Revista Invisibles
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Año 8 / Número 29 / Diciembre 2020
rescates

​Estación Buenos Aires: un lugar en la vida de Celia Paschero


Celia Paschero fue una poeta y narradora argentina que gravitó en los márgenes de la escena litararia de los años sesenta. En sus dos libros publicados, Muchacha en la ciudad (1963) y La salamandra (1965), la ciudad de Buenos Aires, con sus barrios y su tráfico, con sus comercios y sus humores, atraviesan la escritura poética de su obra.

por Matías H. Raia
La vida de Celia Paschero fue una vida en tránsito. Autora de dos libros, Muchacha en la ciudad (1963) y La salamandra (1965), Paschero nace en Buenos Aires en 1928 y si bien sus primeros dos años los vive en Entre Ríos el resto de su infancia, adolescencia y juventud transcurre en la Reina del Plata. 
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La ciudad de Buenos Aires, con sus barrios y su tráfico, con sus comercios y sus humores, con sus recorridos y vericuetos, atraviesan la escritura poética de Paschero. Estudia en la Escuela Normal para maestra, bajo mandato familiar; pero al mismo tiempo se forma como traductora de lengua inglesa y, posteriormente, realiza la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Su tesis, dirigida por el historiador de las ideas José Luis Romero, se titula “La búsqueda del ser nacional en los ensayistas argentinos”. ¿Qué habrá leído Paschero en, por ejemplo, El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Ortiz, ella que amaba el centro de Buenos Aires y estudiaba el ensayo americano? Lo cierto es que de esa preocupación americanista solo quedan rastros: un artículo publicado en una revista efímera llamada Arte y crítica, sus viajes por Latinoamérica, algunas cartas…
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Paschero publica el artículo “Consideraciones sobre el ensayo americano” en la revista Arte y crítica, n.° 1, en 1964.
En Buenos Aires, Paschero forma parte de la bohemia entre los años 50 y los 60. Conoce a Alberto Girri, de quien reseña dos libros con ribetes esotéricos Propiedades de la magia (1959) y La condición necesaria (1960), y frecuenta a su pareja, Leonor Vassena, una dibujante y artista plástica que muere joven y cuya historia está perdida en los pliegues de la cultura argentina (aunque hace poco tiempo Claudio Iglesias la haya recordado en un breve pero justo perfil publicado en Genios pobres). Junto al poeta Juan Carlos Pellegrini, con quien comparte un matrimonio breve y dos hijas hacia fines de 1950, traduce para Editorial Sur El animador, de John Osborne y J. B., de Archibald Macleish. ¿Qué más? Claro, entra y sale de los cafés de Corrientes y de Florida, de la omnipresente Manzana Loca, y discute sobre poesía y ensayo con Tilo Wenner (fundador de la Escuela del Espíritu Experimental), sobre psicoanálisis y magia con Francisco Tomat-Guido (poeta, guardiacárcel, segunda pareja de Paschero), sobre autores nacionales y escritores ingleses con José Rubén Falbo (librero y editor de la novela La salamandra). Publica un poema en la revista Barrilete; un par de reseñas en Ficción. Todo eso en Buenos Aires, la Reina del Plata, signo y desvelo para el espíritu inquieto de Celia Paschero.
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Celia Paschero en la portada de su libro de poemas Muchacha en la ciudad.
Muchacha en la ciudad es claro indicio de cómo la ciudad caló hondo en la poesía de Paschero. Ser una mujer moderna en la Buenos Aires de 1963 podía ser una bandera: 
Voy entrando por la vereda
del ganarme mi dinero
tanto
para mis hijas
para que estudien
por el derecho de escupir
después
mis enseñanzas
esto
para mis vicios
libro
disco
cigarrillo
café
charla
tanto
para la urgencia
de un diario bife con ensalada
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El tono íntimo entre el deseo y el esfuerzo se entrelaza con una mirada impresionista de la vida urbana y el encuentro con los otros en los versos de Paschero. Hay cuerpo y calle. Para muestra, basta un poema:
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​Una apetencia con nombre de ciudad
 
Cuando me levanto
del lecho del amor
mi deseo se llama
patria
cielo
ciudad
 
Porque la condición carnal del
espíritu
o esa paz de la carne
que nunca nos redime
me obliga
a olfatear el viento
buscando
a mis hermanos
y sus ámbitos propicios
 
Entonces
qué quieres que te diga
no me consuelo
de verlos flojos
resignados a una voz de
ciudad gris
 
Es el momento
te lo digo
en que me pesa ser mujer
en una tierra
ahuecada por el miedo
con hombre sin grito
sin ásperas contradicciones
sin el capricho de la
libertad
 
Qué quieres que te diga
a mi edad todavía
me desahoga
hacer añicos un vaso
contra la pared
si la vida
me responde con un fracaso
demasiado persistente
 
Todavía
a mi edad
alivio la quintaesenciada
frustración
cuando el cielo se aplica
a su incoherencia de rayos
vocingleros
a la lluvia
de despliegue exagerado
 
Qué quieres que te diga
no creo
que te hayas resignado
al color arratonado
de nuestro río
a la radio dominguera
del fútbol
al último poeta de la soledad y la angustia
ni a tu querida que sueña en Europa
 
Me parece que también a ti
los viejos de zapatos rotos
que juegan a la lotería
y tu vecino
que riega el jardín en camiseta
 
Que también a ti
el industrial rubio
y las casas de cambio de San Martín
las vidrieras de Santa Fe
tu cafecito noctámbulo
en las noche neblinosas de Buenos Aires
 
el reportaje a la amarilla
estrella de Hollywood
que vio Madrid en Avenida de Mayo
y un trozo de París en Carlos Pellegrini
 
Que también a ti
las caminatas por Corrientes
con un tango a tu lado
y un libro viejo
en la otra vereda
 
Que también a ti
el obelisco y la derechura de piedra
de Diagonal
y tanto encuentro y tanto asfalto
y tanta mentira
y el plomo del cielo
 
te rompen como a mí
el corazón
Buenos Aires y la poesía volverán como obsesión en el ensayo que Paschero y Tomat-Guido escriben bajo el título La poesía moderna argentina, de 1964. El texto se propone como un recorrido reflexivo por la poesía argentina desde las vanguardias del 20 hasta los 60. La mirada está centrada en recuperar la tarea de la poesía en el siglo XX frente a una crisis universal del espíritu y de las letras: “El rescate de las potencias oscuras del hombre, de los ámbitos oníricos del inconsciente, del irracionalismo propio de estas entrañables zonas del hombre total –dimensiones desconocidas y despreciadas por la época de la razón…”. Un año después, Paschero volverá a explorar esas zonas entrañables en donde coinciden la literatura y el esoterismo con su novela, La salamandra. 
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Invitación a la presentación de La salamandra en 1965.
Publicada por Falbo librero editor -que contaba en su catálogo con Miguel Briante, Leonor Pichetti, Héctor Lastra, María Rosa Oliver y Jorge Luis Borges, entre otros y otras-, la novela transcurre efectivamente en Buenos Aires. Sus protagonistas, Isabel y la narradora, se reúnen periódicamente en un departamento para confesarse en un tono que va del secreteo al diván, ida y vuelta. Dos relatos en paralelo van cruzándose en el último libro de Paschero: por un lado, están los recuerdos orales de Isabel, quien comienza un descenso a los infiernos sexuales desde el momento en que su marido le propone sacarse fotos eróticas con una amiga para obtener un dinero extra. Por otro lado, está el presente de la narradora, Celia, que relata sus aventuras y desventuras por las calles porteñas. Para recuperar el título de un libro del afín Alfredo Moffatt: Estrategias para sobrevivir en Buenos Aires. Celia escribe sobre cómo escribir una novela, sobre cómo conseguir un trabajo potable, sobre cómo abandonar el psicoanálisis y abrazar otras búsquedas espirituales, sobre cómo elegir un proyecto de vida sin ser devorada por la cabeza de Goliat: “¿Cuántos caminos habrá que recorrer antes de encontrar el que se supone que es nuestro?”.
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Buenos Aires es el telón de fondo para la historia de estas dos mujeres y el extraño animal que habita en el fuego. Así narra Paschero un domingo porteño de invierno en el capítulo VIII:
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​“Claro que fue un paseo –si se lo puede llamar así- masoquista, como lo llamarían los psicoanalistas. Porque tomó un ómnibus que la llevó al centro y después caminó sin rumbo, porque sí, por las solitarias calles. Era domingo y no hay nada más desgarrador que las calles y plazas del centro en una tarde de domingo, lluvioso, y frío. Invierno, para peor. Buenos Aires accede a una luz azulada y opaca cuando es invierno. La luz espectral de una caverna de hielo. Luz sin fuerzas, que decae bruscamente a las cinco y media de la tarde, para cerrarse en noche cuando apenas son las seis. El invierno es delicioso para estar adentro. Y mejor, todavía, si nuestro amor nos acompaña en nuestros lánguidos paseos por cuartos cerrados, o en nuestros perezosos reposos en un sofá, frente a la estufa, con un buen libro en la mano, o buena música expandiéndose por la atmósfera, y dulces besos, más calientes y alcohólicos que el vino tibio con clavo de olor, tomado en tazas de barro.
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Pero el centro de Buenos Aires, que parece un hormiguero los días de semana es más triste en domingo que una calesita abandonada por los niños, girando torpemente al son de una musiquita pegajosa y llorona. Todavía la cosa se agrava si la perspectiva de una de esas calles se abre de pronto a los mástiles de los barcos en el puerto. Porque entonces, el corazón ya demasiado dolorido comienza a gritar con voz de sirena, y el desaliento se vuelve tan intenso, que ya uno no piensa más que en llegar hasta las aguas del río y hundirse por fin, con todo lo puesto, en esas olas color amarillo y gris. ¡Menos mal que Isabel elude el llamado de los barcos! ¡Menos mal que se aleja ahora del centro donde la muerte se esconde en todas las esquinas!” (p .131).
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Las máscaras de Celia Paschero en la tapa de La salamandra.
Hacia el final de La salamandra, Celia anuncia un viaje: “La viajera soy yo. Me he pasado el año suspirando por ir a Machu Picchu, en el Perú” (160). En la realidad, Paschero había realizado esa visita en 1961. Abandona, entonces, Buenos Aires y encuentra otro sitio, temporario pero fundamental, en su vida: Estación Lima. El poeta Martín Adán, Machu Picchu y un leopardo enjaulado se cruzarán en su camino. Pero esa es otra historia, otro lugar en la vida de Celia Paschero.



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