Año 6 / Número 24 / Diciembre 2018
Augusto Roa Basto (1917-2005)
Papá cumple cien años
A cien años del nacimiento del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, padre de las letras de un país que ya no es el que retratan sus páginas, las distintas voces de la narrativa joven de Asunción y alrededores proponen nuevas lecturas del autor de Yo el supremo en un ensayo que no deja afuera las condiciones socio políticas de producción de una obra con trasfondo de guerras, guerrillas y boom latinoamericano.
Como el Paraguay no hay, cantan lemas de campaña electoral y propaganda política que repiten desentonando la rima del Uruguay. Más única que rara, esta nación suramericana mediterránea de medio millón de km2 y seis millones y medio de paraguayos sin contar a los migrantes es una suma de singularidades irrepetibles con rostro de irrevocables. No la menor entre ellas, pero sí una de las menos desconocidas más allá del Pilcomayo y del Paraná, es la del prosista Augusto Roa Bastos (1917-2005), paradójica ‘marca Paraguay’ de izquierda en un país de derechas: es su ‘escritor monopólico de Estado’, como el Partido Colorado que desde el siglo XIX gobierna la República sin excepciones que no cumplan la regla.
Prosas pías y prosapias profanas
El 15 de agosto de 2013, festividad de Nuestra Señora de la Asunción, el magnate tabacalero y empresario polirubro Horacio Cartes asumió como presidente. El Partido Colorado, el más antiguo y sólido del planeta, regresó con él al gobierno, después de una interrupción que los senadores colorados se encargaron de interrumpir. Había sido el paréntesis (2008-2012) del gobierno ‘frenteamplista’ del obispo católico Fernando Lugo, destituido por un golpe express travestido de impeachment y sucedido en la presidencia (2012-2013) por su vice golpista patriótico, el liberal Federico Franco. Cartes no abandonó el belicismo en sus promesas: guerra a muerte a la pobreza en el país, guerra a muerte a la corrupción en la administración estatal. El talento individual colorado para el cambio justo nunca es abandono de la tradición partidaria: dos semanas después de asumir, atacado en el lejano norte del territorio nacional por el Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), Cartes hizo que el Congreso le votara Poderes Extraordinarios y militarizara la lucha contra estas guerrillas misteriosas o falaciosas.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano llegó a ver en su país, antes de morir, al Frente Amplio en el poder; Roa Bastos murió durante la presidencia de Nicanor Duarte Frutos, también de la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado: el Paraguay es el único país del mundo donde el rojo es color de derechas. El colorado más famoso del mundo, el general Alfredo Stroessner, gobernó desde 1954 hasta 1989; durante treinta de todos esos años de presidencia, lo hizo en estado de excepción. Junto con su amigo y colega argentino, el también general Juan Domingo Perón, al que recibió en 1955 cuando depuesto llegó fluvial a Asunción a bordo de una cañonera paraguaya, es una de las figuras cuya sombra se proyecta sobre la del doctor Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador Supremo de la República del Paraguay (1814-1816) y después Dictador Perpetuo (1816-1840), protagonista de la obra más universalmente difundida de Roa Bastos, la gruesa, apretada novela histórica Yo el supremo (1974), publicada en el exilio porteño, y ‘anticipada’ en ese mismo exilio por la revista Crisis que dirigía Galeano.
Prosas pías y prosapias profanas
El 15 de agosto de 2013, festividad de Nuestra Señora de la Asunción, el magnate tabacalero y empresario polirubro Horacio Cartes asumió como presidente. El Partido Colorado, el más antiguo y sólido del planeta, regresó con él al gobierno, después de una interrupción que los senadores colorados se encargaron de interrumpir. Había sido el paréntesis (2008-2012) del gobierno ‘frenteamplista’ del obispo católico Fernando Lugo, destituido por un golpe express travestido de impeachment y sucedido en la presidencia (2012-2013) por su vice golpista patriótico, el liberal Federico Franco. Cartes no abandonó el belicismo en sus promesas: guerra a muerte a la pobreza en el país, guerra a muerte a la corrupción en la administración estatal. El talento individual colorado para el cambio justo nunca es abandono de la tradición partidaria: dos semanas después de asumir, atacado en el lejano norte del territorio nacional por el Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), Cartes hizo que el Congreso le votara Poderes Extraordinarios y militarizara la lucha contra estas guerrillas misteriosas o falaciosas.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano llegó a ver en su país, antes de morir, al Frente Amplio en el poder; Roa Bastos murió durante la presidencia de Nicanor Duarte Frutos, también de la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado: el Paraguay es el único país del mundo donde el rojo es color de derechas. El colorado más famoso del mundo, el general Alfredo Stroessner, gobernó desde 1954 hasta 1989; durante treinta de todos esos años de presidencia, lo hizo en estado de excepción. Junto con su amigo y colega argentino, el también general Juan Domingo Perón, al que recibió en 1955 cuando depuesto llegó fluvial a Asunción a bordo de una cañonera paraguaya, es una de las figuras cuya sombra se proyecta sobre la del doctor Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador Supremo de la República del Paraguay (1814-1816) y después Dictador Perpetuo (1816-1840), protagonista de la obra más universalmente difundida de Roa Bastos, la gruesa, apretada novela histórica Yo el supremo (1974), publicada en el exilio porteño, y ‘anticipada’ en ese mismo exilio por la revista Crisis que dirigía Galeano.
‘Los extremos me tocan’ (tal la divisa que exornaba los Morceaux Choisis de André Gide): al gobierno de Lugo tocó celebrar en 2011 el Bicentenario de la Revolución señorial criolla contra las autoridades virreinales españolas; al de Cartes, en 2017, el centenario del nacimiento de un autor que vivió la mayor parte de su vida exiliado, componiendo laberínticas invectivas literarias contra la hegemonía colorada. Hay que decir que desfallecer no es de paraguayos y que celebraron sin respiro y a veces sin aliento el Bicentenario de 1811 y el Centenario de 1917.
Whisky Galore! & soja trans
Durante los dos últimos siglos, la paz fue un bien más escaso en el suelo del Paraguay que en el resto del hemisferio occidental. Fue el país que protagonizó más guerras civiles e internacionales. En la más sangrienta, la Guerra Guasú, bajo la presidencia de Francisco Solano López resistió durante cinco años (1865-1870) el asalto de Argentina, Brasil y Uruguay, y el pródigo entusiasmo de Gran Bretaña en favor de esta Triple Alianza, hasta que el mariscal cayó en Cerro Corá cuando el genocidio dejaba atrás un millón de muertos. Hoy Paraguay es el primer exportador planetario de energía eléctrica. Su ingreso más seguro, que antes del giro regional a la izquierda fue también el más regular, es la energía que le compran, a precio fijado por ellos, los vencedores de 1870, generada por dos de las represas más grandes del mundo, Itaipú y Yacyretá. Pero es también el mayor importador mundial de whisky. Que por cierto no consume en su totalidad, sino que distribuye, en gran parte desde el enclave comercial de Ciudad del Este (ex Puerto Stroessner) en la Triple Frontera con Brasil y Argentina. Hoy esta nación, la más rural del Cono Sur, vende más soja transgénica que naranjas, y los narcosojeros y narcoganaderos y la oligarquía terrateniente, el 2% de la población, es dueña del 98% de las tierras. No ha de extrañar que teman a los campesinos sin tierras y sin trabajo, y que se doten de los instrumentos para prevenir la reforma agraria.
Paz en la guerra: vidas y destinos
En un extenso artículo también puntualmente aniversario publicado en la London Review of Books, el crítico norteamericano de inspiración marxista Frederic Jameson hacía hincapié en hasta qué punto cincuenta años atrás la colombiana Cien años de soledad, publicada en Buenos Aires en 1967, era una novela de la Revolución pero antes, lisa y llanamente, de la Guerra. No en vano la eclosión de entonces en el mercado continental y mundial de la literatura latinoamericana fue saludada con la más lisa y llana, abierta y redonda de las onomatopeyas militares de explosión de historieta: ¡Boom! Con García Márquez, con Vargas Llosa, con Fuentes, aun con Cortázar, iban a quedar atrás, aunque después se beneficiaran de ser promovidos a los laterales, todos los anteriores adioses, vidas breves, vidas secas, llagadas babosas, vorágines bárbaras, segundas sombras, pasos perdidos o veredas sertanejas.
No es casual entonces que aquella belicosidad movida más por interés que conocimiento, que en la invención en cada tradición nacional impulsa la formación de un canon literario, haya resultado abiertamente guerrera en la disputa paraguaya por y contra la figura de Augusto Roa Bastos.
Con esa lucidez cruel pero no engañosa que distingue a Montserrat Álvarez, esta crítica, poeta y narradora, editora del “Cooltural” del diario ABC Color (el de mayor tirada nacional) razona desde Asunción sobre dolor y desamor paraguayos:
Whisky Galore! & soja trans
Durante los dos últimos siglos, la paz fue un bien más escaso en el suelo del Paraguay que en el resto del hemisferio occidental. Fue el país que protagonizó más guerras civiles e internacionales. En la más sangrienta, la Guerra Guasú, bajo la presidencia de Francisco Solano López resistió durante cinco años (1865-1870) el asalto de Argentina, Brasil y Uruguay, y el pródigo entusiasmo de Gran Bretaña en favor de esta Triple Alianza, hasta que el mariscal cayó en Cerro Corá cuando el genocidio dejaba atrás un millón de muertos. Hoy Paraguay es el primer exportador planetario de energía eléctrica. Su ingreso más seguro, que antes del giro regional a la izquierda fue también el más regular, es la energía que le compran, a precio fijado por ellos, los vencedores de 1870, generada por dos de las represas más grandes del mundo, Itaipú y Yacyretá. Pero es también el mayor importador mundial de whisky. Que por cierto no consume en su totalidad, sino que distribuye, en gran parte desde el enclave comercial de Ciudad del Este (ex Puerto Stroessner) en la Triple Frontera con Brasil y Argentina. Hoy esta nación, la más rural del Cono Sur, vende más soja transgénica que naranjas, y los narcosojeros y narcoganaderos y la oligarquía terrateniente, el 2% de la población, es dueña del 98% de las tierras. No ha de extrañar que teman a los campesinos sin tierras y sin trabajo, y que se doten de los instrumentos para prevenir la reforma agraria.
Paz en la guerra: vidas y destinos
En un extenso artículo también puntualmente aniversario publicado en la London Review of Books, el crítico norteamericano de inspiración marxista Frederic Jameson hacía hincapié en hasta qué punto cincuenta años atrás la colombiana Cien años de soledad, publicada en Buenos Aires en 1967, era una novela de la Revolución pero antes, lisa y llanamente, de la Guerra. No en vano la eclosión de entonces en el mercado continental y mundial de la literatura latinoamericana fue saludada con la más lisa y llana, abierta y redonda de las onomatopeyas militares de explosión de historieta: ¡Boom! Con García Márquez, con Vargas Llosa, con Fuentes, aun con Cortázar, iban a quedar atrás, aunque después se beneficiaran de ser promovidos a los laterales, todos los anteriores adioses, vidas breves, vidas secas, llagadas babosas, vorágines bárbaras, segundas sombras, pasos perdidos o veredas sertanejas.
No es casual entonces que aquella belicosidad movida más por interés que conocimiento, que en la invención en cada tradición nacional impulsa la formación de un canon literario, haya resultado abiertamente guerrera en la disputa paraguaya por y contra la figura de Augusto Roa Bastos.
Con esa lucidez cruel pero no engañosa que distingue a Montserrat Álvarez, esta crítica, poeta y narradora, editora del “Cooltural” del diario ABC Color (el de mayor tirada nacional) razona desde Asunción sobre dolor y desamor paraguayos:
Lo que me interesa en Roa es una sospecha. Contra su imagen correcta y banal de los últimos tiempos, sospecho un ‘traspié’ en su pasado. Que será cada vez más difícil de comprobar, puesto que ahora todos lo quieren y admiran. Sin embargo, aunque yo no sé mucho de esta historia, he creído entender en ocasiones que no siempre fue así. Y las razones, teorizo retrospectivamente a partir de retazos de gestos y de frases en conversaciones nunca del todo claras, parecen muy ‘supremas’: el reconocimiento de su obra, que suscitaba (supongo yo, conociendo -más o menos- a la gente) envidias y al que (supongo yo, envidiosamente) se culpaba de oscurecer al resto de la presuntamente meritoria producción literaria paraguaya, cuyos méritos tal vez Roa desdeñaba. La tradición clientelista y mafiosa de la política paraguaya se estructura como sistema de alianzas para intercambio de respaldos y favores, y esto incluye la política cultural, y los mecanismos de promoción de los escritores (todos, incluidos los que se proclaman excluidos, emergentes, etcétera) por parte de sus grupos y amigos –con reciprocidad: promoción mutua– dentro y fuera de la prensa, los centros culturales y la academia, que los exaltan y publicitan. Me consta (por mi propio caso) que escribir al margen de todos los (diversos solo en apariencia) círculos de escritores paraguayos dentro o fuera del país es como no llamar ‘Padrino’ a Vito Corleone. Y mi sospecha es que Roa, en algún punto de su pasado, cometió el error –quizá fue dignidad, quizá solo altanería; quizá mero egoísmo, quizá nobleza– de no prestarse al juego.
Esta prosa de Álvarez, rica en incisos y subordinadas, contrasta con la violencia declamada de la poesía paratáctica, no sin aterido miserabilismo tiempista, del gran poeta jopara Edgar Pou. Desde Asunción nos dispara sobre Roa: “Creo que hay que usar un acha con mas filo o mejor una buena motosierra y derribar de una buena vez ese tronco sin sabia y luego al fuego, que al menos nos de calor en esta intemperie sin final desde donde tiritamos la poesía como un niño sumergido bajo un puente esperando......................”. En onomatopéyico guaraní, contaba en Entre la libertad y el miedo (1956), con más relamido agrado que genuino asombro Germán Arciniegas (invitado a Paraguay en 1946 para la toma del poder de Natalicio González, primer enemigo presidencial de Roa), “la ametralladora se llama piripipí, el fogueo pereré, la ráfagas de ametralladora pororó”.
No parece desacordar el sutil narrador que es el jurista José Pérez Reyes, autor de dos recopilaciones de cuentos cuyos títulos son eufónicos, sonoros neologismos, Clonsonante y Asuncenarios, al respondernos desde la capital paraguaya:
No parece desacordar el sutil narrador que es el jurista José Pérez Reyes, autor de dos recopilaciones de cuentos cuyos títulos son eufónicos, sonoros neologismos, Clonsonante y Asuncenarios, al respondernos desde la capital paraguaya:
Una vez que pase el «trueno» de su centenario habrá que volver a las «hojas», ir al origen de sus obras más allá del mito; en ese sentido, es interesante la reedición de Hijo de Hombre, su primera novela, con la que le tocó inaugurar esa marcante década del 60 y gestar lecturas (como también lo hizo el precursor Rafael Barrett), desde distintas latitudes, sobre los dramas intrínsecos del Paraguay, esos mismos dramas que en sus cuentos están a punto de ebullición.
Roa Bastos, ¿escritor boliguayo?
En Hijo de Hombre, cuyo fondo es la Guerra del Chaco (1932-1935), en la que Paraguay derrotó a Bolivia y cuya paz fue firmada en Buenos Aires, donde la novela fue publicada en 1960, los problemas literarios que el autor enfrentó, y a los que ofreció solución original, también involucran al otro bando beligerante, como a la Argentina que crearía el neologismo despectivo ‘boliguayo’.
En Hijo de Hombre, cuyo fondo es la Guerra del Chaco (1932-1935), en la que Paraguay derrotó a Bolivia y cuya paz fue firmada en Buenos Aires, donde la novela fue publicada en 1960, los problemas literarios que el autor enfrentó, y a los que ofreció solución original, también involucran al otro bando beligerante, como a la Argentina que crearía el neologismo despectivo ‘boliguayo’.
Con la erudición segura que caracteriza una obra de varias décadas atenta a cada detalle, la crítica boliviana Alba María Paz Soldán, catedrática de Teoría Literaria Latinoamericana en la Universidad Mayor de San Andrés, nos escribe desde La Paz:
Roa, escritor que responsabiliza de su escritura a sus lecturas, tiene que haber leído una y otra vez los cuentos de Sangre de Mestizos (1936) de Augusto Céspedes, el boliviano que publicó estos textos al año siguiente de terminada la Guerra del Chaco. Esto mismo nos autoriza a hablar de una intertextualidad no solo referida al tema del conflicto bélico sino también a ciertas imágenes presentes en cada uno de los autores que, aunque en su propio estilo, remiten unas a otras. La relación de Cristóbal Jara con el camión que le han dado para cumplir una misión tiene mucho de la relación del Pampino con el suyo (“Humo de petróleo”), si uno muere después de hacerse atar al volante, el otro muere con la cabeza sobre la bocina, ambos después de haber recorrido kilómetros reviviendo continuamente la máquina. En ambos textos aparecen descritas las columnas de hombres abriendo senda como un gusano arrastrándose. Y así, otros ecos en estos textos que se abrazan de uno y otro lado de la frontera bélica.
Del lado de los nominales vencedores del conflicto, el narrador ‘rosariguayo’ Mario Castells, autor de la notable nouvelle El mosto y la queresa que evoca su infancia rural paraguaya, a propósito de la novela que este 2017 conoció reedición porteña, desde el conurbano bonaerense nos escribe y dirige su atención y la nuestra hacia otro escritor de fronteras, el uruguayo-argentino Horacio Quiroga:
Como sabemos, Quiroga nació uruguayo; se radicó en Buenos Aires pero escribió cuentos sobre la antigua región guaraní de Misiones, zona de frontera donde la muerte era un riesgo y un desafío cotidianos. No es difícil ver en la elección literaria de Quiroga, a su precursor, Rafael Barrett, el que según palabras del mismo Roa, les enseñó a escribir a él y a los escritores paraguayos de su generación. Releyendo Hijo de hombre hemos encontrado que estos precursores irrumpen angüérikos a lo largo de la trama, manifestándose siempre más acá o más allá de los intertextos. Estas presencias intempestivas me han convencido de que la novela roabastiana es sucesora de la novela quiroguiana que es Los desterrados. Primero por el modo en que se construye, donde no hay un héroe sino múltiples emergentes de una colectividad. Personajes que no necesariamente gatillan funciones textuales sino coyunturas históricas. Y que atan, como locomotora a su tándem, los distintos episodios del relato. La progresión de la novela no es lineal sino espiralada y aborta en el fracaso del narrador, con la nota final de Rosa Monzón. Otra cuestión, tema abordado ya magistralmente por Bareiro Saguier, es la lengua literaria. No solo la proliferación de palabras en guaraní, el uso del jopara sino la impregnación del castellano con el avañe’e. Roa toma el método de Quiroga y se enfrenta a la lengua popular campesina de otra manera. Esto es muy claro si lo cotejamos con El trueno entre las hojas. Y por último, y no menos importante, por la identificación del letrado como traidor que se desprende de los personajes que fungen como alter ego de los escritores.
El dios del detalle y el demonio de la analogía
Con una luz acostumbrada a focalizar e iluminar rincones oscurecidos del ámbito cultural paraguayo, nos escribe Carla Daniela Benisz, autora de El campo intelectual del post-stronismo: las polémicas entre Augusto Roa Bastos y la intelectualidad liberal (2017):
Con una luz acostumbrada a focalizar e iluminar rincones oscurecidos del ámbito cultural paraguayo, nos escribe Carla Daniela Benisz, autora de El campo intelectual del post-stronismo: las polémicas entre Augusto Roa Bastos y la intelectualidad liberal (2017):
En sus últimos años y ya caída la dictadura stronista, Roa Bastos fue una especie de divisor de aguas en el campo intelectual paraguayo. Su consagración internacional y sus propias declaraciones polémicas alimentaron ciertos gestos ‘parricidas’ por parte de algunos escritores paraguayos que vieron en él el tótem con el cual se debía confrontar. Cuando regresa al Paraguay en los primeros años 90, Roa intenta participar activamente de la vida política de la transición y para ello hacer valer ese peso de escritor que se había ganado fuera de su país. En ese contexto, Roa realiza un balance pesimista del estado de la literatura paraguaya, que muchos escritores entendieron como una impugnación personal. Sin embargo, más allá de ciertas ambivalencias intelectuales de Roa y su ajuste de cuentas personal, creo que hay ciertas discusiones que él despertó y que la literatura paraguaya todavía se debía. La principal es la de centrarse en el conflicto colonial como factor estructural de la cultura paraguaya y, en consecuencia, de su literatura. Para lo cual lleva a la literatura el aparato teórico entonces más dinámico (la etnografía y la antropología, sobre todo a partir de los estudios lingüísticos de León Cadogan y Bartomeu Melià) del campo intelectual paraguayo. Una problemática que gran parte de ese campo, heredera de una tradición de pensamiento liberal, no estaba dispuesta a asumir.
La Singularidad de Yo El Supremo
“El asunto del centenario de Roa Bastos ha removido un montón de cuestiones que, al menos para mí, son inaprensibles en un texto breve- nos dice, o más bien nos escribe, largamente, desde la Neuquén argentinta, el narrador paraguayo migrante Humberto Bas, autor de El Superpalo, de La culeada, de Varoncitos-. Dos aspectos rescato al vuelo; el tema del parricidio o Roacidio, como condición para escribir o emerger y el de la influencia en la escritura.
“El asunto del centenario de Roa Bastos ha removido un montón de cuestiones que, al menos para mí, son inaprensibles en un texto breve- nos dice, o más bien nos escribe, largamente, desde la Neuquén argentinta, el narrador paraguayo migrante Humberto Bas, autor de El Superpalo, de La culeada, de Varoncitos-. Dos aspectos rescato al vuelo; el tema del parricidio o Roacidio, como condición para escribir o emerger y el de la influencia en la escritura.
Construí mi ranchito en el baño y desde ahí escribo. Y solo pienso cuando escribo, por ende, mi pensamiento es táctil. Y ninguneando todo lo pensado de Sófocles a esta parte, pienso que el que mató a su padre y se casó con su madre y legó su nombre para nuestro síndrome, no sabía que su madre era su madre ni su padre su padre. Los sortilegios de aquel entonces, nuestro actual inconsciente, operaron para el hecho: parricidio y anagnórisis confluyen. Pero ahora la anagnórisis está dada; conocemos a nuestro padre y también a nuestra madre. ¿De qué manera matar a uno y acostarnos con la otra a sabiendas de que son, papá y mamá? Estamos jodidos. El acto deviene morisquetas, gesticulaciones de rebeldía, impotencia en acto. Lo de Roa es un parricidio imposible…
Roa es un muerto apacible; se puede convivir con su cadáver en la más plena armonía; o más amenamente, se lo puede ver como un árbol solitario. Puede uno guarecerse a su sombra o darle las espaldas. Y salvo de afecto, no conozco a quien, literariamente, se haya cobijado en él. No veo por ningún lado corriente o escuela roabastiana. Su existencia no es excusa para el no, salvo disputa por la notoriedad.
Pero de lo que quiero hablar más que nada es del tema de la influencia; no precisamente sobre mi escritura, sí, sobre mi forma de leer. Y para esto, voy a diseccionar a Roa en dos: un Roa Hijo de Hombre y un Roa Yo El Supremo.
Hasta Hijo de Hombre encontraba en Roa a un autor clásico, que llevaba al realismo y sus pretensiones éticas y de representación hasta un punto culminante. Encontraba en HdH esa voluntad de enseñar y señalar una realidad que iba más allá de la prosa, y con una prosa que permitía olfatear los sufrimientos colectivos y generar empatía. Una prosa (¿clásica?) con el imperativo de la inteligibilidad de la trama y la transparencia del lenguaje, más allá de la proliferación de los adjetivos; prosa visual y portentosa. Hasta ahí, Roa había escrito una novela memorable, como algunas pocas, pero, lo que pude dilucidar luego, no una singularidad, como estimo que es Yo El Supremo. Pues, si todo lo anterior a Hijo de Hombre fue una preparación para Hijo de Hombre, todo lo posterior a Yo El Supremo fue la declinación de Yo El Supremo. He ahí un punto de inflexión que configura tal singularidad.
Y la lectura de Yo El Supremo fue simplemente una paliza. Recuerdo habérmelo fijado en términos de potrero. Yo en el arco, y frente a mí, 100 ñatos pateando penales al mismo tiempo. A duras si agarraba una pelota podría darme por satisfecho. ¿De qué se trataba todo eso?
Y a renglón seguido una lección de humildad lectora, o una caída de la soberbia del control pleno, de lo que llamo la lectura castrense (por lo militar y lo castratis): la que no se permite continuar sin manejar los hilos del acontecer y no se puede entender si no se remite a una ulterioridad verificable: la realidad. Y entonces fue relajarse y disfrutar. No había predicado, ni enseñanza de la historia, ni devenir de personajes; todos los asuntos estallaban en sentidos contrapuestos y la realidad era tan primer plano y se acercaba tanto a las narices que se asentaba en la misma hoja, y tenía la textura del lenguaje. Fiesta de la simulación. Y volver una y otra vez y encontrarse con un objeto diferente, de aristas móviles. Asistir como en el reverbero de la génesis del verbo…, paradójicamente, en su descomposición y desmenuzamiento. Y entonces fue empezar a desconfiar del mito de la transparencia, de lo dado, y entrever que todo buen relato, diurético y asequible, se monta sobre un uso estatuido de la lengua; sobre una economía dada, sobre un criterio de distribución que supone al lenguaje como un problema y que cuanto menos se lo sienta, más se favorece a la escritura y a la lectura.
Es entonces que Yo el Supremo empezó a dinamitar mis certezas, a sospechar de las reglas del buen relato, del efecto marquetinero del buen comienzo, de los decálogos y la recetas; y que otra manera de clasificar la literatura no es entre la buena y la mala, sino entre las que se montan sobre un contrato de adhesión, como la de los alquileres, y las que, como la del Yo El…, fundan un contrato particular cuyos puntos se van definiendo en la misma experiencia de lectura. A eso llamo singularidad literaria.
Al menos, así lo veo llo, zip…zipp…”
Roa es un muerto apacible; se puede convivir con su cadáver en la más plena armonía; o más amenamente, se lo puede ver como un árbol solitario. Puede uno guarecerse a su sombra o darle las espaldas. Y salvo de afecto, no conozco a quien, literariamente, se haya cobijado en él. No veo por ningún lado corriente o escuela roabastiana. Su existencia no es excusa para el no, salvo disputa por la notoriedad.
Pero de lo que quiero hablar más que nada es del tema de la influencia; no precisamente sobre mi escritura, sí, sobre mi forma de leer. Y para esto, voy a diseccionar a Roa en dos: un Roa Hijo de Hombre y un Roa Yo El Supremo.
Hasta Hijo de Hombre encontraba en Roa a un autor clásico, que llevaba al realismo y sus pretensiones éticas y de representación hasta un punto culminante. Encontraba en HdH esa voluntad de enseñar y señalar una realidad que iba más allá de la prosa, y con una prosa que permitía olfatear los sufrimientos colectivos y generar empatía. Una prosa (¿clásica?) con el imperativo de la inteligibilidad de la trama y la transparencia del lenguaje, más allá de la proliferación de los adjetivos; prosa visual y portentosa. Hasta ahí, Roa había escrito una novela memorable, como algunas pocas, pero, lo que pude dilucidar luego, no una singularidad, como estimo que es Yo El Supremo. Pues, si todo lo anterior a Hijo de Hombre fue una preparación para Hijo de Hombre, todo lo posterior a Yo El Supremo fue la declinación de Yo El Supremo. He ahí un punto de inflexión que configura tal singularidad.
Y la lectura de Yo El Supremo fue simplemente una paliza. Recuerdo habérmelo fijado en términos de potrero. Yo en el arco, y frente a mí, 100 ñatos pateando penales al mismo tiempo. A duras si agarraba una pelota podría darme por satisfecho. ¿De qué se trataba todo eso?
Y a renglón seguido una lección de humildad lectora, o una caída de la soberbia del control pleno, de lo que llamo la lectura castrense (por lo militar y lo castratis): la que no se permite continuar sin manejar los hilos del acontecer y no se puede entender si no se remite a una ulterioridad verificable: la realidad. Y entonces fue relajarse y disfrutar. No había predicado, ni enseñanza de la historia, ni devenir de personajes; todos los asuntos estallaban en sentidos contrapuestos y la realidad era tan primer plano y se acercaba tanto a las narices que se asentaba en la misma hoja, y tenía la textura del lenguaje. Fiesta de la simulación. Y volver una y otra vez y encontrarse con un objeto diferente, de aristas móviles. Asistir como en el reverbero de la génesis del verbo…, paradójicamente, en su descomposición y desmenuzamiento. Y entonces fue empezar a desconfiar del mito de la transparencia, de lo dado, y entrever que todo buen relato, diurético y asequible, se monta sobre un uso estatuido de la lengua; sobre una economía dada, sobre un criterio de distribución que supone al lenguaje como un problema y que cuanto menos se lo sienta, más se favorece a la escritura y a la lectura.
Es entonces que Yo el Supremo empezó a dinamitar mis certezas, a sospechar de las reglas del buen relato, del efecto marquetinero del buen comienzo, de los decálogos y la recetas; y que otra manera de clasificar la literatura no es entre la buena y la mala, sino entre las que se montan sobre un contrato de adhesión, como la de los alquileres, y las que, como la del Yo El…, fundan un contrato particular cuyos puntos se van definiendo en la misma experiencia de lectura. A eso llamo singularidad literaria.
Al menos, así lo veo llo, zip…zipp…”
De pronto, el campo se cierra y se abre
Augusto Roa Bastos fue en el siglo pasado un ejemplo más estándar que ejemplar, en términos sociológicos, del intelectual ilustrado que encontraba en Buenos Aires una tierra de oportunidades muchas veces vedadas en Asunción, aunque en la mayoría de los casos directamente inexistentes allí. En este siglo, el ejemplo de Ever Román resulta también modélico en su regularidad demográfica de migrante económico antes que político, que busca en la capital argentina una tierra de oportunidades por lo común inexistentes, o vedadas, en la capital paraguaya. El autor del volumen de relatos Osobuco (publicado en Buenos Aires) y de la recopilación Falsete (publicada en Asunción), nos traza las coordenadas del Paraguay modelo 2017, el año del centenario de Roa, mucho más diferente, más suciamente moderno del de los años de Yo el supremo que lo que muchos fiscales del atraso nacional gustan admitir: “El mundo de Roa Bastos, el Paraguay rural de los años 30, 40, no existe más. Por lo tanto, el de ahora es un Paraguay otro, otro país. La gente ahora vive en las ciudades, engrosando los cordones de pobreza, o ha emigrado, pero por razones no solamente políticas, sino económicas. Entonces, el país escrito es el de la ciudad, el comercio, con sus dramas particulares y su sensibilidad especial. La situación de la lengua literaria en Paraguay, un país bilingüe (o “di-lingüe” como decía Roa en un artículo), castellano-guaraní, es un debate muy actual y uno de los contendientes sigue siendo precisamente Roa. Ya no hay, por ejemplo, una intención de internacionalismo en la escritura, por lo que la fusión adecuada entre la sensibilidad en guaraní y la expresión en castellano como hizo Roa Bastos, por ejemplo en Hijo de hombre, es directamente mal vista. Se escribe en jopará, con palabras en castellano y guaraní y hasta palabras portuguesas (portunhol selvagem), sin que sea vista como urgente una reflexión sobre el uso de la lengua en la literatura paraguaya. La respuesta al dilema está en el acto, en la escritura. Hijo de Hombre es la novela más importante para los lectores, aunque para la crítica la novela central sea Yo el supremo. Es el mejor libro para acceder a la obra de Roa”.
De Yo el supremo prepara la Real Academia Española una edición crítica de homenaje para este 2017, dirigida por la académica paraguaya Maribel Barreto, catedrática, crítica literaria, y narradora por derecho propio, con una destreza en el uso técnico de los procedimientos modernos de la novela visible en el thriller ecológico Código Araponga (que tiene su versión en guaraní por Terecio Silva Barrios, Arapónga Rekopy), en su continuación Araponga Redux, y en otras obras, que acaso, como ha ocurrido con el boliviano Juan de Recacoechea, sólo se le ha reconocido a medias. Susana Santos, heredera de David Viñas en la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana un la Universidad de Buenos Aires, única especialista de la Argentina invitada por la RAE para participar con un estudio crítico en esta edición centenaria del autor paraguayo, dice del sitio y del sitial de esta novela de tiranos dentro de este género arrogantemente latinoamericano: “El jueves 27 de junio de 1974 coincidieron en Buenos Aires la aparición de la novela Yo el Supremo de Roa Bastos y la desaparición del general Juan Domingo Perón, hasta entonces presidente por tercera vez de la República que terminaba así una etapa histórica. En correlación, Yo el supremo significaba el inicio de una nueva literatura por su forma lingüística, filosófica e incluso política en la narrativa de Roa Bastos. ‘Paraguaya, porteña y sesentista’ calificó a esta obra la gran crítica Nora Bouvet. En su composición artística, nunca concluyente pero sí concluida, es novela de inspiración gestáltica, el todo es mucho más que la suma de sus partes, y ahí se encuentran su radical originalidad y su irredentismo. Desde un punto fijo pero a la vez móvil donde confluyen épica, tragedia y poesía –en sus géneros ‘mayores y menores’ de forma escrita y oral; ‘popular y culta’– la historia de la Revolución americana se desenvuelve desde la instauración republicana de Paraguay hacia la ideación y ejecución de una literatura del destino del hombre americano que apuesta a la realización de su utopía”.
De Yo el supremo prepara la Real Academia Española una edición crítica de homenaje para este 2017, dirigida por la académica paraguaya Maribel Barreto, catedrática, crítica literaria, y narradora por derecho propio, con una destreza en el uso técnico de los procedimientos modernos de la novela visible en el thriller ecológico Código Araponga (que tiene su versión en guaraní por Terecio Silva Barrios, Arapónga Rekopy), en su continuación Araponga Redux, y en otras obras, que acaso, como ha ocurrido con el boliviano Juan de Recacoechea, sólo se le ha reconocido a medias. Susana Santos, heredera de David Viñas en la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana un la Universidad de Buenos Aires, única especialista de la Argentina invitada por la RAE para participar con un estudio crítico en esta edición centenaria del autor paraguayo, dice del sitio y del sitial de esta novela de tiranos dentro de este género arrogantemente latinoamericano: “El jueves 27 de junio de 1974 coincidieron en Buenos Aires la aparición de la novela Yo el Supremo de Roa Bastos y la desaparición del general Juan Domingo Perón, hasta entonces presidente por tercera vez de la República que terminaba así una etapa histórica. En correlación, Yo el supremo significaba el inicio de una nueva literatura por su forma lingüística, filosófica e incluso política en la narrativa de Roa Bastos. ‘Paraguaya, porteña y sesentista’ calificó a esta obra la gran crítica Nora Bouvet. En su composición artística, nunca concluyente pero sí concluida, es novela de inspiración gestáltica, el todo es mucho más que la suma de sus partes, y ahí se encuentran su radical originalidad y su irredentismo. Desde un punto fijo pero a la vez móvil donde confluyen épica, tragedia y poesía –en sus géneros ‘mayores y menores’ de forma escrita y oral; ‘popular y culta’– la historia de la Revolución americana se desenvuelve desde la instauración republicana de Paraguay hacia la ideación y ejecución de una literatura del destino del hombre americano que apuesta a la realización de su utopía”.
Así concluye Santos, antes con sepultura abierta que con lápida. El epitafio lo provee nuestro antes citado poeta pseudónimo Edgar Pou, autor de Pombero Tamaguxi, en epigramática letanía que nos dedica: “Roa fue el sota, el recibidor impune del Cervantes, el eterno leído por las misses, el felatroz de Colón con su vigilia bostezante del almirante, el old father de nuestra mismidad parawayensis.”