Año 7 / Número 27 / Octubre 2019
A mí [no] me pasa lo mismo que a usted.
El doble filo de la empatía
En estos días, el uso de la palabra "empatía" se ha expandido a territorios diversos e incluso opuestos, y no hay dudas de que parece un nuevo rasgo de humanidad, la garantía moral que nos ubica del lado del bien, o en el lugar del otro. En este ensayo, Alexandra Kohan analiza los problemas que esta idea supone en el psicoanálisis y en los discursos sociales.
Entre las mil y una lenguas del mundo, sólo el castellano les da la posibilidad del yo como algo que está constituido por una letra que une –y- y otra que separa –o-.
Héctor Libertella
La bondad (...) no podría curar el mal que ella misma engendra.
Jacques Lacan
Una pluralidad de ghettos es uno de los mapas posibles de la sociedad actual.
Juan B. Ritvo
Héctor Libertella
La bondad (...) no podría curar el mal que ella misma engendra.
Jacques Lacan
Una pluralidad de ghettos es uno de los mapas posibles de la sociedad actual.
Juan B. Ritvo
I. Yo empatizo, tú empatizas, nosotros empatizamos
“Empatía. La necesitamos como sociedad: pensar que el otro puede tener razón y que puede disentir conmigo e incluso sentir su alegría y su tristeza”, nos ilumina Facundo Manes; “La empatía es tan necesaria como el oxígeno para vivir”, nos alerta una joven; “Para mí es cada vez más claro que lo que divide izquierda y derecha es la empatía. Lo ves todo el tiempo”, politiza alguien; “qué importante es la empatía”, dice otro, así, sin más; “no dejen que la falta de empatía se vuelva moda chicos, por favor”, nos pide un señor; “creo que muchos hombres necesitan asumir que follar bien depende cero de su aspecto y capacidad física y cien por cien de su personalidad y empatía”, nos educa una mujer; “Empatía. Salvó un saltamontes herido y formó un increíble vínculo con el insecto”, titula La Nación; “creo que al mundo le falta un chingo de empatía y compasión”, analizan desde México; “#YoMarchoXLos2 EMPATÍA es lo que falta con la madre y el hijo en gestación, chile despierta nos quieren imponer la cultura de la muerte #YoMarchoXLos2 #YoMarchoXLos2”, nos instan a despertar desde Chile; “antes d votarlo miren más allá d sus vidas tengan empatía x los demás manga d soretes”, dice alguien seguro de que los soretes son los otros; “yo creo que a este mundo le falta más empatía, definitivamente”, define alguien globalmente; “hay algo que se llama EMPATÍA, prueben un poco”, nos grita otro; “folla bien quien tiene el cerebro lleno de empatía, no de pornografía”, nos educa sexualmente alguien; “sinceridad sin empatía, crueldad”, define una joven; “por eso EMPATÍA GENTE, si no CERRA EL ORTO”, censura una chica; “la empatía se desarrolla con la cantidad de dolor que un alma ha padecido, a mayor empatía mayor el dolor...”, nos explica una persona dolida; “Me remputa (sic) que personas que no tienen una vagina o que jamás han sido acosadas le resten importancia a la mierda que está pasando en el mundo. La falta de empatía es lo que nos está matando A TODOS”, nos asusta alguien; “Empatía”, dice lacónico alguien; “me cansé de estar detrás de las personas preocupándome por ellas, cuando ni se esfuerzan en al menos poner un poco de voluntad. No te pido mucho, solo que te pongas en mi lugar un segundo y veas lo que haces. Un poquito de voluntad y empatía, por favor”, se queja una voluntarista; “personas que no sientan amor o empatía por los animales, NO PUEDEN SER AMIGOS MÍOS”, define alguien su mundo afectivo; “ella es quizás el habitante del Santuario que más corazones robó. Uno de esos seres que despierta la empatía de muchísima gente y hacen que vean a los animales explotados de una forma diferente”, hablan de Gali, una cabra; “qué triste la gente que tiene 0 empatía con los demás”, mide alguien; “tenemos la empatía y el amor por la patria que le falta a toda esta gente que nos dice representar y a la que le pagamos el sueldo con los millones de impuestos que pagamos”, arenga desde un megáfono Guadalupe Vivanco, titular de la sociedad Rural de Nogoyá, Entre Ríos, en la puerta de los tribunales de Paraná, pidiendo que los dejen fumigar junto a las escuelas; “Mariana es una súper heroína, ella es capaz de ver con los ojos del otro, escuchar con los oídos del otro, y sentir con el corazón del otro. Tiene un súper poder llamado empatía”, se dibuja en una viñeta pintada de verde; “si no tienes empatía ni siquiera contigo mismo, no me hables xfa”, ruega una autoempatizadora; “pero, cerrá el orto tonta. La empatía donde la tenés?”, clausura alguien; “no entiendo cómo pueden respirar, no tienen empatía con los muertos?”, pregunta alguien, supongo que paródicamente; “Normalicemos la empatía”, dice un creyente de la normalidad; la marca de esmaltes Vogue sacó un tono llamado “Empatía”, es una especie de rosita bebé, puro, casto. “Señalar la falta de empatía del otro no logra nada. De hecho, en vez de hacer eso podríamos empezar por empatizar con esa gente no empática, ¿no? Y hablar y sugerir, pero desde un lugar de empatía”, nos dice un nuevo gurú new age que se hace llamar a sí mismo “escuchador” entre tantas otras cosas bajo las que se define. En una nota reciente del diario El País de España se nos cuenta que “una investigación determina que exponer a los contrarios a las vacunas al dolor que sufren personas que han sufrido las enfermedades prevenibles es más efectivo que tratar de combatir sus argumentos con estadísticas”.
II. Ese nuevo rasgo de humanidad
“Empatía. La necesitamos como sociedad: pensar que el otro puede tener razón y que puede disentir conmigo e incluso sentir su alegría y su tristeza”, nos ilumina Facundo Manes; “La empatía es tan necesaria como el oxígeno para vivir”, nos alerta una joven; “Para mí es cada vez más claro que lo que divide izquierda y derecha es la empatía. Lo ves todo el tiempo”, politiza alguien; “qué importante es la empatía”, dice otro, así, sin más; “no dejen que la falta de empatía se vuelva moda chicos, por favor”, nos pide un señor; “creo que muchos hombres necesitan asumir que follar bien depende cero de su aspecto y capacidad física y cien por cien de su personalidad y empatía”, nos educa una mujer; “Empatía. Salvó un saltamontes herido y formó un increíble vínculo con el insecto”, titula La Nación; “creo que al mundo le falta un chingo de empatía y compasión”, analizan desde México; “#YoMarchoXLos2 EMPATÍA es lo que falta con la madre y el hijo en gestación, chile despierta nos quieren imponer la cultura de la muerte #YoMarchoXLos2 #YoMarchoXLos2”, nos instan a despertar desde Chile; “antes d votarlo miren más allá d sus vidas tengan empatía x los demás manga d soretes”, dice alguien seguro de que los soretes son los otros; “yo creo que a este mundo le falta más empatía, definitivamente”, define alguien globalmente; “hay algo que se llama EMPATÍA, prueben un poco”, nos grita otro; “folla bien quien tiene el cerebro lleno de empatía, no de pornografía”, nos educa sexualmente alguien; “sinceridad sin empatía, crueldad”, define una joven; “por eso EMPATÍA GENTE, si no CERRA EL ORTO”, censura una chica; “la empatía se desarrolla con la cantidad de dolor que un alma ha padecido, a mayor empatía mayor el dolor...”, nos explica una persona dolida; “Me remputa (sic) que personas que no tienen una vagina o que jamás han sido acosadas le resten importancia a la mierda que está pasando en el mundo. La falta de empatía es lo que nos está matando A TODOS”, nos asusta alguien; “Empatía”, dice lacónico alguien; “me cansé de estar detrás de las personas preocupándome por ellas, cuando ni se esfuerzan en al menos poner un poco de voluntad. No te pido mucho, solo que te pongas en mi lugar un segundo y veas lo que haces. Un poquito de voluntad y empatía, por favor”, se queja una voluntarista; “personas que no sientan amor o empatía por los animales, NO PUEDEN SER AMIGOS MÍOS”, define alguien su mundo afectivo; “ella es quizás el habitante del Santuario que más corazones robó. Uno de esos seres que despierta la empatía de muchísima gente y hacen que vean a los animales explotados de una forma diferente”, hablan de Gali, una cabra; “qué triste la gente que tiene 0 empatía con los demás”, mide alguien; “tenemos la empatía y el amor por la patria que le falta a toda esta gente que nos dice representar y a la que le pagamos el sueldo con los millones de impuestos que pagamos”, arenga desde un megáfono Guadalupe Vivanco, titular de la sociedad Rural de Nogoyá, Entre Ríos, en la puerta de los tribunales de Paraná, pidiendo que los dejen fumigar junto a las escuelas; “Mariana es una súper heroína, ella es capaz de ver con los ojos del otro, escuchar con los oídos del otro, y sentir con el corazón del otro. Tiene un súper poder llamado empatía”, se dibuja en una viñeta pintada de verde; “si no tienes empatía ni siquiera contigo mismo, no me hables xfa”, ruega una autoempatizadora; “pero, cerrá el orto tonta. La empatía donde la tenés?”, clausura alguien; “no entiendo cómo pueden respirar, no tienen empatía con los muertos?”, pregunta alguien, supongo que paródicamente; “Normalicemos la empatía”, dice un creyente de la normalidad; la marca de esmaltes Vogue sacó un tono llamado “Empatía”, es una especie de rosita bebé, puro, casto. “Señalar la falta de empatía del otro no logra nada. De hecho, en vez de hacer eso podríamos empezar por empatizar con esa gente no empática, ¿no? Y hablar y sugerir, pero desde un lugar de empatía”, nos dice un nuevo gurú new age que se hace llamar a sí mismo “escuchador” entre tantas otras cosas bajo las que se define. En una nota reciente del diario El País de España se nos cuenta que “una investigación determina que exponer a los contrarios a las vacunas al dolor que sufren personas que han sufrido las enfermedades prevenibles es más efectivo que tratar de combatir sus argumentos con estadísticas”.
II. Ese nuevo rasgo de humanidad
¿Qué es la empatía? Más allá de que se pueda rastrear su historia (desde Husserl hasta Lipps, pasando por Freud, Levinas y por Kohut, desde el psicoanálisis a la fenomenología pasando por la antropología, etc.), no sabemos bien qué es la empatía hoy. Me interesa leer el modo en que su uso se ha expandido y ha conquistado territorios diversos y, en ocasiones, hasta opuestos. Pasa como con todo lo que se repite hasta el cansancio: termina gastándose, banalizándose. Palabras gastadas, palabras “comodín”, como las denominó Bárbara Pistoia. En todo caso, lo que me propongo no es cuestionar los distintos modos en que se está intentando mejorar las relaciones entre las personas, sino el modo en que esas cuestiones se cristalizan en fórmulas finalmente vaciadas. Ahora bien, a esta altura no hay dudas de que la empatía es un nuevo rasgo de “humanidad”, es la garantía moral que nos ubica del lado del bien. La empatía se está convirtiendo, de unos años a esta parte, en una palabra clave, en la llave maestra, en la contraseña que nos abre todas las puertas a la tranquilidad, sobre todo con nosotros mismos. Si somos empáticos, tenemos asegurada la humanidad. Nadie quiere quedarse afuera de esa condición, nadie quiere saberse “inhumano”. La empatía es la solución a todos los problemas de la humanidad, al mal que nunca nos pertenece, a la crueldad que es siempre crueldad del otro. La empatía es esa gran virtud que nos adormece en la ilusión neurótica de que somos capaces de entender al otro y, al mismo tiempo, nos anestesia en el punto donde vela la inquietud que produce la otredad como tal. La empatía es el nuevo narcótico, un mantra que se repite religiosamente produciendo una especie de euforia masiva.
Cierto psicoanálisis viene a aguarnos la fiesta -una vez más-. Digo “cierto” porque todo el psicoanálisis con el que Jacques Lacan discutió -el psicoanálisis post freudiano, ese que se aferra más que nada al self- sostiene que la empatía es fundamental como modo de trabajo. 1967: Lacan les habla a los psiquiatras que habían ido a escucharlo para “comprender mejor a sus pacientes” y les dice: “esta comunidad de registro, ese algo que va a enraizarse en una especie de Einfühlung, de empatía, que haría que el otro se nos volviera transparente, a la manera ingenua en que nosotros nos creemos transparentes a nosotros mismos, aunque más no sea por el hecho de que, justamente, ¡el psicoanálisis consiste en descubrir que no somos transparentes a nosotros mismos!”, subrayando que no se trata de comprender, no se trata de ese registro de comprender mejor a los pacientes, sino todo lo contrario: “Es más bien en la localización de la no-comprensión, por el hecho de que se disipa, se borra, se pulveriza el terreno de la falsa comprensión, que puede producirse algo que sea ventajoso en la experiencia analítica”. Unos años antes, en el inicio de su enseñanza, Lacan es taxativo: “una de las cosas que más debemos evitar es precisamente comprender demasiado […]. No es lo mismo interpretar que imaginar comprender. Es exactamente lo contrario. Incluso diría que las puertas de la comprensión analítica se abren en base a un cierto rechazo de la comprensión”. Dice “falsa comprensión” porque la empatía supone que entre el yo y el otro no hay nada: no hay fantasías, suposiciones, fantasmas, lenguaje: nada, nada de nada. El otro nos es transparente y absolutamente escrutable del mismo modo en que el sí mismo se advierte transparente y escrutable. La falsa comprensión, entonces, no es sino falsa empatía. De eso se trata más que nada la abstinencia del analista: un analista se abstiene de compartir una comunidad de sentido, un sentido común con el paciente: se abstiene de comprenderlo. Eso no significa, por supuesto, una posición cínica del analista. Se trata, más bien, de precisar el mejor modo de no hacer un “nosotros” con el paciente para propiciar un espacio en donde lo familiar pueda empezar a hacerse un poco extraño.
Ponerse en el lugar del otro no sólo es imposible sino que, si fuera posible, sería a condición de sacar al otro de ahí. Porque no hay dos lugares sino uno solo. No podemos entrar los dos en los zapatos de uno. En nombre de ser comprensivos, no dejamos de arrasar con el otro poniéndole nuestras suposiciones, nuestras atribuciones, nuestras fantasías. Creemos que el otro necesita lo que nosotros creemos que necesita, lo que nosotros necesitaríamos en su lugar. Y, muchas veces, sin ni siquiera haber escuchado del otro ningún pedido. No es poco frecuente que se diga “te entiendo, a mí me pasa lo mismo” y que se corra entonces la conversación hacia lo que me pasa entonces a mí. ¿Por qué hay que pasar por uno para entender al otro? Porque eso es justamente la comprensión. El asunto es, si resulta soportable acompañar a otro resistiéndose a entenderlo, aún en su incomprensibilidad, aún en su ilegibilidad.
Paul Bloom publicó, en Estados Unidos -tierra fértil del psicoanálisis del Yo que conlleva la empatía como virtud- Againts Empathy: The case of Rational Compassion y allí nos alerta del modo en que la empatía es una especie de tranquilizador moral que, a la larga, termina arruinando relaciones: es una pobre guía moral, dice, que se basa en juicios tontos y a menudo motiva la indiferencia y la crueldad. Puede conducir a decisiones políticas irracionales e injustas, puede corroer ciertas relaciones importantes, como entre un médico y un paciente, y empeorarnos como amigos, padres, esposos y esposas. El autor es contundente y sus ideas están en las antípodas del sentido común, allí donde sostiene que los problemas que enfrentamos como sociedad y como individuos rara vez se deben a la falta de empatía. En realidad, a menudo se deben a su demasía.
Ponerse en el lugar del otro no sólo es imposible sino que, si fuera posible, sería a condición de sacar al otro de ahí. Porque no hay dos lugares sino uno solo. No podemos entrar los dos en los zapatos de uno. En nombre de ser comprensivos, no dejamos de arrasar con el otro poniéndole nuestras suposiciones, nuestras atribuciones, nuestras fantasías. Creemos que el otro necesita lo que nosotros creemos que necesita, lo que nosotros necesitaríamos en su lugar. Y, muchas veces, sin ni siquiera haber escuchado del otro ningún pedido. No es poco frecuente que se diga “te entiendo, a mí me pasa lo mismo” y que se corra entonces la conversación hacia lo que me pasa entonces a mí. ¿Por qué hay que pasar por uno para entender al otro? Porque eso es justamente la comprensión. El asunto es, si resulta soportable acompañar a otro resistiéndose a entenderlo, aún en su incomprensibilidad, aún en su ilegibilidad.
Paul Bloom publicó, en Estados Unidos -tierra fértil del psicoanálisis del Yo que conlleva la empatía como virtud- Againts Empathy: The case of Rational Compassion y allí nos alerta del modo en que la empatía es una especie de tranquilizador moral que, a la larga, termina arruinando relaciones: es una pobre guía moral, dice, que se basa en juicios tontos y a menudo motiva la indiferencia y la crueldad. Puede conducir a decisiones políticas irracionales e injustas, puede corroer ciertas relaciones importantes, como entre un médico y un paciente, y empeorarnos como amigos, padres, esposos y esposas. El autor es contundente y sus ideas están en las antípodas del sentido común, allí donde sostiene que los problemas que enfrentamos como sociedad y como individuos rara vez se deben a la falta de empatía. En realidad, a menudo se deben a su demasía.
“No le hagas al otro lo que no te gusta que te hagan a vos”, que bien podría ser el mantra empático, es creerse uno mismo la medida de todo. Tomar de veras en cuenta al otro sería no hacerle lo que al otro no le gusta que le hagan o, mejor aún, hacerle al otro lo que le gusta al otro. Por eso considero que no se pide -porque la empatía se pide- empatía para entender al otro como otro, sino para que la otredad no inquiete, para que no nos resulte extraña; esa otredad que irrumpe por fuera de la mismidad siempre familiar. En ese punto, lo que la euforia actual por la empatía promulga es producir rápidamente la delimitación entre un nosotros y un ellos. Los adalides de la empatía son, ante todo ejecutivos: organizan el espacio, las escenas y delimitan la frontera entre un “nosotros empáticos” y un “ellos mierdas”. De un lado la masa de empatizadores y del otro lado lo expulsado: lo distinto, lo monstruoso, lo inhumano. Porque no hay fraternidad posible sin segregación. Pero la empatía pretende que no la haya, aunque en verdad no haga sino exacerbarla. Los militantes de la empatía la suponen voluntaria, la suponen una habilidad a desarrollar, a enseñar; los fanáticos de la empatía pretenden que uno elige con qué empatizar y, en general, ellos empatizan con todo lo bueno y no empatizan con nada malo. Empatizan con las víctimas, por ejemplo, porque las suponen, per se, buenas. Sacralizan a la víctima y después se enojan cuando la víctima muestra que no es una persona tan loable como ellos la supusieron. Esencializar a las víctimas –de cualquier índole- no hace sino producirnos una identificación que nos paraliza y nos alivia al mismo tiempo y deja el horror siempre afuera. Slavoj Zizek lo dice así: “el horror sobrecogedor de los actos violentos, y la empatía con las víctimas, funciona sin excepción como un señuelo que nos impide pensar”.
Es allí que podemos ubicar, por ejemplo, el caso de Iris Cabezudo -caso hermosamente escrito en Extraviada, de Raquel Capurro y Diego Nin, de editorial Una piraña ediciones-. Iris Cabezudo cometió parricidio en 1935. El decir de Iris por medio del parricidio cometido fue rechazado, rehusado por la sociedad. Iris quiso hacer saber algo, quiso que algo se hiciera público pero fue demasiado comprendida y, en ese punto, quedó sola, segregada ¿De qué manera? Tanto la sociedad como la institución jurídico-psiquiátrica comprendieron el acto de Iris como un acto entendible, esperable. Lo que de locura pudo haber en el acto de Iris fue censurado, reprimido por medio de una paradójica y empática comprensión y todo el asunto recayó en la necia disposición binaria: víctima pasiva (la madre) victimario activo (el padre). Porque, en efecto, su padre era un violento, un abusador; Iris lo mata, no en defensa propia, sino en defensa de su madre, Raimunda y, hasta cierto punto, podría decirse que bajo su impulso. El tirano doméstico fue, finalmente, suprimido y la madre puesta a salvo; sin embargo, ni siquiera se pensó en cómo había sido ella quien había empujado a su hija hacia ese acto: la madre quedó a salvo e intocada. La opinión pública, junto con la justicia, se tranquilizaron en dicha disposición, se adormecieron en el confort de encontrar una razón justificable para parricidio. Pero, sobre todo, se anestesiaron en la comprensión empática con Iris. Todos comprendieron a Iris, esa jovencita de 20 años, estudiante de magisterio, rubia, inteligente, educada, culta, civilizada. La comprendieron empáticamente y la condenaron, a través de esa empatía, a una vida extraviada, errante y errática; una vida en la que no cesó la insistente búsqueda de un interlocutor que pudiera escuchar lo que ella tenía para decir. Lo que ella quiso hacer saber con su acto. Porque Iris no sólo fue declarada inimputable sino señalada, a través de la empatía y la comprensión, como alguien que no estuvo en ese acto parricida, -no fue ella sino un arrebato-. Su acto “se reveló en su época como excesivo pero comprensible y, como dicen los autores, “la incomprensibilidad quedó situada del lado de su padre”. En el mismo gesto, se hizo imposible leer lo que la madre de Iris tenía que ver en el asunto. La compasión que despertó Iris jugó a su favor “eximiéndola de la tortuosa experiencia carcelaria” pero, a la vez, “impidió reconocer la peculiaridad de su acto” y por eso mismo, dar lugar a condición de sujeto. No sólo fue declarada inimputable, su abogado le acercó un consejo por demás desconcertante: “ahora Ud. olvídese de todo”.
He ahí la cifra de la corrosiva acción de la empatía que, no sólo no es inocua, sino que produce efectos arrasadores de la singularidad, de la otredad como tal. Lo que le fue vedado a Iris fue asumir la responsabilidad por la singularidad de su acto. Iris, que en el momento de llegar la policía declaró: “yo lo maté, es mi padre”, recibía ahora el mensaje de “no has sido tú”. No has sido tú que eres civilizada y una tierna niña sana de espíritu, debes olvidarlo todo. Caso cerrado. Iris vuelve a su casa y a su trabajo de maestra. Y en la imposibilidad de olvidarse de todo –cómo podría olvidarse así, sin más, que ha matado al padre-, en la persistencia de la necesidad de ser escuchada, 22 años después del crimen, va a cuestionar el cierre del caso, lo va a reabrir. Esta vez no va a cometer un crimen, sino que se va a dirigir a un psiquiatra pero bajo esta forma, la de un delirio: va a pedirle que examine a su madre que tenía un plan para matarla a ella y a los hermanos. Iris, con su delirio, hace caer “la versión materna” y a partir de allí queda más sola que nunca, vagando erráticamente por las calles y despojada, otra vez, de su posición de sujeto. Lo demás puede leerse en ese magnífico libro.
III. Empatía: mercado y sugestión
¿Qué es lo que, hoy en día, hace que la empatía sea ese rasgo insustituible de humanidad? Samanta Fink nos dice que “la empatía es parte de la agenda social, y por extensión, corporativa”. Desde su participación en el mundo empresarial agrega que “siendo que los que nos gobiernan son CEOs que administran un territorio como lo hicieran con sus empresas, el uso de la "empatía" deviene de un cambio en el mindset (o mentalidad) del mercado donde las empresas están abandonando el viejo modelo de desarrollar productos/servicios de acuerdo a la lógica del negocio y únicamente en pos de una ganancia económica. Si no, que desde los últimos 10 años (promedio) se está virando a un nuevo modelo donde se crean productos /servicios centrados en las personas, a partir del conocimiento de las necesidades y expectativas de las personas/usuarios. No es ya solo marketing a partir de focus groups, como en los 50'/60', sino que surgió una nueva disciplina que se llama UX (Experiencia de usuario) y Design Thinking, que implica la aplicación de disciplinas varias como la antropología, la sociología, psicología, diseño, programación, estadística...”. Lo que implica que la empatía es una buena herramienta de manipulación. Si seguimos esta pista, podemos entender qué de sugestión tiene la empatía, qué de hipnosis y, por lo tanto, de manipulación. Alguna vez Jorge Jinkis dijo que “ayudar es, en moneda corriente, gobernar” -el camino al infierno está lleno de buenas intenciones, ya lo sabemos-. Sí, es habitual escuchar cómo se enfurece el que pretende ayudar cuando la persona ayudada –incluso aunque nunca hubiera pedido ayuda- no responde a los consejos. La seguridad, la tranquilidad que brinda a alguien suponerse empático no hace sino velar lo que de posible manipulación tiene. Por eso, a contrapelo del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) que subraya como un rasgo fundamental la falta de empatía, el psicoanalista Roberto Mazzuca (si bien reconoce que la psicopatía no es una categoría del psicoanálisis y propone entonces la de perversión) dice que “el psicópata tiene una empatía muy especial con el otro, que le sirve para detectar sus necesidades sofocadas, sus debilidades y tentaciones, los lugares de su angustia, y que es justamente desde esta posición de empatía y de identificación con el otro que obtiene el lugar desde donde puede operar (...), es decir, es la que le otorga y le permite sus grandes habilidades y su posibilidad de manipulación del otro” -por supuesto Mazzuca no niega que el psicópata lleve adelante, además, la codificación del otro-. No se trata de ningún modo de decir que los que tienen empatía son psicópatas, sino de subrayar esa condición velada, en la aspiración a ser buenos, de manipulación, de poder que conllevan estos procesos; de situar al que se supone que empatiza en un lugar de superioridad moral y, en ese gesto, reafirmarse en un lugar de poder.
He ahí la cifra de la corrosiva acción de la empatía que, no sólo no es inocua, sino que produce efectos arrasadores de la singularidad, de la otredad como tal. Lo que le fue vedado a Iris fue asumir la responsabilidad por la singularidad de su acto. Iris, que en el momento de llegar la policía declaró: “yo lo maté, es mi padre”, recibía ahora el mensaje de “no has sido tú”. No has sido tú que eres civilizada y una tierna niña sana de espíritu, debes olvidarlo todo. Caso cerrado. Iris vuelve a su casa y a su trabajo de maestra. Y en la imposibilidad de olvidarse de todo –cómo podría olvidarse así, sin más, que ha matado al padre-, en la persistencia de la necesidad de ser escuchada, 22 años después del crimen, va a cuestionar el cierre del caso, lo va a reabrir. Esta vez no va a cometer un crimen, sino que se va a dirigir a un psiquiatra pero bajo esta forma, la de un delirio: va a pedirle que examine a su madre que tenía un plan para matarla a ella y a los hermanos. Iris, con su delirio, hace caer “la versión materna” y a partir de allí queda más sola que nunca, vagando erráticamente por las calles y despojada, otra vez, de su posición de sujeto. Lo demás puede leerse en ese magnífico libro.
III. Empatía: mercado y sugestión
¿Qué es lo que, hoy en día, hace que la empatía sea ese rasgo insustituible de humanidad? Samanta Fink nos dice que “la empatía es parte de la agenda social, y por extensión, corporativa”. Desde su participación en el mundo empresarial agrega que “siendo que los que nos gobiernan son CEOs que administran un territorio como lo hicieran con sus empresas, el uso de la "empatía" deviene de un cambio en el mindset (o mentalidad) del mercado donde las empresas están abandonando el viejo modelo de desarrollar productos/servicios de acuerdo a la lógica del negocio y únicamente en pos de una ganancia económica. Si no, que desde los últimos 10 años (promedio) se está virando a un nuevo modelo donde se crean productos /servicios centrados en las personas, a partir del conocimiento de las necesidades y expectativas de las personas/usuarios. No es ya solo marketing a partir de focus groups, como en los 50'/60', sino que surgió una nueva disciplina que se llama UX (Experiencia de usuario) y Design Thinking, que implica la aplicación de disciplinas varias como la antropología, la sociología, psicología, diseño, programación, estadística...”. Lo que implica que la empatía es una buena herramienta de manipulación. Si seguimos esta pista, podemos entender qué de sugestión tiene la empatía, qué de hipnosis y, por lo tanto, de manipulación. Alguna vez Jorge Jinkis dijo que “ayudar es, en moneda corriente, gobernar” -el camino al infierno está lleno de buenas intenciones, ya lo sabemos-. Sí, es habitual escuchar cómo se enfurece el que pretende ayudar cuando la persona ayudada –incluso aunque nunca hubiera pedido ayuda- no responde a los consejos. La seguridad, la tranquilidad que brinda a alguien suponerse empático no hace sino velar lo que de posible manipulación tiene. Por eso, a contrapelo del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) que subraya como un rasgo fundamental la falta de empatía, el psicoanalista Roberto Mazzuca (si bien reconoce que la psicopatía no es una categoría del psicoanálisis y propone entonces la de perversión) dice que “el psicópata tiene una empatía muy especial con el otro, que le sirve para detectar sus necesidades sofocadas, sus debilidades y tentaciones, los lugares de su angustia, y que es justamente desde esta posición de empatía y de identificación con el otro que obtiene el lugar desde donde puede operar (...), es decir, es la que le otorga y le permite sus grandes habilidades y su posibilidad de manipulación del otro” -por supuesto Mazzuca no niega que el psicópata lleve adelante, además, la codificación del otro-. No se trata de ningún modo de decir que los que tienen empatía son psicópatas, sino de subrayar esa condición velada, en la aspiración a ser buenos, de manipulación, de poder que conllevan estos procesos; de situar al que se supone que empatiza en un lugar de superioridad moral y, en ese gesto, reafirmarse en un lugar de poder.
Esa manipulación, ese estar inertes en lo que a una masa sugestionada se refiere, fue lo que Bertolt Brecht advirtió en el teatro clásico. Su concepción de “distanciamiento” no va sino en esa dirección: evitar que la identificación petrifique a la masa y la esterilice de producir consecuencias políticas. En el teatro que pretende la mímesis, en esa representación que llama a la identificación de los espectadores para con lo representado puede observarse que, si uno entra “en alguno de esos establecimientos […] distinguiremos siluetas inmóviles sumergidas en un curioso estado hipnótico [….] se diría que es una asamblea de gente dormida […] contemplan el escenario como en estado de trance […] esa gente parece relevada de toda acción, como objetos que están siendo manipulados”. Continúa, unos parágrafos más adelante, subrayando que se hace necesario “ponerle trabas al proceso de empatía”. El espectador ya no podrá decirse «yo también actuaría así», a lo sumo podrá decir «yo también hubiera actuado así en esas condiciones»”. Porque se trata de desnaturalizar, de advertir las propias condiciones de vida así como las condiciones sociales e históricas, se trata de “la toma de conciencia” como “primera manifestación del espíritu crítico”. Las condiciones históricas son producidas por el hombre y, en ese sentido, podrán ser cambiadas por el hombre. El distanciamiento permite por un lado reconocer el objeto representado y, al mismo tiempo, advertirlo como extraño. En definitiva: se trata de “borrar de los acontecimientos susceptibles de ser modificados por la sociedad el sello de «familiar» que hoy los protege de toda intervención».
IV. Empatía o risas
El psicoanalista Osvaldo Umérez me enseñó que las cosas se empiezan a leer cuando se deja de pretender entenderlas, es decir, no sólo retroactivamente, sino algo así como fuera de tiempo, un poco desquiciadamente. Porque no se trata de un entendimiento conceptual, ni de comprensión lectora ni de la aprehensión de conceptos: se trata de un efecto de lectura, de algo que irrumpe, que acontece, que ocurre. Es ese instante en que, como diría Juan Ritvo “se puede empezar a leer lo que no sabe y a pensar sin pensamientos”. No sólo me lo enseñó leyendo psicoanálisis, cuando entré en su cátedra en 1998 y en la que alguna vez me quejé de que no entendía nada de lo que estábamos leyendo, sino que me lo sigue enseñando aún hoy que ya no está. Entre las cosas que me enseñó, y que muchos años después encontré en Barthes, está la idea de que puede leerse todo: un texto, un cuerpo, una película, una ciudad. Muchas veces nos preguntaba si habíamos visto tal o cual película. Es así que recordé que alguna vez hablamos de la película In the mood for love, de Wong Kar- Wai. Hay una escena en la que él le pide a ella que le pegue, ella se paraliza y no le pega. Úmerez dice rotundo, lacónico: “no le pega porque está identificada con él”. En ese momento no entendí la relación entre identificación -esa condición necesaria para que funcione la empatía- y parálisis. Un día, súbitamente, como un rayo, como ese kairos que ilumina, leí en el seminario 5 de Lacan, Las formaciones del inconsciente, que lo opuesto a la risa no es el llanto sino la identificación. Con la identificación se acabó la risa y uno “está serio como un Papa o un papá”. Identificación, inhibición -la propia empatía- y parálisis en las antípodas de la risa. De eso mismo se ocupa Freud en el libro El chiste y su relación con el inconsciente que, antes que nada, podría leerse como un tratado acerca de la inhibición. Porque el placer del Witz reside, justamente, en “gasto de inhibición ahorrado”; porque se trata de la cancelación de inhibiciones, de la cancelación de la censura. Abundan en el libro de Freud sobre el chiste los ejemplos que muestran que familia, autoridad, matrimonio, poder, son la materia prima sobre la que el ingenio, la agudeza corta con su filo y produce efectos políticos. Porque se trata de desanudar los lazos que oprimen y alienan al sujeto; se trata de liberar las vías por las que el placer pasa. Se pone en juego tanto un aspecto político, allí donde el sujeto logra desalienarse al menos por un instante, del poder del Otro; tanto como un aspecto económico: la ganancia de placer procurada gracias al ahorro del aparato anímico. Se recupera, sorpresivamente, en lo anímico, un placer que se había perdido por el mismo desarrollo de la actividad anímica; cuestión que lleva a Freud a afirmar que lo cómico es “la recuperada «risa infantil perdida»”. Liberadas las vías por las que el placer pasa, algo empieza a pasar ahí donde no pasaba nada. No hay estocada al poder si la identificación, la empatía, nos paralizan, nos inhiben; ahí donde estamos fascinados –en el sentido de petrificados- por una imagen que se erige fatal, por un saber absoluto puesto a cuenta del Otro.
La risa disuelve la masa, no sin un instante de inquietud, porque las referencias en las que nos apoyábamos caen y emerge como efecto una singularidad única. La masa, en cambio, tranquiliza allí donde, como subraya Ritvo, “lo que cada cual compromete en esta operación de pertenencia es lo puramente genérico, es decir, intercambiable: los miembros de una masa son intercambiables en la generalidad de sus prejuicios, sus valores, sus aspiraciones”. Del mismo modo en que un analista no intenta comprender ni ser empático con el analizante -para no hacer una masa de dos-, lo que un análisis produce está en las antípodas del “conócete a ti mismo”. Un psicoanálisis propicia el espacio para desconocerse un poco, para salirse de esa mismidad que insiste, que vuelve, que pasa siempre de la misma manera. Ese espacio sólo podrá ser inaugurado y transitado si allí, analista y analizante, pueden soportar no estar en lo mismo, si soportan la inestabilidad, la inquietud de una escena, frágil, en la que se trata de desentenderse de una mismidad que paraliza.