invierte los roles. Y su poder se explica o por su locura o por su existencia incierta. La comicidad de la escena lleva al extremo la impotencia masculina cuando él quiere usar una rama de árbol a modo de escoba para espantar a su dos-segundos-atrás amada y, desesperado, le pide a gritos que le explique: “¡¿cómo funciona esto?!”. Ella, en cambio, como todas las brujas, usa su escoba a la perfección: no para limpiar, sino para volar. Hermosa metáfora de libertad femenina.
En el film Hechizada, cuando Nicole Kidman confiesa a Will Ferrel que es una bruja, él la increpa aterrorizado: ¿Estás loca? ¿Sos humana? ¿Quedaré embarazado? Porque no puedo quedar embarazado justo en este momento!!!!! La bruja invierte los roles. Y su poder se explica o por su locura o por su existencia incierta. La comicidad de la escena lleva al extremo la impotencia masculina cuando él quiere usar una rama de árbol a modo de escoba para espantar a su dos-segundos-atrás amada y, desesperado, le pide a gritos que le explique: “¡¿cómo funciona esto?!”. Ella, en cambio, como todas las brujas, usa su escoba a la perfección: no para limpiar, sino para volar. Hermosa metáfora de libertad femenina.
Pero hay un detalle del que esa película no escapa: la mayoría de las brujas de la ficción quiere atraer a los hombres. Es que la mejor forma de inscribirlas en el discurso machista es hacerlas poseedoras de un deseo machista. Hay, sin embargo, algunas excepciones. En una nostalgia retro me atrevo a recordar a Sabrina, la bruja adolescente, una serie de una familia liderada por mujeres donde las brujas no dan miedo sino risa y donde la consigna es “sé fuerte”. En el sexto episodio, las tías de Sabrina hacen un hechizo de repulsión: quieren alejar, y no atraer, a los hombres.
En la segunda temporada de Stranger Things, Mike dice que Eleven “es nuestra bruja”. En efecto, ella tiene poderes, tiene mucha fuerza y tiene que ocultarse porque su vida corre peligro. Todo una bruja. Y, esta vez, también una heroína. Se cumple la máxima pêcheutiana: ninguna palabra significa en sí misma, sino que sus sentidos dependen del lugar desde donde se la enuncia.
En la segunda temporada de Stranger Things, Mike dice que Eleven “es nuestra bruja”. En efecto, ella tiene poderes, tiene mucha fuerza y tiene que ocultarse porque su vida corre peligro. Todo una bruja. Y, esta vez, también una heroína. Se cumple la máxima pêcheutiana: ninguna palabra significa en sí misma, sino que sus sentidos dependen del lugar desde donde se la enuncia.
Cuando hace pocos días el productor de cine Harvey Weinstein fue acusado de abuso sexual, Woody Allen dijo que se trataba de una “caza de brujas”. Lo mismo esgrimió Donald Trump para responder ante el Rusia Gate. La expresión macartista es usada por ambos para defender a grupos en los que ellos mismos se incluyen. Hay al respecto cierta recurrencia en los discursos públicos actuales. Por un lado, bruja en singular suele remitir a la mujer activa, responsable de su maldad. Con la excepción del brujito de Gulubú, en los pocos casos en que la palabra en singular denota valores positivos es cuando se trata de hombres. Harry Potter es un ejemplo. Y eso que el libro lo escribió una mujer. Por otro lado, en la expresión “caza de brujas”, brujas en plural se refiere a hombres que son presentados como pasivos, es decir, inocentes. Hasta ahora no parece ser muy habitual usar “caza de brujas” para referirse al femicidio. ¿Por qué?
Porque los discursos tienen memoria. Preguntar “cómo anda la bruja” para referirse a la pareja mujer de alguien, decir “esa mujer es una bruja” para sostener que es mala, entre otros miles de ejemplos, es reproducir un discurso machista que es inculcado desde la más tierna edad mediante las películas y cuentos infantiles. Tanto en la ficción como en nuestros enunciados cotidianos, todo lo que no está dicho sobre las brujas está presente bajo la forma de lo ya-dicho, que queda implícito. Ahí está el poder del discurso.
Y estos implícitos se juegan en el hecho mismo de la representación ficcional. La idea extendida de que las brujas solo existen en los cuentos no hace más que negar toda posibilidad de existencia real de esas mujeres que escapan al estereotipo, que son poderosas, fuertes, independientes, sabias. Por eso, es una lástima que en la escuela no nos hablen de las brujas. Sobre todo, porque las brujas existimos.
Porque los discursos tienen memoria. Preguntar “cómo anda la bruja” para referirse a la pareja mujer de alguien, decir “esa mujer es una bruja” para sostener que es mala, entre otros miles de ejemplos, es reproducir un discurso machista que es inculcado desde la más tierna edad mediante las películas y cuentos infantiles. Tanto en la ficción como en nuestros enunciados cotidianos, todo lo que no está dicho sobre las brujas está presente bajo la forma de lo ya-dicho, que queda implícito. Ahí está el poder del discurso.
Y estos implícitos se juegan en el hecho mismo de la representación ficcional. La idea extendida de que las brujas solo existen en los cuentos no hace más que negar toda posibilidad de existencia real de esas mujeres que escapan al estereotipo, que son poderosas, fuertes, independientes, sabias. Por eso, es una lástima que en la escuela no nos hablen de las brujas. Sobre todo, porque las brujas existimos.