Revista Invisibles
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Año 6 / Número 23 / Septiembre 2018
crónica

El sonido alrededor


Pregones, cantinelas, aullidos: sonidos pese a todo. Notas sobre algunas musicalidades pasajeras de la vida cotidiana, veraniega, que evocan, desde el presente, a los vendedores callejeros de la infancia de nuestra cronista.​​

Por Julia Kratje
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El viento sosegado, el can dormido,
Éste yace, aquél quedo
Los átomos no mueve,
Con el susurro hacer temiendo leve,
Aunque poco, sacrílego ruido,
Violador del silencio sosegado.


​ 
Sor Juana Inés de la Cruz, Primero sueño
                                                      I
 
Las siestas de Santa Fe me resultaban eternas. Sobre todo, los días de verano, cuando la térmica rondaba temperaturas inverosímiles incluso para los alguaciles, que ya sin expectativas de viento norte se ponían a flotar en una humedad estancada que les sofocaba cualquier posibilidad de presagiar con acierto alguna gota de alivio. (De un tiempo a esta parte, en cambio, los pronósticos transmiten el clima como si estuviera investido de una carga moral y el desastre político pudiera amortiguarse con la cara del optimismo.) Esas tardes de vacaciones en las que me preguntaba por qué no explotaba el Off, cuyo envase aseguraba que el aerosol no debía exponerse a más de cincuenta grados centígrados, había que evitar poner un pie en la vereda o siquiera atinarse a entreabrir las persianas. A partir de la una y hasta las cinco, todo entraba obligadamente en modo pause.
 
Todo menos los ruidos, que desde el balcón de mi habitación de la casa de Talcahuano, en la última cuadra pavimentada antes de las canchitas de fútbol, se reducían básicamente a dos tipos: naturales y técnicos. Golondrinas, tijeretas, chicharras desquiciadas, más algún que otro mosquito que podía haber sobrevivido al Fuyivape de la noche anterior y, atontado por el resabio del pesticida, se quedaba revoloteando por ahí, ya sin fuerzas para picar. Y perros. Los perros de los vecinos. Mi vana ilusión era que, si el sopor no los tumbaba como para sacarles las ganas de ladrar, quizás al menos no se sumarían después al coro de aullidos exasperantes que en la tregua duradera del sueño no me dejaba dormir.
 
Una de esas noches de furia, quise escribir una carta a la Vecinal Guadalupe exigiendo que se implementase alguna campaña para bregar por un uso responsable de las mascotas frente a la polución acústica. Me acuerdo de que una madrugada en la que los perros estaban particularmente insufribles un vecino disparó al aire y todos se callaron al instante. La solución más drástica como fórmula para traer la calma de un montón de personas que padecen el aturdimiento puertas adentro, en un calvario silencioso, siempre me llamó la atención; como la anécdota que me contó mi tía, del hombre de arriba de su departamento de Laprida que le tiró una maceta a un auto para que la alarma dejara de sonar a las tres de la mañana. Y funcionó. Los otros ruidos que se amplificaban con la media luz de la siesta eran los de la heladera (había que abrirla más bien poco para poder retener el frío, juntando la necesidad de sacar varias cosas a la vez que justificaran la apertura; de esa forma, especulaba, podría además economizar el arranque del motor, que era bastante estridente), los ventiladores, el péndulo del reloj del living y el jueguito del Circus de mi amiga de enfrente, que pasaba de pantalla en pantalla sin quemarse en el salto por el aro de fuego.
 
El único sonido propiamente humano provenía de una especie de extraterrestre en bicicleta que se animaba a atravesar la siesta equipado con su conservadora de telgopor. Con mi hermana lo oíamos venir desde que doblaba por Riobamba para agarrar Pavón, tomar Defensa, ir de nuevo hasta Javier de la Rosa, pasando por lo que todos, sotto voce, llamaban “la casa del abortero” (que era fácil de identificar porque en el frente tenía una imagen de la Virgen hecha con azulejos), y volver, tras una cuadra en contramano, total a esa hora no andaba nadie, por nuestra calle. Su voz al grito de “helado, helado” se parecía a un espejismo. Una tarde, tentada por las circunstancias atmosféricas, pero más que nada por cierta curiosidad que pretendía asordinar el paréntesis del aburrimiento, fui hasta la pieza de mi mamá para contarle que el heladero estaba en camino. Tirada boca abajo, aplastada por el calor, me dijo que podía sacarle plata de su billetera, pero que eligiera el gusto desde atrás de la reja de la entrada, que cerrábamos con un candado de bicicleta cuya combinación (como una suerte de password analógica) era el número de casa. Bajé las escaleras y lo esperé callada, tratando de sincronizar mi salida con las notas que iba dejando a su paso.
                                                       II                                                                

​Los músicos profesionales no son los únicos que pueden vivir del canto. O mejor dicho: quizás son los únicos que tienen la satisfacción, y el talento, de convertir la música en un fin por sí mismo. Pero hay otros que también hacen uso del sonido para llegar a fin de mes. En Colegiales, por ejemplo, a veces escucho al afilador con su inconfundible flauta hecha de tubitos ahuecados que toca soplando para un lado y para el otro, o al señor de la voz grave, con vocales abiertas y estruendosas, avisando por altoparlantes que le interesan los electrodomésticos rotos, los colchones usados, los lavarropas viejos, lo que venga: “¡compro!”. Son esos músicos necesariamente nómadas, circulantes, ideales para vender en mercados y ferias o para promocionar la llegada de circos y parques de diversiones, los que con mayor o menor destreza y aprovechando su touch de gloria se sirven del canto para gritar a los cuatro vientos las cualidades de sus productos.
                                                                                                                 
Cuando era chica, me gustaba escuchar “Los tres pregones coloniales” del Promúsica de Rosario, o una canción que hablaba de los pastelitos calientes para las viejas sin dientes. En los actos de la primaria, no sé bien por qué extravagante inspiración de las maestras, varias veces me tocó disfrazarme de colla y bailar un carnavalito en el fondo del escenario, mientras las alumnas favoritas hacían de damas antiguas que se paseaban con peinetas y abanicos a lo largo de un sendero cruzado por la marcha resonante de los aguateros, de las lecheras, de los vendedores de velas y de los que ofrecían mazamorras. (A medida que escribo, pienso que las dos trenzas rubias atadas con colitas de colores, la cara pintada con un corcho quemado, la pollera verde esmeralda y las alpargatas supuestamente “de colla”, pese a los desajustes geográficos, cronológicos, empezando por mi propio physique du rôle, al fin y al cabo me resultaban tanto mejores que el papel de estrella-fija que me asignaron en tercer grado, cuando otras nenas tenían el permiso de moverse contrariando sin saberlo –por lo visto, el colegio de monjas tenía sus argucias– los descubrimientos cosmológicos de Giordano Bruno, a quien yo secretamente admiraba por su herejía que impregna el nombre de la calle donde nací.)
 
Desde una reposera en Mar de las Pampas, las rítmicas voces ambulantes me despiertan este manojo de historias deshilvanadas, activadas por el ambiente de la playa en plena temporada alta, que también aviva la reflexión de los señores que toman mate en la sombrilla de al lado evocando con nostalgia a los vendedores de barquillos, pirulines y cubanitos de Mar del Plata, después de escuchar “a la rica chipa” con entonación paraguaya y de ver pasar a un inmigrante senegalés que, en silencio, esquiva lonas y canchas de tejo con una torre de sombreros de paja sobre la cabeza y un mostrador repleto de gorras, anteojos de sol, relojes, imitaciones de chancletas Crocs y palitos para selfies. Las mercancías orbitan musicalmente alrededor nuestro, según la hora que sea: “hay helado-helado, hay helado-helado; hay palito de agua, bombón-helado”, “choclero, a los choclos”, “fresca el agua mineral, fresquita el agua mineral”, “hay pan relleno, gente, pan relleno calentito”, “ensalada de frutas”, “coca, fanta, coca”, “churrero, a los churros, bolita y churro, calentitos, crocantes, rellenos los churros” o, como dice el que me gusta a mí: “chrro”, sin la “u”, casi a pura consonante. Las palabras cumplen una función saturada de intenciones comunicativas, en las que se juega el porvenir de cada día (“hoy vamos a vender piola”, le dice un churrero a su colega cuando se cruzan en la orilla; “esperemos”, concluye antes de seguir su rumbo con la canasta a cuestas). Pero las formas audibles que los comerciantes despliegan al anunciarse son en cada caso singulares, aun cuando recurran a un orden más vistoso para impulsar las ventas, como el de los helados Frigor, que llama la atención enfundado en un disfraz del hombre araña, o el que empuja un carro cargado de vinchas, pañuelos y polleras de todos colores: según esta distinción del negocio playero, los niños y las mujeres seríamos el objetivo preferido de las mercancías que entran, antes que nada, por los ojos. Sin embargo, la reacción hacia los sonidos es mucho más física que cualquier otra forma de expresión, y eso la vuelve irresistible. Recuerdo a un profesor del CREI que, para enseñarnos a reconocer el intervalo de cuarta aumentada, reprodujo el sofisticado grito del manisero que andaba por el barrio de su infancia.
 
La polifonía errabunda, en constante mutación, se acopla al paisaje sonoro de los veraneantes que bajan de los médanos portando unos temibles parlantes inalámbricos. Por un momento, me pareció divisar a los mismos que el 31 a la noche pusieron cuarteto a todo volumen, mientras estallaban los fuegos artificiales de Villa Gesell, de Las Gaviotas y de Mar Azul, para quienes posaban de punta en blanco (un blanco “esteño”, más que de reveillon) con su copa de champagne elevada, cual celebrities recónditas queriendo enfocar su alegría hacia el ángulo de los celulares que les permitiese fantasear por streaming con “el amor sobre toda diferencia social”, en el fervor del estribillo que Rodrigo nos legó. Pero no. En esa oportunidad eran otros los que bajaban, bien despacito, por la arena caliente, cargados con su reggaetón.

                                                         
​                                                      III
 
Moviéndose por los confines de la legalidad, en el canto de los vendedores ambulantes resuenan los ecos de prácticas milenarias que encuentran en el sonido una capacidad para traspasar las fronteras. Su nomadismo es una forma de vida precaria, a menudo perseguida y coartada, que se escurre por los intersticios de las normas que buscan fijar a los cuerpos en lugares delimitados.
 
“Y todo era... un acogedor y dilatado silencio”, escribe Antonio Di Benedetto. Acorralado por el desfile sin fin de humillaciones que lo envuelven herméticamente, el personaje de Zama, la película de Lucrecia Martel –gran orquesta ambiental en la que se escucha más de lo que se ve–, habita un entorno hecho de ruidos delirantes, sobresaltos, llamados persistentes, vacilaciones. Su inmovilidad contrasta con los sonidos que atraviesan la pantalla del cine y nos entregan un mundo espectral y vibrante, poblado de leyendas musicales, donde también se oyen mujeres libres o esclavas mandadas por sus amos, en la plaza y los alrededores, que venden “pacú, surubí, sábalo, pirá”.
 
El verano, mi estación predilecta, es perfecto para escuchar estas reverberaciones, aun cuando la incomodidad del oído es tanto menos soportable que la del ojo. Es que tarde o temprano podemos pretender adueñarnos del espacio, pero no del tiempo.
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