Revista Invisibles
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Año 5 / Número 22 / Diciembre 2017
Crónica

Aunque no lo veamos, el drama siempre está


A principio de los años 2000, los reality shows comenzaron a emitirse en Argentina, y con ellos se empezó a producir una nueva forma de mostrar la realidad: una docena de chicos y chicas con pocas luces pero con algunos atributos físicos tratando de conseguir fama a cualquier precio, viviendo durante meses rodeados de cámaras de televisión. En esta crónica, una editora de contenidos de TV cuenta en primera persona cómo se construyen estas ficciones del presente.

Por maru leonhard
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-Necesito más drama- me dijo el productor.
Lo miré, miré la pantalla y después volví a mirarlo a él.
-Tiene que explotar más- explicó. Abrí el material bruto y empecé a buscar un drama que explote. Pero sólo veía caballos.
-Es que son caballos, es medio difícil encontrarle el drama a los caballos.
-¡Pero esto es un reality show! Sin drama no hay nada- dijo y desapareció a hablar por teléfono durante algunas horas, como suelen hacer los productores cuando se cansan de estar sentados en una isla de edición.
 
No era la primera vez que me pedían drama. El primer reality show en el que trabajé fue uno para Miami. En cada capítulo una familia planteaba un problema y la esposa de un deportista famoso los ayudaba a resolverlo. El abanico de conflictos era amplio: mi hija usa mucho el celular, mi marido no me deja estudiar abogacía, mi hijo es un caprichoso, mi marido se comporta como un niño. Luego de una observación silenciosa durante algunas jornadas, la conductora aparecía con la solución mágica, rápida y efectiva. Inverosímil. Las primeras semanas que trabajé en ese programa, volvía a mi casa angustiada casi todos los días. No era un debate moral, simplemente no me salía. No podía encontrar el conflicto, mucho menos reforzarlo, muchísimo menos disfrutarlo. Solamente pensaba que era imposible, que ninguna vida era tan interesante como para hacerla protagonista de un programa de televisión, que esto era una estupidez y nadie se lo iba a creer nunca. Pero un día un productor se sentó conmigo. Me mostró testimonios donde los personajes se contradecían. Me indicó dónde empezar con la música emotiva. Me señaló qué plano repetir, cuánto podía durar el llanto en pantalla, cómo robar una expresión de enojo de cualquier otra escena. Al programa le fue bárbaro.​ 
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Participantes del reality Gran Hermano en el día de nominación
En el reality show no se inventa nada. Cuando era chica y miraba los primeros Gran hermano (o El bar o Reality reality o Confianza ciega) pensaba: no puedo creer que esto esté pasando. No puedo creer que un chabón equis se ponga a cagar frente a un centenar de cámaras. No puedo creer los confesionarios, el encierro, la exposición, incluso la humillación. Hasta que alguien me dijo: ¿pero vos pensás que todo eso sucede de verdad?, ¿no te das cuenta de que es todo inventado? Después de varios años, recordé esa pregunta. El reality show no inventa dramas, los encuentra. Y cuando los encuentra, los refuerza. No dice qué decir, encuentra la forma de que el participante diga lo que necesita. O encuentra la forma de editar lo que está dicho.

​No hay guiones que memorizar pero hay productores y guionistas que estudian a los personajes, los conocen, los analizan, los entrevistan, los diseccionan hasta convertirlos en una materia prima con la que trabajar. Una plastilina con una forma a medio hacer que ellos terminan de moldear. Saben de antemano cómo van a actuar, qué van a decir, cómo piensan. Y se aprovechan de eso. No hay escenas de peleas prefabricadas, hay encuentros “casuales” entre dos personajes opuestos. Hay chismes, hay lleva y trae, hay informaciones supuestamente confidenciales que le son reveladas al personaje más chusma, el que va a terminar esparciendo la semilla del drama que brotará con su veneno en el siguiente capítulo.
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El Bar se empezó a emitir en 2001, y lanzaría a la fama a la santiagueña Pamela David.
 ​A veces los mecanismos para construir el relato son fáciles de implementar: una música, un efecto sonoro, un fundido a negro, el tiempo muerto entre una pregunta y una respuesta. Otras, en cambio, hay que esforzarse más: recurrimos a una voz en off que redireccione el relato para el lado que nos conviene. O buscamos en cualquier entrevista que el participante hable de cualquier cosa, una frase que nos ayude a salvar a un personaje o a hundirlo. Explotamos la faceta de la persona: si es amarrete lo sometemos a situaciones donde demuestre que nada le duele más que abrir la billetera. Si es torpe, lo mandamos a caminar por una cuerda floja. Si es gordo, lo hacemos correr. Si es fea, la hacemos enamorarse del galán. Si es un poco malo, se convierte en villano. Si es pobre, es el héroe. Si es frívolo y superficial, es gracioso. Si es frívolo y superficial y encima se hizo de abajo, es aspiracional.
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El polémico Nino Dolce quien formó parte del Gran Hermano Famosos en 2007
Repetimos. El mismo plano y la misma frase: al final del bloque, al principio del bloque siguiente, en la venta del programa, en el avance para el próximo programa. Se repite en el mismo momento, con una variación en el color y un eco en la voz y tantas veces se repite, que termina adquiriendo una carga dramática enorme: se convierte en el hilo conductor del bloque entero. Exageramos. El animalito siempre está a punto de morir. No importa si es un perro, un gato, un hurón o un caballo. La intervención quirúrgica siempre está a punto de fallar. La solución siempre se encuentra en el último segundo. Si hubieran tardado treinta segundos más en traerlo, se moría.

​Manipulamos. Había una vez una decena de gordas. Eran latinas viviendo en California. Se anotaron en un reality show para bajar de peso, ponerse en forma e incorporar nuevos -y buenos- hábitos de alimentación y ejercicio físico. Pero sobretodo, para recuperar la seguridad que les quitó el exceso de peso. El entrenador era un español bajito y simpático que las motivaba, les pedía diez más, las retaba cuando las pescaba comiendo papas fritas y siempre terminaba descubriendo que, en realidad, el problema era otro: la obesidad como una consecuencia de historias de vida difíciles, de violencia o de pobreza, de desempleo, de desarraigo en un país que nunca termina de abrazarlas como uno más. Entonces les gritaba frases de autoayuda, las hacía llorar del dolor, las visitaba en sus casas y las abrazaba, las contenía, les enseñaba el camino. Al final del ciclo ninguna había bajado más de dos kilos. Los números de las balanzas no se vieron en el editado final. Pero hubo lágrimas de emoción y mujeres que sonreían. Lo del peso era una excusa que al televidente ya no le importaba más.
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Cuestión de Peso, un reality donde los participantes deben adelgazar para no ser eliminados

​Construimos la verdad que nos conviene. Que no es lo mismo que mentir. Acusan a un tipo de narcotráfico y lo mandan a la cárcel. A otro lo acusan de asesino y lo encarcelan. A otro, por ser miembro de las FARC, adentro. Todos insisten en lo mismo: soy inocente. Con un par de entrevistas y algunas recreaciones en la isla de edición tenemos que demostrarlo. ¿Tiene que ver con la justicia? ¿Con la verdad? ¿Con hacer las cosas bien? No. Tiene que ver con generar empatía por el personaje. Construir el relato para que sea inocente. ¿Importa si lo es? Para nada, esto es televisión.​

​El reality show copó mi vida o el reality copó la televisión. No sé qué vino primero pero sin darme cuenta empecé a hacer carrera en la edición de reality shows. Incluso en las señales eróticas para las que trabajo el reality es la forma que encontraron para reinventarse y recuperar el espectador que internet no deja de robarles. Tal vez ahí esté la clave del éxito: traer al espectador de nuevo no sólo frente a la televisión sino del otro lado. Hacerlo partícipe activo. Que baje de peso, que cuente sus historias, sus dramas, que se desnude frente a millones de desconocidos. Que sienta que la realidad es, también, eso.
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El líder de Black Sabbath protagonizó junto a su familia The Osbornes, que se emitió por MTV
​Un caballo cualquiera, que no es el caballo protagonista pero es parecido, está enojado. Salta un poco pero no tanto, nada que no pueda solucionarse con un cuidador amable que le dé algo de comer. El cuidador amable se acerca al caballo con un balde con comida y lo intercepta un productor. Esperá, le dice al cuidador. Grabá, le dice al camarógrafo. Dos meses más tarde yo miro esas imágenes y selecciono las más potentes: el caballo tira de la soga, el camarógrafo se asusta y casi se le cae la cámara pero vuelve a acomodarla justo cuando el caballo da otro tirón. Yo busco en una galería de efectos de audio un par de relinchos genéricos. Ni idea si matchean bien con ese animal. Pongo varios juntos, si alguien prestara atención se daría cuenta de que hay como cinco caballos relinchando al mismo tiempo. Elijo una música: violenta, oscura, pesada. Pongo en cámara lenta la última toma del caballo tironeando, el camarógrafo de nuevo perdiendo un poco el equilibrio. El locutor del programa dice algo como que el peligro es inminente. O que ya casi no quedan esperanzas salvo el sacrificio. O que lo único que puede salvar al caballo es un milagro. Drama.
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