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Año 7 / Número 26 / Junio 2019
Música

A quién llamamos cuando muere el doctor


Si es cierto que Lafcadio Hearn ayudó a consolidar a través de la prosa la imagen de Nueva Orleans al mundo, Dr. John fue el arquitecto del legado musical de la ciudad. Sus discos condensan coros vudús, trompetas y clarinetes de carnaval sostenidos por un piano que tamborilea entre el boogie y la balada. Prolífico y carismático, Dr. John entró en la inmortalidad el pasado 6 de junio, y Mila Del Guercio paga con palabras su deuda de amor. 

Por Mila del Guercio
 
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 Hazme pasar de las leyes a los fenómenos
y de lo evidente descender a lo oculto.

 
          J. R. Wilcock

  A lo largo y ancho de Latinoamérica, si se levanta el pliegue de escarmiento cristiano, la muerte es motivo de celebración. En el rito de las despedidas de las almas, que vi por casualidad cuando visité México en el 2012, se acompaña el duelo con alegría, fiesta, ofrendas y flores. Las marchas fúnebres se llenan de cánticos y velas. Las voces resuenan alegres mientras se arrastra el ataúd por las calles hacia el cementerio. Algunas veces, las canciones se unifican en un coro. Otras, una voz lidera y las demás replican, resaca de la resistencia contra la colonización europea.
   En la carrera de Malcolm Rebennack (1940-2019), se ve la presencia de la vida y de la muerte. Se embebe de estos recursos vernáculos y los saca a pasear con su piano.
  Devoto confeso de las prácticas tradicionales de su ciudad, Nueva Orleans (capital del vudú y de la música), era la personificación de todo lo que se asocia a ella en términos de funk, soul y piano y estética.
   Para su primer disco solista, Gris Gris (1968), lo encontramos con su identidad performática ya soldada. Se lo ve aggiornado, en sus primeras presentaciones, con collares de huesos interferidos por plumas. Es Dr. John, un curandero de dedos rítmicos que confluye la atmósfera del vudú con la psicodelia entre infusiones y humos. Un viaje que en vivo se traducía como un ritual ocultista del Bayou sonorizado. Y cuya obra ganó el título de disco de culto. Junto a los aplausos de Mick Jagger.
    A medida que su alterego se transmutaba, el pianista comenzó a brillar en sacos púrpuras, camisas verdes y parafernalia dorada en un tributo intencional al carnaval de Mardi Gras. Siendo Nueva Orleans (o “Nola” como le dicen los paisanos para sintetizar) tan cercana a las culturas hispánicas por geografía y por conquista es la única ciudad de Estados Unidos que comparte los rituales precolombinos. Los colores de la ropa del artista correspondían a una simbología. El púrpura a la justicia, el dorado al poder y el verde a la fe.
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    El sincretismo entre lo hispano, lo aborigen y la afrodescendencia, cobra una forma hermana en los rituales orishás de Olokun y Yemanjá de Brasil. En el que un ensamble se viste de azul profundo para venerar a las deidades protectoras del océano y las aguas profundas mientras cantan antiguas canciones de pescadores bajo el beat africano del Maracatú.
     En su música, hubo una fusión entre lo tradicional y la experimentación. Así como Lafcadio Hearn ayudó a consolidar a través de la prosa la imagen de Nueva Orleans al mundo, Dr. John fue el arquitecto de su legado musical. Sus discos condensan coros vudús, trompetas y clarinetes de carnaval sostenidos por un piano que tamborilea entre el boogie y la balada. Se acomoda sobre las teclas y gorjea con su voz cascada de barítono abrazado a sus talismanes. Sus profesores, los irrepetibles pianistas: Allen Toussaint, Professor Longhair y Huey "Piano" Smith.
    Fue aprendiz precoz en los estudios de Cosimo Matassa, quien produjo a Little Richard y Fats Domino. Multiinstrumentista, grabó allí arreglos en guitarra y piano bajo el nombre “Mac” Rebennack. Así se puede encontrar el simple editado en 1959, Storm Warning que despliega una guitarra de una percusividad afrocaribeña. Su inmersión en las cuerdas tuvo un traspié durante un concierto en Jackson, Mississippi, en el que un tiroteo casi le cuesta su dedo anular. Luego de que el rock y las salidas nocturnas le pusieran un freno, siendo aún menor, se sienta a reflexionar sobre las teclas. En esta época es cuando deja el colegio y se aboca por completo a la música.
   Un buen año fue 1973. Right Place, Wrong Time queda posicionada entre las diez primeras canciones del Billboard 100 chart y suena en las radios de todos los hogares. No es casualidad que le ganara un reconocimiento vitalicio. Su correspondiente album lanzado por ATCO, In the Right Place, contaba con una tríada perfecta. La banda de acompañamiento la compone el grupo funk The Meters –conocidos por el disco Rejuvenation– y el pianista Allen Toussaint, que toma el control del tablero como productor. Se escucha un eco de producciones propias de Toussaint en la abundancia de coros gospel y la balada Just the Same. Esta tríada volvería a repetirse en el impecable Desitively Bonnaroo (1974).
    Dr. John no quiso mirar de frente al ocaso, prefirió ser prolífico. Graba Locked Down en el 2012 que le vale un Grammy (de seis) bajo la producción del guitarrista de los Black Keys, Dan Auerbach. Y contiene Big Shot una canción de cabaret con pinceladas de jazz.
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Dr John fotografiado por Pauline Owens Teel
     Sobre su voz, le dijo al columnista Chris Rose (Times-Picayune) en el 2011 que nunca fue un gran cantante y que siempre detestó el papel de líder. Pensó que simplemente grabaría un disco solista. En lo personal, tengo la certeza de que una gran voz no proviene de la técnica del cantante. El mundo parece concordar.
    En su ciudad, particularmente, es querido por su carisma y generosidad, siendo un activo contribuyente en la comunidad, como cuando decidió donar las regalías de sus discos luego del huracán Katrina. El amor que sentía por ella se puede percibir en Goin’ Back to New Orleans (1992), donde se lo ve cantando y riendo en la calle con otros músicos.
    Para Pauline Owens Teel, cantante y percusionista de la banda Chicken Snake, lo más impactante era “su naturaleza humilde”. “Se comportaba como si fuera cualquier vecino de barrio” asegura. “Se lo veía pasear por la calle y si uno quería era fácil hablar con él. Desprendido y afectuoso, aunque con un aura de grandeza supernatural que lo rodeaba. Era el Gris-Gris de Nueva Orleans, el roux en el gumbo”. “Cuando tuvimos que relocalizarnos luego de Katrina, sus discos me ayudaron a traer mi espíritu de regreso a casa aunque estábamos a mil millas de distancia. Su voz, sus palabras y el hoodoo que solo él sabía hacer me reconfortó en aquellos días oscuros” rememora.
     La ciudad, sin duda, le corresponde. A pocos días de su paso al otro mundo, Nueva Orleans decide burlarse de la muerte con un velorio que sabe a desfile, repleto de disfraces de lentejuelas y sonrisas estridentes. Un ensamble de vientos rinde su tributo al músico tocando Such a Night.
     En 2017, seguí los movimientos de Dr. John de norte a sur por los Estados Unidos tras suscribirme a una página de conciertos. Dudé y perdí primero su concierto a beneficio en Nueva York. Dudé de nuevo y lo perdí por segunda vez en el mítico Tiptina’s. Por temor a su edad, mentalicé otro viaje solo para verlo. A veces, uno no toma verdadera conciencia de que la existencia llega al punto de fuga. Piensa en las personas con intemporalidad, como si el recuerdo las hiciera inmortales. Su muerte repentina por un ataque al corazón me recordó la importancia de ver conciertos en vivo a la vez que me quitó para siempre la posibilidad de verlo en persona. A esa persona que supo que era irrepetible y que tristemente tenía razón. Pero pude apreciar el folklore de su ciudad que transmitió con amor desde sus letras.
     En un momento en el que los artistas cobran relevancia desde la virtualidad, me pregunto cuántas oportunidades tendremos de ver a alguien tan real, tan sanguíneo, dejar su vida en un escenario.
    Prendo una vela blanca en su honor. Nos toca aceptar el ciclo de la vida y esperar a que el mundo cure por cuenta propia su pérdida.
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ISSN 2347-0216
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