Año 8 / Número 28 / Mayo 2020
Mujeres de mal agüero
El debut literario de Fermín Eloy Acosta evoca el lenguaje y la geografía de la literatura gauchesca. Tres mujeres atraviesan el desierto en una carreta con el único propósito de dar sepultura al cuerpo de otra mujer. Las voces femeninas se turnan para contar una historia donde todos los signos anticipan los peores presagios, esos que acechan siempre a quien intenta cruzar el desierto.
Esta novela es relevante por varias razones, una de ellas es que se trata de la primera novela del autor, que así muy fresca, viene a inscribirse, aunque sea anacrónicamente, en la serie de la literatura gauchesca. Claro que no es estrictamente como un poema de Hernández o como los mapas de las andanzas trazados por Mansilla, pero está ahí, sin duda en diálogo con los albores de la literatura nacional. También lo hace con la constelación de obras contemporáneas que retoman de algún modo la gauchesca, pero narradas con voces femeninas: Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara, Enero de Sara Gallardo y El año del desierto de Pedro Mairal, entre otras. En la narradora femenina de esta andanza por el desierto que es Bajo lluvia, relámpago o trueno, se le otorga voz a quien no la tuvo: la mujer pobre del campo de hace dos siglos atrás.
Los personajes son cuatro mujeres -una de ellas muerta- y un hombre, quienes van en una carreta rumbo a un pueblo donde la muerta ordenó ser enterrada. De hecho, es ella quien abre el texto: “Ahora suba al carro. Sin miedo, salga y cruce el campo. La amargura sabe asentarse. ¿Se acuerda de ese trago de ajenjo todas las noches en la cocina, y cómo poníamos a correr la sangre: de un lado a otro?”. Luego, es la voz de una de las hijas la que retoma casi toda la narración, excepto por algunos pasajes donde la muerta continúa dirigiéndose a ella en segunda persona, dándole directivas.
El lenguaje de la novela está trabajado con minucia y dedicación, como un bordado que se va construyendo con imágenes y palabras que de tan viejas parecen nuevas (refucilo, tapera, brasero). La extrañeza del estilo genera un universo actualizado por medio del cual el lector se ve llevado en este viaje tan particular. El campo que los personajes atraviesan no tiene límites ni bordes: es aquello aún no dominado por la cuadrícula de la ciudad. Una intemperie absoluta en la que se pone de manifiesto la fragilidad de los cuerpos ante la naturaleza.
Hay un mapa que aparece al principio de la historia pero que luego viaja escondido entre las ropas de Rudes, hermana de la muerta, y luego se lo queda Perdernera, el hombre que maneja el carro. La narradora apenas lo ve pasar como una promesa esquiva y funciona como la esperanza de llegar a destino. En realidad, es el recorrido de la carreta lo que hace mapa en ese desierto de polvo y fortines vistos de lejos. No hay nada más que campo y más campo alrededor, sin embargo, los personajes se aferran a su humanidad para no terminar de perderse en esa intemperie.
La determinación, por momentos absurda, de continuar con la travesía, descansa en la necesidad de oponerse a la barbarie a través del rito cristiano del entierro: solo los animales y los indios no dan sepultura a sus muertos. Para sostenerse del lado de lo civilizado, la narradora también adopta un perro que encuentra por ahí y lo llama El lengua. Por un lado, una mascota implica la domesticación de un otro inferior, y, por otro, le pone ese nombre que la reasegura en la palabra, el lenguaje como marca de ingreso en la cultura. Una de las últimas cosas que pierde la narradora en manos de esta despersonalización que opera el desierto sobre ella -y sobre todos los personajes-, es el perro.
El relato se construye como una tragedia desde el título -que alude a una frase de la obra La tragedia de Macbeth de Shakespeare. Contra viento y marea, van a enterrar a la muerta y el texto nos hace saber mediante indicios que esa determinación no es la mejor, lo que se conoce en el lenguaje de la novela como “mal agüero”. Los signos de que las cosas pueden salir mal, proliferan: está por desatarse una tormenta, la carreta es seguida por pájaros carroñeros, y apenas comienzan la marcha, atropellan un animal. Dice el conductor de la carreta, al que contrataron para emprender este viaje, luego de tener un accidente: “Ya me lo habían dicho en el pueblo y hasta me lo dijeron varios. Con esas no, mal agüero, juntadera de problemas, viven en casa rodeada de perros, reciben gente del fortín que entra y sale, cada tanto. Pura maldición llevan esas, acarrean, levantan desgracia, la sueltan en cualquier parte, con ellas va la malaria. A esa casa no se acerque, avisaron: vienen del campo a la ciudad, echadas por la mala suerte, rompen lo que tocan”.
Lo último, y una de las cosas más destacables de esta novela, es que no solo viene a echar una luz nueva sobre la tradición literaria argentina, sino que además, en un giro paradójico, suma color a la producción literaria actual que, últimamente, nos tiene acostumbrados a cierta homogeneidad en temas y formas.
Los personajes son cuatro mujeres -una de ellas muerta- y un hombre, quienes van en una carreta rumbo a un pueblo donde la muerta ordenó ser enterrada. De hecho, es ella quien abre el texto: “Ahora suba al carro. Sin miedo, salga y cruce el campo. La amargura sabe asentarse. ¿Se acuerda de ese trago de ajenjo todas las noches en la cocina, y cómo poníamos a correr la sangre: de un lado a otro?”. Luego, es la voz de una de las hijas la que retoma casi toda la narración, excepto por algunos pasajes donde la muerta continúa dirigiéndose a ella en segunda persona, dándole directivas.
El lenguaje de la novela está trabajado con minucia y dedicación, como un bordado que se va construyendo con imágenes y palabras que de tan viejas parecen nuevas (refucilo, tapera, brasero). La extrañeza del estilo genera un universo actualizado por medio del cual el lector se ve llevado en este viaje tan particular. El campo que los personajes atraviesan no tiene límites ni bordes: es aquello aún no dominado por la cuadrícula de la ciudad. Una intemperie absoluta en la que se pone de manifiesto la fragilidad de los cuerpos ante la naturaleza.
Hay un mapa que aparece al principio de la historia pero que luego viaja escondido entre las ropas de Rudes, hermana de la muerta, y luego se lo queda Perdernera, el hombre que maneja el carro. La narradora apenas lo ve pasar como una promesa esquiva y funciona como la esperanza de llegar a destino. En realidad, es el recorrido de la carreta lo que hace mapa en ese desierto de polvo y fortines vistos de lejos. No hay nada más que campo y más campo alrededor, sin embargo, los personajes se aferran a su humanidad para no terminar de perderse en esa intemperie.
La determinación, por momentos absurda, de continuar con la travesía, descansa en la necesidad de oponerse a la barbarie a través del rito cristiano del entierro: solo los animales y los indios no dan sepultura a sus muertos. Para sostenerse del lado de lo civilizado, la narradora también adopta un perro que encuentra por ahí y lo llama El lengua. Por un lado, una mascota implica la domesticación de un otro inferior, y, por otro, le pone ese nombre que la reasegura en la palabra, el lenguaje como marca de ingreso en la cultura. Una de las últimas cosas que pierde la narradora en manos de esta despersonalización que opera el desierto sobre ella -y sobre todos los personajes-, es el perro.
El relato se construye como una tragedia desde el título -que alude a una frase de la obra La tragedia de Macbeth de Shakespeare. Contra viento y marea, van a enterrar a la muerta y el texto nos hace saber mediante indicios que esa determinación no es la mejor, lo que se conoce en el lenguaje de la novela como “mal agüero”. Los signos de que las cosas pueden salir mal, proliferan: está por desatarse una tormenta, la carreta es seguida por pájaros carroñeros, y apenas comienzan la marcha, atropellan un animal. Dice el conductor de la carreta, al que contrataron para emprender este viaje, luego de tener un accidente: “Ya me lo habían dicho en el pueblo y hasta me lo dijeron varios. Con esas no, mal agüero, juntadera de problemas, viven en casa rodeada de perros, reciben gente del fortín que entra y sale, cada tanto. Pura maldición llevan esas, acarrean, levantan desgracia, la sueltan en cualquier parte, con ellas va la malaria. A esa casa no se acerque, avisaron: vienen del campo a la ciudad, echadas por la mala suerte, rompen lo que tocan”.
Lo último, y una de las cosas más destacables de esta novela, es que no solo viene a echar una luz nueva sobre la tradición literaria argentina, sino que además, en un giro paradójico, suma color a la producción literaria actual que, últimamente, nos tiene acostumbrados a cierta homogeneidad en temas y formas.