Revista Invisibles
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Año 2 / Número 8 / Diciembre 2014
Cuento

En una casa en la playa


 Presentamos un cuento de Felix Bruzzone que forma parte del libro 76, reeditado por la editorial Momofuku.  Se trata de una historia de iniciación sexual durante las vacaciones de verano de un niño atormentado por sus nuevos amigos.

de Féñix Bruzzone
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​Después de almorzar, las viejas ya se duermen, decimos que vamos a comprar helados y salimos los tres para el lugar donde Ramiro vio la revista que quiere que compremos. Nahuel también quiere comprarla, pero dice que esas las venden en cualquier kiosco, ¿por qué no vamos a uno más lejos?, que no nos reconozcan, y quiere, igual que Ramiro, que la revista la pida yo. Decile al kiosquero que es para tu papá. No, mejor decile que te la pidió uno de tus tíos para mirar en la playa, que no quería ir a comprarla y perderse las mejores horas de sol. Un tío, eso puede ser, dice Nahuel. Se ríe, yo tengo un tío que tiene el revistero lleno de esas revistas, no sé por qué no se pone un kiosco. Ramiro también se ríe. ¿Entendiste?, enano, dice después, es para tu tío, y poné cara de tonto, así te creen, y si no te creen insistí, es para mi tío, decile, que te la vendan.
El centro comercial es chico y a pesar de la hora está lleno de gente. ¿Por qué no vamos a otra parte?, allá, señala Nahuel, pasando el médano, antes de la curva. Pero Ramiro no se mueve, mira alrededor, espanta una mosca que se le acerca a la nariz, mosca verde de ojos saltones que pronto vuela a la espalda roja de un hombre que se quemó demasiado, estas moscas, y me dice que ahí están la vendedora y el dueño, ¿los ves?, pedísela a ella que seguro te la vende. Después saca monedas de un bolsillo, me las entrega y codea a Nahuel, dale, vos también, dale un poco más que no alcanza. La voz de Ramiro, en un momento, se quiebra. ¿Duda? No, tienen miedo, ¿por qué no la compran ellos? Pero ellos enseguida me miran, ojos abiertos, amenaza, y Ramiro dice sos un cagón, si no volvés con esa revista te matamos.

No creo que vayan a matarme, pero si la compro seguro que me dejan verla, por lo menos un poco, son más grandes que yo pero seguro que me van a dejar. Además es mejor pedirla entre toda esta gente, ese marica de Nahuel, cuanta más gente menos te miran, como cuando esa ola me hizo perder el barrenador y nadé tanto para buscarlo que casi me ahogo. La playa y el mar llenos de gente y casi nadie se dio cuenta de nada. Sólo una señora llamó al bañero, pero cuando el tipo bajó de la sillita yo ya empezaba a volver sin la ayuda de nadie, eso es arreglárselas solo.

Hay que esperar. En la cola, adelante mío, una mujer joven que lleva a su hija de la mano me pisa sin querer. Perdón, dice. La nena me mira. Qué linda nena. ¿Cuántos años tendrá? ¿Lo pisaste?, le pregunta la mamá. No es nada, digo, y mientras la mujer pide un diario y un chupetín, miro la revista que tengo que pedir y practico en silencio, mi tío me pidió una revista Play... Play algo, para ver en la playa.

Afuera, Ramiro y Nahuel esperan apoyados contra un poste. Ramiro me vigila, atento, ahora, dice con los labios, te toca a vos, y escucho la voz de la vendedora, ¿qué ibas a llevar? Play... Play... para mi tío, me la pidió para... una revista para la playa. La vendedora pone cara de no saber de qué hablo y se acerca al dueño. Le habla al oído. El hombre me mira. Vení, me dice. Me hace pasar atrás del mostrador. Se acuclilla. ¿Qué querés?, pregunta. Play... repito, idiota, así no te van a vender ni un chocolate, mi tío me dijo que... Y como ya no me salen más palabras él estira un brazo, mete la mano entre una pila de revistas y saca una que no puedo ver bien; la enrosca, la mete en una bolsa y me dice andá, llevala, y cuando le pago sigue: te la doy para vos, que no la miren esos dos que te esperan afuera.


                                                                *****


Mientras volvemos a la casa nadie habla. Ramiro y Nahuel ya tienen la revista, caminan rápido, y yo tengo que dar algunos saltitos para no quedarme atrás. Al llegar entramos sin hacer ruido. Subimos las escaleras, ¿las viejas todavía duermen?, y caminamos en puntas de pie sobre el piso de madera: si cruje mucho se despiertan, si se despiertan nos descubren. Llegamos a la cama de Ramiro y nos sentamos. Ramiro me mira sin decir nada. Abro bien grandes los ojos. ¿Qué mirás?, vos no pusiste plata, dice, ¿vas a poner algo?, si no... Yo sabía. Nahuel, desde atrás, dice que es cierto, y que no sólo no puse plata sino que seguro le dije al dueño del kiosco que la revista era para ellos, que algo raro le dije. No dije nada, lo prometo, lo juro por mi mamá, digo. No grités, dice Ramiro, y no jures por algo que no tenés. Hijo de puta, me dan ganas de pegarle. No, mejor morderlo, total si después se vengan el dolor de la mordedura no se lo saca nadie y la marca le queda para siempre. Además él tampoco tiene mamá, pero Nahuel sí. Igual, si llego a decir algo como eso me pegan, seguro. Ahora no porque tendrían que hacer mucho ruido y mi abuela podría despertarse, y la de Ramiro, pero después en la playa me matan. También pienso: yo compré la revista, tendrían que dejar que la mire, aunque sea un poco.

Ramiro se levanta la remera, saca la bolsa, de la bolsa saca la revista, envuelta en otra bolsa que no deja ver nada, y la abre. En la tapa, una chica casi desnuda, morocha, labios gruesos y brillantes, toda la piel como de damasco, suavecita, los ojos estirados que te miran, grandes como los de los dibujitos japoneses, recostada sobre una cama de barrotes dorados, brillantes como ella, sábanas plateadas y todas revueltas. ¿Quién destendió la cama?, alguien tiene que haberla destendido. Y ella, ¿recién se despierta? No, te mira a los ojos y los de ella son grandes, no son de recién despierta, qué ojos, qué tetas. ¿Habrá más fotos adentro?, porque acá sólo se ven las tetas, ¿mostrarán algo más? Pero entonces Ramiro estira un brazo y coloca la revista frente a mí. ¿Ves?, ¿te gusta?, y mientras la da vuelta sigue: bueno, ya la viste, para vos por hoy ya es bastante, ahora andate que Nahuel y yo vamos a ver el resto.


                                                               *****


Al día siguiente está nublado y nadie quiere ir a la playa. Mi abuela propone ir al Centro y la de Ramiro dice que a ella le duelen un poco las piernas y que prefiere quedarse. Juguemos a las cartas, dice, y al principio nadie quiere jugar pero después Ramiro y Nahuel sí quieren y entonces mi abuela y yo nos quedamos en el sillón del living y miramos cómo el viento mueve las copas de los árboles. Al rato ella me dice: ¿porque no vamos nosotros? Después me mira y no habla más, como si repitiera en silencio muchas veces esa misma pregunta. Bueno, vamos, digo, y ella agrega que de paso podemos comprar algo rico para antes del almuerzo.

En el camino me pregunta por qué ayer a la tarde, después de la siesta, no fui a la playa. Tenés que hacerte amigo de los chicos, si no te vas a quedar solo el resto de las vacaciones. No contesto. Ella vuelve a hablar. Trato de no escucharla pero no puedo. En un momento dice escuchame, sordo, vos siempre igual, y habla de los vecinos de carpa, también podrías hacerte amigo de ellos. Y después dice que Ramiro es tan parecido a mí que él y yo deberíamos llevarnos mejor. Sí, claro, llevarnos mejor, digo, pero su amigo es Nahuel, por algo lo invitó. No seas así, insiste, y vuelve con eso de que Ramiro y yo tenemos tantas cosas en común que es una lástima que nos peleemos por cualquier cosa. Una lástima, repite, y se para en una esquina desde donde pueden verse el mar y la banderita roja de prohibido bañarse. Mirá, dice, el año en que murió José Luis alquilamos aquella casa, y señala una casa de techos bajos, o que se ve baja porque está cerca del fondo del médano, vos no debés acordarte porque eras muy chico, los cuartos tenían vista al mar. Después habla de mi abuelo: ese verano él te llevaba en la moto para todos lados, te compraba barquillos, te llevaba al mar sobre los hombros, ¿te acordás?, y yo digo que lo único que me acuerdo del abuelo José Luis es de una vez en que me llevó a comprar un helado, o garrapiñadas, algo rico, yo iba en el triciclo y él venía atrás, o al costado, y yo no podía verlo pero igual sabía que él estaba conmigo.


                                                               *****


Seguimos caminando y al poco tiempo llegamos al centro comercial donde compré la revista. Mi abuela para a mirar artesanías frente a una vidriera. No paremos acá, ma, sigamos, seguro que en el Centro encontramos cosas mucho más lindas, digo. Esperá un poco, ¿por qué no te comprás algo en el kiosco?, y de paso traeme cigarrillos, andá que mientras tanto yo pregunto algunas cosas en este local, mirá qué lindas lámparas. Ella abre la cartera, saca un billete, Parliament, dice, no te olvidés, y antes de que yo diga algo para no ir al kiosco, tengo ganas de hacer pis, me clavé una astilla, ella entra al local de artesanías y empieza a hablar con la chica que atiende.

Para colmo hay poca gente. ¿Por qué un día de sol esto se llena y un día feo no viene nadie? Debe ser por la hora. Cuando la gente está de vacaciones siempre hace todo al revés. Tendría que haberme quedado. Las cartas no son tan aburridas y siempre quedaba la esperanza de que la abuela de Ramiro saliera a comprar algo, a regar, cualquier cosa, y entonces los chicos se pusieran a ver la revista y me dejaran ver un poco más, o al menos que pudiera ver dónde la tienen escondida.

Entro al kiosco. Por suerte el dueño no está. La vendedora, subida a una caja, cuelga pistolas de agua y barrenadores de un piolín que va de una pared hasta la otra. Un alfajor y un paquete de Parliament, le digo rápido antes de que ella se de cuenta de que soy el de la revista. ¿Vos fumás?, pregunta sonriente. Y cuando estoy por explicar que los cigarrillos son para mi abuela, desde abajo del mostrador, ¿también acomodaba mercadería?, sale el dueño y me saluda. ¡Hola!, ¿cómo te va?, así que esos amigos tuyos también fuman... No sé qué contestar. Al final digo: bueno, no sé, estos son para mi abuela. ¿Y la revista de ayer también era para ella? Para el tío, dice la empleada. Cierto, era para el tío, repite el dueño, y los dos empiezan a mirarme fijo, él sonriente y ella de brazos cruzados hasta que él le ordena seguir con lo que hacía, ahí abajo tenés más pistolitas, y fijate cómo podés hacer para acomodar los frisbees del oso panda, que se vean bien. Después me dice tomá, Parliament, para vos, acordate. Y el alfajor, digo. Sí, ¿cuál te gusta?, ¿este?, tomá, y deciles a esos otros que si quieren algo que vengan a dar la cara ellos, ¿clarito?, y si te molestan vení a contarme que yo voy y hablo con las madres, no tengo ningún problema.

Salgo dando pasitos para atrás. Podría decir que Ramiro no tiene mamá y que yo tampoco tengo mamá, y que Nahuel sí pero que ella está en Buenos Aires, que Ramiro lo invitó, explicar todo, que con lo de la revista él tiene razón pero que con lo de los cigarrillos no, que mi abuela se desespera por fumar, que todos le dicen que no fume pero ella no los escucha, que mi abuelo José Luis se murió por el cigarrillo, que para mí fumar es algo asqueroso, que el humo me hace mal; pero sería mucho, el kiosquero no entendería nada. Además, siempre es difícil contarle a un desconocido que uno no tiene mamá.


                                                           ****


Al mediodía empieza a llover y la abuela de Ramiro, que sigue mal, se va a dormir sin comer el postre. Me gustaría ir a los videojuegos, pero ahora las calles van a llenarse de barro, se va a inundar todo y tendríamos que usar botas y caminar con mucho cuidado: si nadie agarra el auto y nos lleva no se puede. Ramiro y Nahuel ponen cara de aburridos. Mi abuela los hace lavar los platos, ayer ustedes no lavaron nada, y dice que ella también necesita acostarse. Bueno, dice Ramiro. Bueno, dice Nahuel. Y cuando ella sale del comedor me encaran: ¿querés ver más de la revista? No digo nada, pero ellos entienden que sí, que quiero verla. Bueno, enano, la vas a ver, pero lavá vos.

Lavo hasta que el agua fría me da ganas de hacer pis y voy al baño. Apurate, dice Ramiro desde afuera, cuanto más tardés menos revista, empiezo a contar: uno, dos, tres... ¿Qué cuentas hace? Ojalá que se enferme y tenga que pasar el res¬to de las vacaciones en cama, que cuente sus horas de enfermedad. Cuando salgo del baño me apuro. Dale, dice Nahuel, apurate. Ese idiota, lo único que sabe hacer es repetir lo que dice Ramiro. Idiota. Entonces cambio de idea. Mejor tardo más, que se cansen de esperarme, que suban y empiecen a mirar la revista solos. Sí, que no me muestren nada, no me importa, total yo dejo todo sin lavar y que las viejas los reten a ellos; y después les saco la revista, sí, la escondo, toda la revista para mí, el kiosquero me dijo que era para mí.


                                                                 *****


Como hoy el viento molesta mucho para tomar sol en las reposeras o para leer, las viejas deciden salir a caminar por la playa. Vamos nosotras solas, dice mi abuela, vos quedate con los chicos, dale, pórtense bien que después llamamos al barquillero. Se ve que la abuela de Ramiro ya se siente bien. Hoy, después de desayunar, nos hizo un truco con las cartas, elegíamos una cada uno, ella las metía en el mazo, mezclaba, y nos hacía sacar tres, sin mirar, y entonces sacábamos las que habíamos elegido, se la veía contenta. Y ahora, antes de salir a caminar, estira las piernas, mueve la cintura en redondo y me mira: tiene cara de ángel guardián, como mi abuela, pero no tanto.

Cuando se van trato de acercarme a los de la carpa de enfrente, que juegan a enterrarse en la arena, pero antes de eso Ramiro me agarra del cuello y me aprieta fuerte abajo de la nuca. ¿Dónde está la revista?, dice mientras con la otra mano me dobla un brazo sobre la espalda. No contesto. Decinos o te hacemos comer arena, dice Nahuel. ¿Aprendió a hablar? Yo qué sé, digo, si se la esconden entre ustedes yo qué voy a saber. Se miran entre ellos. Nahuel levanta los hombros. ¿Qué te pensás que somos?, dice Ramiro, decí dónde está la revista o vas a escupir arena el resto de las vacaciones. No digo nada pero pienso que no creo, hoy va a ser el último día de sol así que a la playa no volvemos, eso seguro, y en la casa mucha arena no hay, van a tener que amenazarme con otra cosa. Además, aunque el tiempo mejore, que igual va a seguir mal una semana, y en una semana ya nos tenemos que ir, no pienso decir nada. O sí, mejor les miento: está en el cuartito del fondo, el de las herramientas, digo y Nahuel pone cara de que no me cree. ¿Vos sos mogólico?, dice Ramiro, ¿no sabés que ese cuartito se llueve?, ¿y si la revista se moja? Después dice que los tengo que acompañar, vamos, y al principio no me larga pero cerca del restorán hay que subir un poco y Ramiro sin querer me suelta el cuello y afloja la otra mano: me zafo, corro al mar y llego a la orilla más agitado que cuando estuve por perder el barrenador. El pecho me hace cosquillas y después me duele, tendría que seguir corriendo pero ellos al final seguro que me alcanzan, y en cambio si me meto al mar ellos no van a animarse, tan adentro como yo no se animan, puedo esperar entre las olas hasta que vuelvan las viejas.


                                                                 *****


Los días pasan y apenas puedo levantarme para ir al baño. Ramiro, cada tanto, se sienta en su cama y me mira. No dice nada pero es como si me pidiera perdón o como si hablara con él mismo durante horas; después se levanta y se va. Al rato vuelve y otra vez lo mismo. Nahuel, en cambio, no siente lástima ni nada, creo que si hubiera sido por él yo no salía del agua en dos días enteros. Yo estaba ahí, en lo hondo, muerto de frío y ellos en la orilla con los brazos cruzados. ¿Cuánto tiempo pasó?, ¿dos horas? Yo me hacía masajes con los dedos arrugados para no tener calambres, que igual tuve, y trataba de no tragar agua salada, que igual tragué y no sé qué es peor, si tragar o que sea salada. Y yo quería salir pero las viejas no volvían nunca. Y Nahuel también viene, pesado, y se sienta al lado mío. No habla, lo único que quiere es que le diga dónde está la revista. Me mira como diciendo dale, si nos decís dónde está nosotros te dejamos verla. Y en un momento lo dice, pero Ramiro le pega en la cabeza, callate, ¿no te das cuenta de que si las viejas nos escuchan se van a dar cuenta de todo? Y decirles no es mala idea, a la revista al final tuve que esconderla rápido entre los troncos de la parrilla y no pude ver nada, sólo la tapa, esa morocha que... y si llega a llover, como dijeron en la tele, seguro que se arruina.

Mi abuela, antes de acostarse, se acerca y me pregunta una vez más por qué me quedé en el agua tanto tiempo, y peor: por qué me metí al mar si ella ya me dijo mil veces que para meterme con la bandera de mar dudoso tenía que pedir permiso. Entonces hace silencio y pone cara de qué mal, qué mal, y después me dice: ¿no te habrán obligado los chicos, no?, no tengas miedo, a mí podés decirme. No, má, no pasó nada. Ella dice: pero ellos se reían, ellos te veían temblar y se reían, ¿podés decirme lo que pasó? Digo: sí, se reían, supongo que fue algo gracioso. Pero ella vuelve a hacer silencio y repite qué mal, qué mal, y no me cree.


                                                               *****


Llueve. Además del ruido de la lluvia en el techo y en las copas de los árboles sólo puedo oír que abajo todos juegan a las cartas. Cada tanto enciendo la tele pero se ve que la tormenta hace difícil la transmisión o rompió la antena porque apenas se ven manchas y rayas de colores, no se escucha nada. Cuando mi abuela sube a traerme la comida me toma la fiebre y dice que mañana ya voy a estar bien, ojalá, pero que igual debería quedarme en la cama hasta que me cure del todo, me da un beso en la frente y vuelve a bajar. Ramiro, no sé por qué, también sube, habrá quedado eliminado en el partido de cartas, y se sienta al lado mío y empieza a hablar. Dice que el día está horrible, que el agua se junta en las bocacalles y que hasta que pare de llover es imposible salir de la casa, que estamos encerrados pero que él puede contarme todo lo que pasa: que ayer fueron a los videojuegos y jugaron al del auto, que Nahuel le ganó pero que en cuanto vuelvan a ir él va a ganarle porque ya está aprendiendo cómo agarrar la curva donde el auto siempre se le vuelca. Hay que soltar el acelerador y girar todo el volante, dice, y no frenar mucho porque si no después tenés que volver a acelerar y se pierde tiempo, es mejor apretar el freno varias veces y soltarlo rápido, bombear, ¿entendés?; y habla como cinco minutos seguidos pero no me importa lo que dice y en un momento hago como que me quedo dormido pero él no se da cuenta, o sí, se da cuenta pero tampoco le importa porque debe pensar que hablarme y que yo lo deje hablar es como que lo perdono, pero no lo perdono, que hable solo.


                                                              *****


Ramiro no va a venir más. Se dio cuenta de que conmigo no va a conseguir nada. Le hice la cruz. Cuando nos vayamos puede ser que le diga que lo perdono o que le diga que puede ser que alguna vez lo perdone, pero a Nahuel no, y a él por ahora tampoco. Y entonces, cuando estemos a punto de irnos, el baúl abierto del auto, los bolsos a medio hacer, las viejas con el recuento del inventario, agarro la revista y me la llevo. Va a estar un poco mojada, sí, pero qué importa: lo más importante es que ellos sepan que al final me la quedé yo. Además, seguro que igual algo va a poder verse, hasta ahora llovió pero no tanto, ¿cuánta agua puede pasar entre los troncos donde la escondí?, no mucha, y encima la tapa es como plastificada.

Ramiro vuelve a sentarse en su cama y vuelve a hablarme, pesado, ¿quién lo manda? La abuela, seguro. Ella debe saber todo, como la mía, por algo son viejas. A Nahuel no pueden hacerle nada porque es el invitado, pero a Ramiro sí. Igual, la penitencia seguro es para los dos, que se jodan. Y el que más se jode es Ramiro, pobre Ramiro, que se joda.

Ahora es más directo y dice perdón muchas veces. Al principio cuento las veces que dice perdón y al final, como no para de llover, se me ocurre que hagamos un trato. Le digo hagamos un trato y como él no se calla, me parece que no me escuchó, repito, ahora un poco más fuerte: hagamos un trato. Él hace silencio. Entre vos y yo, digo, con Nahuel no quiero saber nada. Ramiro deja su cama y se sienta en la mía. Si vos querés yo te perdono, digo, y si querés también te digo dónde está la revista. Ramiro cruza los brazos. Cuando se pone nervioso siempre es así: cruza los brazos y mira para otro lado. Yo me doy cuenta porque a mí me pasa lo mismo. A lo mejor todos los chicos que no tenemos mamá somos iguales. Cuando mi abuela me contó lo de mamá, que ella y la mamá de Ramiro eran tan amigas, que averiguar lo que les pasó es muy difícil pero hay que hacerlo, que hay tiempo, que tengo toda la vida para eso, yo me puse así, nervioso, porque toda la vida puede ser algo muy largo. Y ahora Ramiro así, cruzado de brazos, no sólo está nervioso sino que es como si me volviera a decir lo que me dijo esa vez que hablamos de mi mamá y de la de él: callate, enano, mi mamá se murió en un accidente, la tuya no sé. Así que me quedo callado un rato. Él se rasca una pierna, se frota un brazo, y al final le digo el trato es que te digo donde está la revista pero vos tenés que dejarme verla porque la revista también es mía, no la pagué pero es mía, vos sabés... Sí, dice rápido, está bien. Y por cómo lo dice habría que creerle, está más pálido que la remera blanca que se puso. Igual, le doy un minuto, si tardás más le cuento a mi abuela y chau revista, digo. Entonces señalo el despertador de la mesita de luz y digo empiezo a contar, corré.


                                                                *****


La tapa se borró casi toda. De la morocha quedan sólo los ojos, el pelo y parte de una teta. El pelo ya no está revuelto sino que parece lavado y lacio, como el de mamá en las fotos que hay en casa. Adentro hay muchas hojas arruinadas: fotos con chorreaduras de tinta, partes pegadas, pedazos de cuerpos desnudos sin cara, sin piernas.

Ramiro pasa las páginas y dice lo que había en cada una hasta que llegamos a una con muchos colores y dibujos. Acá había una historieta, dice, ¿ves?, todavía se ven algunos cuadritos. Mira de cerca lo que queda y sigue: Nahuel dice que para que las minas de los dibujos te calienten tenés que pen-sar que son las mismas minas de las fotos. Después empieza a contarme: una mina conoce a un tipo en la calle, es de noche, llueve, ella le pregunta por una dirección y el tipo le dice cómo ir y después la acompaña porque va para el mismo lado y al final resulta que van al mismo edificio. Cuando llegan no hay luz y él tiene que forzar la puerta para entrar. Ella en el camino ya se fijó en él, había globitos de pensamiento donde ella pensaba qué brazos fuertes, qué ojos. Y él también se fijó en ella, pero pensaba en cómo el vestido aguantaba el tamaño, la presión de las tetas, todas cosas así. Cuando entran justo vuelve la luz y para ellos es como una señal. Ella está a punto de volver a salir para tocar el portero eléctrico de la casa de la amiga adonde iba pero él abre la puerta del ascensor y le pregunta a qué piso y suben juntos. Después vuelve a cortarse la luz y el ascensor se queda entre dos pisos. Mientras subían ya se habían mirado fijo y entonces cuando quedan atrapados él se acerca y le dice no tengas miedo y le da un beso, la empieza a acariciar, primero en los hombros y después mete las manos entre la ropa. Después empiezan a desvestirse y ahí pasa todo, en el ascensor, ¿te cuento más?

Ramiro me mira, ¿te gusta, no?, y cuando mira las sábanas dice: mirá cómo se te paró, enano. Y a mí me da un poco de vergüenza pero entonces Ramiro dice que a él también, mirá, y se baja un poco el pantalón y me muestra el pito: enorme, duro y... doblado. A mí nunca se me dobló, ¿será así mi pito cuando sea más grande? Después él se empieza a tocar, tocate, dale, ¿nunca te hiciste la paja? Y no, la verdad que no, aunque en las trepadoras de la plaza muchas veces se me paró y tuve una sensación que por lo que sé debe ser como hacerse una paja. Así, mirá, dice Ramiro, que con una mano se sacude el pito y con la otra pasa unas páginas y encuentra una foto en bastante buen estado. ¿Esa es la morocha de la tapa?, pregunto. Claro, dice él, y el pito se me pone tan duro que necesito mover un poco las sábanas. Tocate así, dice, y me muestra cómo mover la mano. Lo tengo muy chico, digo. Entonces tocate con los dedos, enano, mirá, la mejor parte para tocar es esta, dice, y me muestra un lugar cerca de la punta que en el pito de él es bastante visible pero en el mío casi no se ve. Después pasa la página y aparece el póster de la morocha, que no está tan bien como la otra foto pero igual algo se ve. ¿Ves?, dice, imaginate a la morocha en esa posición, en cuatro patas pero en el ascensor con el tipo ese, una locura, ¿no? Y la verdad es que yo entiendo todo y digo sí, sí, pero llega un momento en el que no hace falta revista ni nada y cierro los ojos y un tren supersónico pasa por mi cabeza y borra todo, y cuando vuelvo a abrirlos Ramiro, con el pantalón un poco manchado y la cara algo desencajada, dice guardá, guardá todo que sube Nahuel.


                                                              *****


Dos días después llega el momento de irse y hay que preparar todo para dejar la casa como la recibimos. Ayer mi abuela dijo que hoy se terminaban las vacaciones y hoy ya lo repitió dos veces más. Igual la que más insiste con eso es la abuela de Ramiro: hay que dejar todo limpio y ordenado, dice, acá va a venir otra familia. Y yo, que todavía no me curé del todo, por lo menos ayudo haciendo mi bolso.
​
Ramiro y Nahuel casi no se hablan y tampoco me hablan a mí. Cuando me lo cruzo, Nahuel pone cara de odio y yo lo miro con la cara de no me importa que estos días practiqué en el espejo del baño. Igual me gustaría que Ramiro me dijera algo, pero él sólo habla con su abuela o con la mía: ellas le dicen todo lo que hay que hacer y él va y lo hace.

Al mediodía ya casi estamos listos y por suerte empieza a salir el sol: a las viejas no les gusta manejar con lluvia. Vos andá al auto, dice mi abuela, y cuando ya tengo el bolso cargado en la espalda y empiezo a bajar las escaleras Ramiro se acerca y me dice tomá, enano, la revista quedátela vos. Pero ya no sirve para nada, digo. Él se ríe: ¿estás seguro...? Y mientras mete la revista en un lugar del bolso que no alcanzo a ver sigue: vos fijate.

Bajo, llego al auto, dejo el bolso en el baúl y me siento atrás. Pienso en todo lo que podría hacer con la revista. Podría ir a otro kiosco, mostrársela al kiosquero y pedirle la misma. Pero no sé si volvería a animarme. También podría pedirle al portero de casa que me compre una, con él me llevo bien. Aunque el tipo puede contarle a alguien, mejor no le pido nada. Además en casa alguien puede descubrirme, no sé. Lo pienso bastante, pero como no me decido salgo, abro el baúl, busco la revista, la saco del bolso y la dejo abajo, entre las ruedas, con las agujas de los pinos nadie la va a ver y encima cuando arranquemos el auto va a terminar de destrozarla.

Al rato todos están listos. Mi abuela ya está al volante y acelera para calentar el motor. Hace un poco de frío y el auto suena más ruidoso que de costumbre. Me olvidé los cigarrillos, dice mi abuela, ahora vengo. Mientras la esperamos, la abuela de Ramiro dice que cuando lleguemos hay que visitar a no sé quién que acaba de tener un hijo. Sí, dice Ramiro, que después empuja a Nahuel y le dice correte. Correte vos, dice Nahuel. Chicos... En ese momento vuelve mi abuela, se sienta, mira por el espejo retrovisor y me hace una seña para que vaya al medio. Dale, insiste, en la ventana vas volver a resfriarte. Paso sobre las piernas de Ramiro y me siento entre los dos. Ahora sí, dice mi abuela, y ustedes no abran mucho las ventanas, ¿eh? Y pone marcha atrás y salimos. Mientras el auto retrocede trato de reconocer, entre el ruido de cuando pasamos sobre el barro y las hojas húmedas, el de la revista, pero no se puede. Cuando llegamos a la calle Ramiro se baja para cerrar el portón. Me fijo si se dio cuenta que allá adelante quedó la revista y si la va a buscar pero no. Cuando vuelve al asiento, sin dejar de mirar para afuera, me da dos palmadas en la rodilla.


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