Año 5 / Número 22 / Diciembre 2017
El cine como arte de la dispersión, o un montón de pequeños detalles. Entrevista con Lucrecia Martel
El cine de Lucrecia Martel es el resultado de un trabajo que combina destreza narrativa y una minuciosa elaboración visual de cada escena y cada plano, que la confirman como una de las mejores exponentes del cine argentino. En esta entrevista, la directora nos cuenta sobre el proceso de trabajo en su última película, Zama, basada en la novela de Antonio Di Benedetto.
Planos, pliegues, páginas
Invisibles: En muchos planos de Zama hay una diversidad de estímulos visuales impresionante, que pueden pasar desapercibidos la primera vez que uno ve la película y que, al verla de nuevo, se hacen más visibles. Pensamos que Zama podría ser vista una y otra vez, y uno puede encontrar un recorrido diferente si captura algo que la vez anterior no había percibido.
Lucrecia Martel: Claro. Eso es para mí un artilugio en el que confío, porque al no haber una trama tan fuerte, que te haga ir de un personaje al otro y al conflicto que hay entre ellos, uno se distrae mucho más en el entorno. Por ejemplo, en parte la gente que mira Game of Thrones no ve la truchada porque está tan concentrada en los personajes que no ve la porquería que hay de escenografía. Pero cuando te corrés de la trama, todo el cuadro en profundidad, en toda dirección y con todo el sonido tiene valor, y eso es muy interesante. En cambio, si estás metido en la trama como si fuera una montaña rusa que te lleva de la nariz, atendés solo a lo que tiene que ver con eso. Mucha gente se irrita con películas que no son así porque quieren ser llevados, no les gusta la incomodidad de tener que buscar. Esto es una desgracia, porque se impuso con un mercado muy pobre narrativamente, con una sola clase de narrativa.
Hay algunos planos donde la profundidad de campo se vuelve un verdadero problema, cuando hay una acción interesante o inquietante que está sucediendo atrás. Cada vez que volvemos a ver Zama encontramos nuevos pliegues, o nuevas capas.
Para mí está bueno hacer eso porque ahora nosotros tenemos una idea muy definitiva de cómo se ven las películas, pero no sé si va a ser así siempre. Nadie lee un libro de corrido, sin jamás volver a una página o un párrafo atrás para leer algo. Rebobinar una película es algo que está al alcance de todo espectador fuera del cine, más allá de ver dos o más veces la película, porque te sumerge. Yo confío mucho en que el futuro va a ser mucho más interesante que el presente. Y que las cosas que uno hizo, que son pequeñas apuestas, después, algún día, van a tener valor para alguien, no todo es para ya y ahora. En ese sentido, una película es mejor que una comida porque no se echa a perder, entonces hay que confiar en eso. Dejar siempre como cosas chiquitas en el fondo.
Lucrecia Martel: Claro. Eso es para mí un artilugio en el que confío, porque al no haber una trama tan fuerte, que te haga ir de un personaje al otro y al conflicto que hay entre ellos, uno se distrae mucho más en el entorno. Por ejemplo, en parte la gente que mira Game of Thrones no ve la truchada porque está tan concentrada en los personajes que no ve la porquería que hay de escenografía. Pero cuando te corrés de la trama, todo el cuadro en profundidad, en toda dirección y con todo el sonido tiene valor, y eso es muy interesante. En cambio, si estás metido en la trama como si fuera una montaña rusa que te lleva de la nariz, atendés solo a lo que tiene que ver con eso. Mucha gente se irrita con películas que no son así porque quieren ser llevados, no les gusta la incomodidad de tener que buscar. Esto es una desgracia, porque se impuso con un mercado muy pobre narrativamente, con una sola clase de narrativa.
Hay algunos planos donde la profundidad de campo se vuelve un verdadero problema, cuando hay una acción interesante o inquietante que está sucediendo atrás. Cada vez que volvemos a ver Zama encontramos nuevos pliegues, o nuevas capas.
Para mí está bueno hacer eso porque ahora nosotros tenemos una idea muy definitiva de cómo se ven las películas, pero no sé si va a ser así siempre. Nadie lee un libro de corrido, sin jamás volver a una página o un párrafo atrás para leer algo. Rebobinar una película es algo que está al alcance de todo espectador fuera del cine, más allá de ver dos o más veces la película, porque te sumerge. Yo confío mucho en que el futuro va a ser mucho más interesante que el presente. Y que las cosas que uno hizo, que son pequeñas apuestas, después, algún día, van a tener valor para alguien, no todo es para ya y ahora. En ese sentido, una película es mejor que una comida porque no se echa a perder, entonces hay que confiar en eso. Dejar siempre como cosas chiquitas en el fondo.
Peces, pandas, pelucas
Los peces tienen en Zama una aparición fugaz pero son muy importantes.
Sí, sí. Eso es lo único que dejé de la novela como presagio, porque en ese texto hay un diagnóstico acerca de Zama. Lo que pasa es que es absurdo desde dónde y quién lo dice: un reo se pega la cabeza contra la pared, cae y habla de un pez. En una escena de la burocracia cotidiana, de golpe parece que este hombre estuviera hablando sobre Zama. Esta construcción estaba muy desde el principio en la escritura de Zama. Quería que hubiese una sensación de que todo ese mundo se comunicaba mucho más que Zama, como si fuese una especie de Truman Show pero de un mundo que sabía mucho más que él, que estaba un poco afuera, como alguien que tenía la percepción de que el mundo conspiraba contra él. Conozco mucha gente así, muy aferrada a sí misma, que todo el tiempo piensa que su imagen irradia una cosa y si el mundo no le devuelve eso se vuelve loca.
Zama es un mundo.
Sí, es un mundo. Hay muchas cosas que ahora me sorprende que se vean porque fue muy riesgoso saber si iban a suceder o no con el espectador. Hay una percepción general de la película, muy subjetiva, que no sabía hasta dónde iba a poder lograr. Sobre todo, cuando hay un espectador que está muy entrenado en creer inmediatamente que lo que está viendo es la realidad.
¿Trabajás mucho tiempo el arte de las películas?
Sí. En realidad, trabajo mucho tiempo en la escritura, así que cuando llego a las reuniones con el equipo ya hay un montón de cosas que sé con precisión. Siempre las personas con las que trabajo son muy concentradas, leen, y lo que les surge también es valioso para mí. A veces va para otro lado y ese otro lado te sirve. Me acuerdo, por ejemplo, del panda en La niña santa. Vi un afiche con un panda que habíamos puesto porque quisimos que hubiera un bicho salvaje en la habitación del personaje que hace Inés Efrón, Candita se llamaba. Y vos decís, “¿qué agrega eso?”. Es un bicho que está mirando ahí una situación humana llena de arbitrariedades y prejuicios. Nos parecía bueno que hubiera un animal ahí, como testigo. En Zama esto pasa más naturalmente, porque hay un montón de animales testigos de locuras humanas. Me parece interesante pensar cómo sería la película contada desde los animales.
Sí, sí. Eso es lo único que dejé de la novela como presagio, porque en ese texto hay un diagnóstico acerca de Zama. Lo que pasa es que es absurdo desde dónde y quién lo dice: un reo se pega la cabeza contra la pared, cae y habla de un pez. En una escena de la burocracia cotidiana, de golpe parece que este hombre estuviera hablando sobre Zama. Esta construcción estaba muy desde el principio en la escritura de Zama. Quería que hubiese una sensación de que todo ese mundo se comunicaba mucho más que Zama, como si fuese una especie de Truman Show pero de un mundo que sabía mucho más que él, que estaba un poco afuera, como alguien que tenía la percepción de que el mundo conspiraba contra él. Conozco mucha gente así, muy aferrada a sí misma, que todo el tiempo piensa que su imagen irradia una cosa y si el mundo no le devuelve eso se vuelve loca.
Zama es un mundo.
Sí, es un mundo. Hay muchas cosas que ahora me sorprende que se vean porque fue muy riesgoso saber si iban a suceder o no con el espectador. Hay una percepción general de la película, muy subjetiva, que no sabía hasta dónde iba a poder lograr. Sobre todo, cuando hay un espectador que está muy entrenado en creer inmediatamente que lo que está viendo es la realidad.
¿Trabajás mucho tiempo el arte de las películas?
Sí. En realidad, trabajo mucho tiempo en la escritura, así que cuando llego a las reuniones con el equipo ya hay un montón de cosas que sé con precisión. Siempre las personas con las que trabajo son muy concentradas, leen, y lo que les surge también es valioso para mí. A veces va para otro lado y ese otro lado te sirve. Me acuerdo, por ejemplo, del panda en La niña santa. Vi un afiche con un panda que habíamos puesto porque quisimos que hubiera un bicho salvaje en la habitación del personaje que hace Inés Efrón, Candita se llamaba. Y vos decís, “¿qué agrega eso?”. Es un bicho que está mirando ahí una situación humana llena de arbitrariedades y prejuicios. Nos parecía bueno que hubiera un animal ahí, como testigo. En Zama esto pasa más naturalmente, porque hay un montón de animales testigos de locuras humanas. Me parece interesante pensar cómo sería la película contada desde los animales.
Conversamos mucho entre nosotras sobre la presencia reiterada del disfraz, de las uñas pintadas, de las pelucas mal puestas, del vestuario.
Es que nuestro mundo, nuestra Argentina, se construyó a sí misma de una manera alienada, loca, como si fuésemos un país europeo, un país, te diría, post-europeo. Y vivimos así. No hay un porteño de clase media que vea una persona morocha bajita y no sienta que es un extranjero, cuando todo nuestro norte se parece tantísimo a Perú y a Bolivia. Es tan flagrante la no coincidencia que hay entre lo que la Argentina cree que es y lo que no es. El conflicto de tierras de los mapuches, que pasa en todas las provincias del norte, existe y preexiste a la Argentina como nación. Nosotros decidimos en 1810 descartar ese conflicto, como si fuese una decisión que se toma desde Buenos Aires. Entonces, me parecía que la forma de construir el universo de Zama con todas esas cosas que indican pretensión podía acertar en el diagnóstico, en el reflejo. Para mí los argentinos somos muy eso: la peluca blanca en un país que te hace transpirar, una peluca blanca absurda en medio de las calles de tierra. Me parecía que esa imagen, que es falsa históricamente –porque en el siglo dieciocho, en la colonia, un mensajero no usaba peluca– iba a narrar el absurdo de pretender ser cosas que no somos, como no aceptar la mezcla, la heterogeneidad. Aparte, está también el absurdo de la imposición, una peluca blanca sobre un negro es un deseo enorme de meterlo en otra cultura.
Esa peluca fuera de lugar funciona de una doble manera, porque habilita una lectura política muy interesante de la peluca, y también el hecho de ponerla fuera de lugar genera visualmente algo realmente inesperado, poder hacer que el negro comparta la equidad de las pelucas, si se quiere, también es un gesto.
Pero es que yo pienso que también al gobernador le debe haber parecido que era mucho más elegante que el negro se pusiera una peluca blanca, sin reparar en el absurdo de toda la situación.
Tus películas tienen un margen de indefinición fascinante.
Es que cuando vos querés decir o describir una cosa, tenés que elegir cientos de micropartículas para llegar a eso. No podés elegir una sola, porque si las cosas se dicen de manera directa terminan siendo lo contrario. Y es muy fácil fallar. Si yo digo “esto es así”, fallo. Pero si pongo una serie de cosas que te hacen pensar en esa idea, fallás mucho menos. Lo no dicho y lo sugerido tiene más ambigüedad, y entonces se va a errar menos que si lo pongo a Ventura o a Zama diciendo todo el texto. En cambio, es mejor dispersar el concepto en un montón de pequeños detalles.
Es que nuestro mundo, nuestra Argentina, se construyó a sí misma de una manera alienada, loca, como si fuésemos un país europeo, un país, te diría, post-europeo. Y vivimos así. No hay un porteño de clase media que vea una persona morocha bajita y no sienta que es un extranjero, cuando todo nuestro norte se parece tantísimo a Perú y a Bolivia. Es tan flagrante la no coincidencia que hay entre lo que la Argentina cree que es y lo que no es. El conflicto de tierras de los mapuches, que pasa en todas las provincias del norte, existe y preexiste a la Argentina como nación. Nosotros decidimos en 1810 descartar ese conflicto, como si fuese una decisión que se toma desde Buenos Aires. Entonces, me parecía que la forma de construir el universo de Zama con todas esas cosas que indican pretensión podía acertar en el diagnóstico, en el reflejo. Para mí los argentinos somos muy eso: la peluca blanca en un país que te hace transpirar, una peluca blanca absurda en medio de las calles de tierra. Me parecía que esa imagen, que es falsa históricamente –porque en el siglo dieciocho, en la colonia, un mensajero no usaba peluca– iba a narrar el absurdo de pretender ser cosas que no somos, como no aceptar la mezcla, la heterogeneidad. Aparte, está también el absurdo de la imposición, una peluca blanca sobre un negro es un deseo enorme de meterlo en otra cultura.
Esa peluca fuera de lugar funciona de una doble manera, porque habilita una lectura política muy interesante de la peluca, y también el hecho de ponerla fuera de lugar genera visualmente algo realmente inesperado, poder hacer que el negro comparta la equidad de las pelucas, si se quiere, también es un gesto.
Pero es que yo pienso que también al gobernador le debe haber parecido que era mucho más elegante que el negro se pusiera una peluca blanca, sin reparar en el absurdo de toda la situación.
Tus películas tienen un margen de indefinición fascinante.
Es que cuando vos querés decir o describir una cosa, tenés que elegir cientos de micropartículas para llegar a eso. No podés elegir una sola, porque si las cosas se dicen de manera directa terminan siendo lo contrario. Y es muy fácil fallar. Si yo digo “esto es así”, fallo. Pero si pongo una serie de cosas que te hacen pensar en esa idea, fallás mucho menos. Lo no dicho y lo sugerido tiene más ambigüedad, y entonces se va a errar menos que si lo pongo a Ventura o a Zama diciendo todo el texto. En cambio, es mejor dispersar el concepto en un montón de pequeños detalles.
Sueños, indios y repartos sensibles
Hay una anécdota del rodaje de Zama que aparece narrada al final de El mono en el remolino. Selva Almada nos dijo que vos le comentaste que en el casting pedías que te relataran un sueño.
Sí, pero eso fue con los indios particularmente. Es muy difícil conversar con una persona que está sumida tan en la pobreza, y donde vos tenés el micrófono, la cámara, el auto con el que llegaste, el teléfono; todos son indicadores de que vivís en otro mundo con muchísima más plata que ellos. Es muy difícil tener un diálogo de igual a igual cuando vos desembarcás con todo eso y entrás en su casa en donde falta de todo. Ya el diálogo es difícil. Culposamente uno trata de que todo parezca “ahhhh, uy, qué rico mate”, y es un mate, igual a tantos mates, pero decís eso porque no sabes qué decir. Es toda esa cosa espantosa que genera la distancia que hay entre unos y otros, ¿no? Entonces, en la película quería un poco que eso no fuese tan terrible, por lo menos en mi relación con ellos. El lugar de proximidad que encontré fue preguntarles por un sueño: qué soñaban ellos. Yo les contaba un sueño mío y ellos contaban un sueño suyo, con quien sea que estuviera haciendo el casting. Cuando uno sueña, uno puede volar, hablar con los animales, respirar bajo el agua, caer y no lastimarse. Y los sueños de ellos eran iguales, tenían todos estos elementos fantásticos. Haber tenido más plata o más oportunidades no te hacía tener mejores efectos especiales que el otro en sus sueños. Significa que en algún lugar, todavía, hay un terreno común, donde estamos más o menos en la misma sopa. El otro en sus sueños no es más pobre que vos, es igual de rico, y eso te permite encontrar una zona para hablar.
…como una zona que pueda tomar distancia de las formas impostadas de la empatía.
Yo detesto toda esa simpatía de muchos antropólogos que dicen “ay, mirá, qué hermoso esto”, y es un bicho mal hecho, una artesanía de mierda, porque la hacen sin ganas para el turista, porque al turista lo que le importa es que la hicieron los indios, pero ni a ellos les importa esa artesanía ni se sienten reflejados ni les resulta tan importante. Por donde lo mires, ese diálogo es falso y contraproducente para la comunicación entre personas. Viene un hombre a la estación de servicio y te ofrece un arco de flechas que no sirve para nada, que no sirve ni para tirar flechas porque ni siquiera se parece a los arcos con los que ellos cazan pájaros y otros bichos. Entonces, ¿qué es esa simpatía falsa? Me tendría que poner a llorar porque a ese tipo que en su vida hace un montón de cosas de adulto, como hacerse cargo de sus hijos, verlos enfermarse, no poder curarlos, o que le cuesta darles de comer, o sea, un tipo que ha hecho cosas dificilísimas en la vida, yo le vengo a festejar ese arco que lo hace para vendérmelo a mí porque no sabe de dónde sacar plata. Entonces, ¿qué relación es esa que construimos? La infantilización que se hace del mundo indígena es terrible, es terrible, y está en todo, está en cada forma nuestra de acercarnos, de conversar, y es muy difícil romper eso. Por eso esta zona de los sueños era un poco más digna, me avergonzaba menos de mí misma y ellos menos de su pobreza. Porque, ojo, te digo, la vergüenza de no tener dientes y tener que hablar es terrible, porque significan todo lo que significan: desnutrición, no tener dinero para hacérselos poner, comer mal. La cadena significante de la ausencia de dientes es enorme, entonces ¿cómo conversar sin que todo eso pese? Yo tampoco soy tan libre como para que todo eso no me pese. No puedo ver que la persona está sin dientes sin sentir un pesar por eso, y la otra persona siente tu pesar más el pesar de ella misma.
Sí, pero eso fue con los indios particularmente. Es muy difícil conversar con una persona que está sumida tan en la pobreza, y donde vos tenés el micrófono, la cámara, el auto con el que llegaste, el teléfono; todos son indicadores de que vivís en otro mundo con muchísima más plata que ellos. Es muy difícil tener un diálogo de igual a igual cuando vos desembarcás con todo eso y entrás en su casa en donde falta de todo. Ya el diálogo es difícil. Culposamente uno trata de que todo parezca “ahhhh, uy, qué rico mate”, y es un mate, igual a tantos mates, pero decís eso porque no sabes qué decir. Es toda esa cosa espantosa que genera la distancia que hay entre unos y otros, ¿no? Entonces, en la película quería un poco que eso no fuese tan terrible, por lo menos en mi relación con ellos. El lugar de proximidad que encontré fue preguntarles por un sueño: qué soñaban ellos. Yo les contaba un sueño mío y ellos contaban un sueño suyo, con quien sea que estuviera haciendo el casting. Cuando uno sueña, uno puede volar, hablar con los animales, respirar bajo el agua, caer y no lastimarse. Y los sueños de ellos eran iguales, tenían todos estos elementos fantásticos. Haber tenido más plata o más oportunidades no te hacía tener mejores efectos especiales que el otro en sus sueños. Significa que en algún lugar, todavía, hay un terreno común, donde estamos más o menos en la misma sopa. El otro en sus sueños no es más pobre que vos, es igual de rico, y eso te permite encontrar una zona para hablar.
…como una zona que pueda tomar distancia de las formas impostadas de la empatía.
Yo detesto toda esa simpatía de muchos antropólogos que dicen “ay, mirá, qué hermoso esto”, y es un bicho mal hecho, una artesanía de mierda, porque la hacen sin ganas para el turista, porque al turista lo que le importa es que la hicieron los indios, pero ni a ellos les importa esa artesanía ni se sienten reflejados ni les resulta tan importante. Por donde lo mires, ese diálogo es falso y contraproducente para la comunicación entre personas. Viene un hombre a la estación de servicio y te ofrece un arco de flechas que no sirve para nada, que no sirve ni para tirar flechas porque ni siquiera se parece a los arcos con los que ellos cazan pájaros y otros bichos. Entonces, ¿qué es esa simpatía falsa? Me tendría que poner a llorar porque a ese tipo que en su vida hace un montón de cosas de adulto, como hacerse cargo de sus hijos, verlos enfermarse, no poder curarlos, o que le cuesta darles de comer, o sea, un tipo que ha hecho cosas dificilísimas en la vida, yo le vengo a festejar ese arco que lo hace para vendérmelo a mí porque no sabe de dónde sacar plata. Entonces, ¿qué relación es esa que construimos? La infantilización que se hace del mundo indígena es terrible, es terrible, y está en todo, está en cada forma nuestra de acercarnos, de conversar, y es muy difícil romper eso. Por eso esta zona de los sueños era un poco más digna, me avergonzaba menos de mí misma y ellos menos de su pobreza. Porque, ojo, te digo, la vergüenza de no tener dientes y tener que hablar es terrible, porque significan todo lo que significan: desnutrición, no tener dinero para hacérselos poner, comer mal. La cadena significante de la ausencia de dientes es enorme, entonces ¿cómo conversar sin que todo eso pese? Yo tampoco soy tan libre como para que todo eso no me pese. No puedo ver que la persona está sin dientes sin sentir un pesar por eso, y la otra persona siente tu pesar más el pesar de ella misma.
Más que libre, habría que ser muy lábil para no sentir ese pesar…
Sí, sí, porque la otra es que uno puede llegar a relacionarse con una persona así sin infantilizar, pero tenés que conocerla mucho, no en un encuentro de poco tiempo. Cuando la conocés mucho te va a contar de lo que sufrió cuando se le murió su padre, del sufrimiento de no poderle dar una buena educación a sus hijos, de que los hijos lo vean tan vencido, digamos. Te ponés a hablar en profundidad y somos todos humanos con la dificultad de la existencia, pero en un primer encuentro lo que salta es lo que tenés y lo que no tenés, es lo más fuerte, lo más visible.
Me quedé pensando en lo que decías acerca de lo absurdo del imaginario europeizante. En una entrevista contaste que habías decidido no incluir la escena de la violación (que está en la novela de Di Benedetto) porque es difícil escapar al placer visual…
…violatorio.
Claro, como el que se produciría hoy al ver una escena así. Me parece que ese placer visual tampoco está presente en relación con los cuerpos de los indios, porque no aparecen enfocados desde una mirada exotista. Cuando en la tercera parte los indios pintados de rojo despliegan esa coreografía alucinante, tampoco llega a transformarse en un cómodo deleite ver esos cuerpos moviéndose. ¿En qué te inspiraste a la hora de filmar esas escenas?
Saqué esa idea de los indios pintados de rojo de Félix de Azara, que cuenta que los guaycurúes se pintaban así para salir del monte y asustar a los españoles (que no sé si será verdad). ¿Y por qué los asustaba eso? Yo creo que se debe a que nos hace pensar en el diablo, infantilmente, ¿no? Entonces me parecía bien usar esas pinturas rojas para esa cacería tan poco heroica, porque viste que los cazan como si fueran conejos. Eso es todo un invento mío: que los cacen así como “fium”, que se escuche así y no se vea nada.
Sí, sí, porque la otra es que uno puede llegar a relacionarse con una persona así sin infantilizar, pero tenés que conocerla mucho, no en un encuentro de poco tiempo. Cuando la conocés mucho te va a contar de lo que sufrió cuando se le murió su padre, del sufrimiento de no poderle dar una buena educación a sus hijos, de que los hijos lo vean tan vencido, digamos. Te ponés a hablar en profundidad y somos todos humanos con la dificultad de la existencia, pero en un primer encuentro lo que salta es lo que tenés y lo que no tenés, es lo más fuerte, lo más visible.
Me quedé pensando en lo que decías acerca de lo absurdo del imaginario europeizante. En una entrevista contaste que habías decidido no incluir la escena de la violación (que está en la novela de Di Benedetto) porque es difícil escapar al placer visual…
…violatorio.
Claro, como el que se produciría hoy al ver una escena así. Me parece que ese placer visual tampoco está presente en relación con los cuerpos de los indios, porque no aparecen enfocados desde una mirada exotista. Cuando en la tercera parte los indios pintados de rojo despliegan esa coreografía alucinante, tampoco llega a transformarse en un cómodo deleite ver esos cuerpos moviéndose. ¿En qué te inspiraste a la hora de filmar esas escenas?
Saqué esa idea de los indios pintados de rojo de Félix de Azara, que cuenta que los guaycurúes se pintaban así para salir del monte y asustar a los españoles (que no sé si será verdad). ¿Y por qué los asustaba eso? Yo creo que se debe a que nos hace pensar en el diablo, infantilmente, ¿no? Entonces me parecía bien usar esas pinturas rojas para esa cacería tan poco heroica, porque viste que los cazan como si fueran conejos. Eso es todo un invento mío: que los cacen así como “fium”, que se escuche así y no se vea nada.
Ellos aparecen de repente en la mitad del plano…
Claro, y “pum”, se caen: como que hay una trampa que es súper buena, que funciona bien; ahí aparece el indio y “pum”, le pega un palo al español. Pero eso es como cazar un conejo; no es una batalla llena de heroísmo, sino una cosa humillante. Me parecía que hacer el encuentro de ese modo, poniendo a los indios como medio tranquilos, que tampoco estén tan estresados, estaba bueno porque sucedía en territorio de ellos. Mostrar esa cacería con poco heroísmo era también una manera de desacralizar la batalla cuerpo a cuerpo.
Claro, y “pum”, se caen: como que hay una trampa que es súper buena, que funciona bien; ahí aparece el indio y “pum”, le pega un palo al español. Pero eso es como cazar un conejo; no es una batalla llena de heroísmo, sino una cosa humillante. Me parecía que hacer el encuentro de ese modo, poniendo a los indios como medio tranquilos, que tampoco estén tan estresados, estaba bueno porque sucedía en territorio de ellos. Mostrar esa cacería con poco heroísmo era también una manera de desacralizar la batalla cuerpo a cuerpo.