Revista Invisibles
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Año 7 / Número 26 / Junio 2019
Arte

La carne argentina: retrospectiva de Carlos Alonso en el Museo Nacional de Bellas Artes 


"Pintura y Memoria" propone un recorrido esencial por la obra de Carlos Alonso, el pintor mendocino capaz de revitalizar la tradición e interpelar la historia argentina reciente en obras que anudan tragedia y  grotesco. Hasta el 14 de julio podrá visitarse la retrospectiva en el MNBA de uno de los artistas más relevantes del arte argentino.


Por Juan Maisonnave
Fotos: Germán Lerzo
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Carlos Alonso por Sara Facio
    1.  La dimensión humana

     Las imágenes de su arte, reconoce Carlos Alonso (1929, Tunuyán, Mendoza), provienen tanto de la pintura como de la poesía de Lorca, Neruda, Dante o Pasolini. “Cuando entrás a algunos poetas, no salís indemne”, dice.
   La misma advertencia cabe para quienes visiten su retrospectiva Pintura y memoria en el Pabellón de exhibiciones temporarias del MNBA. Abarca más de veinte años de obra de este artista argentino que estuvo exiliado en Roma y Madrid y hoy vive en Unquillo, Córdoba, ciudad que descubrió gracias a su maestro “más en lo personal que en lo pictórico”, Lino Enea Spilimbergo. El público podrá ver por primera vez Manos anónimas (1976-2019), la instalación escultórica censurada por la dictadura, compuesta de figuras en papel maché de tamaño natural, pintadas al acrílico y dispuestas en una suerte de vidriera tenebrosa y sangrienta donde se exhibe el momento en que este país, parafraseando el comienzo de Conversación en la Catedral, se jodió de verdad, se jodió como nunca antes se había jodido. Después de entrar en contacto con el arte de Carlos Alonso, uno abandona el museo en estado de turbación, de asombro, y sin dudas modificado.

                                            *

       Una sala pequeña, apartada de la principal, contiene sus trabajos tempranos. En la serie Blanco y negro (1963), la falta de color transmite ausencia de alegría y de posibilidades. Los dibujos contienen interiores de casas humildes, la pobreza cotidiana que el artista había encontrado en su estancia en Santiago del Estero. Papeles pegados, fondos de tinta y trazos de carbón componen collages de hombres y mujeres, de un bebé y de la Vieja pelando una gallina (1964), personajes que David Viñas definió como “embadurnados, sometidos, que cuando apenas pugnan por ponerse de pie o sólo insinúan ese movimiento, alcanzan su mayor dimensión humana”.
    En la obra posterior de Alonso la dimensión humana a la que refiere Viñas aparecerá en dos versiones. Atravesada y casi siempre arrasada por el contexto histórico y social; o de modo individual, en la representación del artista olvidado o abandonado. A Alonso le interesa plasmar la soledad de sus maestros. Nos recuerda, por ejemplo, que a Spilimbergo todos lo celebraban por sus cualidades estéticas e inmateriales, mientras que el hombre, la materia, se pudría. 
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      2.   Las manos vendadas 
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Retrato LES, 1967
    Desde las páginas de Primera Plana, semanario fundado en 1962 por Jacobo Timerman, el director del Instituto Di Tella, Jorge Romero Brest, deslizó unas palabras en torno a la muerte del arte. Según él, los pintores de lienzo y caballete iban camino a la extinción. Por fortuna para nosotros, Carlos Alonso tomó aquellas declaraciones como un desafío. Su respuesta a la provocación arrojada desde lo más alto del ala pop del mundillo artístico fue ponerse a pintar.
     Pintó más de cuarenta y cinco retratos de Lino Enea Spilimbergo, con quien había estudiado durante dos años en Tucumán. Acerca de él, Alonso dice: “Vivía con modestia, era un asceta, despreciaba todo lo que fuera lujo, confort o derroche. Tenía un humor bastante negro y un aire melancólico, muy porteño”.
    Todo eso vibra en el tríptico compuesto por cuadros de dos metros por dos metros con retratos de Spilimbergo sentado. Para el espectador es como pararse frente a una montaña de soledad y melancolía. El rostro color venda sucia del retratado mantiene una expresión mustia. Los ojos chiquitos y hundidos. De una pintura a la otra, Alonso lo va desmaterializando. Desaparecen los colores del entorno, las formas y el mobiliario del cuarto que habita, la vestimenta y hasta el perro, único acompañante de sus días. 
   Lo que nunca faltan son las vendas en las manos y los pies. En los últimos años de su vida, Spilimbergo sufría de eccemas. La imagen se aferró con fuerza a la mente de Alonso: “Las vendas lo convertían en una especie de fantasma: aquellos trapos blancos se desplazaban por cualquier parte, jamás estaban en su sitio. Él hacía gestos y las vendas rozaban la cara del interlocutor. ¡Y sus pies vendados, como dos inmensos guantes de box!”.
    Las telas que envuelven manos y pies del artista le otorgan un aire de herido de guerra. Sin compañía, sin muebles ni felicidad, Spilimbergo queda reducido, en el acrílico de Alonso, a una pose inalterable de piernas cruzadas. Tal vez el tríptico pretenda señalar con ello una resistencia pasiva gracias a la cual artistas como Spilimbergo se mantienen incólumes pese a todo. Como si hubieran encontrado el secreto, luego de ese largo aprendizaje llamado vida, de cómo estar solos y no derrumbarse.
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3.   Los suicidados por la sociedad 
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Los cuervos azules, 1970
   Para Alonso, Van Gogh es imprescindible. “En una época en que los artistas pintaban monarquías, él decidió pintar sus zapatos”, dice. Y arriesga que, con el ingreso de los objetos sencillos a la tela, Van Gogh inauguró el pop art.  
   Este cruce palpita en la obra Los cuervos azules, de 1970, uno de los puntos más altos de la muestra. Rojo el cielo, roja la tierra de trigales chorreados, rojo el ojo del cuervo que nos observa, en este campo sangriento Van Gogh remonta el sendero luego de una jornada de trabajo. En el margen superior izquierdo sorprende una mujer joven con sombrilla que retoza en una pradera verde, despreocupada como una chica Lichtenstein, a punto de ser recogida por el auto amarillo que asoma la cuesta.
    El contraste de colores es fabuloso. Pinceladas de azul espeso (el vuelo de los cuervos) tajean el rojo que se impone en el cuadro y a su vez manchan el césped verde. Saltos temporales y estados de ánimos disímiles constituyen las fuerzas en pugna de la obra. El atribulado artista carga su atril, la chica toma sol sin despeinarse, el avance del auto es como el progreso que expulsa al pintor torturado y a los cuervos. Por último, en el margen inferior, un ave terrible nos escruta con su ojo sanguinolento para avisarnos que sabe que estamos allí. 
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La oreja, 1972
    El rojo también manda en La oreja (1972). Van Gogh escenificado por Alonso en su acto más radical: el corte del lóbulo como ofrenda de paz a Gauguin después de haberlo atacado con la navaja de afeitar. Con aspecto de foto de prontuario, Vincent fuma su pipa, la cabeza vendada. Flotan en la superficie del cuadro la navaja y la oreja cortada con anotaciones de manual de anatomía. A un costado el espejo refleja el cuarto del artista y el sobre donde metió la oreja amputada. La composición de Alonso descompone la tragedia de Van Gogh.
    “La oreja cortada era el límite que Van Gogh ponía a todos los triunfos posibles de la vida: al tronchar la oreja, castra esas victorias, las aniquila”. Alonso sigue en su reflexión al Artaud de Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Considera al pintor como síntoma de la corrosión social. Como señal de que algo se está pudriendo y de que un mundo nuevo nace. “Lo que crea es un temperamento, una forma heroica de asumir la pintura”, dice.

                                          *

  Año 1968: Vietnam, dictaduras latinoamericanas, guerra de guerrillas, la bohemia porteña, el Moderno y el Floridita. La época caló fuerte en las fibras íntimas de Alonso. Los golpes de Estado y el hambre de la clase obrera surgen en su díptico Sin pan y sin trabajo y Sin pan y con trabajo, versiones propias del cuadro homónimo de otra de sus influencias, Ernesto de la Cárcova (1866-1927).  
   El pintor realista había representado un gaucho, junto a su mujer y a su bebé, que por la ventana descubría el nuevo paisaje configurado por las chimeneas de las fábricas. Alonso lo recarga de dramatismo y de historia (asoman los rostros marmóreos de Yrigoyen y Uriburu). Traza una línea de continuidad entre el gaucho y los obreros, desdeñados por la sociedad hasta 1945. 


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Lección de anatomía, 1970
   Un suceso histórico contemporáneo le sirve al artista para insuflar vigor a un clásico del arte. En Lección de anatomía, de 1970, el cuerpo del Che Guevara (¿otro suicidado por la sociedad?) es ofrecido a la mesa de disección del Dr. Tulp. En el mismo movimiento, Alonso rinde tributo a Rembrandt a la vez que lo trae al presente incorporando elementos del pop y la imagen que marcó a toda una generación, la del guerrillero muerto con los ojos abiertos. 
     4.   Las manos anónimas

   En julio de 1977 desaparece Paloma, la hija de Carlos Alonso. Él ya había abandonado el país junto al resto de su familia en 1976. A su regreso a la Argentina, hizo lo único que podía hacer: pintar el horror de la década. La serie Manos anónimas (1986), trabajada en pastel al óleo sobre papel, presenta escenas realistas de hogares revueltos por manos militares, niños siendo secuestrados, sesiones de tortura difíciles de mirar.
    En el corazón de la muestra, y como parte de esta serie, se exhibe por primera vez la instalación escultórica Manos anónimas. El impacto que causa el conjunto es inmediato. De ganchos carniceros cuelgan una tira de asado y una camisa blanca que todavía chorrea sangre por los impactos de bala. Hay un hombre de sobretodo y sombrero que oculta su rostro, un busto de un prócer dado vuelta, un policía, un cadáver en el suelo cubierto de diarios, los brazos y piernas de un hombre que fuma en un sillón pero de cuyo cuerpo no tenemos noticias. Aquí Alonso grafica con brutal exactitud las palabras del genocida: “No está ni vivo ni muerto, está desaparecido”. 
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Manos anónimas, 1976-2019
     En 1976 la instalación fue censurada por los militares. Recién ahora pudo montarse siguiendo las instrucciones del artista: “Figura de mujer muerta tapada con diarios pintada con acrílico lo único que se le ven son los pies”; “un policía altura 1,75 robusto arma Itaka correas casco botas y cinturón pintados”; “media res de vaca pintada con acrílico”; “sobretodo de madera tamaño 1,75”; “sillón con fragmento de hombre que fuma”.
 
     5.   La carne argentina

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El grotesco y la tragedia también se anudan en los amantes que copulan en Mal de amores (1986). Dos cuadros que, por su tamaño y contenido, se destacan en la exposición. Enfermeros sospechosos (¿militares, servicios, grupos de tareas?) trasladan por el corredor azulejado del hospital a un hombre y una mujer que sobre la camilla consuman un sexo desesperado, acaso final. La pintura contiene señales inequívocas de que algo no está bien y nada es lo que parece (¿hospital público o centro de detención clandestino?). La tela tensada del camastro revela un estampado militar. Un enfermero lleva zapatos negros; otro, anteojos de sol y bigotes. Otro más nos interpela con gesto adusto, como si el niño de El ángel herido, de Hugo Simberg, hubiese crecido en Argentina y fuera mano de obra desocupada de los años de plomo.
    En la pared opuesta a Mal de amores se exhibe el tríptico Silencio, de 1978. La unidad temática se advierte enseguida. Un impasible hombre de sobretodo es sujeto de una intervención quirúrgica con visos de tortura. Una mano fantasmal le sostiene la mandíbula mientras el bisturí secciona su lengua o perfora su córnea para que, suponemos, no vea el mal, y si lo vio no lo diga, como en la leyenda de los tres monos sabios.  
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Mal de amores Nro 2, 1986
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     Como Francis Bacon, Alonso pinta bocas abiertas en aullidos inaudibles. Pinta rostros borrosos. Pinta la exuberancia obscena de la carne en el país más carnívoro del planeta. Los paralelos entre un artista y otro no se agotan ahí. Como Alonso, Bacon tomó de modelo El buey desollado, de Rembrandt. Y, al igual que el mendocino, utilizó para sus obras las cronofotografías de Eadweard Muybridge, el británico que con el movimiento de las imágenes se adelantó al cine.
     Juguete rabioso y La escalera, dos obras de Alonso de 1967, parten de sendas fotografías de Muybridge. En ellas, una niña juega con su muñeca y otra sube la escalera. El artista propone, en la parte inferior de los cuadros, pequeñas modificaciones allí donde la fotografía alcanzó su límite. En un caso, la niña cobra vida en los colores del acrílico; en el otro, el rostro pierde sus dulces facciones, nítidas en la foto, y luce distorsionado en una mueca aullante, la piel como hecha de humo. El resultado es una nena prematuramente envejecida que da un poco de miedo.
     El parentesco entre Bacon y el mendocino se hace más evidente en la exaltación de piezas de carnicería (Alonso: “Si yo te dijera a vos que Bacon me copió a mí, ¿me creerías?”). En Bacon se aprecia una contradicción entre fondo y figura: el plano estático ofrece contorno, armazón, pero la figura cae, se derrumba. Como apunta Deleuze, la forma deviene accidente, y ese accidente es el hombre.
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Carne congelada, 1974
     Alonso no deforma sus figuras. Pero los señores de traje de Carne de primera (1978), o el que fuma un puro en Carne fresca (1974) vestido de blanco impoluto, esos hombres sinuosos entre medias reses colgantes de tamaño descomunal están caricaturizados como terratenientes o ganaderos inescrupulosos. Evocan la figura de los dueños de la tierra y tiran de una cuerda histórica que une El matadero, los caudillos y la Campaña del desierto con los desaparecidos. Las cámaras frigoríficas de Alonso cifran la historia argentina y su pila de cadáveres, la carne “castigada y doliente” de los argentinos. “En el estado donde el carnicero vende sus lomos, al contado, (…) Hay cadáveres”, escribió Perlongher.
 
​  La retrospectiva de Carlos Alonso es una experiencia abrumadora, densa, necesaria. Y no es lo mismo un Alonso en el papel del catálogo o en las pantallas de nuestras computadoras que un Alonso en vivo. Las imágenes vivas reclaman una contemplación concentrada y vibrante de la que no salimos indemnes, como le pasa al artista con sus poetas favoritos, y como sucede, en definitiva, cada vez que el arte toca el nervio de una verdad. 

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