Año 6 / Número 23 / Septiembre 2018
¿Y vos? ¿Irías a una guerra?
Campo minado, de Lola Arias, construye memorias sobre Malvinas en la confluencia de distintas perspectivas y también en su tensión, poniendo de manifiesto la necesidad de acudir al otro para armar la historia propia. La puesta en escena del detrás de escena es el gesto performativo que convierte a la obra en un ejercicio memorial en sí mismo.
Campo minado
Dirección: Lola Arias
Teatro San Martín
Hasta el 30 de septiembre
Dirección: Lola Arias
Teatro San Martín
Hasta el 30 de septiembre
Cuando terminó la guerra, los soldados argentinos volvieron al continente sin pompas ni platillos. Los soldados ingleses asistieron a agasajos que no pudieron disfrutar. El olvido voluntario reinó en la política estatal argentina. Las historias privadas quisieron suplir esa falta, y -en los casos en que el combatiente volvió- las familias armaron reuniones y pancartas. En Reino Unido son más los soldados que se suicidaron al volver a su país que aquellos que murieron en las Islas. En Argentina, la contienda quedó pegada a la dictadura, y el discurso de los primeros años de posguerra negó a los combatientes todo rasgo loable.
Malvinas se volvió un campo minado en la guerra de 1982 y lo sigue siendo hoy. Por eso, en la obra de Lola Arias que se representó en el Teatro San Martín, el pasado está vivo. Tan vivo como los seis combatientes que se desplazan por el escenario, de un lado a otro, con una energía arrolladora. Tres argentinos y tres británicos están unidos, en Campo minado, por un mismo fin: contar la historia de esa guerra. Los recuerdos personales confluyen en una obra que despliega lo que deviene intimidad pública y construcción conjunta de las memorias de Malvinas.
Hay una pantalla cóncava en el escenario, que trastoca todo lo que en ella se proyecta. Lola Arias comprende a la perfección la potencia de la relación entre memoria, imagen e imaginación. Fotos, cartas, revistas, personajes históricos, objetos van recorriendo esa pantalla, a veces entera, a veces partida en dos, a veces vacía.
En el teatro hay, además, cartas de seres queridos. Un combatiente habla sobre ellas, sobre sus propias cartas. Otro, cámara en mano, intenta proyectarlas en la pantalla y recibe un no: esa me la guardo para mí. En otro momento, los protagonistas cuentan que muchos les han preguntado si era cierta o no tal o cual cosa que -se dice- sucedía en las Islas. Ellos deciden que eso no lo van a responder: hay cosas que quedan en Malvinas. Es que la indecibilidad es también parte de la memoria. Y la narración de los combatientes construye sentidos tanto por lo que dice como por lo que calla. Así, la expresión teatral se vuelve espejo del relato traumático. Como explica Leonor Arfuch en un hermoso texto sobre el espacio biográfico, el trauma, aún con su carácter elusivo e intratable, se vuelve cruce entre la historia personal y la colectiva. De este modo, el acto de narrar tiene un efecto sanador porque da forma a la experiencia y habilita una puesta en sentido, pero también porque implica la apertura a un diálogo. Los soldados hablan de a uno, se escuchan entre sí, se entrevistan mutuamente, se responden. Al contar sus historias, los combatientes se escuchan, todos ellos, y recuperan la comunicación, diría Arfuch, “en su sentido ético”.
Malvinas se volvió un campo minado en la guerra de 1982 y lo sigue siendo hoy. Por eso, en la obra de Lola Arias que se representó en el Teatro San Martín, el pasado está vivo. Tan vivo como los seis combatientes que se desplazan por el escenario, de un lado a otro, con una energía arrolladora. Tres argentinos y tres británicos están unidos, en Campo minado, por un mismo fin: contar la historia de esa guerra. Los recuerdos personales confluyen en una obra que despliega lo que deviene intimidad pública y construcción conjunta de las memorias de Malvinas.
Hay una pantalla cóncava en el escenario, que trastoca todo lo que en ella se proyecta. Lola Arias comprende a la perfección la potencia de la relación entre memoria, imagen e imaginación. Fotos, cartas, revistas, personajes históricos, objetos van recorriendo esa pantalla, a veces entera, a veces partida en dos, a veces vacía.
En el teatro hay, además, cartas de seres queridos. Un combatiente habla sobre ellas, sobre sus propias cartas. Otro, cámara en mano, intenta proyectarlas en la pantalla y recibe un no: esa me la guardo para mí. En otro momento, los protagonistas cuentan que muchos les han preguntado si era cierta o no tal o cual cosa que -se dice- sucedía en las Islas. Ellos deciden que eso no lo van a responder: hay cosas que quedan en Malvinas. Es que la indecibilidad es también parte de la memoria. Y la narración de los combatientes construye sentidos tanto por lo que dice como por lo que calla. Así, la expresión teatral se vuelve espejo del relato traumático. Como explica Leonor Arfuch en un hermoso texto sobre el espacio biográfico, el trauma, aún con su carácter elusivo e intratable, se vuelve cruce entre la historia personal y la colectiva. De este modo, el acto de narrar tiene un efecto sanador porque da forma a la experiencia y habilita una puesta en sentido, pero también porque implica la apertura a un diálogo. Los soldados hablan de a uno, se escuchan entre sí, se entrevistan mutuamente, se responden. Al contar sus historias, los combatientes se escuchan, todos ellos, y recuperan la comunicación, diría Arfuch, “en su sentido ético”.
En una reproducción del debate histórico sobre la soberanía de las Islas, una sucesión de hechos, de argumentos, es enunciada en contrapunto por un británico y un argentino. Uno tras otro, los dos soldados enumeran eventos que marcaron desde el siglo XVIII la disputa por las Malvinas. Son todos hechos ciertos. Whatever, dice el combatiente inglés. La interacción no es un debate sino, nuevamente, una escucha. No importa quién tiene razón. Campo minado construye memorias en la confluencia de distintas perspectivas y también en su tensión, poniendo de manifiesto la necesidad de acudir a otros para armar la historia propia. Pero además, en ese whatever -sea como fuere; no importa- se juega el sentido de la obra teatral, que es también el punto de fuga de la memoria. Es el espacio en blanco de la historia lo que une a los combatientes más allá de sus nacionalidades. Ese gesto que se rehúsa a aceptar la linealidad contada en las memorias oficiales es un gesto que prefiere dar vuelta la historia: empezar desde el presente e ir hacia el pasado. Para invertir los hechos, para recuperarlos, a partir del reconocimiento de la imposibilidad de llenar ese espacio en blanco de la historia, los combatientes-actores realizan lo que, diría Rancière, es un salto al vacío, que concibe lo verdadero como lo no asequible.
Enunciar la ausencia es, también, mostrar que la experiencia es inaprensible en tanto espectáculo y en tanto presente: la experiencia es de quienes la vivieron. Son ellos mismos los que nos preguntan: ¿alguna vez fuiste a una guerra? ¿Alguna vez alguien se murió en tus brazos? Una pesada música ejecutada, por supuesto, por los combatientes expone, en su ritmo, en su tenor y en la voz desaforada del soldado que la canta, todas las atrocidades y también la bronca que la guerra les dejó. ¿Y vos, irías a una guerra? Esas preguntas no quieren respuesta, hablan por su silencio que es, justamente, lo que las impregna de horror. Hay algo que escapa a la disputa por las islas y que es la humanidad de quienes protagonizaron la guerra. La vida se presenta en sí misma como una lucha, la vitalidad de los combatientes se torna argumento en una disputa por los sentidos de la guerra. El nacionalismo que invadió a nuestra población en abril de 1982 se vuelve conmovedoramente atroz. Los hombres que nos miran desde el escenario se vuelven conmovedoramente reales. Testimonio vivo de la guerra, contrapunto de las noticias y rumores que circularon en esos dos meses y medio de 1982, los combatientes argentinos y británicos comparten la experiencia de Malvinas, una experiencia a la que no se puede no volver.
Enunciar la ausencia es, también, mostrar que la experiencia es inaprensible en tanto espectáculo y en tanto presente: la experiencia es de quienes la vivieron. Son ellos mismos los que nos preguntan: ¿alguna vez fuiste a una guerra? ¿Alguna vez alguien se murió en tus brazos? Una pesada música ejecutada, por supuesto, por los combatientes expone, en su ritmo, en su tenor y en la voz desaforada del soldado que la canta, todas las atrocidades y también la bronca que la guerra les dejó. ¿Y vos, irías a una guerra? Esas preguntas no quieren respuesta, hablan por su silencio que es, justamente, lo que las impregna de horror. Hay algo que escapa a la disputa por las islas y que es la humanidad de quienes protagonizaron la guerra. La vida se presenta en sí misma como una lucha, la vitalidad de los combatientes se torna argumento en una disputa por los sentidos de la guerra. El nacionalismo que invadió a nuestra población en abril de 1982 se vuelve conmovedoramente atroz. Los hombres que nos miran desde el escenario se vuelven conmovedoramente reales. Testimonio vivo de la guerra, contrapunto de las noticias y rumores que circularon en esos dos meses y medio de 1982, los combatientes argentinos y británicos comparten la experiencia de Malvinas, una experiencia a la que no se puede no volver.
Los hombres que están en escena cuentan cómo fue ensayar la obra, se cambian de ropa delante nuestro, mueven la escenografía sin telón que los cobije. Están expuestos, ellos, la obra, los mecanismos de construcción de una historia sobre la guerra. Esta puesta en escena del detrás de escena es el gesto performativo que hace de Campo minado un ejercicio memorial en sí mismo.
Obra abierta y conflicto latente, Malvinas es, en palabras de sus protagonistas, “un museo vivo de la guerra”, un campo que permanece minado y que, por eso, es difícil recorrer. Los combatientes se desplazan en el espacio y en el tiempo, y nos hacen viajar con ellos, desde el pasado hasta el presente y desde el presente hasta la guerra. Get back, la canción de los Beatles, forma el clímax de la obra y la síntesis de lo que es Campo minado: un retorno a ese lugar, a ese momento, que es también presente y que es uno de los grandes temas irresueltos en nuestra historia nacional. Las ambivalencias que irrigan el conflicto por las Islas se tornan idas y vueltas que impregnan el escenario, las voces de los combatientes, sus historias de vida y sus ensayos. Cuando ensayamos hicimos una escena que no incluimos, no nos gustaba hacerla y no queríamos ponernos en lugar de víctimas. Los combatientes rechazan de un cimbronazo el discurso posbélico desmalvinizador. Ellos actúan, pero también musicalizan, filman, disponen la escenografía, cambian de ropa, de posición, de rol. Son dueños de la representación de una guerra que protagonizaron sin poder representar. Los combatientes actúan deliberadamente y despliegan, con ello, un hacer contestatario, que niega la idea de que estos hombres hayan sido alguna vez “chicos de la guerra”. Sus cuerpos imitan los movimientos que hicieron durante la batalla, pero también, por momentos, parecen dejarse llevar por el ritmo de la música. Entonces bailan indisciplinados, entonces la vida desborda la historia.
Obra abierta y conflicto latente, Malvinas es, en palabras de sus protagonistas, “un museo vivo de la guerra”, un campo que permanece minado y que, por eso, es difícil recorrer. Los combatientes se desplazan en el espacio y en el tiempo, y nos hacen viajar con ellos, desde el pasado hasta el presente y desde el presente hasta la guerra. Get back, la canción de los Beatles, forma el clímax de la obra y la síntesis de lo que es Campo minado: un retorno a ese lugar, a ese momento, que es también presente y que es uno de los grandes temas irresueltos en nuestra historia nacional. Las ambivalencias que irrigan el conflicto por las Islas se tornan idas y vueltas que impregnan el escenario, las voces de los combatientes, sus historias de vida y sus ensayos. Cuando ensayamos hicimos una escena que no incluimos, no nos gustaba hacerla y no queríamos ponernos en lugar de víctimas. Los combatientes rechazan de un cimbronazo el discurso posbélico desmalvinizador. Ellos actúan, pero también musicalizan, filman, disponen la escenografía, cambian de ropa, de posición, de rol. Son dueños de la representación de una guerra que protagonizaron sin poder representar. Los combatientes actúan deliberadamente y despliegan, con ello, un hacer contestatario, que niega la idea de que estos hombres hayan sido alguna vez “chicos de la guerra”. Sus cuerpos imitan los movimientos que hicieron durante la batalla, pero también, por momentos, parecen dejarse llevar por el ritmo de la música. Entonces bailan indisciplinados, entonces la vida desborda la historia.