Revista Invisibles
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Año 7 / Número 25 / Marzo 2019
cine

Una militancia del amor


Mientras la Roma de Cuarón arrasaba con todos los premios y admitía todas las polémicas desde su estreno, en las mismas salas y festivales, se proyectaba la más discreta Cold War, último largometraje de Pawel Pawlikowski. Con una elegancia visual apabullante, el director polaco se confirma como uno de los cineastas contemporáneos más interesantes del momento. Su nueva obra retrata una historia de amor que atraviesa décadas, dictadores e inviernos de la posguerra. 


Por Juan Maisonnave
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Cold War comienza con imágenes que parecen capturadas por un etnógrafo virtuoso. En el invierno brutal de Europa del Este, campesinos tocan un instrumento parecido a la gaita con acompañamiento de violín, mientras entonan canciones que salen de sus gargantas convertidas en vapor. Estamos en la Polonia profunda, esa región del centro y noreste del país que se conoce como Mazovia: aldeas rodeadas por un paisaje helado. El registro podría ser documental si no fuera por el blanco y negro terso, exquisito con que Pawel Pawlikowski ya nos había deleitado en Ida (2013), primer Óscar en la historia de Polonia a mejor película extranjera. A espaldas de los campesinos, fuera de foco, sobre una alfombra de nieve, un perro atado ladra, gallinas corretean de acá para allá desafiando el frío, un niño muy serio mira a cámara con desconfianza. Es el año 1949. En cada fotograma se respira posguerra.

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Como Bela Bartók, que recorrió zonas rurales de Hungría y Rumania con un fonógrafo registrando cancioneros populares de magiares y romaníes interpretados directamente por campesinos y locales, el coprotagonista del film, Wiktor, viaja al interior del país en una combi destartalada para beber de las fuentes. Graba a los lugareños en sus casas, oye melodías tradicionales cantadas y tocadas por aquellos que sostienen y preservan la tradición. El objetivo es formar un ensamble coral cuyo repertorio estará compuesto por canciones y danzas del folclore polaco. La evolución musical le sirve a Pawlikowski para marcar el cambio de las décadas. De los bailes y temas arraigados en la cultura popular avanza hacia el bebop parisino. Cambian las épocas, cambia la música, pero no el amor entre Wiktor y quien será la mujer de su vida, Zula. Cambia la escenografía, los países, los decorados comunistas, pero el amor entre ellos se mantendrá en el tiempo; ardiente, destructivo, imposible.

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La interpretación de la actriz Joanna Kulig, desde el primer minuto que Zula aparece en pantalla, enciende la película. Para lograrlo usa todo el arsenal del que está dotada: sus ojos gélidos, su presencia escénica que quita el aliento, su rostro capaz de expresar anhelo y repulsión de un momento a otro; su dulzura, de a ratos, su fiereza siempre. Cuando Wiktor le pregunta qué pasó con su padre, ella responde: “Me confundió con mi madre y tuve que enseñarle la diferencia con un cuchillo.”

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Pawlikowski vuelve a trabajar con Lukasz Zal, su Director de fotografía en Ida. Él es el responsable de la elegancia de los claroscuros, los encuadres que buscan “aire” entre los personajes y su entorno, los juegos con la profundidad de campo. Zal dice que Pawlikowski piensa cada escena de la película como pequeñas películas en sí mismas, con vida y ritmo propios. Veamos si no el “casting” para participar del coro, donde Wiktor y Zula se flechan. Camiones con toldo acarrean a jóvenes postulantes y los descargan en la explanada barrosa con sus sacos y polleras grises, sus gorras de hilo, sus rostros graves y una sensación general de orfandad, de tierra baldía. A lo lejos se oye el mugido de una vaca. Las pruebas se llevan a cabo en un sitio que un burócrata peinado al cachetazo llama Palacio de los terratenientes. Frente a esa mole imperial y decadente, los chicos y chicas dispuestos a probarse mantienen un orden marcial. Ahora ésta es su casa, dice el burócrata sobre los escalones, dándoles la bienvenida al nuevo régimen. 
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Dos corazones, cuatro ojos.
Así se llama el tema musical que recorre Cold War de principio a fin. Cantada primero por una niña para el micrófono de grabación, luego interpretada por el coro y más tarde adaptada al jazz y al francés para la voz de Zula, se trata de un clásico de la cultura popular polaca. “Dos corazones, cuatro ojos / lloran todo el día y toda la noche / ojos oscuros, lloran porque no pueden estar juntos / ustedes no pueden estar juntos”. Sin embargo, en la prueba Zula deslumbra a Wiktor cantando a capela una canción rusa, Serdste (Corazón). La escuché en una película, dice ella, engañosamente cándida.

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Las escenas de baile en el Palacio de los terratenientes, que otro director se hubiera sacado de encima rápido, están filmadas con maestría y sensibilidad. Los planos cerrados de polleras acampanadas que giran, de brazos estirados al máximo y bañados por una luz invernal, de ágiles zapatillas de punta sobre tablas de madera, se alternan con planos generales, bellos cuadros en movimiento donde los cuerpos, integrados al mecanismo de relojería de la danza sincronizada, parecieran fusionarse en uno solo. Reina la disciplina igualadora del socialismo. Pero la cámara, díscola, y también los ojos de Wiktor mientras toca el piano, persiguen casi siempre a la magnética Zula.
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Cold War es una película sobre una relación amorosa visceral ejecutada por un director cerebral. O, por lo menos, obsesivo con la paleta de blancos y negros, la composición de planos, la increíble reconstrucción de época. Esto no quiere decir que en los films de Pawlikowski haya una búsqueda intelectual. Más bien todo lo contrario. Confía en las emociones que transmiten los rostros, con sus párpados bajos, sus labios fruncidos o apretados; busca sonrisas ladeadas, gestos de tristeza o desasosiego concentrados en un entrecejo. Cree que los personajes conectan, se hechizan o se desprecian a través de las miradas, a las que concede jerarquía superior a las palabras. Es un director lujoso visualmente, austero al narrar. Se las ingenia para contar casi dos décadas de un país y de una relación intensa en ochenta y ocho minutos. Las elipsis devoran a una actriz secundaria, suponen amantes, casamientos, hijos y vidas vividas. Miles Davis dijo que las notas verdaderamente importantes son las que el músico no toca. La historia de amor entre Wiktor y Zula, ¿hubiera ganado densidad sin tanta edición? ¿Por qué vuelven a elegirse una y otra vez? ¿Qué fuerza trabaja sobre sus deseos? Pawlikowski prefiere condensar fragmentos vitales de la pareja y que los años que separan esos fragmentos toquen sus notas en las cabezas de los espectadores. La parquedad narrativa se revela como una decisión estética. Quizás, para el polaco, las partes, esas escenas de pura belleza que continúan actuando en la retina y la emoción del público después de que fundieron a negro, sean más importantes que el todo.

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Como promete el título, la historia de amor está atravesada por las ideologías que en esa época se repartieron el mundo y dividieron Alemania. En Berlín del Este, Wiktor le ofrece a Zula huir a París. Ella acepta, pero no esconde las incertidumbres que la afligen. “¿Qué voy a hacer ahí? ¿Y quién voy a ser?” Acaso este conflicto, que es un conflicto sobre la identidad, no sea muy diferente del que les tocó vivir a los ciudadanos de la República Democrática Alemana tras la caída del Muro o a los rusos con la llegada de la Perestroika. ¿Cómo seguir viviendo cuando los ideales en los que creíamos y le daban sentido a nuestras vidas pretenden ser borrados de un plumazo por la Historia? La película nos recuerda que no todos estaban tan seguros como Wiktor de que encontrarían la felicidad del otro lado de la Cortina de Hierro.
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Una elipsis nos lleva al París de 1954. Wiktor, pianista de una banda de jazz, se convierte en expatriado. Duerme en un colchón sobre el piso, convive con una poeta en una chambre de bonne parisina; en síntesis, abraza la vida bohemia. ¿Es feliz, entonces? No, todas las noches se duerme con hambre de ella, que quedó en Varsovia. Como diría Barthes, vive en un estado de desesperación lenta, de resignación activa. La piensa, la piensa, la piensa.

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Como su protagonista Wiktor en París, también Pawlikowski fue “Un tipo perdido en una ciudad extraña”, como él mismo definió cierta etapa de su vida. Su madre lo llevó con ella a Londres cuando se separó de su padre y se casó con otro candidato. Durante un tiempo, el director no pudo regresar a Polonia por su condición de ilegal. Ya asentado en Varsovia, y después del éxito de Ida, empezó a ver el potencial narrativo de la relación explosiva de sus padres, que incluyó infidelidades, agarradas constantes, alcohol, maltrato físico y psicológico. Luego de muchas idas y vueltas, ellos terminaron envejeciendo juntos en Múnich. “Los cuarenta años de su aventura coincidieron con la Guerra Fría”, dice el director. “Básicamente, sus vidas estuvieron marcadas por eso. Y también por sus problemas de carácter. Nunca sabías dónde terminaba una y dónde empezaban los otros.”

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A cada momento tierno lo acecha su tormenta. Zula y Wiktor lo saben y a su modo lo aceptan: la suya no es una felicidad destinada a durar. Como cuando retozan plácidamente en el prado y, tras una discusión, Zula, tomada por la ira, se arroja al río Vístula. Mientras es arrastrada por la corriente, como una Ofelia eslava, canta otra vez Serdste, Corazón, en ruso (“Gracias, corazón, por ser tan bueno en el arte de amar”). O aquella otra escena inolvidable en el bar Eclipse de París, convertido a la madrugada en una discoteca. Ella, pura vitalidad celebratoria y sensual, baila con varios hombres en medio de la pista, escoge a uno, lo toma por un rato y lo descarta para pasar al siguiente. La cámara se mueve al ritmo de su vértigo, de su desenfado, de su seducción. Suena Rock Around the Clock, de Bill Haley. Año: 1957. La que más se deja atravesar por esa música occidental y capitalista, la que más goza entre giros y movimientos de cadera es una polaca ebria poco entusiasmada con los cafecitos y neones parisinos. Extraña Varsovia. Wiktor, demasiado intelectual para ella, conversa con un hombre en la barra. Ella se considera peor que él, pero más entregada a la vida. Con su actitud parece decirle, ¿para esto querías tu libertad, polaco expatriado?

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¿Por qué el director de Cold War se empecina en contar historias con el trasfondo de la posguerra? “En Varsovia, crecías entre tumbas”, dice. “Hay placas recordatorias por todos lados: 200 personas fueron ejecutadas acá, 30 allá. En la plaza en la que yo jugaba de chico, había agujeros de bala. Cerca de mi casa estaban las alcantarillas que se usaron para el levantamiento de Varsovia. Crecí sabiendo que muchas personan murieron allí abajo. Primero Varsovia fue un terreno de batalla, después se convirtió en una morgue. Es una ciudad llena de fantasmas. Y eso me acompaña a todos lados.”  
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A principios de los 60, igual que sucedió con otros pueblos de Europa del Este, los polacos, pasada la austeridad de la posguerra y el terror estalinista, empiezan a permitirse libertades como el jazz, la música pop, el baile, un joie de vivre más o menos despreocupado, aunque todavía quedaran firmes retazos de opresión. Estos son los años de juventud de Pawlikowski, nacido en el 57´. Como a los personajes de sus films, el régimen, sus rigores y sus contrastes, le dejó marcas. Pero en ese contexto, Zula y Wiktor tienen su propia micropolítica sentimental, un tanto ajena a la realidad que los rodea. La militancia que de verdad les importa, la única por la que para ellos vale la pena pelear, la que los activa y los desespera es la del amor.

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Pocos directores consiguen sumergirnos en una época como lo hace Pawel Pawlikowski. Es notable, por ejemplo, el pasaje en el que Zula atraviesa Polonia a bordo de un tren. En el asiento de al lado, una anciana, con el pelo recogido en un pañuelo y manos curtidas, pela un huevo duro. La viejita le da un mordisco al huevo, el tren avanza por los campos helados. Uno puede sentir el crudísimo invierno de la estepa y respirar el aire soviético de ese vagón y percibir, como las hierbas que crecen en las grietas, una forma de vida posible asomando entre las ruinas de la guerra. Wiktor fue confinado a un campo de trabajos forzados por haber cruzado la frontera como ilegal. Ella lo visita, le promete que lo va a sacar de ahí. Quiere salvarlo para que la salve a ella, y es la única condena que él acepta sin pensarlo dos veces.
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En su deliciosa novela Los enamorados, Alfred Hayes le hace decir a su narrador que, para un corazón roto, o dislocado, hay remedios infalibles, y entre los más infalibles está el tiempo. Y qué otra cosa que el trabajo del tiempo sobre el amor de una pareja inflamable en épocas de Guerra Fría es el tema central de Cold War. ¿Sana un corazón polaco herido de penas de amor con el paso de los años? A los protagonistas de este film les ocurre lo contrario: las décadas profundizan la herida, y con ella el amor. Están en problemas, esos dos, porque lo que los mata también los fortalece.​
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