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Año 8 / Número 29 / Diciembre 2020
Bolivia dijo sí

El final del estilo paramilitar de gobernar


Un año después de las elecciones de 2019, anuladas por un golpe de Estado, el 18 de octubre Bolivia volvió a votar. Consagró en primera vuelta al mismo partido socialista que desde 2005 ganó con holgura todas las presidenciales. El fin de la dictadura fue tan rápido como su tránsito demorado y atroz.

Por Alfredo Grieco y Bavio desde Buenos Aires, y Mario Murillo Aliaga desde La Paz
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Luis Arce, el candidato del MAS, tras el triunfo en las elecciones presidenciales en Bolivia
A la siempre viva memoria de nuestra tía Sandra Aliaga,
intelectual sin descansos, ejemplo de periodistas,
 dueña de la sazón y del tino

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Después de una larga espera los bolivianos se aprestaban a votar, por fin, el 18 de octubre de 2020. Los aplazamientos habían sido múltiples, calculados e incalculables, y cada decisión había cuajado el oportunismo político del poder ilegítimo que buscaba perdurar legitimado por una elección cuya fecha y circunstancias creía que estaba en sus manos manipular, y la oportunidad del virus y la muerte sin oxígeno en el país sin oxígeno.
 
Las elecciones se celebraron casi doce puntuales meses después de las anuladas el 20 de octubre de 2019 con el pretexto de fraude electoral. Durante un año calendario, el ‘gobierno de la transición eterna’ presidido por la senadora beniana Jeanine Áñez administró a Bolivia en tiempos de una pandemia que a la vez alargó artificialmente el mandato de facto de la política amazónica y aceleró naturalmente su derrota y su fin.
 
La gestión de Áñez y sus colaboradores fue desastrosa. Su rasgo más saliente fue una ineficiencia a la que no corregía ni siquiera el interés egoísta de la corrupción. Incapaz de gestionar la relativa normalidad burocrática heredada de 14 años de disciplina partidaria del MAS en el Palacio Quemado y la Casa del Pueblo, fue desbordada cuando el coronavirus llegó con virulencia al frío del Altiplano. Fueron días enturbiados por los cadáveres en las calles y el humo y el olor de onerosos hornos crematorios.

​Desde principios de año, la presidenta súbita había devenido candidata presidencial repentina en binomio con el empresario más fastuoso del país, Samuel Doria Medina (el político mundial que en 2015 tuiteó la primera de todas las felicitaciones correligionarias que recibió Macri por su triunfo). Pero decidió declinar su candidatura un mes antes de las elecciones, el 17 de septiembre, ante la evidencia del apoyo casi nulo con el que contaba, que había decrecido con cada muerte, cada fracaso, cada nuevo latrocinio al que sólo limitaba la propia incompetencia selvática aun para robar y huir sin ser pescada. Por cierto, no dijo ni una de estas feas palabras en su coreografiado renunciamiento. Prefirió invocar razones, si bien también calculadoras, exteriormente más sacrificadas y altruistas: la necesidad de una candidatura de unidad para evitar que volviera “la dictadura del MAS”.
 
Una semana antes, el candidato conservador Jorge “Tuto” Quiroga, vicepresidente de Hugo Banzer en 1997 y presidente, después, tras el fallecimiento del ex dictador (que esta vez había llegado democráticamente al poder), también anunció su renuncia a la candidatura. Con el mismo argumento generoso y frentista de la presidenta. Así, en la recta final de la elección, una semana antes de la votación, competían el paceño Luis Arce –candidato presidencial por el Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos- Movimiento al Socialismo (IPSP-MAS)-, el paceño Carlos Mesa -candidato por Comunidad Ciudadana (CC)- y el cruceño Luis Fernando Camacho -candidato por Creemos. 
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El golpista Luis Fernando Camacho
 
Durante la semana anterior a las elecciones el debate en los medios se concentraba, también, en un cálculo. En hacer cuentas. Sumando tales votos, restando tales otros, subestimando estos apoyos, sobrevalorando la posibilidad de aquellos, el IPSP-MAS, del que nadie dudaba ya que fuera el favorito (doce meses de injuriarlo no le habían hecho mayor mella), ¿llegaría a ganar en primera vuelta o debería enfrentar a CC en segunda?
 
Si algo justificaba ese cotidiano uso del ábaco en público, ante las cámaras y micrófonos, eran las encuestas. Que no resolvían la cuestión, y por eso abrían la puerta y las pantallas y parlantes a la futurología recreativa. Unánimes en el apocamiento, los números de los sondeos auguraban una elección reñida, ajustada entre Arce y Mesa. El empate catastrófico es una de las distopías bolivianas favoritas. El periódico paceño Página 7, incluso, contrató una encuestadora para que dijera eso con todos los artilugios profesionales del caso, que en ese periódico antimasista prefieren a las más baratas verdades que salen de la lectura de la coca en las casillas de brujas instaladas ese mes, el de la Pachamama, una al lado de la otra en la Ceja de El Alto: que había desde luego un empate técnico entre Arce y Mesa. Todas las encuestas fallaron en sus moderados vaticinios; varias de ellas pedirían “disculpas” al público días después de la elección. (El solo hecho de que estas empresas rentadas busquen el perdón en público, ¿no abre la puerta inevitable a la duda de que recibieron alguna felicitación, y gratificación, en privado? Si la muestra encuestada corresponde a lo que la sociología electoral llama ‘voto oculto’, ¿toca a las encuestadoras excusarse porque tales cosas existan? Desde luego, aun estas hipótesis exculpan a este pujante sector del empresariado del mismo craso reproche básico y primero que merecía la gestión del gobierno saliente: su baja calidad, su déficit irremontable de idoneidad).
 
El domingo anterior a las elecciones los contendientes organizaron caravanas de campaña en distintos puntos de Bolivia. Ávidos de noticias –ávidos de esta noticia- los medios, en sus coberturas publicadas al día siguiente, hablarían de violencia e intolerancia interpartidaria. De enfrentamientos físicos, lesivos, armados, entre adeptos a los frentes políticos rivales. En realidad, hubo  escaramuzas aisladas, que sólo se hicieron conocidas gracias al profesionalismo de periodistas a quienes se había encargado no volver a las redacciones sin esta noticia. En los periódicos aparecieron debidamente en primera plana como uno de los rasgos distintivo de la jornada. Página 7 titulaba un reporte de los hechos con estas palabras: “Caravanas, chicharrón y violencia en la recta final de las campañas”. La antropóloga francesa Isabelle Combès, especialista en el Oriente boliviano, donde reside desde hace décadas, suele repetir un comentario muy galo, o en todo caso gastronómico: “En honor a la verdad, no hay pasión política boliviana que no interrumpa o pause un chicharrón”. La caravana de los violentos tenía que almorzar, exigió su refrigerio.
  
En las redes sociales se compartía mucha información, o lo que pasaba por ella. En los grupos de whatsapp los que se oponen al MAS, conocidos como ‘pititas’ desde que el año pasado se movilizaban para expresar su desagrado por la cuarta postulación de Evo Morales como candidato presidencial, reenviaban sin parar memes vinculados al supuesto fraude del año pasado, a las denuncias de estupro contra Evo Morales, al inminente destino venezolano de Bolivia si votábamos al candidato masista. La argumentación injuriaba la inteligencia: si votábamos por el sobrio Lucho Arce, el ministro de Economía que había aumentado las reservas de divisas de Bolivia a niveles que multiplicaban más de cinco veces las argentinas, había apreciado el peso boliviano y mantenido constante su valor, y había neutralizado toda suba considerable del nivel de precios, de inmediato dejaríamos de ser uno de los países con más baja inflación de América, y nos convertiríamos en el que tiene la más alta inflación de la tierra y de la historia. ¿Por qué? Porque Evo Morales, como antes Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos, y tanta otra gente en democracias electorales pluripartidarias, se había postulado por cuarta vez como candidato presidencial.  
 
En Facebook, el perfil del ingeniero Edgar Villegas reza: “Tratando de ayudar a mi país en lo que puedo. Lo más visible que hice fue denunciar públicamente el fraude”. El año pasado se había convertido en una celebridad mediática tecno-nerd con sus denuncias, que compensaban la parva seriedad matemática con talento para el sensacionalismo, sobre el presunto fraude electoral masivo del oficialismo para retener un poder que los votos le retaceaban. Por supuesto, insistía con el fraude, que descalificaba por fraudulento a quien no lo reconocía –el candidato Arce. 
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Jeanine Añez, responsable de graves hechos de corrupción durante su paso por el poder


​​Desde organizaciones militantes del MAS y sus votantes, se enviaban a los grupos de whatsapp memes y artículos sobre las diferencias entre el año de terror y miseria que nos había tocado vivir en Bolivia durante el gobierno de Áñez y los catorce años de bonanza del gobierno de Morales. No era tarea difícil encontrarlas. Se enviaban también denuncias de la enorme variedad de torpes actos de persecución y corrupción que los mejores ministros de Áñez habían llevado adelante oficiosamente. A pesar de que también aquí la ferocidad de las amenazas había sido embotada por la ineptitud para cumplirlas, el balance era penoso: campañas de intimidación del ministro de Gobierno, Arturo ‘El Bolas’ Murillo, el aprendiz de paramilitar; compras fraudulentas de respiradores que nunca llegaron a suelo boliviano gestionadas, para su provecho con dinero del Tesoro, por el Ministro de Salud, Marcelo Navajas, y el Embajador de Ciencia y Tecnología, Mohammed Mostajo-Radji; rápidas concesiones de tierra que recibió el efímero ministro de Economía, Branko Marinkovic; las apresuradas torpezas diplomáticas de la Canciller, Karen Longaric, veloz y oportuna en expulsar, por comunistas, a tres mil médicos cubanos en vísperas de la mayor catástrofe sanitaria de la rica historia de la enfermedad en Bolivia. La lista es más larga, tan larga como la nómina del funcionariado mayor del gobierno de Áñez, héroes que  protagonizaron escándalos de corrupción e ineficiencia. Evo Morales publicó en twitter una fotografía falsa de Arturo Murillo acompañado de un sacerdote bendiciendo armas. Al enterarse de que era trucada, la borró de su cuenta.
 
A pesar de que le quedaban pocos días de gestión, o tal vez justamente por eso, el Gobierno de Áñez no frenaba su hiperkinetismo en destituir funcionarios y hacer nuevas designaciones. El 15 de octubre, tres días antes de las elecciones, Rafael Quispe, el virulento opositor al MAS, hasta hacía poco Director del Fondo Indígena, fue posesionado como viceministro de Descolonización. Ese mismo día, la canciller Karen Longaric, esa fan croata de Donald Trump, designó a dos nuevos viceministros en su cartera. Al día siguiente, la Presidenta nombró al economista cruceño Agustín Saavedra Weise como presidente del Banco Central de Bolivia (BCB). 

​Los frentes en disputa se mantenían en campaña electoral. Mientras Luis Arce y Luis Fernando Camacho recorrían las ciudades en caravanas, Carlos Mesa hablaba a través de mensajes de YouTube. Tanto el IPSP-MAS como CC cerraron sus campañas en Santa Cruz, en busca del voto del oriente, elusivo para candidaturas collas, y más todavía paceñas; el camba Camacho intentó acercarse a las ciudades del occidente, pero le fue difícil caminar por La Paz o Potosí sin ser insultado: ocurre que en el festival de fracasos que fue el gobierno de Áñez tuvo oportunidad de participar, conspicuamente, como nunca antes, el entero personal político e intelectual de las élites cruceñas, aquellas que se quejaban de que el populismo nunca les daba chance de que sus consejos y directivas fueran escuchados.
 
Los memes, los spots, las caravanas se multiplicaron, gastando su capital de vértigo y frenesí, hasta que llegó el ritual silencio electoral, tres días antes de la fecha de los comicios. Silencio que rompieron oficiosamente las voces de Lamento Boliviano, los atletas de la queja: CC y Creemos se acusaron mutuamente de ser ‘funcionales al MAS’. En las redes sociales los mesistas culpaban a Camacho de dividir el ‘voto útil’ con su postulación; los camachistas, menos abstractos, más viscerales, apuntaron al cuerpo de Mesa, y le señalaron “no tener huevos” para enfrentar a Evo Morales.  
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El candidato Carlos Mesa, quien perdió la elección por más de diez puntos con Luis Arce

Quien se bajara de las redes sociales y caminara por la ciudad de La Paz, sede del gobierno de Bolivia, empezaría a encontrar sospechoso, o dudoso, el gris pronóstico de indecisión en que habían confluido las encuestadoras, a encontrar infundados los presagios fatalistas de memes y analistas. En los mercados, en los restaurantes, en los micros y minibuses –todos funcionando a media capacidad por causa de la pandemia- parecía que las conversaciones, cuando cruzaban a la orilla política, coincidían en el hartazgo con el gobierno de Áñez y en la alegría de por fin poner un voto que los alejara de la oposición que sin la tiranía se había dado el gusto de gobernarnos.
 
A medida que se acercaba el día de ese voto, los periódicos insistían en que la incertidumbre y el miedo definían el humor social boliviano, y la vida cotidiana: “Largas filas en las gasolineras y en migración días antes de las elecciones”, “Aumenta el temor en la población días antes de las elecciones”. Hasta que llegó la hora de la gran desmentida. El domingo 18 de octubre las personas votaron en Bolivia con absoluta calma y tranquilidad. La sensación mayoritaria fue inocultable, visible, palpable, de alivio y celebración. El miedo a que Áñez y su pandilla se quedaran indefinidamente se había terminado. Ése era el miedo que no registraban sondeos y analistas y grandes medios. En contra de las notas agoreras, no hubo violencia ni irregularidades. Una elección normal, que sólo sorprendía por compararla con tantos relatos que ya la habían narrado violenta, como una pasión inútil para dirimir el futuro. ​
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​Para el fin de la tarde, se habían cerrado los centros de votación y empezó el cómputo. Al igual que el año pasado, muchas personas retornaron a sus mesas de votación, al final de la tarde, para ser testigos oculares del recuento.

A las 8.00 de la noche, habían anunciado los medios de comunicación, las encuestadoras darían los resultados de boca de urna. Sin embargo, aunque todos los canales habían anunciado a lo largo del día esta hora como el momento culminante –y tenían a su correspondiente equipo de analistas listos frente a la cámara para comentar los anticipados resultados-, ninguna de las emisiones los compartió a la hora anunciada. Las encuestadoras brindaban distintas excusas para explicar el retraso; los analistas farfullaban opiniones intrascendentes, irrefutables, tautológicas, como correspondía a su oficio en la hora que el país iba a cambiar de jefatura; los presentadores alargaban y alargaban la expectativa. Aunque no se sabían los resultados, el ambiente ominoso que reinaba en los medios de comunicación podía anunciar una sola cosa: una enorme victoria del MAS. Y esta vez, las elecciones habían sido organizadas por quienes el año pasado habían dicho que había habido fraude.
 
Recién a media noche, algunos medios informan que el MAS ganó en primera vuelta. El silencio de la noche en La Paz se rompe con el estruendo de miles de petardos que truenan celebrando la victoria. En Sopocachi, en la puerta de la casa de campaña del MAS, la gente baila frenéticamente, las cholas hacen girar sin parar sus polleras. 

 ​Al día siguiente, en el país y en La Paz, reina la calma. Los periódicos enfatizan la amplia participación y la tranquilidad de los comicios. “Ganó la gente: alta asistencia y calma pese a la larga espera” titula Página 7.
Dos días después de las elecciones, el martes 20, empiezan algunas protestas en Santa Cruz, Cochabamba, Sucre y Oruro. Como el año pasado, gritan “fraude” sin parar y exigen anular las elecciones. A diferencia del año pasado, son grupos aislados y mucho más reducidos. Días después el Comité Cívico Pro Santa Cruz se une a las denuncias y anuncia que “no reconocerá a Luis Arce como presidente mientras el TSE no despeje las dudas que existen sobre la transparencia del proceso electoral del domingo”. Sin embargo, los grupos que se reúnen por las noches a protestar en las puertas de los Tribunales electorales departamentales siguen siendo pequeños. Esbozan, además, argumentos descabellados: que los votos se contaron en Venezuela o en Panamá; que es una conspiración donde todos, Áñez y Mesa incluidos, son cómplices. 

Mientras estas manifestaciones marginales se suceden, los políticos derrotados actúan de diversas maneras. El candidato a vicepresidente por Creemos, el potosino Marco Pumari, acompañante de Camacho y su leal escudero en los sucesos de noviembre de 2019, convoca a los potosinos para que lo insulten a él, en la puerta de la Catedral, en la plaza 10 de Noviembre, la plaza central de la ciudad, para que se “descarguen conmigo y no con mi familia”. Al día siguiente, una multitud acude a la cita y lo espera para descargar su ira. Algunos llevan tomates y huevos, una señora carga billetes de Alasitas y le dice a un reportero: “Cómo vamos a gastar comida en ese tipo, yo le voy a lanzar billetes por vendido”. Pumari aparece y la multitud enardecida lo insulta mientras verduras y billetes caen sobre él, que huye rápidamente a refugiarse en una casa cercana. 

Mesa, en La Paz, después de largos silencios –el resentimiento es su fuerte-, felicita a Arce por la victoria y se autoproclama junto a sus compañeros de CC como los “líderes de la oposición”. Camacho, en Santa Cruz, acepta la derrota pero “advierte a Arce que no permitirá persecución contra opositores” y vocifera, olvidándose de la historia, y de que cambas y cruceños habían gobernado este año que terminaba con la victoria de los otros, que Santa Cruz “por fin tiene una bancada digna”. 

Uno de los grupos que protestan en Santa Cruz instala una vigilia en la puerta de un cuartel militar, pidiendo la intervención del Ejército para anular las elecciones. De rodillas, después de rezar, les ruegan a los militares que instalen, esta vez, una ‘Junta Militar’ decente para evitar definitivamente el retorno del MAS al poder. En los medios y en las calles de la misma capital del Oriente hay un extendido fastidio y repudio a este grupo de suplicantes. 

El 26 octubre, días antes de terminar su mandato, los legisladores del MAS anulan el reglamento basado en dos tercios y lo cambian a mayoría simple para la siguiente judicatura. Las protestas se refuerzan un poco en los días posteriores pero distan de ser masivas.  

El 1 y el 2 de noviembre en la mayor parte de los hogares bolivianos se celebra Todos Santos. Las mesas para los muertos se multiplican este año por la pandemia y las masacres y miserias del gobierno de transición.

El lunes 2 de noviembre, por la noche, cuando las almas ya han vuelto a su lugar después de visitar la tierra, en Santa Cruz se lleva adelante un Cabildo. Las resoluciones: anular los comicios y solicitar apoyo militar para frenar la posesión. También se define un paro provincial para el jueves y un paro departamental para el viernes, días antes de la posesión de Arce.

El 5 de noviembre, en un discurso de once minutos, una escueta Jeanine Áñez lee su informe final de gestión. Como hacía notar un reportaje de Página 7, ninguno de sus “hombres fuertes” la acompañaban: los ministros de Gobierno, Arturo Murillo; de Defensa,  Fernando López, y de Economía, Branko Marinkovic brillaron por su ausencia. En algún caso –el del Bolas, el del indiecito de Microsoft, el ministro de Educación Víctor Hugo Cárdenas-, habían sido expulsados, como lastre indeseable, inmediatamente después de la victoria masista. “Rodeada de 12 ministros, la mandataria destacó cuatro logros de su gestión y aludió a los casos de corrupción como ‘nuestros propios tropiezos’”.
Poco después, Evo Morales confirmaba su retorno a Bolivia. Desde su twitter anunciaba su ingreso al país por Villazón, desde la Argentina, en una caravana que finalizaría donde todo empezó para él y para la Bolivia del Estado Plurinacional: en el Chapare, en el corazón del Trópico de Cochabamba.

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El presidente Alberto Fernández acompaña a Evo Morales en su retorno a Bolivia

​Los paros en Santa Cruz, tanto el provincial del jueves como el departamental del viernes, fueron un bochorno. Apenas unas cuantas personas bloquean algunas rotondas y esquinas; la mayoría repudia las acciones. En otras ciudades, las convocatorias que lanzaron los Comités Cívicos departamentales no llegaron a concretarse, o ni siquiera a recordarse. El sábado, un día antes de la posesión del nuevo presidente, reina la calma.
 
En medio de una multitud jubilosa en la ciudad de La Paz, con la presencia de representantes de más de diez países, como el presidente de Argentina, Alberto Fernández y el rey de España, Felipe VI, el domingo 8 de noviembre de 2020 Luis Arce juró como presidente del Estado Plurinacional de Bolivia. Lo hizo sobre la Constitución Política del Estado y recibió la banda presidencial de manos del vicepresidente democráticamente elegido, David Choquehuanca. Terminaba así la pesadilla que había empezado casi un año antes, el 12 de noviembre de 2019, cuando la beniana Jeanine Áñez juraba frente a una Biblia exhumada ad-hoc para el espectáculo y el general cochabambino Williams Kaliman que les había sugerido la indeclinable renuncia a Evo Morales y Álvaro García Linera colgaba la banda presidencial en su pecho. 

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