Revista Invisibles
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Año 1 / Número 3 / Agosto 2013
cuento

El vecino


En este cuento inédito, que el autor escribió para Invisibles, la historia gira en torno a la enfermedad de un vecino, que gozó de la gloria futbolística en el pasado, y en el presente su vida oculta un secreto oscuro, que la trama va revelando a cuenta gotas, gracias a la destreza del narrador.

De @spinozo
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​La primera vez que se habló de la enfermedad del vecino en la casa del chico, la idea se le representó casi como un dato forense: imaginó una cabeza abierta y el mal como un bicho desgastando el relleno por dentro, y sintió una mezcla de bronca y miedo. A su edad le resultaba imposible entender la dimensión exacta de ese diagnóstico, asociar la imagen correcta al tecnicismo médico, pero la noticia en boca de sus padres un año atrás había sonado para él mucho más desconsoladora y turbia todavía. Acaso los padres estaban para dar las malas noticias o deformarlas, pensó. El vecino se llamaba Héctor Sabsay, pero en el mundo futbolístico se lo conocía más como hacha brava. Al menos, al padre del chico le gustaba nombrarlo así, como si esas palabras denotaran una especie de animal totémico. Para el chico, en cambio, era simplemente Cacho, como para todo el barrio. ​

​Era tanto lo que se hablaba de él en reuniones con amigos que organizaban los padres o con parientes, que el anecdotario de la extensa carrera de Sabsay como futbolista circulaba como un lazo intrafamiliar en la casa del chico. No eran pocas las veces que a su regreso del colegio o en el aburrimiento de alguna siesta, el chico sacaba del modular el tomo de la Historia del Profesionalismo y sin ningún interés histórico o estadístico se detenía a mirar de los fascículos solamente las fotos de su vecino. Sentado en el sofá volvía una y otra vez a cada una de esas fotos. Les prestaba la misma atención que le negaba a todas las demás cosas. Eran documentos que hablaban de un Sabsay que él no había conocido.Las que estaban pintadas ejercían esa fascinación adicional de parecer más irreales que las de blanco y negro. En algunas, Cacho aparecía en cuclillas agarrando una pelota que, por su textura, parecía de piedra; en otras, parado casi en el centro de la cancha con los brazos en jarra. En todas luciendo unas rudimentarias camisetas de Boca que parecían harapos de refugiados. Pero las miraba entretenido, sin tratar de reconstruir nada, como quien mira a un muerto ajeno. Su padre, que era un fanático del fútbol, siempre repetía que había sido el mejor back derecho que había dado el fútbol argentino en toda su historia. Lo medular para el chico era saber que podía compartir al menos una pasión con su padre y, en ese ámbito monolítico, ya no había para él una línea divisoria posible entre esas fotos viejas y el Sabsay de carne y hueso que podía encontrarse en la vereda de su casa o en el supermercado del barrio. Era tal la continuidad discursiva en la vida del chico, que daba la impresión de que Cacho nunca había dejado de jugar a la pelota. Mientras estuvo sano la relación con el chico había sido esporádica pero muy estrecha, de esos afectos que se llevan mejor de lejos sin dejar de ser intensos. Después, la irrupción de la enfermedad había impuesto un cerco preventivo que Elsa, la mujer de Sabsay, mantuvo hasta que la supervisión médica encontró un equilibrio en el tratamiento con las drogas que le administraban. Espiarlo, entonces, se había vuelto una costumbre pedagógica para el chico, una práctica o vicio que quizá había adquirido con el tiempo a fuerza de ser espectador en las canchas de fútbol junto a su padre, los domingos. 

La comunicación que existía por los fondos de ambas casas lo había iniciado en el aprendizaje de trepar un árbol lindero sólo para poder espiar por la medianera. Desde elverano pasado, el apuro por restablecer el contacto con el ex jugador se había hecho más urgente. Una extraña necesidad lo había fortalecido en ese hábito animal de apoderarse de la presa mucho antes de caerle encima.En ese tiempo el vecino ya casi no caminaba acompañado por el barrio ni salía a la vereda. A Sabsay sólo se lo podía ver cuando alguno de sus hijos eventualmente lo venía a buscar en coche para llevarlo a la clínica. En el transcurso de ese año el chico vio una ambulancia parada en la casa de al lado un par de veces; incluso una vez de madrugada. Ya todos sabían que la medicación más fuerte de todas las que tomaba lo obligaba a permanecer en sillas de ruedas la mayor parte del día. La postración farmacológica parecía un accidente irreversible, pero esa contingencia había producido también que el aislamiento fuera cediendo paulatinamente. El chico mismo advirtió esperanzado que las visitas se habían ido haciendo cada vez más numerosas hasta el punto de normalizarse. Ese verano, cuando lo sacaban en las mañanas al patio a tomar un poco de sol, el chico aprovechaba y lo miraba desde el árbol. Antes del mediodía, cuando el sol ya se ponía dañino, lo volvían a meter en la casa y recién ahí el chico abandonaba su puesto de vigilancia. Aunque fuera incapaz de semejante intelección, el chico sentía de alguna manera que observar era una forma de completarse. Esa era toda la gimnasia que pensaba hacer en esas vacaciones.

Vanina, la nieta de Cacho, llamó al chico en un primer intento desde la pileta, al otro lado del muro. Nadie respondió aunque ella sabía bien que él estaba ahí arriba, lo había visto moverse como un depredador furtivo un rato antes. El chico todavía seguía en la copa del árbol cuando Vanina fastidiada salió de la pileta y se acercó hacia el ramaje que sobrepasaba la pared para decirle a los gritos que su hermano Joki y los otros chicos lo estaban esperando para irse. Vanina era esa típica nena gorda de tórax prominente que la invadía hasta el mentón, y sin cuello. Era escandalosa en sus modales y de gestos casi varoniles. Los fines de semana, cuando venía con su hermano a visitar a sus abuelos, se hacía oír desde muy temprano en el patio vecino con su voz chillona; y en verano, era la última en salir de la pileta.

Cuando el chico bajó del árbol y caminó en dirección a la casa se encontró con que el padre lo estaba esperando a la altura del cuartito de las herramientas. Se le puso de frente casi en horcajadas y le mostró directamente cómo se paraba hacha brava en la cancha para recibir al delantero como una muralla y no dejarlo pasar. Casi no hubo palabras en esa dirección técnica apurada, fue sólo ese lenguaje corporal en cámara lenta, descontextualizado y a medio hacer que el chico se vio obligado a repetir con su cuerpo, de mala gana, porque el padre quería estar seguro de que no quedaban dudas al respecto.

–¿Entendiste? ¿Te vas a acordar?– preguntó.
–Sí– mintió el chico.
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Después de muchas negativas y excusas variadas con que rechazó jugar en los partidos a los que había sido invitado (por gestión de su padre), el chico finalmente prometió que esta vez jugaría. Iba a asumir esa responsabilidad con valentía y sin trampas, aseguró. Entonces, el padre lo tomó de la cabeza y le revolvió el pelo en señal de aprobación. Quedaron en reencontrarse en el club de la esquina y después de desearle suerte lo dejó ir. Mientras cruzaba el living en dirección a la calle miró el modular y lamentó no tener entre todos esos libros inútiles una enciclopedia que pudiera explicar con la sencillez de una secuencia fotográfica el origen y la evolución de la enfermedad que afectaba a Cacho. Antes de cruzar la puerta ya se había olvidado de las recomendaciones futbolísticas que le había predicado el padre.

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Tocó timbre en la casa del vecino. Sabsay vivía en una casa grandede dos plantas, de esas clásicas italianas, con un balcón largo y espacio para varias familias. La ansiedad se le había cristalizado en el pecho, casi no podía respirar. Le abrió la puerta Elsa; para el chico desde hacía un tiempo ella ya no tenía nombre, era la vieja a secas. Detrás de ella se asomó un chico pecoso de paletas grandes al que sólo conocía de vista. Joki se trepó por encima del hombro del pecoso y ambos se rieron cuando vieron al chico parado en la puerta. Con el primer paso hacia adentro lo primero que vio fue la silla de ruedas vacía en un rincón, al costado de la escalera. El corazón se le detuvo. Elsa lo invitó a pasar directamente al fondo y le ofreció coca cola fría mientras lo acompañaba. El grueso del grupo estaba en el quincho, alrededor de la pileta. Vanina y sus amigas hacían que todo fuera más atronador y confuso con los constantes chapuzones y los festejos exaltados. Joki olvidó al chico tan pronto como entró y ninguno de sus amigos se acercó siquiera para saludarlo o tratar de integrarlo. Él dio apenas unos pasos por el living que era enorme, más preocupado por encontrar a Cacho que disimular la rigidez motriz que empeoraba a medida que ganaba metros. El chico sabía que llevaba la camiseta y el shorcito de Boca demasiado limpios para ser jugador de fútbol. Se le notaba en el andar que nunca había jugado a nada, que no sabía llevar esa ropa.
A Cacho lo habían sentado en un sofá de espaldas al ventanal que daba a la calle. El chico recién lo descubrió cuando volvía del fondo con un pretexto débil que había usado para escapar de la anomia de la pileta. Le habían puesto el televisor para mantenerlo ocupado y lejos de la circulación errática de los chicos por la casa, pero era notorio que no le prestaba la menor atención. Con esa percepción entrenada que había pulido con el paso de los meses, el chico detectó con un simple golpe de vista que si bien Cacho había perdido un poco de masa muscular por la convalecencia, seguía manteniendo esa complexión gigante que lo caracterizaba.
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El chico se sentó a su lado consciente de que la vieja lo asistía como una enfermera celosa desde la cocina, ayudada incluso por el reflejo que proyectaba la vitrina de los trofeos y las medallas. La mirada que le devolvió Cacho cuando lo sintió cerca fue pesada pero sin afecto. Al instante el chico se dio cuenta de que no lo había reconocido. La luz que entraba por la ventana recortaba la silueta cobriza de Cacho como una roca volcánica. Sin embargo, paradójicamente, todo tenía un aspecto benigno en el lugar.El ambiente aireado, un jean y una chomba Lacoste suplantaban lo que el chico había fantaseado en un principio como una sonda, un pañal o una mascarilla de oxígeno. Cacho olía bien, por fuera era todavía una noble invitación que mantenía a raya la repulsión y el deterioro. Cuando el chico se paró y se puso de frente, Cacho lo miró como esos perros malos que fingen autocontrol mientras gruñen. No se amilanó; el chico le pasó la mano por el pelo ralo, entrecano, quiso llegar montado en un impulso hasta la coronilla pero Cacho se lo impidió con el antebrazo. El padre le había contado una vez, que en el Mundial de Chile, hacha brava estando ya en el piso, había impedido un gol interponiendo su cabeza entre el pie del delantero y la pelota. Creció escuchando esa leyenda de que era un zaguero aguerrido pero no mal intencionado. El chico se preguntó infinidad de veces si la enfermedad no había nacido con ese traumatismo. A lo mejor era el bicho que le estaba comiendo la cabeza quien miraba ahora a través de esos ojos oscuros y cenagosos. En un arranque de desesperación intentó abrazarlo para resucitar ese recuerdo alucinado de cuando Cacho lo levantaba en vilo o le hacía cosquillas pero no hubo ningún signo vital en su memoria. Tenía que haber algún canal de contacto, pensó, incluso mientras nadie lo veía lo tocó por todas partes para corroborar que todavía seguía siendo un roble, como decía su padre. No se resignaba a verlo como un monstruo, como una réplica vacía que no conocía ni a sus seres queridos.Quiso repetir el abrazo pero Cacho se incorporó enojado como sacándose un gato del regazo y le preguntó quién era. Mientras el chico se prendía a su pierna para no caer del todo, recordó que en el barrio se decía que muchas veces lo habían tenido que atar a la cama cuando se ponía agresivo y se tornaba imposible de manejar por su tamaño. Incluso una vez se dijo que había intentado salir desnudo a la calle pero que con ayuda de un par de vecinos fornidos Elsa había podido dominarlo. El chico estaba a punto de contestar cuando Elsa lo sacó del medio y se lo llevó hacia la pileta mientras lo retaba.

​En esa casi media hora más que permanecieron en la casa, Joki se movió como de costumbre con una actitud alfa entre sus amigos. Indirectamente le hizo notar también al chico esa masculinidad anticipada que le gustaba exhibir de manera manifiesta en el liderazgo o en la prepotencia física. Cuando dio la orden de partir, todos tomaron sus bolsos y lo siguieron. Tampoco esta vez nadie pidió al chico que los acompañara, el grupo pasó delante de él sin mirarlo. Una de las amigas de Vanina le preguntó por qué él no iba. “No me dejan, estoy en penitencia”, mintió. Al rato sonó el timbre. Llegaron tres amigas más de Vanina en malla. El chico no desconocía que a Vanina le gustaba humillarlo rodeándolo de la mayor cantidad de chicas que pudiera reunir en ese momento. Lo último que pensó antes de caer en otra ensoñación fue en su padre preguntándoles a los chicos del club por su paradero. El chico sintió que Cacho lo agarraba por detrás una vez más como en los mejores momentos y lo remontaba por encima de su cabeza como un avión humano, y entonces, de repente, el cuerpo delgado del chico se quebró hacia adelante y salió disparado. Fue un viaje sordo y liviano por el aire con el pecho proyectado y los brazos espasmódicos a los costados hasta que se estrelló contra la sonoridad del agua, y buceó en ese líquido amniótico hostil, lleno de ruidos y ecos hasta que salió a la superficie y encontró la explosión de las risas y la burla como bautismo. Le fue imposible saber quién lo había empujado porque todas tenían cara de culpables. Cruzó el comedor y el living empapado, regando agua hasta la puerta. Con el piso sucio, Elsa quiso poner el grito en el cielo pero al ver que el chico lloraba, sintió pena.

Para cuando oscureció completamente, él ya estaba en el árbol de nuevo. Hacía casi una hora que en el patio de al lado ya no se escuchaba a nadie. Las noches de verano tenían esa tranquilidad engañosa. Se fue descolgando del borde del muro todo lo que le daban los brazos y se dejó caer en el silencio. Físicamente fue lo más arriesgado que había hecho en su vida. La luz azulada de la pileta se movía como una medusa contra las paredes de la casa. Imaginó ese rectángulo de cemento como una viñeta descomunal y a la gorda y Joki flotando boca abajo con una mancha de sangre saliéndoles de la boca como un globo de diálogo. Abrió con cuidado el mosquitero del fondo y entró en la casa. Todavía se sentía el olor intermitente del cloro en la piel y en el pelo. Desde el fondo pudo ver claramente que la puerta de entrada estaba entornada. Cuando se acercó sigilosamente un poco más reconoció la voz de la vieja hablando con otra mujer detrás de la puerta. Avanzó por un living desierto hasta las escaleras. Todo era de proporciones importantes en esa casa. Subió despacio, buscando lo único que valía la pena en esa familia. No conocía la planta de arriba pero razonó que encontrar el cuarto matrimonial no tendría nada de complicado. En el primer descanso de la escalera cerró la mano con fuerza sobre el mango del cuchillo. Caminó en puntas de pie por el pasillo rumbo al único cuarto que estaba iluminado. No sabía bien cúanto tiempo podía llevarle la acción de liberarlo si es que lo encontraba atado, pero se tenía fe. La cama estaba sin hacer, una puerta del placar permanecía abierta; un velador encendido, pero no había nadie en la habitación. Hizo unos pasos hacia la ventana y escuchó allá abajo a unos chicos discutiendo y reprochándose alternativas del partido de la tarde: la voz de Joki se destacaba sobre todas las demás. Pensó en todas esas falsas lealtades que construía el fútbol y lo odió más todavía. 

 –¿Quién sos? ¿Qué hacés acá?– preguntó Cacho desde la puerta.

Cuando el chico giró sobresaltado, lo vio en pijamas, mucho más alto y ancho que la imagen mental que tenía de él. Parado bajo el marco de la puerta, parecía uno de esos provincianos de Prefectura,  grandote,  autoritario.

 –Soy Joki, abuelo, ¿no me conocés?– le dijo el chico.

Sabsay arrugó el entrecejo y se quedó mirándolo. El chico especuló que el bicho revolvía entre las zonas sanas del cerebro buscando con diligencia poder validar esa identificación.

–¿Qué tenés ahí...?¿Qué robaste?– preguntó mientras caminaba hacia el chico.

El chico miró el cuchillo y lo soltó, aterrado. Apenas, como pudo, se puso en la posición que tantas veces le había mostrado su padre para esperar y neutralizar al delantero. Armó con su cuerpo lo que recordaba, lo poco que le había escuchado. Cuando Cacho dio la vuelta a la cama ya no hubo escapatoria posible. En el piso de abajo escuchó la voz de Vanina pero quiso mantenerse digno y no gritar ni pedirle ayuda. En una fracción de segundo pensó en su madre buscando desesperadamente el cuchillo que le faltaba y a su padre lo imaginó orgulloso, contando con lujo de detalles ante un auditorio impávido que su hijo había jugado con una verdadera gloria del fútbol nacional. Al fin y al cabo, el chico había logrado generar la inversión de convertir a hacha brava en un atacante. Cuando lo tuvo encima, irritado y sudoroso, lo que empezó como fútbol derivó en una mezcla de boxeo y lucha grecorromana sobre la cama. Se olvidó del bicho en la cabeza para siempre. Lo que vio después a través de los ojos de Sabsay fue una humanidad tremenda. Y se aferró a ese aguerrido pero no mal intencionado como un último resquicio de vida.


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