Revista Invisibles
  • HOME
  • Números Anteriores
  • Staff
Año 5 / Número 21 / Agosto 2017
cuento

Anderson


En los intersticios de la intimidad de una pareja recién mudada al interior va colándose silenciosamente lo siniestro, lo monstruoso, la perturbadora presencia del vecino extraño. Este relato forma parte de El destino del ñandú (Editorial Venados), primer libro de Horacio Mohando, que se publicó este mes.

Por Horacio Mohando
Imagen

Anderson

Eugenia está de espalda, en puntas de pie, las manos apoyadas sobre el borde de la cocina, mirando a través de la ventana.

— Hay algo en el jardín.

Agustín se rasca la cabeza, se despeina. Hace el esfuerzo de levantarse de la silla y caminar. Se para a su lado. Corre la cortina que no lo deja ver bien. Es el fin de la tarde. Todas las cosas son grises. Los bordes se dibujan precisos contra el fondo del cielo que tiene la claridad calma del sol que ya no se ve. Lo que Eugenia llama jardín no es más que un rectángulo grande de césped corto, irregular, entre verde y amarillo. De los vecinos los separa un alambrado que sirve como apoyo para la enredadera que no se decide a conquistarlo todo. Cerca del fondo, guiado por las palabras de Eugenia, Agustín ve una forma, como una pelota un poco desinflada. 

— Un sapo.
— ¿Tan grande?

Agustín se inquieta al verlo avanzar hacia la casa. No salta, camina. Un ser extraño, deforme, que parece estar luchando todo el tiempo contra una fuerza que amenaza aplastarlo contra el piso.

— Que no entre porque me muero.

Agustín decide salir. Abre la puerta. La luz que sale de la cocina le tiende una alfombra que termina en el mismo lugar donde el animal se detiene. Se sorprende de lo rápido que oscureció, como si hubiera pasado mucho tiempo entre la decisión de salir y su llegada a la puerta.

— Sí, es un sapo.

Da un paso y se detiene. La picazón en la planta de los pies le recuerda que está descalzo. Se siente un intruso, percibe la vibración que nace de la piel del sapo chocando contra el aire que entra y sale de su nariz. Se asusta un poco pero no quiere que Eugenia se dé cuenta. La busca a través de la ventana pero solo ve retazos. Igual nota que la atención no está sobre él y decide continuar con su apenas incipiente batalla. Da un paso más. Las ventanas de las casas vecinas son rectángulos que brillan apenas, la luz parece no tener fuerza para atravesar los vidrios. Al dar el tercer paso Agustín siente la picadura de un mosquito. El ruido es como el de una cachetada cuando lo aplasta contra su cuello. El sapo parece estar pendiente de todo, pero tranquilo, como si hubiera tomado la decisión de no darle importancia, de ignorarlo. Un poco más acostumbrado a la oscuridad Agustín se detiene en los detalles del invasor, en las rugosidades de su piel, en sus ojos que brillan. Lo toma un poco de sorpresa ver cómo el sapo se da vuelta y camina hasta perderse en la oscuridad del fondo. Escucha, como si recién empezara a hacerlo, el ruido de su propia respiración. En la mano ve el insecto negro, desarmado sobre una pequeña mancha roja.  Se da cuenta de que no era miedo lo que sentía sino asco.
​
— A esos bichos hay que dejarlos tranquilos. Se comen a los mosquitos.
Agustín mira para el costado. Incluso antes de verlo, está seguro de que esa voz pertenece a Anderson, aunque esta es la primera vez que lo tiene enfrente y que lo escucha. Suena seguro y alto. Le quiere ver bien la cara pero Anderson es otra silueta carente de detalles detrás del alambrado, rectangular, iluminada parcialmente por un círculo anaranjado que sube y se vuelve brillante al llegar a su cara para bajar de nuevo al mismo tiempo que se escucha el resoplido y se intuye el humo saliendo de su boca. Agustín, arrepintiéndose del gesto al instante de hacerlo, levanta la mano saludando. El círculo se enciende una vez más, intenso, y de manera inesperada, rápida, la luz cambia de trayectoria, dibujando un arco que termina cerca de Agustín. Un hilo de humo se enrosca, levantándose unos centímetros por encima del pasto. Cuando vuelve a mirar, Anderson ya no está. Espera que el cigarrillo se apague del todo antes de volver a entrar a la casa. Cierra la puerta. Abraza a Eugenia por detrás, que sigue parada, mirando a través de la ventana.

— Deberíamos poner una luz en el patio.

Se queda un rato así, quieto. Antes de soltarla le da un beso en el cuello. Va hacia la heladera, saca una botella de plástico. Eugenia se da vuelta, busca un vaso y lo deja sobre la mesa cerca de Agustín, que sonríe antes de empezar a tomar el agua directo del pico.

— Mirá que sos bobo. ¿Qué comemos?

Agustín casi responde que pidan una pizza pero se acuerda, mientras mira la puerta blanca de la heladera, que acá no, no se puede llamar a nadie para que te traiga comida.
​
— Cualquier cosa.
Imagen
Las obras que ilustran el cuento son de David Hockney
Eugenia se duerme temprano. Agustín busca un libro y se sienta en el sillón. Es inútil. Desde que llegaron a Ingeniero Chanourdié ya no puede leer. Le echa la culpa al silencio, que no es como el de Buenos Aires, un murmullo sobre capas de ruidos irritantes y persistentes, sino que compacto se sostiene en el aire y hasta es posible verlo ahí afuera mezclado con la oscuridad. Sonríe, diciéndose a sí mismo, mientras deja el libro abierto sobre la mesa, estás exagerando, no es para tanto. Supone que, como todo, es cuestión de costumbre. Se estira en el sillón apoyando toda la espalda, pone las manos detrás de la cabeza, cierra los ojos. Piensa que dos meses, que es nada, a veces parece mucho. Todavía se sorprende, aunque nunca lo diga ni lo demuestre, de la rapidez con la que Eugenia dijo que sí. En poco tiempo renunció a su trabajo, consiguió inquilinos para el departamento y organizó una cena de despedida para los amigos. Todo con una eficacia que Agustín no duda en calificar de cálida. “Igual estamos acá nomás”, dijo al momento de brindar. Se nota que Eugenia es, por sobre todas las cosas, una mujer de Buenos Aires por su osadía y su mirada de sutil desprecio. Pero parece adaptada, sin quejas, aun sabiendo que van a estar un tiempo demasiado largo para ser considerado turismo. Agustín trata de sonreír, piensa que un par de años pasan rápido. Pero también tiene la certeza de que falta poco para empezar a aburrirse de este pueblo chico de verdad, donde sus nuevos compañeros de trabajo lo miran como se mira a los jefes, con curiosidad y rechazo. Igual, desde el primer día, lo invitan a tomar cerveza a la salida. Agustín siempre dice que sí, convencido de que existe la posibilidad de disfrutar de algunas obligaciones. 
Fue un viernes, y ya era más tarde que de costumbre, cuando escuchó hablar por primera vez de Anderson. Anda en la pesada, dijo Mario, el de contabilidad.

— ¿Quién?
​
— Tu vecino

Por lo que alcanzó a entender, nada nuevo. La mano derecha y bruta de un tipo que no era de ahí, que se ocupaba de cobrar cosas que no tenían factura, que era dueño de un kiosco que no era kiosco. También le contaron la historia del Turco dueño de la farmacia que apareció una mañana tirado en uno de los bancos de la plaza. Se retorcía un poco, pero no parecía estar lastimado. Cuando lo revisaron descubrieron que tenía la espalda llena de pinchazos, en grupos de a cuatro, alineados. Agustín no hizo la pregunta porque sabía que igual se lo iban a decir, con un tono bajo, con el espesor que le suele agregar el alcohol a las palabras.

— Anda con un tenedor en el bolsillo. Le quedó toda la espalda marcada, pobre Turco.

Agustín trató de no parecer sorprendido ni asustado. Sospechaba que en medio de tanta calma, de tan pocos autos en las calles anchas, siempre hay espacio para la exageración y los chismes, tan livianos de pruebas que se mueven rápido de boca en boca y entran sin golpear en todas las casas de Ingeniero Chanourdié.

— ¿Y cuál fue el problema?

— A la mujer de Anderson, a la Estela, la mordió una culebra. Fue rápido a la farmacia, por el suero para el veneno y el Turco le dijo que no, que tenía que ir al Hospital, que ahí seguro tenían. Y al otro día nomás, pasó lo que pasó. Por eso, la farmacia ahora tiene las rejas puestas todo el día. Te atiende por una ventanita.

Aprovecharon el momento de silencio para terminar lo que quedaba de cerveza. Agustín se distrajo mirando a las polillas que daban vueltas alrededor del foco.

— Igual parece que el bicho no era tan venenoso, no pasó nada, se le infectó un poco la herida. Dicen que por eso ahora renguea un poco. Dicen. Por ahí es por otra cosa.

Esa noche Agustín volvió tarde y se acostó junto a Eugenia, sin preocuparse demasiado por no despertarla. La abrazó, le besó el cuello. Se acordó que lo último que le dijeron era que igual no tenía nada de qué preocuparse, que si uno no se metía podía quedarse tranquilo. Al fin y al cabo, dijo Mario, y los demás en la mesa asintieron, en este pueblo nunca pasa nada. Agustín lo hizo esa noche y lo vuelve a hacer ahora. Repite, más con el pensamiento que con la boca, “en este pueblo nunca pasa nada” y se queda dormido.
Imagen
Agustín se levanta temprano. En algún momento de la madrugada decidió empezar a correr. Según Eugenia, está más gordo. “Pero te queda bien”. Había preguntado en la oficina y no, en Ingeniero Chanourdié no había gimnasio, pero podía ir al Club Belgrano, donde los chicos juegan al básquet. A pesar de que no hay nadie mirando le da un poco de vergüenza saltar tres o cuatro veces en el lugar. Pero igual lo hace. Levanta los brazos, los inclina hasta sentir un tirón en el costado de la espalda. Sospecha que lo está haciendo mal, que es apenas un simulacro de deportista y por eso se detiene. Mira hacia el costado, hacia el lado contrario a la avenida San Martín. Se puede ver la última calle, que es de tierra y después un color compacto y ordenado. Camina hacia ahí. Siempre se había imaginado que los campos de trigo eran amarillos. No se le había ocurrido que en algún momento eran espigas, pequeñas y flexibles, de color verde. Admira la perfecta distribución de las hileras, la simetría que deja ver las líneas oscuras de tierra entre las plantas. Empieza a correr y casi al mismo tiempo escucha unos ladridos. Se da vuelta. El perro avanza, rápido, hasta que llega a su lado y se detiene. Lo mira fijo. Ladra dos o tres veces más. Agustín decide ignorarlo y sigue corriendo. Del frente de una de las casas, otro perro salta y ladra detrás de una reja. Agustín aumenta la velocidad. Al llegar a la esquina, dobla. Hay tres perros más echados en el medio de la calle que se levantan cuando lo ven aparecer. Agustín se detiene. Decide dar la vuelta. El perro de la casa sigue ladrando. Una mujer y un hombre, viejos, lo miran desde una ventana recién abierta. Lo mejor, piensa Agustín, es volver a casa. Seguro que los de la oficina se juntan de vez en cuando a jugar al fútbol.

Al abrir la puerta descubre que Eugenia no está. Una lástima, piensa. Tenía ganas de desayunar con tostadas y manteca, tomarse un café. Al llegar a la cocina escucha la puerta abrirse. Eugenia llega cargada de bolsas. Sonríe, se acerca y lo besa. Después empieza a acomodar las cosas en la alacena mientras pone agua en una pava.

— Hoy tomamos mate. Y te muestro lo que compré.

Eugenia despliega un plástico de color amarillo, de forma redonda. Tiene dibujos de flores y peces azules. Una pileta inflable.

— Es para chicos, ya sé. Pero para algo nos va servir.

Después del desayuno, salen al patio. El calor es húmedo, denso, desmoralizante. Eugenia deja que Agustín infle la pileta mientras ella entra a la casa, se pone una bikini, conecta la manguera a la canilla de la cocina, la hace pasar a través de la ventana y vuelve a salir. Cuando toda la operación termina se dan cuenta de que es demasiado chica. Igual se meten los dos. Apoyan la cabeza en el borde, que cede y deja salir casi toda el agua. Las piernas, desde la rodilla para abajo, quedan afuera. Ella se ríe. Agustín también, disfrutando la alegría de Eugenia. Se pone de costado. Con un dedo recorre la piel de Eugenia que está húmeda y tibia. Su mirada cruza el alambrado y ve en el patio de la casa de al lado una soga llena de ropa colgada. Se ven telas a cuadros, de colores chillones. Agustín trata de encontrar una palabra para definir el gusto en camisas de Anderson. Se le ocurre: nefasto. Vuelve a apoyar toda su espalda en el plástico. Siente el calor en la cara. Después de un rato, abre los ojos y levanta la cabeza.
​
— Volvió tu amigo — dice, mientras ve al sapo caminando hacia la pileta. 

Imagen
Eugenia grita “¡sapo de mierda!”, se para y corre hacia la puerta. Agustín se queda en su lugar, en la misma posición. El avance es lento. El mediodía le permite apreciar su tamaño, su color marrón manchado de verde, sus verrugas. Los ojos del sapo son dos charcos de aceite oscuro. Un poco más abajo una línea larga, irregular. Agustín supone que eso es la boca y no puede acordarse si los sapos tienen dientes. Eugenia aparece a su lado con una escoba. Agustín la agarra al mismo tiempo que se levanta. Intenta frenar el avance del animal. Siente una resistencia blanda que recorre la escoba y termina en sus manos. El sapo se afirma y apenas se ladea un poco de costado. Decide aplicar más fuerza y logra darlo vuelta. La panza es blanca y lisa. Con movimientos lentos y torpes, después de un rato, vuelve a su posición original. Agustín, animado, trata de pegarle de nuevo. La escoba le pasa cerca, sin tocarlo, y el sapo aprovecha para seguir avanzando. Se escucha una risa, gruesa. Agustín la recibe como una burla. Sabe que no es Eugenia. Mira hacia la casa de al lado. Anderson está recostado contra el marco de la puerta. Agustín siente que algo tiene que decir, como respuesta, como buscando una complicidad que sospecha no tiene fundamento. Es entonces cuando siente sobre el costado de su pie izquierdo una piel fría y accidentada. Lo patea con fuerza. Lo ve elevarse un poco por el aire antes de caer sobre uno de los charcos que se habían hecho por el agua derramada de la pileta. El sapo se queda quieto unos segundos y después camina, con un inexplicable aire de soberbia, hacia el fondo. Desaparece detrás de una planta.

Eugenia vuelve al patio. Se nota que está divertida y dice: qué asco. Lo besa. Agustín lo mira a Anderson que por una cuestión de perspectiva parece estar pisando una colilla en el hombro de Eugenia.

Pasan el resto del día en el patio. Almuerzan sándwiches. Agustín está fascinado porque descubre que en Ingeniero Chanourdié venden el pan de miga en bolsitas de seis planchas. Después de comer se acuesta en la pileta y deja que Eugenia lo moje con la manguera. En algún momento se queda dormido. Cuando se despierta nota que ya es tarde. El sol sigue visible pero toda su furia se concentra en un color naranja que ocupa todo el cielo. Eugenia está arrodillada a su lado. Parece que lo acaricia pero en realidad lo está cubriendo de barro. La agarra del brazo, la atrae hacia él. Le ensucia el pelo. La abraza fuerte y la pone de espaldas. Ella le dice “pará estúpido” y se ríe. La besa sintiendo un gusto amargo y rasposo.

— Mejor vamos para adentro.

Agustín se levanta y la ayuda. Se da cuenta de que en algún momento alguien había descolgado toda la ropa que estaba en el tendal del patio de la casa de Anderson.

El domingo se levantan tarde. Eugenia dice que se va a bañar, que no puede creer que haga tanto calor siendo tan temprano. Agustín va a la cocina. Mira a través de la ventana y ve que la pileta está desinflada, que es apenas el dibujo de un círculo sobre la tierra con poco pasto. Sale al patio. La levanta.  La revisa con calma, la infla un poco, recorre la superficie plástica con los dedos. Después de un rato siente el calor picándole el cuello al mismo tiempo que descubre los pequeños agujeros, en grupos de a cuatro, alienados. Vuelve a entrar a la cocina. Eugenia está calentado agua. Agustín le dice que para ponerse a tono con Ingeniero Chanourdié deberían sentarse en la vereda a tomar mate. Eugenia dice que sí, sonríe como si fuera la respuesta a una invitación. Sacan dos sillas y un banquito de madera, para usarlo como mesa. Eugenia lo cubre con un repasador. Le pregunta a Agustín si lo quiere con azúcar. Le alcanza el primero. Agustín siente la textura tibia de la madera en su mano, disfruta como el hilo caliente de agua se desenrolla desde la garganta hasta su estómago. Se quedan en silencio, mirando el vacío de la calle. Se escucha a lo lejos un perro que ladra. Los pájaros hacen vibrar las ramas de los árboles. Agustín hace ruido con el mate, toma el último sorbo y se lo devuelve a Eugenia. Por la izquierda, en la vereda, aparece una mujer. Pasa muy cerca de ellos sin mirarlos, con la cabeza gacha. Su pelo es recto, amarillo, sin movimiento. Tiene una camisa de mangas cortas de color gris, una pollera larga y recta de un azul oscuro. La siguen con la mirada. Su caminar tiene un pequeño vaivén que trata de ser disimulado.   

— ¿Y esa?

— Es la mujer de Anderson.
​
Agustín se da cuenta de que desde ahí, con la puerta abierta, se puede ver una parte del patio, donde está la pileta desinflada. Un poco más arriba nota, como una interferencia en el recorte del paisaje, el movimiento de una nube densa y nerviosa de mosquitos.
 
Con tecnología de Crea tu propio sitio web con las plantillas personalizables.
  • HOME
  • Números Anteriores
  • Staff