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Año 8 / Número 28 / Mayo 2020
cine

​Una calma alevosa. Fragmentos sobre cine catástrofe y pandemia


Epidemia, Virus, Contagio, J. Hoberman, Susan Sontag, Pauline Kael, Fredric Jameson, Nosferatu, La mancha voraz, Mark Fisher, Anne Sexton, La cosa, Werner Herzog, Invasión zombi, Joon-ho Bong. Los días de encierro pasan y los libros y las películas forman constelaciones de sentido frente al caos silencioso de una ciudad vacía y distante. Estos son los fragmentos de un diario de pandemia.  

Por Mariano Dagatti
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«Children of men». Alfonso Cuarón (2006)
En medio de las infinitas muertes y nacimientos, en medio de la decadencia, de las hojas que caen de los árboles y las olas del mar –todos los infinitos eventos caóticos que ocurren aleatoriamente en el universo–, la única cosa sorprendente e inesperada es nuestra inagotable búsqueda de sentido, armonía y orden.
 
Franco “Bifo” Berardi,
Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva
 


Cataclismo lento. Para Mark Fisher, Children of men, la película de Alfonso Cuarón, es una distopía específica del capitalismo tardío. Al mirarla, dice, recuerda la frase de Jameson: “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Con provecho de esa premisa, expone su noción de realismo capitalista: la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible imaginarle una alternativa. El mundo que proyecta el film es una exacerbación de nuestro mundo, arguye. Los campos de concentración y las cadenas de café coexisten perfectamente. La catástrofe en Children of men no es inminente ni es algo que haya ocurrido: se la vive a medida que pasa. El mundo no termina con un golpe seco: se extingue gradualmente, un cataclismo lento.
 
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Arqueologías del futuro. Es 2027. Después de 18 años de una pandemia de infertilidad humana, la civilización –y la raza humana misma– se enfrenta a la extinción. Nadie conoce en Children of men las causas de la catástrofe. ¿Se trata de un pasado remoto de abusos y negligencias, se trata del capricho de un ser maligno, o de una maldición, que ninguna penitencia puede aliviar? El fin de la peste es tan azaroso como su comienzo. Por esta razón, dice Fisher, toda acción es superflua desde el principio: solo la esperanza insensata tiene sentido. ¿Pero qué pasa, se pregunta, con la catástrofe en sí misma? La infertilidad debe ser leída en términos culturales como la metáfora de una angustia de otro tipo: ¿cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo? La sospecha de que el fin ha llegado se conecta en Children of men con la idea de que tal vez el futuro solo nos depare reiteraciones. El poder del realismo capitalista deriva en parte de la forma en que el sistema subsume y consume todas las historias previas.
 
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Menos banal que la muerte. “La muerte no es lo peor. Hay cosas más horribles que ella. ¿Se imagina usted vivir durante siglos experimentando día tras día las mismas cosas banales?” En Nosferatu, el vampiro de Werner Herzog, Jonathan Harker escucha estas palabras de la boca de Nosferatu. La peste –Harker no lo sabe– llegará pronto a las puertas de Alemania, y su interlocutor será el responsable. 
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«Nosferatu». Werner Herzog (1979)
La imaginación del desastre. Al final del siglo XX, los estudios de Hollywood recuperaron una imaginación del desastre de la que habían carecido durante las dos décadas anteriores, a medida que el capitalismo (neoliberal) se impusiera como horizonte único y definitivo. Jurassic Park (1993) de Steven Spielberg fue un éxito de taquilla, condición suficiente para ser pionera: antes de la segunda parte de la saga, titulada The Lost World: Jurassic Park (1997), films como Twister (Jan de Bont, 1996), Daylight (Rob Cohen, 1996) y Mars Attack! (Tim Burton, 1996) habían sido vistas por millones de espectadores y alimentarían la imaginación popular del siglo menguante y de las primeras dos décadas del siglo por venir. Ninguna tan sintomática como Titanic (James Cameron, 1997), a la que Hoberman calificó como “el barco de los sueños” que “lleva a bordo el bagaje cultural del siglo XX”; ninguna tan explícita como Día de la Independencia (1996) de Roland Emmerich, en la que el presidente de los Estados Unidos se sube a un avión militar para liderar el ataque final a los colonizadores extraterrestres.
Volcanes que estallan, marcianos que atacan, dinosaurios que muerden, tornados indómitos, meteoritos impactantes, faltaban unos años todavía para los tsunamis y maremotos; los motivos se repiten y los relatos se parecen demasiado. La lista de estrenos catástrofe de esos años es extensa: Armageddon (Michael Bay, 1998), Impacto Profundo (Mimi Leder, 1998),  Dante’s Peak (Roger Donaldson, 1997), Volcano (Mick Jackson, 1997) y Hard Rain (Mikael Salomon, 1998). El fin de la Guerra Fría habría dejado al mundo sin ideología y a los Estados Unidos sin adversarios. 
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«Twister», Jan de Bont (1996)
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Hipótesis. La mayoría de los films catástrofe –entre ellos, los de pandemias o epidemias– asumen una actitud moral que apuesta a restituir el orden natural después de un caos a menudo provocado por delitos humanos. “Abuso ideológico de la evidencia”: esa eran las palabras de Roland Barthes en sus Mitologías para señalar la tendencia humana a considerar como natural aquella práctica, discurso o conducta que sigue las pautas dominantes. También decía que la cultura es nuestra segunda naturaleza. Más afín a los paisajes azul violáceos del Mediterráneo, el pintor fauvista Raoul Dufy le dijo a un crítico: “La naturaleza, mi estimado señor, es solamente una hipótesis”.
 
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Todo lo sólido se desvanece en el aire. La producción de películas de catástrofe vivió sus años dorados en el primer lustro de los años setenta. Comenzó con Aeropuerto (George Seaton, 1970), basada en el best seller de Arthur Hayley, y La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1973). El escándalo del Watergate y la renuncia de Nixon en 1974 impulsaron el ciclo. Más de trece películas –entre ellas, Infierno en la torre (Irwin Allen, 1974)– llevaron a la pantalla grande avalanchas, incendios, plagas, volcanes furiosos, terremotos. Al menos eso se infiere de “Apocalipsis ahora y entonces”, el ensayo de J. Hoberman publicado en 1998 por The Village Voice.
Con la guerra de Vietnam como telón de fondo, esta serie de disaster movies coincide casi de lleno con la ruptura del acuerdo de Bretton Woods (1971), el pasaje a una economía mundial regida por un sistema de tipos cambiarios fluctuantes (y por el abandono del patrón oro) y la crisis del petróleo de 1973. Como concluye Joseph Turner, el personaje de Robert Redford, ante las confesiones de uno de los responsables del asesinato de sus compañeros de la CIA en Los tres días del cóndor: “Todo está relacionado con el petróleo”. Sería el final de los Treinta Gloriosos. De la época dorada de Madison Av. y las casas suburbanas que retrata Mad Men. De la época en la que Hugh Heffner correteaba por la mansión Playboy, mientras conjugaba en su cama redonda ocio y trabajo; sería la vuelta de los viejos problemas del capital: pobreza, desempleo masivo, miseria e inestabilidad, y sería el principio de una era que años después desembocaría en eso que Luc Boltanski y Eva Chiapello caracterizaron como el nuevo espíritu del capitalismo: flexibilidad, creatividad, autonomía.

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El director Sydney Pollack y Robert Redford en el rodaje de "Los tres días del cóndor" (1975)
                                                                  
 
Necrofilia. La mayoría de los críticos consideraban estas películas como reflexiones sobre la crisis económica (vista como algo “natural” en la sociedad capitalista) y/o sobre la elite dirigente de los Estados Unidos, cuya idoneidad era puesta en tela de juicio. Los films de complot estaban tan a la moda como los de catástrofe. Es la época de la trilogía de la conspiración de Alan Pakula: Klute (1969), Último testigo (1974) y Todos los hombres del presidente (1976). Es la época de La conversación (1972) de Francis Ford Coppola y de Los tres días del cóndor (1975) de Sydney Pollack. De ellos habla Fredric Jameson en su libro La estética geopolítica. En su influente ensayo “La década del yo y el tercer gran despertar”, publicado en 1976 en la revista New York, Tom Wolfe bromeó sobre “la moda actual de interpretar los fenómenos políticos en términos de catástrofes, frustraciones, protestas y la caída de la civilización… un tobogán de la tristeza.”

Para Pauline Kael, el cine catástrofe era un producto destinado a satisfacer la necrofilia estadounidense. Vienen entonces a la mente los primeros versos de “Los bombarderos” de Anne Sexton: “Nosotros somos América. / Somos los que rellenan ataúdes. / Somos los tenderos de la muerte. / Los envolvemos como si fueran coliflores. / La bomba se abre como una caja de zapatos.”
 
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Zona caliente. Cuando una epidemia de ébola originada en África Occidental alcanzó Europa, las imágenes de Outbreak (1995) de Wolfgang Petersen volvieron a la conciencia. Entre decenas de películas catástrofe en los noventa, el film fue el paradigma del thriller de enfermedades infecciosas. La producción contó con una constelación entera de su star system: Dustin Hoffman, Morgan Freeman, René Russo, Donald Sutherland y los entonces ascendentes Kevin Spacey y Cuba Gooding Jr. 
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Outbreak (1995)

​La historia es convencional y demuestra oficio narrativo: el coronel Sam Daniels, un reputado virólogo del Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de los Estados Unidos, viaja con su equipo a investigar una epidemia del virus Motaba en Zaire. El panorama es desolador. Cuando regresa le confiesa a su superior y amigo, el Brigadier Ford, su temor de que el virus pueda propagarse. Daniels no sabe que tres décadas antes su amigo Ford y un colega habían decidido bombardear un campamento en la misma región para evitar una eventual pandemia. El secreto tenía dos caras: por un lado, sortear la ignominia pública; por el otro, desarrollar entre sombras un arma biológica. Así es el mercado de la muerte: el genocidio, una forma de altruismo.
No habría cine catástrofe si las cosas no sucedieran de la peor manera y por las peores razones, no importa su escala: un mono capuchino de la selva zaireña es importado a los Estados Unidos por un laboratorio de testeo animal. Un empleado del lugar habituado a las artes del contrabando intenta vendérselo al dueño de una pequeña veterinaria en el pueblo californiano de Cedar Creek. Como para el tango, para el comercio ilegal se necesitan dos. El comerciante es atacado por el capuchino enjaulado durante la operación y desiste. Sin saber qué hacer con él y antes de tomar un vuelo para visitar a su novia en Boston, el contrabandista libera al mono en un bosque lindante al pueblo. No pasará ni una semana antes de que el veterinario, el traficante y su novia mueran. La moral ejecuta su pena de muerte, incluso si caen inocentes amorosas. La Dr. Roberta Keough, una científica del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos y ex pareja de Daniels, se encarga del caso hasta asegurarse de que no quede nadie infectado en Boston. La propagación parece interrumpida. No es posible: apenas han transcurrido quince minutos del largometraje.
La muestra de sangre del propietario de la veterinaria había sido enviada a un laboratorio para su análisis. Por accidente, un técnico se infecta. No lo sabe. Tampoco que el virus Motaba muta rápidamente y adquiriría la capacidad de transmitirse por vía aérea, como la gripe. Con visibles signos de afección, el técnico decide ir al cine con su pareja. Mientras ellos asisten al film, nosotros asistimos a la flotación de las gotitas de su tos. En cuestión de días, gran parte de la población del lugar está infectada.
Los trámites de divorcio no impiden que Keough notifique a Daniels, quien viaja a Cedar Creek desobedeciendo las órdenes de Ford. Los equipos de Keough y Daniels se unen, mientras la tensión entre ellos crece. No es la única: los médicos trabajan contrarreloj para rastrear al mono, clave de una posible vacuna; un integrante del equipo de Daniels y la Dra. Keough contraen la enfermedad. El Ejército decreta la cuarentena del pueblo e impone la ley marcial. Las internas estallan, y el Brigadier Ford debe decidir entre la obediencia debida y su instinto moral. ¿Será necesario hacer arder también este tranquilo pueblo californiano, tan lejos del corazón de las tinieblas?
Zona caliente es el título en castellano del libro del periodista Richard Preston, The Hot Zone: A Terrifying True Story, que los guionistas adaptaron para el film. La expresión designa un área considerada peligrosa debido a un alto riesgo de infección. Se estima que fue acuñada durante la Guerra Fría para referir a aquellos lugares comprometidos por la contaminación nuclear.
 
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«Train to Busan». Sang-ho Yeon (2016)
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​Todas las generaciones muertas. Vuelvo a ver Train to Busan (Sang-ho Yeon, 2016), el film coreano conocido en la Argentina como Invasión zombi. Me interesa porque el cine de zombis ha ofrecido alguna de las críticas más originales sobre ideologías reaccionarias y sobre la discriminación por raza, ideología, sexo o religión, desde la ya célebre La noche de los muertos vivos de George Romero.
El film de Yeon nos recuerda que el cine de género puede ser popular sin descuidar el trabajo de la forma. La historia es sencilla: un ejecutivo, recién separado, viaja con su pequeña hija desde Seúl hasta Busan en un tren de alta velocidad. La niña desea visitar a su mamá y él desea borrar su culpa, que es la de un padre ausente.
Como en Snowpiercer (2013) de Joon-ho Bong, el director de The host y Parasite, el tren funciona a la vez como símbolo e ironía de la modernidad y como remedo de una sociedad tan desigual como conservad(or)a. La distopía de Bong narra la historia de los únicos supervivientes humanos a una nueva era de hielo, generada por los efectos indeseados de una ingeniería climática contra el calentamiento global. Habitan en un tren, el Snowpiercer, que da vueltas alrededor de la Tierra. No hay destino, solo circulación, boutade del progreso. Las elites habitan en los majestuosos vagones delanteros, mientras los lúmpenes viven en los vagones traseros en condiciones sórdidas, alimentándose de barritas de gelatina administradas por los guardias de vigilancia. La saña de los ricos dará paso a la conciencia de clase y ésta a la revolución.
Desde los crímenes de La bestia humana de Émile Zola –adaptada al cine por Jean Renoir, Fritz Lang y en la Argentina por Daniel Tynaire– y de Asesinato en el Oriente Express de Agatha Christie hasta las ensoñaciones de Marcello Mastroianni en La ciudad de las mujeres de Federico Fellini, el tren ha sido un fermento narrativo. El relato de Invasión zombi, como las vías, juega su oficio en unir dos zonas de la manera más directa y concisa: la partida del tren es también una señal de largada para el thriller en el momento en que una chica mordida ingresa a uno de los vagones. 
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«The Host». Bong Joon Ho (2006)

​Cuando los viajeros de Train to Busan caen en la cuenta de la situación, sobrevivir puede ser cuestión de individuos, grupos o clases sociales. Además del protagonista y su hija, está la pareja proletaria con una hija en camino, un equipo de béisbol de una escuela secundaria, el rico y egoísta Yong-suk, las ancianas hermanas In-gil y Jong-gil, y un vagabundo que padece de un trastorno de estrés postraumático. La estructura narrativa es clásica. Su retrato de la sociedad coreana no podría ser más actual: la progresión de la historia está tramada con los comportamientos de personajes que padecen diferencialmente los efectos de un nuevo capitalismo tan voraz como mortífero. 
 
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La gripe. Corea del Sur no solo participa de la imaginación global del desastre, tiene una industria cinematográfica capaz de ofrecer a los espectadores superproducciones que compiten con las industrias del espectáculo de Estados Unidos, China e India. El triunfo de Parasite en los Óscar ha sido el reconocimiento de una presencia en el mercado tan avasallante como ineludible.
Imaginar el desastre significa, en términos de cine, financiarlo. Son pocos los países que pueden hacerlo. En 2019 la industria surcoreana produjo 642 películas. Ya hace años que el cine catástrofe ocupa en ella un lugar de privilegio. Son populares: más de diez millones de espectadores vieron Train to Busan, más de cinco millones asistieron a Operación oculta (John H. Lee, 2016). Tidal wave (Je-kyoon Yoon, 2009), considerada el primer film catástrofe del país, vendió 11 millones de entradas.
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Por su modo de organizar el relato, Virus (The flu, 2013) de Sung Soo Kim recuerda a Outbreak. También aquí, además, el origen de la epidemia es un delito. Los hermanos Byung-woo Ju y Byung-ki Ju trabajan en Seúl en el circuito de la inmigración ilegal. Su rutina delictiva es interrumpida cuando descubren un contingente de inmigrantes muertos dentro de un contenedor en el puerto. Hay un único sobreviviente, al que llevan consigo a la ciudad de Budang; una vez allí, este escapa, confuso, lleno de temor. Mientras tanto, Byung-woo se enferma y su condición empeora rápidamente. Con malos augurios, los hermanos se dirigen a una sala de emergencia, donde poco después el infectado muere ante la confusión del personal médico. La epidemia está por comenzar, y las noticias no serán buenas: el virus es una cepa agresiva de la gripe y puede matar en 36 horas. Los especialistas llaman a poner la ciudad en cuarentena. 
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«The Flu» Sung Soo Kim (2013)
Pero las decisiones políticas en una epidemia implican variables que exceden las consideraciones médicas. Suponen proyecciones sanitarias y económicas, consensos de toda índole entre la gestión local y nacional, entre el gobierno y la oposición. The flu no se ahorra el trazo grueso para retratar los dilemas de las elites dirigentes –e incluso la injerencia internacional, léase estadounidense, en los protocolos a seguir–. Los hospitales y los equipos de asistencia se ven desbordados. Los cadáveres comienzan a apilarse en estadios dispuestos para grandes piras colectivas. Tarde o temprano, una pregunta apremiante se desliza entre los decisores: ¿es moralmente aceptable sacrificar a un grupo de personas en nombre del bienestar de la nación o eventualmente de la humanidad toda? Es la clase de interrogante que el cine catástrofe gusta de pronunciar en su escatología secular, sin omitir que las cúpulas políticas contemplan el desenlace a buen resguardo.
Las grandes cuestiones políticas y sanitarias resultan en Virus sin embargo el fondo de operaciones de la principal línea del relato: la historia de amor entre Ji-goo Kang, miembro del Equipo de Respuesta a Emergencias, y la doctora In-hae Kim, especialista en el Centro de Contagio de Budang y madre de la pequeña Mi-reu, con quien Ji-goo habrá de comenzar una relación no exenta de amor filial. La estrategia narrativa, de por sí nada desdeñable, conduce aquí empero al vértigo y la hipérbole. El afán realista se caricaturiza a medida que los muertos se amontonan y que las decisiones globales del film quedan sujetas a los gestos inevitablemente caprichosos, celebradamente altruistas, de un hombre enamorado y de una madre desesperada. 
 
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El alma del cazador. Ninguna película ha sido tan mencionada en estos días como Contagio (2011). Es fácil conjeturar un por qué (más difícil es que la hipótesis sea acertada): el film de Steven Soderbergh ostenta una conciencia global de la que Outbreak y The flu carecen. Comparadas con ellas, la cuestión de la pandemia es aquí mirada con nuevos ojos, y esa originalidad radica en su interés por imaginar un concepto que es constitutivo –y constituyente– del mundo que vivimos: la conexión, la interdependencia global. El título es sugerente, extrae la sustancia de la acción y pone el foco en la transmisión, en la idea misma de relación. No prioriza ni el lugar –podría ser cualquiera: Chicago o Katmandú– ni el virus, cuya tasa de mortalidad conocemos, pero del que interesa sobre todo el factor R0, con el que se mide la intensidad de un brote y su potencial pandémico: el número de casos en promedio que serán causados por una persona infectada durante el período de contagio.  
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«Contagio». Steven Soderberg, 2011

​Contagio fue la primera película de este tipo en hablar del factor; más aún, fue la primera en pensar cinematográficamente en esta dimensión a la vez exponencial y espectral de la pandemia: su potencia. “Oh, joven, usted es como los aldeanos, incapaz de comprender el alma de un cazador”, le dice Nosferatu a Jonathan Harker en el film de Werner Herzog, antes de que la peste comience su cortejo fúnebre hasta la ciudad de Wismar. Sin abandonar las armas de un realismo trepidante, Soderbergh advierte que el espíritu de la plaga habita en la exponencia de las conexiones y no en el espacio ni en el dolor físico del huésped. La lógica del aislamiento opera bajo la guía de este espectro.
Con la pantalla todavía negra, la tos que escuchamos al principio es de Beth Emhoff, una mujer de Minneapolis que vuelve a su casa desde Hong Kong. El acto más reflejo suena aquí investido de un sentido siniestro. Conversa por teléfono en el bar del aeropuerto de Chicago, mientras espera la conexión final a su destino. Inferimos por la charla que tiene un amante allí y que han pasado unas horas juntos. Corte. Salto a Hong Kong: un muchacho visiblemente afiebrado llega a su departamento. Ha viajado primero en un barco y después en el subterráneo. Salto a Londres: una ejecutiva muere después de tomar una ducha. Ya en el trabajo mostraba síntomas de malestar. Salto a Minneapolis: Beth llega a su casa, donde la esperan su marido y su hijo. Salto a Japón, adonde acaba de arribar un empresario afiebrado. Vuelta a Hong Kong: muere el muchacho. Menos de cinco minutos le alcanzan a Contagio para mostrar el alma del cazador.
 
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La estética de la destrucción. En 1965, Susan Sontag escribió “La imaginación del desastre”, un ensayo sobre las películas de ciencia ficción que poblaban las pantallas de los cines en el período entre las guerras de Corea y Vietnam. Para la autora, el tema de estos films, más allá del género, era su estética de la destrucción: la belleza de sembrar el caos, el placer del desorden, el espectáculo puro de “tanques de guerra desintegrados, cuerpos desperdigados, paredes derrumbadas, cráteres increíbles y grietas en la superficie terrestre”. El cine permite –dice– “participar en la fantasía de experimentar la muerte y más, la muerte de las ciudades, la destrucción de la humanidad”.
 
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El terror no tiene forma fue el título elegido en las distribuidoras españolas para promocionar en 1988 el film de terror The Blob, remake del film homónimo de 1958, entonces protagonizado por el ascendente Steve McQueen –de quien se sugiere en Once upon a time in Hollywood que tuvo la carrera que Rick Dalton hubiera deseado–. En la Argentina el film fue conocido como La mancha voraz. En su Mil mesetas, dicen Deleuze y Guattari, el capital es “la cosa sin nombre”, la abominación que las sociedades primitivas y feudales preveían como su mayor catástrofe. Se trata de una entidad infinitivamente plástica, capaz de metabolizar y absorber cualquier objeto con el que tome contacto. Como La Cosa de John Carpenter, filmada a principios de los ochenta, cuando Margaret Thatcher convertiría la expresión “No hay alternativa” en un eslogan de sus políticas neoliberales. “¿Puede el capitalismo funcionar sin algo ajeno que colonizar y de lo que apropiarse?”, se pregunta Fisher en Realismo capitalista.    

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