Año 5 / Número 21 / Agosto 2017
El heredero
El cielo de los animales, de David James Poissant, es un volumen de relatos construido a partir de narraciones extensas y vigorosas, en la línea de cierta tradición norteamericana insoslayable. A la manera de Ford o de Wolff, Poissant desarrolla momentos claves en las vidas de sus personajes a los que irá agregando capas sentimentales y tiempo; en ellos, estará reservado para algún integrante del mundo animal la tarea de iluminar la pérdida o el dolor.
La pregunta a hacerse es si un escritor decide seguir una Tradición al momento de escribir y, con suerte e influencia, publicar su obra, o si escribe lo que puede y más tarde una lectura crítica lo ubica dentro de determinados cánones que traerán paz y poder clasificatorio tanto al mercado editorial como a sus posibles lectores. Desde los inicios del siglo XX la literatura de cualquier país se ha visto sometida a su comparación con la corriente norteamericana denominada en sus inicios como “Generación Perdida”. Curioso nombre para el conjunto de forma y estilo que devino en Norte, en una constante discursiva que no deja de multiplicar sus adeptos. Dato de color es que el indirecto padre de la criatura sea un médico ruso: Antón Chéjov.
Si el escritor es norteamericano mucho más difícil, cuando no imposible, escapar a ser medido por dicha vara. En caso de reconocimiento y éxito se dice que la vieja escuela no deja de renovarse. David James Poissant nació en Syracuse, estado de Nueva York y ahora vive en Orlando, Florida. Era docente y se hizo escritor. Ya ganó el New Writers Award de la Great Lakes Colleges Association, finalista del L.A. Times Book Prize y fue candidato al PEN/Bingham Prize en el 2015. Todo esto con su primer libro, El cielo de los animales editado en Argentina por Edhasa. Lo comparan con Alice Munro (que es canadiense) y con Carver. Esta última comparación puede no ser exacta pero sirve como confirmación del lugar en el que han puesto a David James Poissant. Ya sea por las veces que nos hemos quemado con leche, más un poco de resentimiento y nunca sana envidia, la segunda pregunta que surge es si Poissant es tan bueno como dicen. La respuesta es sí.
El cielo de los animales es un libro de quince relatos donde los protagonistas son personas que se encuentran en un momento clave de sus vidas. Ellos no lo saben y será un animal, como símbolo o elemento desencadenante concreto, el que provocará que se enfrenten a toda la vorágine de ausencia y dolor en la que están inmersos. Para lograr esto David James Poissant se toma su tiempo. Deja que las situaciones crezcan, de a poco, sumando de a uno pequeños eventos, fragmentos, como fotos que van agregando capas sentimentales que no por conocidas son obvias. Entonces aparece el estallido o la revelación. Y justo ahí cuando pareciera que no hay más nada que contar, Poissant se anima a dar un paso más. En ese último pequeño acto las mujeres y hombres de sus cuentos encuentran la posibilidad de la luz, una pequeña grieta que les permite seguir respirando. En este sentido el autor, dejando de lado la creencia de que el bienestar nunca es funcional a la intención narrativa, siembra una semilla extraña. Si los animales están en el cielo y el mundo es un infierno quizá sea posible encontrar en la buena literatura un poco de esperanza. Falsa, pero no por eso menos placentera de leer.
Si el escritor es norteamericano mucho más difícil, cuando no imposible, escapar a ser medido por dicha vara. En caso de reconocimiento y éxito se dice que la vieja escuela no deja de renovarse. David James Poissant nació en Syracuse, estado de Nueva York y ahora vive en Orlando, Florida. Era docente y se hizo escritor. Ya ganó el New Writers Award de la Great Lakes Colleges Association, finalista del L.A. Times Book Prize y fue candidato al PEN/Bingham Prize en el 2015. Todo esto con su primer libro, El cielo de los animales editado en Argentina por Edhasa. Lo comparan con Alice Munro (que es canadiense) y con Carver. Esta última comparación puede no ser exacta pero sirve como confirmación del lugar en el que han puesto a David James Poissant. Ya sea por las veces que nos hemos quemado con leche, más un poco de resentimiento y nunca sana envidia, la segunda pregunta que surge es si Poissant es tan bueno como dicen. La respuesta es sí.
El cielo de los animales es un libro de quince relatos donde los protagonistas son personas que se encuentran en un momento clave de sus vidas. Ellos no lo saben y será un animal, como símbolo o elemento desencadenante concreto, el que provocará que se enfrenten a toda la vorágine de ausencia y dolor en la que están inmersos. Para lograr esto David James Poissant se toma su tiempo. Deja que las situaciones crezcan, de a poco, sumando de a uno pequeños eventos, fragmentos, como fotos que van agregando capas sentimentales que no por conocidas son obvias. Entonces aparece el estallido o la revelación. Y justo ahí cuando pareciera que no hay más nada que contar, Poissant se anima a dar un paso más. En ese último pequeño acto las mujeres y hombres de sus cuentos encuentran la posibilidad de la luz, una pequeña grieta que les permite seguir respirando. En este sentido el autor, dejando de lado la creencia de que el bienestar nunca es funcional a la intención narrativa, siembra una semilla extraña. Si los animales están en el cielo y el mundo es un infierno quizá sea posible encontrar en la buena literatura un poco de esperanza. Falsa, pero no por eso menos placentera de leer.
Lo que también es cierto es que el cuento es un género tirano. Su forma no es amiga de lo revolucionario. Cualquier intento de digresión, ese querer escaparse del inicio, desarrollo y desenlace siempre termina mal, no importa qué, ni siquiera el talento. Por eso es que los relatos cortos, algunos de no más de dos hojas, son los que menos funcionan. Como dándole la razón a Duchamp cuando dijo que el arte es una idea, generalmente mala, cada vez que Poissant apuesta por la brevedad queda expuesto, lo que atenta contra la eficacia. No es suficiente un hecho cargado de potencia dramática. Una decisión extraña, tal vez editorial. Otro problema al que se enfrenta cualquier cuentista frente a la restricción formal es la fórmula. A medida que avanzamos empezamos a intuir cuál es el procedimiento que Poissant maneja con absoluta maestría, descubrimos cómo son los hilos y la manera magistral que tiene de moverlos. Esto hace que de a poco se vaya perdiendo la magia pero así y todo, nunca deja de funcionar el mecanismo propuesto. Y siempre están los gruesos pilares sentimentales que sostienen cada historia, que nos entristecen y al final nos sosiegan.
No debería pensarse que El cielo de los animales es solo la repetición de un estilo, de una construcción ya probaba y legitimada. Los signos de nuestro tiempo están presentes en la escritura de Poissant, deliberadamente o porque no había posibilidad de que así no fuera. No hay una descripción fría y carente de adjetivos. Por el contrario, sus personajes tienen una excesiva conciencia del lugar que ocupan en el mundo. Esta autopercepción tiene como base la mirada ajena, que condena y ubica siempre un escalón más abajo que el resto de las personas que los rodean. Lo que falla y los termina condenando es la ceguera sobre sí mismos, sobre los que le pasa de la piel para adentro. Si insistimos con la comparación planteada al principio, David James Poissant está más cerca de Ford que de Carver, de Wolff que de Cheever.
Abelardo Castillo se preguntó qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido. En El Cielo de los Animales tampoco está la respuesta. Podemos incluso hallar en este libro la confirmación de nuestra peor sospecha: nunca sabremos nada. Consuelo de tontos pero compartir esta ignorancia es lo que nos permite disfrutar de los cuentos de Poissant. Puede incluso que lleguemos a creer que algún día vamos a ser parte de la fauna que habita el paraíso.
No debería pensarse que El cielo de los animales es solo la repetición de un estilo, de una construcción ya probaba y legitimada. Los signos de nuestro tiempo están presentes en la escritura de Poissant, deliberadamente o porque no había posibilidad de que así no fuera. No hay una descripción fría y carente de adjetivos. Por el contrario, sus personajes tienen una excesiva conciencia del lugar que ocupan en el mundo. Esta autopercepción tiene como base la mirada ajena, que condena y ubica siempre un escalón más abajo que el resto de las personas que los rodean. Lo que falla y los termina condenando es la ceguera sobre sí mismos, sobre los que le pasa de la piel para adentro. Si insistimos con la comparación planteada al principio, David James Poissant está más cerca de Ford que de Carver, de Wolff que de Cheever.
Abelardo Castillo se preguntó qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido. En El Cielo de los Animales tampoco está la respuesta. Podemos incluso hallar en este libro la confirmación de nuestra peor sospecha: nunca sabremos nada. Consuelo de tontos pero compartir esta ignorancia es lo que nos permite disfrutar de los cuentos de Poissant. Puede incluso que lleguemos a creer que algún día vamos a ser parte de la fauna que habita el paraíso.