Año 8 / Número 28 / Mayo 2020
En los brazos del dolor
Desde su debut en 2007 con I can ción, la música de Diosque es la excitación controlada, el desborde atenuado. Cada nuevo álbum es un rompecabezas que viene a ahondar los instantes perdidos del otro, a redoblar la apuesta. Su música nos despista y, a la vez, nos atrae. Esa es una de las virtudes de sus canciones y de su último disco, Terruño.
“Una cosa es aprender un idioma, otra es hacerse entender”, escribió Sara Gallardo en uno de los cuentos de El país del humo (Sudamericana, 1977). Ese parecería ser el dilema del tucumano Juan Román Diosque (modelo 1980): hacerse entender. Desde que dio la cara con I can ción (2007), disco a disco fue rindiendo pleitesía a un sortilegio: ser inclasificable. Moviéndose al margen pero sin distanciarse del canon de la época –del sonido laptraense al manso mendocino–, su obra constituye una rara avis. Algo fundamental a la hora de interpelar al destino: ¿Diosque no tendría que estar en otro escalón de la respuesta popular? ¿Diosque no está para más? ¿Por qué no termina de salir del cerco del indie con proyección?
Porque si bien queremos reservarle a Diosque un lugar en la aceptación masiva que no ha logrado –pero que tal vez tampoco ha pretendido–, el cuestionamiento ya lo puntualizó el poeta peruano César Vallejo un siglo atrás: “Hasta cuándo estaremos esperando lo que no se nos debe”. Porque quizás ese gran paso que le exigimos no sea su prioridad. Porque tal vez ese gran paso sería un mal paso. Porque quizás el salto sea para otro lado. “No se trata de libertad por oposición a sumisión, sino solamente de una línea de fuga”, el francés Giles Deleuze acota.
Dice el pintor rosarino Daniel García: “Las obras de arte son como los relojes descompuestos, cada tanto dan la hora justa”. De vuelta Deleuze, citando a Marcel Proust: “El escritor inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua extranjera en cierta medida. Saca a la lengua de los caminos trillados, la hace delirar”.
En general, los medios, los oyentes, los productores o los críticos suelen pedir más de lo mismo cuando a un artista le va bien. En cambio, Diosque ha ido madurando disco a disco una suerte de tratado sobre la incomodidad. Desde el vamos triunfó cuando impuso su impostura. Salió victorioso a la hora de hacer lo que se le canta. Podría ser un cantautor más de la troupe indie, con devocionario uruguayo incólume, pero su mezcla de Eduardo Mateo y Leo Maslíah, en vez de recrear esos filones, los hace chirriar.
“No sigo el camino de los antiguos, busco lo que ellos buscaron”, escribe el referente del haiku, el japonés Matsúo Basho (1644-1694). Y Diosque lo sabe. A partir de su matrimonio en su momento con los Michael Mike –con algunos miembros integrados a su banda y como coproductores–, ha llevado su cancionística hacia un estadio mutante y consistente, donde el armazón electrónico se ablanda con las melodías y la lírica desopilante luce ajustada.
Porque Diosque es eso: la excitación controlada. El desborde atenuado. Cada flamante álbum es un rompecabezas. Cada nuevo trabajo viene a ahondar los instantes perdidos del otro, a redoblar la apuesta. Nos despista y, a la vez, nos atrae. Esa es una de las virtudes de sus canciones. En cada disco hay una nuevo Diosque.
Terruño, su quinto álbum de estudio, aparecido a fines de 2019, contó con diversos productores –Ezequiel Araujo, Peta Berardi y Marcos Orellana– y los dedos quirúrgicos de Javier Belziti en la mezcla. Estar rodeado, contar con varias miradas, sumar aportes, es parte del camino que acompaña a este muchacho tucumano en cada nueva entrega. Con una particularidad: Terruño es un tour de force, la tensión entre su incondicional amor por lo lúdico y la catarata de desasosiego que lo atropelló en los últimos tiempos (pérdidas personales muy dolorosas: su madre y su amigo y compañero de banda, Benjamín Ochoa).
“Que quede bien claro: el alma, como le dicen, es, pareciera, no cristalina sino pantanosa”, escribe el santafesino Juan José Saer. Y como un niño perdido en medio del campo, Diosque advierte nomás empezar el marco contencioso de esta disputa: “No hay futuro” se llama la primera canción. Ochobitesca y perlada, lejos del escupitajo sexpistolesco, aquí la cuestión es muy personal: “no hay futuro para mí”. Así comienza el devenir (y el trance) de estas trece canciones, con puntos muy altos (“Chau”, “Varias mitades”, “Corazón y cabeza”) e instrumentales bajo títulos paradigmáticos como “Muerte” o “Bla bla”.
Las buenas canciones son poesía abrupta, cortante. De inmediato se entiende su furia, su calma imperturbable. Diosque ha compuesto gemas como “Hechicera” (Llanero, 2017) “Bronceado” (Constante, 2014) o “Melancolía del futuro” (Bote, 2012). Parecen nacer de la nada. Parecen venir de las estrellas. Parecen no tener referentes. Le pregunto entonces cómo escribe sus canciones y que me brinde algunas puntas de sus ideas sobre composición: “Escribo un poco casi todos los días. La verdad es que me sale naturalmente, no tengo disciplina para esto. Es una vocación. En el proceso puede pasar cualquier cosa. A veces, aunque casi siempre, me invento historias. Necesito fabular”.
Porque Diosque es eso: la excitación controlada. El desborde atenuado. Cada flamante álbum es un rompecabezas. Cada nuevo trabajo viene a ahondar los instantes perdidos del otro, a redoblar la apuesta. Nos despista y, a la vez, nos atrae. Esa es una de las virtudes de sus canciones. En cada disco hay una nuevo Diosque.
Terruño, su quinto álbum de estudio, aparecido a fines de 2019, contó con diversos productores –Ezequiel Araujo, Peta Berardi y Marcos Orellana– y los dedos quirúrgicos de Javier Belziti en la mezcla. Estar rodeado, contar con varias miradas, sumar aportes, es parte del camino que acompaña a este muchacho tucumano en cada nueva entrega. Con una particularidad: Terruño es un tour de force, la tensión entre su incondicional amor por lo lúdico y la catarata de desasosiego que lo atropelló en los últimos tiempos (pérdidas personales muy dolorosas: su madre y su amigo y compañero de banda, Benjamín Ochoa).
“Que quede bien claro: el alma, como le dicen, es, pareciera, no cristalina sino pantanosa”, escribe el santafesino Juan José Saer. Y como un niño perdido en medio del campo, Diosque advierte nomás empezar el marco contencioso de esta disputa: “No hay futuro” se llama la primera canción. Ochobitesca y perlada, lejos del escupitajo sexpistolesco, aquí la cuestión es muy personal: “no hay futuro para mí”. Así comienza el devenir (y el trance) de estas trece canciones, con puntos muy altos (“Chau”, “Varias mitades”, “Corazón y cabeza”) e instrumentales bajo títulos paradigmáticos como “Muerte” o “Bla bla”.
Las buenas canciones son poesía abrupta, cortante. De inmediato se entiende su furia, su calma imperturbable. Diosque ha compuesto gemas como “Hechicera” (Llanero, 2017) “Bronceado” (Constante, 2014) o “Melancolía del futuro” (Bote, 2012). Parecen nacer de la nada. Parecen venir de las estrellas. Parecen no tener referentes. Le pregunto entonces cómo escribe sus canciones y que me brinde algunas puntas de sus ideas sobre composición: “Escribo un poco casi todos los días. La verdad es que me sale naturalmente, no tengo disciplina para esto. Es una vocación. En el proceso puede pasar cualquier cosa. A veces, aunque casi siempre, me invento historias. Necesito fabular”.
¿Ha cambiado mucho tu forma de componer desde los primeros tiempos? Pienso en que tenías más en vista la intertextualidad…
Me parece que la naturaleza siegue siendo la misma. Quiero decir, primero la espontaneidad. En mi caso, si algo no es espontáneo queda al borde de no funcionar. Por otro lado, he aprendido mucho de mis socios, hacer solos de instrumentos, meter puentes, escribir más y más. Buscar la perfección. Después de grabar, aunque tenga productores asociados, trato de seguir dando forma en una especie de postproducción. O sea, que por ahí se trata más de dar el zarpazo.
¿Una canción es libertad?
Claramente una canción que te gusta es la vida que quiero tener. Pero una canción es libertad y prisión a la vez.
¿Qué es lo más cercano a Diosque que escuchaste en los últimos tiempos?
Me siento identificado con James Ferraro, como nunca me sentí con nadie. Pienso que todo todo lo que hace es como mi disco I can ción (2007), me encanta identificarme. Creo que los artistas buscamos siempre eso. Me siento bien con la producción y mis ediciones, más vale que siempre podés renegar de algo; es algo que me pasa. Pero todo se olvida con un tema nuevo. Como digo: “un tuit se olvida con otro tuit”.
¿Qué se viene?
Estoy haciendo un disco con ritmos folclóricos después de haber estado un tiempo en Cafayate este verano. Fue una gran experiencia nuevamente estar entre los valles. La montaña nunca defrauda, siempre es diferente. Eso es asombroso. Parecería ser que la quietud es similar al irrefrenable océano.
Me parece que la naturaleza siegue siendo la misma. Quiero decir, primero la espontaneidad. En mi caso, si algo no es espontáneo queda al borde de no funcionar. Por otro lado, he aprendido mucho de mis socios, hacer solos de instrumentos, meter puentes, escribir más y más. Buscar la perfección. Después de grabar, aunque tenga productores asociados, trato de seguir dando forma en una especie de postproducción. O sea, que por ahí se trata más de dar el zarpazo.
¿Una canción es libertad?
Claramente una canción que te gusta es la vida que quiero tener. Pero una canción es libertad y prisión a la vez.
¿Qué es lo más cercano a Diosque que escuchaste en los últimos tiempos?
Me siento identificado con James Ferraro, como nunca me sentí con nadie. Pienso que todo todo lo que hace es como mi disco I can ción (2007), me encanta identificarme. Creo que los artistas buscamos siempre eso. Me siento bien con la producción y mis ediciones, más vale que siempre podés renegar de algo; es algo que me pasa. Pero todo se olvida con un tema nuevo. Como digo: “un tuit se olvida con otro tuit”.
¿Qué se viene?
Estoy haciendo un disco con ritmos folclóricos después de haber estado un tiempo en Cafayate este verano. Fue una gran experiencia nuevamente estar entre los valles. La montaña nunca defrauda, siempre es diferente. Eso es asombroso. Parecería ser que la quietud es similar al irrefrenable océano.